Vallejo & Co. reproduce el presente testimonio publicado por su autor, originalmente, en la revista Libros & Artes, N° 14 y 15, en la ciudad de Lima, en julio de 2006.
Por Rodolfo Hinostroza*
Crédito de la foto Herman Schwarz.
(De izq. a der.) Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela
y Rodolfo Hinostroza en Trujillo, 1987.
Con Eielson en París
Mi amistad con Jorge Eduardo transcurrió casi toda en París, desde 1968 en que yo me avecindé en esa maravillosa ciudad, hasta que él rompió con su mecenas Paul Tolstoi, y se regresó a vivir a Italia, pocos años más tarde.
Y es que, efectivamente, Eielson disfrutó del mecenazgo de este interesante personaje, que era por entonces jefe del departamento de Interpretación Simultánea de la UNESCO, cuya sede está en París, y Dios sabe que no le faltaba chamba, porque las miles de conferencias que se realizaban a lo largo del año eran obligatoriamente traducidas a las lenguas oficiales de las Naciones Unidas, y a varias lenguas más según los países implicados, y él estaba a cargo de ese pandemónium babélico. Hablaba corrientemente varias lenguas: su ruso natal, alemán –había nacido en Baden Baden–, inglés –se había criado en Londres– francés, italiano, un poco de español, haciendo honor a la fama de políglotas de los rusos blancos exiliados en Occidente luego de la revolución comunista. Era nieto del conde Leon Tolstoi, y se manejaba un gran porte aristocrático, pero era bien informal, se vestía en el Mercado de las Pulgas, donde me lo encontré varias veces, y habitaba con su mujer, una bella, pelirroja y joven irlandesa, en un apartamento del Barrio Latino, 7 bis rue de Lanneau, contiguo al de Eielson y su pareja, el sardo Michele, quienes ya por entonces llevaban años habitando juntos.
Casualmente teníamos la misma propietaria, que también nos alquilaba a mi mujer y a mí el minúsculo apartamento en que vivíamos, 6 rue Monge, frente a La Mutualité, y ésta era nada menos que Claudine Fitte, ex mujer del pintor Sérvulo Gutiérrez que fue modelo de muchos de sus cuadros. Viajamos con ella en el barco que nos trajo a París, y nos hicimos amigos en esa larga travesía, y así fue que le alquilamos ese apartamento. Este curioso vínculo hacía que nos viéramos con bastante frecuencia, pues Claudine, que era muy sociable, solía organizar comidas y reuniones en ese piso que mucho tenía de pensión española, porque Jorge Eduardo y Michele también organizaban por su lado las suyas, y hasta Paul nos invitaba de tarde en tarde a tomar el aperitivo. Jorge había pintado de blanco el piso de madera de su taller, que lucía impecable y extraño, con sus famosos nudos en las paredes, y unas cajas de embalaje de frutas pintadas de vivos colores, que eran obra de Michele.
Este Michele era la viva imagen del enemigo de Popeye, el enorme y barbudo Brutus, el eterno pretendiente de la flaca Oliva, pero un poco más chico, más guapo y bastante más joven que Eielson. Y, además, era alegre y sonriente, lleno de ganas de vivir. Parece que era hijo del campesino sardo propietario de la casa de campo que Jorge Eduardo alquilaba en Cerdeña para pasar los veranos, y allí se habrían conocido hacía ya bastantes años.
Formaban una curiosa pareja, pues Michele no parecía para nada homosexual, y de repente tampoco tenía vocación para ello, porque mostraba un evidente gusto por las mujeres, que Jorge soportaba mal y lo paraba celando y vigilando. La Oliva de la historia terminó siendo una suiza flaca, vieja y fea, amiga de Jorge, con la que un día Michele se escapó y se casó, para consternación de todo el mundo homosexual, pero el matrimonio no duró dos años, al cabo de los cuales Michele se divorció y retornó al redil. Tengo para mí que había más amistad que amor de parte de Michele, que era un hombre muy simple, de sentimientos muy puros, que adoraba a Eielson pero no de la manera explícitamente erótica que se ve en otras parejas. Jorge lo había sacado de aquella granja sarda, y lo había catapultado al sofisticado mundo de la pintura de vanguardia de Occidente, en el que Michele había desarrollado un gusto sorprendente de las formas y colores, y hacía unos trabajos muy bonitos con materiales de desecho, que ya había expuesto en alguna que otra colectiva.
En esa casa conocí a algunos conspicuos miembros del Nouveau Realisme francés, al que Jorge Eduardo adhería sentimental y estéticamente, a la viuda de Yves Klein a falta del pintor, que había muerto antes de los cuarenta años dejando una estela de genialidad y escándalo tras suyo, a De la Villeglé, a Bernard Venet, a Cremonini, que era un examante de Claudine como el respetable filósofo marxista Louis Althusser, que también frecuentaba esa casa y terminó asesinando a su mujer, quién lo diría. Cierta vez De la Villeglé se despidió de una reunión que teníamos en el taller de Jorge, a eso de las 11 de la noche, explicando que ya era hora de irse a trabajar. Yo me quedé muy extrañado, y comencé a imaginarme que de repente trabajaba como guardián nocturno en algún establecimiento comercial, como mi amigo el pintor alemán Max Reithman, que se pasaba la noche entera vigilando una fábrica de embutidos con un pistolón en la cadera.
Al rato, cuando ya me iba yo a mi turno, y le comuniqué mis inquietudes a Jorge, me dijo con una sonrisa un tanto irónica: “¿Quieres saber dónde en verdad trabaja? Date una vuelta por la rue Mouffetard, que a esta hora debe encontrarse por ahí”. Y ahí me fui, de pura curiosidad, que esa calle quedaba muy cerca, y cuál no sería mi sorpresa cuando vi a De la Villeglé parado en medio de la calle, delante de un largo muro todo pegoteado de espesores de afiches de todo color y forma, que el pintor desgarraba con meticulosidad y con método, como si estuviera haciendo una obra maestra a largas pinceladas, y sacaba colores, y formas, y letras de aquel inmenso mazacote, fabricando un enorme collage-palimpsesto que, cuando quedó bien a su gusto, el pintor recortó con unas enormes tijeras que sacó de su bolsillo, lo enrolló con cuidado, y se lo metió debajo de su abrigo. Luego se fue caminando por la rue Mouffetard, con pasitos satisfechos.
Ese era el mundo de Eielson: por él desfilaban los gentiles locos de Fluxus, que andaban por ahí pintando los ríos de colores, o los del Land Art, que dibujaban en el desierto con las ruedas de la motocicleta, o los artistas conceptuales como el propio Eielson, que expuso en la galería Yvon Lambert unas “esculturas enterradas”, piezas imaginarias que estaban descritas en unos cuadritos de plástico colgados en los muros, aunque en realidad sólo existían en la imaginación del pintor.
Sin duda por eso Eielson había aceptado el mecenazgo de Paul, para tener el tiempo y la ocasión de experimentar esos lenguajes de vanguardia sin tener que preocuparse si sus obras se vendían, o no. Paul llevó su mecenazgo hasta el extremo de ponerles a Jorge y Michele un inmenso taller de pintura en toda una ala del Manoir o caserón que se había comprado en la Valle de Chevreuse, y a cuya inauguración asistí, con una treintena de personas más. Era un espacio imponente, con una loggia enorme, pero frío, y distante de París, en el que Paul se había imaginado que ambos pintores se encerrarían a crear, cual ascetas, pero que tuvo un efecto contrario al esperado, porque ellos como que no se adaptaron al nuevo espacio, que era bien difícil de calentar en los crudos inviernos. Poco tiempo después Jorge tuvo una famosa pelea, a grito pelado, con su mecenas, por no sé qué razones, pero esto determinó la definitiva ruptura entre ambas partes, y la partida de Jorge Eduardo y Michele de vuelta a Italia, donde Eielson abandonaría la aventura del conceptualismo, para dedicarse a otro tipo de pintura apenas más vendible.
Y es que Eielson no quería repetir sus célebres nudos, que era lo que más vendía, y que eran una especie de marca de identidad de la que estaba harto. Un día que llegué al taller, Michele corrió espontáneamente a mostrarme, ante la reticencia de Eielson, el último catálogo general de los cuadros que se habían vendido en remates y galerías, y que determinaban la cotización del pintor en el mercado. Allí, al fondo de una larga lista que encabezaban los cuadros de Rothko y Lichtenstein vendidos en millones de francos, estaba el modesto cuadro de Jorge, que había salido en un remate por unos pocos miles de francos, pero este hecho les abría una puntita del mercado que les permitiría a los dos vivir y seguir pintando, que de todos modos siempre fue lo principal.
A ninguno de los dos le interesaba el dinero, pero sí la felicidad. De poesía casi nunca hablamos, pero de Jorge aprendí a mirar pintura con la mente, y no solamente con los ojos. Y por eso le estaré eternamente agradecido.