Vallejo & Co. reproduce el presente artículo con autorización de la autora y originalmente publicado en la Revista Iberoamericana, Vol. LI, Núm. 132-133, Julio-Diciembre 1985, pp. 697-705.
Por Gloria Gervitz*
Curaduría por Tania Favela
Crédito de la foto www.isliada.org
Con la ventana abierta,
por Gloria Gervitz
Hay tantas formas de destruir el talento: no usándolo, traicionándose a uno mismo y en lo que uno cree, no tomando en serio lo que acaba por ser verdaderamente serio en la vida; la flojera, desidia, esnobismo, esa necesidad de buscar la aprobación o desaprobación cambiando vitalidad por seguridad y/o por valores que nada tienen que ver con lo que realmente enriquece a los seres humanos. El deseo, la necesidad de crear, de decir algo, puede estar allí, pero cuántas veces esta necesidad se bloquea, y en algunos casos para siempre. Es falsa la idea de que es imposible destruir el talento. La gente, las personas, podemos ser destruidas, podemos torcernos y quedar invalidas emocionalmente a pesar de toda la poesía y la filosofía que han dicho lo contrario.
Ezra Pound decía que los artistas son las antenas de la raza. ¿Cómo es que casi todas estas antenas hasta ahora han sido fálicas? Y las antenas femeninas, ¿dónde han quedado?, ¿en la casa con los niños? ¿Por qué las escritoras de un solo libro, los años y años entre uno y otro, los muchos que se necesitaron para terminar una sola obra? ¿Por qué tantas mujeres comienzan publicando apenas a los cuarenta, cincuenta años? ¿Hasta dónde la presión social? Las limitaciones que se le imponen y las que ella misma se impone (limitaciones que suelen estar tan introyectadas que raras veces percibe). ¿Las mujeres tienen menos de qué hablar? Sus vivencias, su percepción del mundo, ¿son tan distintas, menos valiosas que la de la otra mitad del género humano? ¿Por qué la falta de profesionalismo? ¿Es la multiplicidad de roles que desempeña lo que ha impedido la obra?
No afirmo; en realidad estoy llena de preguntas y pregunto también. No tengo las respuestas, sólo las preguntas. Aquí no hay verdades sacrosantas. Parto de una reflexión, estoy llena de dudas y contradicciones, no juzgo, trato de entender.
El trabajo creativo, escribir, necesita tiempo. La mayor parte de las grandes obras surgen de vidas que han podido dedicarse full time. Pound decía que la maestría en cualquier arte es obra de toda una vida, y los hábitos no se rompen fácilmente aun cuando las circunstancias después aparentemente lo permitan; hábitos de años, ese estar siempre disponible para los otros te marca, se convierte en ti. No nada más somos seres buscando cambiar, cambiando; también somos lo que nuestro pasado ha hecho de nosotros. El precio de esta discontinuidad —(los próximos años tengo que sacar adelante a los niños, tengo que ayudar, apoyar a mi marido, que se va a especializar en… o que tiene mejores oportunidades de trabajo aquí o allá; pero después, después escribiré, después terminaré la carrera, haré la tesis, trabajaré)—. «Detrás de todo gran hombre hay una gran mujer»: a veces son las madres, sólo por nombrar dos, la de Lezama Lima, la de Jorge Luis Borges. Pero generalmente atrás de ese «gran» hombre hay una esposa. La mujer de William Carlos Williams en una entrevista: «¿Escribía mucho cuando apenas se conocieron? —No, sólo muy de vez en cuando me mandaba un poema, estaba ocupado tratando de crearse una clientela. Después, cuando nos casamos, comenzó a escribir más, mucho más. Me he encargado de que pueda tener todo el tiempo disponible». Patricia Vargas Llosa (¿cuál será su apellido, el de ella?) dice: «Yo me encargo de todas las cosas prácticas. Mario nunca participa en el funcionamiento de la casa. Está demasiado metido en su trabajo. Lo veo tan ajeno a estas cosas domésticas, que ni siquiera se me ocurriría pedirle que hiciera algo. También me ocupo de archivar sus cartas, sus traducciones y sus papeles. Me siento orgullosa de haber podido crear alrededor de él un clima de tranquilidad y ayudado en todas esas minucias para que él haya podido ser lo que quiso. Aunque procuro leer, mi obra es mi matrimonio. Además, a Mario no le gustaría que yo trabajara, y ya trabajo bastante en su biblioteca, en su escritorio, alejando a las personas que a veces no le dejan trabajar. Paso mi tiempo defendiendo su tiempo».
El trabajo que se interrumpe, que se deja para otro momento, otra época, otra etapa de la vida (cuando esté menos ocupada, cuando pueda tener más tiempo para mi), acaba bloqueándose. Las capacidades que no usamos acaban por atrofiarse. Todo esto pesa tanto que lo que debería tomar semanas toma meses, lo que toma meses acaba por tomar años.
Oigamos a Katherine Mansfield al principio de su relación con John Middleton Murry, cuando los dos soñaban en convertirse en grandes escritores: «La casa me quita tanto tiempo. Quiero decir cuando tengo que limpiar dos veces, o lavar cosas innecesarias, me impaciento, quisiera estar escribiendo, y es tan frecuente que tú y algún amigo estén platicando mientras yo lavo los platos. Bueno, alguien tiene que lavar los platos y comprar la comida. Si no: —Cómo, ¿no hay nada en la casa más que huevos para comer? O luego estoy escribiendo y ti me gritas: Son las cinco, ¿dónde está mi té?».
Clarice Lispector escribía con sus hijos jugando e interrumpiéndola; no quería que sus niños la sintieran distinta de cualquier otra mama. No es fácil ser escritor. En realidad, cualquier actividad o vocación asumidas libremente implican, además de dedicación y trabajo, estar internamente convencidos de la importancia de lo que uno está haciendo, del derecho a hacerlo. Se necesita fuerza de voluntad, confianza en uno mismo para lograrlo. Se necesita disciplina, un esfuerzo sostenido y perseverante, necesario para adquirir una técnica sólida. Difícil para cualquier hombre no nacido dentro de un contexto que le dé esta confianza, casi imposible para una muchacha, una mujer. Se nos pide identificarnos con la experiencia masculina, presentada como la «humana», y nos falta seguridad en la validez de las propias percepciones y experiencias. La actitud que prevalece es que las jóvenes se casarán (actitud que no se aplica a los muchachos, que también se casarán). Escribir, entonces, acaba por ser parte de la dote, un hobby, un adorno que se tiene siempre y cuando no entre en contradicción o quite tiempo a la verdadera vocación: marido-hogar-familia. Todavía nos cuesta mucho tomarnos en serio mis allá de la relación con el «hombre» y hay un miedo secreto en casi todas de perder algo así como la identidad si anteponemos una carrera, convicciones políticas, una vocación a la relación esposa-amante-madre-ama de casa. Son frecuentes comentarios como los siguientes: ella es una escritora, pero también es toda una mujer; nos sorprendería mucho oír expresiones como fulano es escritor y hombre al mismo tiempo, y así, es tan fácil ser sólo una diletante.
Para realizar grandes cosas se necesita olvidarse de uno mismo, pero para olvidarse es necesario estar antes convencido de que ya se ha encontrado. Y las mujeres están aún demasiado ocupadas en buscarse.
Vivir en forma distinta a nuestras madres, abuelas, romper con destinos prefabricados, dudar, cuestionar, cambiar es mucho más difícil y riesgoso que asumirse dentro de lo programado. Sabemos que así no queremos ser, pero no estamos seguras cómo es ser de otra manera. Estamos confusas. Lo que no sabíamos es que si duele romper las mentiras de siempre, la memoria de los sueños. Hemos tenido que aprender a nacer ya adultas; comenzar una y otra vez a los veintitantos, treinta y cinco, cuarenta, cincuenta años.
Una ruptura no se logra sin un gran gasto de energía, sin desgarramientos interiores que, aunque puedan ser fértiles y hasta necesarios para crecer, al menos mientras se padecen disminuyen la capacidad de concentración, dispersan y limitan posibilidades. Cualquier cambio es necesariamente lento. Los seres humanos somos menos maleables de lo que quisiéramos creer. No siempre buscamos la libertad (aun cuando digamos lo contrario). La libertad es una exigencia, implica riesgos y da mucho miedo. La mayoría busca la seguridad y la adaptación. Ser aceptado. Formar parte de. Somos complejos y frágiles, nos dejamos atrapar por abstracciones en lugar de realidades. Nos asusta la irregularidad misma de nuestra estructura, queremos meterla en moldes, en camisas de fuerza, en esquemas sociales y políticos prefabricados. Pocas personas tienen la libertad y confianza, la imaginación, el talento y la oportunidad de producir formas de vida, obras, mis allá de los clichés. Las mujeres en especial caen con mucha facilidad en la autocomplacencia. Además, admitámoslo, está de moda hoy día ser mujer, y esto sirve para que muchas se escuden en un ideologismo feminista, descalificando así toda crítica. Nos aferramos a fórmulas vacías, pero seguras; repetimos, copiamos más que lanzarnos a descubrir esos nuevos mundos (de los que hablaba Rimbaud). Preferimos la certidumbre del orden establecido al verdadero orden de la creación. No nos parecen necesarios ni la fiebre ni el tumulto. Se busca que la realidad se apegue a la teoría. Es mejor, por lo menos más seguro, escribir a la manera de… que tomarse el trabajo de pensar, preguntar, cuestionar; mejor la aceptación al riesgo del descubrimiento. Tenemos mucho miedo a tomarnos en serio, a oírnos, y nos tomamos demasiado en serio a veces en lo que, en última instancia, ni vale la pena. Para la mayoría, escribir bien o desempeñar bien, comprometidamente, un trabajo «fuera» no es el verdadero compromiso, y sigue siendo un robarle horas a lo otro: marido-hijos-hogar. Hay la tendencia a que no nos valoren en base al trabajo de una, sino por otras razones (todas sabemos cuáles son esas otras razones), pero también nos hemos aprovechado de ese camino para colocarnos, y, desafortunadamente, la crítica a libros escritos por mujeres se basa la mayor parte de las veces en eso precisamente y no en la calidad y/o en el contenido, con las consecuentes malas interpretaciones.
Y además está el miedo. Aquellas que son dependientes económicamente tienen fuertes razones para temer, pero aún con independencia económica, aún con «cuarto propio», el miedo. Una especie de memoria ancestral permanece. Cómo podría ser de otra manera si uno también es una mujer. El MIEDO —la necesidad de agradar, de sentirse segura—, un miedo fundado. El poder sigue en las manos de los hombres. El poder real, el de afuera. Palpable. Poder sobre la validez o no de lo que se ha escrito, poder de las casas editoriales, de las publicaciones, de los reconocimientos, etc., y, el viejo miedo de la mujer a ser rechazada. Esa inseguridad casi visceral la predispone a buscar el «éxito» rápido, el aplauso, a la falta de rigor y de autocrítica en su trabajo, a ver en el «otro» no al compañero, al amigo, sino al maestro, impidiendo así un verdadero dialogo y aprendizaje. Se nos ha enseñado a obedecer y a respetar sin cuestionar a la autoridad.
A veces la presión familiar es tan fuerte, presión que, por razones obvias, suele pesar más a la mujer que al hombre, que es así que muchas mujeres de talento sólo han podido sentirse libres a la muerte de los seres más cercanos. Cito a Virginia Woolf: «Hoy es el cumpleaños de papa. Cumpliría precisamente hoy noventa y seis años; si, noventa y seis; y conozco algunos hombres que han llegado a esta edad. Si él todavía estuviese aquí, su vida hubiera aplastado la mía. ¿Qué hubiera ocurrido?; yo no hubiera podido escribir. Así de simple, así de terrible». Recordemos que Proust sólo pudo escribir En busca del tiempo perdido después de la muerte de su madre y de su abuela.
Y cuántas se han ocultado detrás de un nombre masculino o de iniciales neutras para que sus obras fueran tomadas en serio y leídas sin la condescendencia y los prejuicios que suelen tenerse hacia obra escrita por mujeres. Sólo por dar algunos ejemplos: George Sand, George Eliot, Henry Handel Richardson, Isak Dinesen.
La hija de Thomas Mann, Elizabeth Mann Borghese, a los dieciocho años estuvo en una terapia psicoanalítica para tratar de superar un fracaso amoroso. Esta terapia reveló una gran ambición de Elizabeth por componer música. «Las mujeres no pueden ser grandes músicos; tienes que escoger entre el arte o tu realización como mujer —le dijo el analista—; entre la música y la vida de familia». «Por qué —preguntó ella—, por qué tengo que escoger. Nadie le dijo a Toscanini o a Bach o a mi padre que tenían que escoger entre el arte o su vida personal, entre una familia y la aspiración a realizarse como hombres».
Y Lillian Hellman llegó a decir, orgullosamente, que Hemingway le había dicho en una ocasión que ella tenía güevos.
La mayoría de las mujeres viven situaciones infantiles durante toda su vida adulta. Niñas perennes. Lo trivial: ser parásitas, cállate, tú no entiendes de esto; cállate, sólo eres una niña.
Y está la culpa. La CULPA, así, con mayúsculas, paralizante, absurda, nunca ha servido para nada más que para bloquear. Parece ser que esta es una de las constantes en la vida de la gran mayoría de las mujeres en todo el mundo. Una amiga mía, mujer inteligente y sensible, me decía no hace mucho que mejor ya ni se preocupaba si lo estaba haciendo bien o no en su trabajo y con su hijo; de todos modos siempre tengo yo la culpa. Ese conocido y profundo sentimiento de culpa, ya sea porque, de alguna manera, ella falla en sus deberes fundamentales como ama de casa-esposa-madre-hija-etc., ya porque se siente presa, enajenada, encerrada en ese su «destino», ya porque se ha asumido como una mujer independiente, liberada, que asegura que a ella no le importa la soledad ―mejor sola que mal acompañada, sola no me debo a nadie más que a mí misma; puedo hacer lo que quiera, realizarme, etc. ―; pero ante estas opciones excluyentes hay un vacío y casi siempre la terrible verdad de estarse perdiendo de algo, de estar al margen, de ser inútil, de estar afuera, de ser imagen de una imagen, un sueño o una cotidianidad enajenante, casi nunca ella misma.
Katherine Anne Porter decía:
«¿No te has dado cuenta que el ser mujer representa para ti como artista ciertos problemas especiales? Se educa a la mujer para que esta se disperse; la práctica de cualquier actividad creadora demanda una concentración que pocas mujeres están capacitadas a dar. Se nos educa con la curiosa idea de que la feminidad es estar disponible, ver siempre por los demás; si no te adaptas a esto, acabas por considerarte a ti misma una egoísta, una irresponsable, como si el ser responsable fuera ser para los otros. Me imagino que es por eso que me tomó veinte años escribir una novela, fue interrumpida por cualquiera que en un momento dado apareció en mi camino».
«Hay mujeres locas y mujeres de talento, pero ninguna tiene esa locura de talento que se llama genio. En tanto que tenga que luchar para convertirse en un ser humano, la mujer no podrá ser una creadora» (Simone de Beauvoir).
Definitivamente, aún hoy, a pesar de las muchas más oportunidades que tenemos en todos sentidos, la muchacha inquieta pierde confianza en sí misma. La lucha constante por afirmarse como persona la va drenando. Como carece (más que sus compañeros) de un proyecto de vida propio, pierde su dimensión. No hay parámetros. Todo puede volverse el centro cuando no hay un centro; una visita, el día de mercado, subir unos dobladillos, llevar y recoger a los niños, etc. Días iguales indiferentes. Me muevo sólo por habito. Pierdo intensidad. iAh, qué miedo ser vieja sin haber tenido tiempo de madurar! Ojos fijos en el vacío como cuando esperas en un consultorio. Me aburro. Me disperso. Regreso. Todavía el vestido floreado, ¿esperar qué?, ¿qué esperan de ella? La rutina se cierra. Quedo dentro todavía, engordada, igual a mí misma. Estaba cansada, pero no podía pensar en otra cosa. Los días, pequeños movimientos convulsos, ¿para qué?; ¿finalmente, de qué se trata?, ¿de nada?, ¿qué estoy esperando?
«Creo que sólo he podido emplear un diez por ciento de mis energías en escribir; el otro noventa por ciento lo he usado para poder mantener mi cabeza fuera del agua» (Katherine Anne Porter).
Y los hombres y las mujeres estamos llenos de un miedo enorme.
Y la vida se nos va en preparativos que acaban por ser mis importantes que la vida misma.
Y ella es un vacío como un mediodía cayéndose. Un larguísimo exilio. Habitamos los días desde afuera, desde innumerables actividades que no terminan, y el exilio se vuelve cotidiano. No hay orilla. Siempre en la duda. Los cabellos cortados o a veces simplemente recogidos con una cinta. ¿Habremos continuado sin haber estado? ¿A quién contarle todo esto? Y las calles y el ruido y el trafico interminable. ¿Es que estoy envejeciendo?
Derramar el agua de colonia que usaba mi madre. Desprenderme.
Pero si yo siento esto, otras deben sentirlo también. Podrían escoger. Todavía puedo escogerme. ¿Dónde fue que me detuve?
¿Que qué quiero?
Quiero la identidad.
Escribir es una búsqueda, es rescatarnos. Quizá me atrevería a decir que tiene mucho que ver con una afirmación de libertad. Pero hasta no saber lo que somos, no podremos ser lo que queremos ser. Hemos vivido fragmentadas. Necesitamos tiempo para alcanzarnos. Sarah Orne Jewett le dijo hace más de setenta años a la entonces joven escritora norteamericana Willa Cather: «Si no tienes el tiempo para madurar tu trabajo, escribirás siempre más o menos igual, no habrá progreso; y cuando quieras expresar la fuerza probablemente te quedarás en lo crudo; lo que podría ser insight será sólo una observación de superficie. Escribirás acerca de la vida, pero nunca de la vida misma».
Insistimos en seguir denunciando lo obvio. Y no es que esta denuncia, esta toma de conciencia de nuestra marginación no tenga validez, pero creo que nos hemos quedado instaladas allí; después de todo, puede llegar a ser una posición bastante cómoda y hasta aceptable. Pienso que Rosario Castellanos tuvo toda la razón cuando, a principios de los años setenta, dijo acerca de la situación de la mujer mexicana, que mis que víctimas somos parásitos, y que esto no deja de tener sus encantos. (Hablo de la clase media para arriba, por supuesto…)
Y cuántas mujeres podrían definir su existencia con aquel verso de Rimbaud que dice: «por delicadeza perdí mi vida».
Y todos esos años y años que se pasaron, y mi vida vieja película en blanco y negro, palabras en off, frases sin terminar, insomnios, ropa limpia apilada en cajones, frascos alineados impecables en alacenas, olor a cerrado, a humedad, como todo lo que nos atañe. Son cosas de mujeres. Oscuras, atrás, al margen, anónimas: la señora de tal, ella, la mujer de fulano, ella que nació ―que murió―, que tuvo tantos hijos. Y la energía, esa energía del lenguaje, de la obra (que no pude hacer), ¿quedó prensada en la cotidianidad? Se desgastó en los días iguales todos. Un largo día interminable. Sólo que estoy más vieja cada vez. Y la verdad sobre mí misma, ¿cuál es la verdad?, ¿cuál? ¿Cómo decirla, cómo saberla, si piensan por mí, si me han dicho de siempre lo que tengo que sentir y decir, y lo que me han dicho, enseñado, es lo que me define, pero y yo, ¿dónde estoy?
¿Hacia dónde avanzo con el pie sobre el corazón?
Se borran las huellas.
Estaba oscura y cerrada. Mis parecida a ella misma que nunca.
Latiendo. Meciéndome a mí misma.
Ah, salir y respirar.
Ahora el instante se extiende. El miedo como un caballo desbocado, porque basta vivirme y lo único que queda es la duda. Y ella se arrullaba como una niña y se encogía en lo incomprensible de si, y todo esto es muy pausado, lento, y es áspero y la imagen borrosa y mal hecha. Se alisa el vestido con el mismo gesto distraído de su madre. Con los años, el parecido acabará por acercarlas. ¿Regresar? El rostro que me refleja es casi idéntico al de mi madre. Sé que intento perderme (y me pierdo), sé que el polvo se cuela (nunca acabo y todo se repite) y que envejezco, a pesar mío, minuciosamente envejezco. Sé que habito un largo sueño demasiadas veces soñado. Mentalmente me lleno de ocupaciones y llego puntual. Los días se acortan. Soy la misma, pero ahora estoy ocupada y siempre tengo prisa. Yéndome sin irme. Difusa, gorda, cada vez más gorda, pequeño punto hacia atrás, casi en el principio. No me moví. Fui la que soy. Toda esta confusión, ah, tantas dudas. Esta mujer tan la misma. Así de simple. La misma. Despacio. Cuidado. Ella tiene miedo. ¿Adónde irme? Sin poder salirse tan cerca. No puedo, tengo miedo. La misma. La misma. La misma. Ah qué fiasco.
En lo más profundo, aferrada a sus latidos sin poder moverse.
Hacia atrás.
Aquella música que se arquea, se triza, cuelga como una rosa recién cortada.
…..Si pudiera oírse
…………………………..……………….subir a la superficie.
…..Romper el dique.
…………………………………………………..Desprenderse para siempre en la confusión de
estar viva. Más hondamente.
¿Por qué no vienen las palabras?
……………………………………………………Afuera el ruido de los camiones,
los anuncios en el radio.
…..Una rutina, lo que después de todo no importa.
…..Pero que dura desde el comienzo de cualquier vida.
…..Ah, desprenderme y fluir. Sólo poder fluir libre.
…..Basta de mentir. Empiezo. Voy de un cuarto a otro. Un poco detenidamente. Yo no he vivido. Ella se dejó vivir.
Pequeños pasos enloquecidos. Las ventanas sin cortinas. Polvo. ¿Cómo salir?
…..¿A qué, adónde? ¿Cuál es el propósito?
…………………………….Lo más importante es la puntualidad.
…..Llegar, aunque sea a ningún lado.
…..Casi inmóvil o tan inerme.
…..¿Quién puede negarse a vivir su propia vida?
…..¿Atreverme?
…..Rómpete memoria, rómpeme.
…………………………………………………..…Purifícame.
…..¿Adónde iría si pudiera llegar? ¿Qué sería si yo fuera?
…..Ella, apretando contra su pecho un ramo de alcatraces,
¿te acuerdas?, ¿te acuerdas?
y aquí estoy. ¿Cuántos años?
………………………………………………………….….o ¿seré vieja?
*(México D.F.-México, 1943). Poeta, historiadora del arte por la Universidad Iberoamericana (México) y traductora al español de escritores como Anna Ajmatova, Marguerite Yourcenar, Kenneth Rexroth, Rita Dowe, Samuel Beckett y Clarice Lispector. Fue becaria del FONCA (1993) y ganó el premio Fernando Jeno (1986) y del Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2019). Sigue construyendo el proyecto poético Migraciones cuya su primera parte, Shajarit, publicó en 1979. A esta le siguió “Yizkor” (1987), “Fragmento de ventana” (1986), publicándose por primera vez con 3 secciones juntas (“Shajarit”, “Yizkor” y “Leteo”) bajo el título Migraciones en 1991. En 1993 publicó Migraciones ampliado con la sección “Pythia”, igualmente en 1996 publicó el mismo libro añadiendo la sección “Equinoccio”. En el 2000 la publicó con una nueva sección, “Treno”, en 2003 incluyó la sección Septiembre y, en 2017, una nueva publicación de Migraciones (1976-2016) borrando los títulos que dividían el poema río en fragmentos y los epígrafes.