Como trozos de un barco hundido. 5 poemas de María Valerón Romero

 

Por María Valerón Romero*

Selección por Iván Méndez González

Crédito de la foto Carlos de Sáa /

www.laprovincia.es

 

 

 

Como trozos de un barco hundido.

5 poemas de María Valerón Romero

 

 

Aire de poros

 

Me sobran las manos para alcanzarte. Hay un aire plagado de tacto, denso de poros, como una nube de huellas que va llenando el vacío.

Me sobran los dedos, los ojos, la escama fina de la carne. Somos en el aire, como una impaciencia rota. Estamos partidos, troceados en esporas que cubren el oxígeno de un olor a salitre nuevo.

Oxidados, como trozos de un barco hundido, llenos a rebosar de carcoma, sacando por los agujeros de la piel trocitos finos de entraña.

Estamos casi perdidos. Solo el olvido, como una brisa amarga, puede salvarnos.

 

 

 

Nacer en el mar

 

No sé dónde nací, pero soy de aquí: soy del golpe, del primer roto que cae en la arena. Soy el hueco exacto: algo me lleva y me trae, me arranca y me arrastra siempre de vuelta.

Hay un vacío agradable y ruidoso en el centro mismo, un naufragio vivo de arrugas nuevas, una llamarada allá donde el faro alumbra.

Esta es mi puerta del mundo. Va naciendo y matándose; es caprichosa. Yo soy un sendero que la devora, solo un relámpago, una luna flaca, un motor que aprieta sangre, y que nace y muere.

Como una orilla.

 

 

 

Eternos retornos

 

Como el mar suelta: así me agarro.
En todas las arenas, por todos los cristales, por detrás de las luces.

Allá voy chillando y filtrándome y hundiéndome en los poros: en todas las heridas, cicatrices. Así voy desparramada, lanzándome por los plenilunios.
Poco más que eso soy: un círculo que se abraza. Una hoguera lista para apagarse, aire en el fuego, vueltas al mundo, cuentos de hadas, caras grises, libros que no escribo, fotos robadas.

A veces, algunas pocas veces, me permito algún capricho: colgarme de una nube, coserme bien la sombra o convertirme en galaxia, remota, vieja y eterna. Exploto, entonces, y me desgajo.
Separo agujeros, vidrios, partículas; estrellas fugaces y supernovas, pequeños asteroides, planetas extraviados, ojos, bosques, algún poema. Sólo el frío, después de mucho tiempo, me reúne.

Como se parte el fuego: así me agarro.

 

La poeta María Valerón.
La poeta María Valerón.

 

La manta del mundo

 

Alguien me dijo, una vez, que el cielo por las noches no es cielo. Alguien me dijo, una vez, que, cuando se acaba el día, al mundo le da frío y se cubre con una manta negra llena de agujeritos. Estoy de acuerdo.

 

Por las noches me siento en la orilla de mi casa a mirar los agujeritos de la manta del mundo. Veo como el día se cuela por todos los pequeños defectos de este abrigo global.

 

El edredón de la Tierra tiene miles de huecos rotos, miles de desperfectos pequeñitos que dejan entrar la brisa, la tarosá del universo.

 

Si algo sabemos del mundo es que nada en él es perfecto, ni siquiera su manta.

 

Me gustan las roturas de esta manta. Las vigilo como si fueran mi jardín y tengo miedo de que alguien un día se atreva a coserlas.

 

Me gusta cómo brillan; me gusta cómo a veces alguno de los agujeritos tiene un color diferente, como si un ojo verde, o azul, o un iris rojo de atardeceres mirara a través de él.

 

Me gusta escuchar historias sobre las estrellas, me gusta saber que siempre van a estar ahí y me gusta pensar que los piratas podemos usarlas para atravesar desiertos, marejadas y acantilados.

 

Me gusta creer en ellas más que en dios y me gusta creer que dios (si existiera) no sería otra cosa que un millón de agujeritos.

 

Aquí debajo, a años luz de la manta del mundo, sé que soy pequeñita. Siempre me dijeron que soy mediana, pero en realidad creo que nunca pensaron bien en mi tamaño: soy chiquitita, diminuta, mucho más pequeña que un agujerito de luz.

 

Eso me gusta: cada uno con su tamaño.

 

 

 

Todo verdor

 

Benedetti contradice a Frost, asegura que todo verdor renace. Yo, nadie, digo que los amantes de los jardines cuidamos el pasto.

 

Todos los otoños fueron verdes y todas las primaveras guardaron un poco de bronce.

 

Reconozco que una vez me perdí entre los bosques. Admito que llevo dentro una jungla. Confirmaré a quien me pregunte que en mi casa siempre cuido un trocito de Alaska.

 

Recordaré a quien se olvide que las estaciones son un eufemismo: en el invierno de este lado del mundo, la otra mitad del planeta celebra que crecen las flores.

 

Yo no me divido en mitades: hibernar es una elección para idiotas.

 

Ellos eligieron la nieve, yo la enredadera.

 

Ellos mirar el borde del acantilado, yo tirarme al océano, colgarme de una nube, volverme espuma.

Ellos se conformaron, yo me transformé.

 

Mientras esperaban con los ojos alucinados, los pies al borde de la roca negra, yo había sido océano, después gota en el mar de nubes, luego agua de tarosá, o gota del rocío, o agua para laderas.

 

Ellos se asustaron, yo me arrojé a mí misma, me evaporé y caí, sembré y crecí.

 

Crecí tanto que para cuando el sol quiso secarme no me encontró en el otoño.

Volé tanto que cuando el invierno quiso helarme yo ya corría en manantiales distintos, echándole un pulso al cierre de la corta vida del agua.

 

Y fui viento, árbol, flor.

 

Y fui fruta, pétalo, vida.

 

 

 

 

 

*(Fuerteventura-España, 1990). Poeta, ensayista y periodista licenciada por la Universidad Carlos III de Madrid (España). Ha trabajado la prensa escrita como la Agencia Efe (Bruselas), La Provincia o Canarias 7, y organizaciones en favor de la libertad de prensa, como la Associação Brasileira de Jornalismo Investigativo (en São Paulo). En 2013 publicó el ensayo La palabra como paracaídas (2013), una publicación de divulgación pública que aborda el papel de la literatura como arma en la defensa del medioambiente; a su vez, ha publicado en poesía La pequeña vida (2016).

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