Charles Bernstein: Una entrevista autobiográfica

Charles Bernstein L=A=N=G=U=A=G=E ¡CONTRAATACA!: Poéticas selectas (1975-2011).

Heriberto Yépez (coord.)

Prólogo de Eduardo Espina.

Traducciones de Hugo García Manríquez, Mayra Luna,

Erneto Livon-Grosman, Mario Bogarín, Alejandro Espinoza Galindo

y Heriberto Yépez. https://www.facebook.com/aldus.editorial

 

Loss Pequeño Glazier: Mi primera pregunta es una  que  me  ha  estado dando vueltas  en la cabeza  por algún  tiempo. Al leer tu trabajo, tu juventud parece hacerse  presente en  tu escritura, ciertamente desde  el punto de vista de la textura  y superficie  del lenguaje. Pero no se ha publicado mucho al respecto. Naciste en Nueva York, ¿cierto?

Charles Bernstein: Sí, en el Doctor’s Hospital, en el Upper  East Side, en Manhat- tan, el 4 de abril de 1950. Tal como mi padre lo puso en la tarjeta que anunciaba mi nacimiento: “Sherry Bernstein, Trabajadora; Herman Bernstein, Gerente”.

LPG: Me gustaría  oír sobre tus padres.  Sin duda, la idea de la poesía  como  un negocio y el conflicto generacional, por  ejemplo en “Frases que  usó  mi pa- dre” [“Sentences My Father Used”], hace de esto algo de mucho interés.

CB: Mi padre,  Hermann Joseph Bernstein, nació  con el nombre de Joseph el 22 de diciembre de 1902,  en Manhattan; fue el octavo  de once  hermanos y hermanas: Joseph (quien murió antes  de él, así que en verdad  el nombre no fue nunca usado), Sadie, Harr y, Gad, David,  Pauline, Ceil, Evelyn, Sidney y Nahum. Su padre, Charles, murió cuando mi padre era joven; su madre, Jenny, murió a principios de 1945.  Ambos inmigraron del oeste de Rusia en la últi- ma década  del siglo xix, instalándose en el Lower East Side y después en el Village. Jenny administró un lugar de descanso para judíos  en Long Branch, Nueva  Jersey, por un tiempo, pero  tuvo que dejar los negocios debido a una epidemia; después administró un  restaurante en  el  Lower  Manhattan. El abuelo de mi padre  pasó sus días estudiando el Talmud y cosas por el estilo; no trabajó. Muchos  de los hermanos de mi padre  tuvieron éxito en los nego- cios y bienes  raíces. Mi padre  trabajó casi siempre en la industria de la ropa, con el tiempo, fue uno  de los dueños de Smartcraft Corporation, una fábrica mediana de vestidos  para mujeres, una de las primeras en hacer copias  bara- tas ($12) de vestidos  de moda. Los impuestos retroactivos lo arruinaron a principios de los 60; sufrió un paro cardiaco  pero con el tiempo regresó como asesor  estadounidense para  Teijin, Ltd., la fabricante de textiles más grande en Japón. Se casó con  mi madre el 12 de diciembre de 1945,  a los 42 años. Murió  el 20 de enero  de 1978,  de leucemia.

Mi madre fue hija  única.  Nació  el 2 de febrero  de 1921,  y vivió con  su madre, Birdie Kegel, en la Avenida  P, cerca del Prospect  Park, en Brooklyn. Birdie,  nacida  con  el nombre de  Bertha  en  el oeste  de  Rusia  en  1891,  fue abandonada por su padre,  Louis Stolitsky, quien partió para Estados Unidos. Al morir  su madre, ella fue enviada, sola, a Estados  Unidos, a los siete años de edad; tuvo que vivir con su padre  y su madrastra, una situación triste para ella. Se casó con  Edward  Kegel en 1918.  Él era un  exitoso  agente  de bienes raíces en Brooklyn;  murió de una  infección de estreptococos, en 1927.

LPG: Dado  que  tanto tu padre  y tu madre tenían raíces en el oeste  de Rusia, ¿puedo preguntarte de qué  parte,  exactamente, en el oeste  de Rusia, proce- dían?  Particularmente ¿creciste en un  ambiente en que  se hablaba yidish  o ruso? ¿Posees alguna cercanía  con, o el recuerdo de, alguna de estas lenguas?

CB: Desconozco la región precisa en la que mis abuelos maternos nacieron. La madre de mi padre emigró  de Lituania alrededor de 1888, cuando ella era una joven adolescente; su papá  emigró  de la región  cercana  a Odessa:  Pero esto ya era historia antigua para  mi  padre,  quien, después de todo, nació  en  Nueva York, y ni siquiera lo recuerdo hablando al respecto, a excepción de la sesión de historia oral que hice con él, poco  antes  de que muriera, y la cual tuve que es- cuchar  para  responder tu pregunta. Mi padre  no se preocupaba mucho por ese tipo de cosas, al menos hasta donde supe. Tal vez no quería que ni yo, ni mi hermana ni mi hermano nos preocupáramos; tal vez simplemente pensó que  no  nos  interesaría; quizá  no  quería pensar sobre  aquello. Lo principal es que mi familia  salió. En cosas como  estas mi padre  era poco claro: no pare- cía ser introspectivo, aunque decir algo semejante es reflejar un enorme golfo entre sus propias circunstancias culturales y las mías. De muchas maneras mi padre  me parecía extranjero, lo cual no quiere  decir extraño;  todo  esto resulta asombroso ahora que me parezco  a mi padre  de tantas  maneras. El poema al que haces referencia “Frases que usó mi padre”  (del libro  Controlling Interests) intenta pensar en todo  esto, gran parte del poema está basado en la sesión  de historia oral que hice con mi padre.  Estoy seguro  de que no soy el único  que encuentra la evocación de Paul Auster de su padre en La invención de la soledad, muy cercana a mi propia experiencia con mi padre.

Pero de la misma manera, en el caso de mi madre y mi abuela, las raíces y orígenes no  fueron tema  de conversación. De mis abuelos, a la única  que conocí  fue  a mi  abuela, quien siempre vivió  muy  cerca de  nosotros, pero como  llegó a Estados Unidos aún siendo una niña,  todo  vestigio de yídish se había perdido. Mi madre cuenta que la única  ocasión en que recuerda a sus padres  hablar yidish  fue cuando platicaban sobre  algo que  no  querían que ella entendiera. De manera que no, sólo “tuvimos” inglés estadounidense en casa, excepto por los ocasionales viernes de rezos en hebreo, aunque ninguno de mis padres  ni mi abuela sabían mucho hebreo y el hebreo que nos rodeaba era producto de la educación religiosa.  Este fue el contexto en el que aprendí el poco  hebreo que sé, durante los dos años  antes  de cumplir 13, en la Con- gregación  Rodeph Shalom, una sinagoga  reformada en el Upper  West Side.

LPG: ¿Pero no tenía tu papá alguna familiaridad con estos lenguajes? ¿Y si los antecedentes de tus padres  no era una presencia lingüística, no tuvieron una importancia en sus ideas políticas?

CB: Mi padre  habló probablemente yidish  cuando era niño, pero  de eso no había nada  en nuestra casa, a excepción de las penetrantes insistencias idio- máticas  naturales en cualquier circunstancia lingüística, y que le añaden tex- tura y carácter al habla de una persona. Por ejemplo, mi padre  siempre decía “cierren  las luces”, o “toma un corte de cabello”. Seguramente habrá muchos ejemplos más pero  no puedo pensar en ningún otro  en este momento, aun lo escucho  decir, “´¿Muchachos, no pueden cerrar las luces? Este lugar tiene tanta  luz como  Luna Park”.

Mis padres  estaban a favor de la asimilación, pero poseían, no obstante, una  fuerte  identificación judía  y después sionista. Como a muchos otros  de su generación, esto dio pie a numerosas contradicciones. Éramos  vagamente kosher, durante los años  de “la carne frita”, pero en otras épocas  el tocino se freía en abundancia y era sabroso. O éramos kosher  los viernes,  cuando mi tía Pauline venía a cenar pero  no así el resto de la semana. Desde  luego  que en Rosh Hashaná y Yom Kipur, cuando docenas de familiares nos visitaban en nuestro departamento durante gigantes  e interminables comidas que llegué a odiar  por tediosas, éramos estrictamente kosher, con platillos de Pésaj una vez al año  y pasteles  hechos con harina de matzoh. (Quienes digan  “correc- tamente” que  no se puede ser un poco  kosher, ignoran la práctica  real de la etnia judía.) La familia  de mi padre  estaba  afiliada a la Congregación Sherith Israel, la ancestral sinagoga  española y portuguesa que fue reubicada frente a nuestro edificio; en ocasiones yo acudía  al ser vicio ortodoxo en su admirable santuario principal. Pero como  te contaba, para mis padres  el lado  religioso del judaísmo era menos pronunciado que una identificación étnica  decisiva, y con todo  mutable.

En cuanto a las preferencias políticas, mis padres  eran  demócratas libe- rales, pero  no especialmente politizados, no obstante aún  recuerdo repartir folletos  en Broadway  y la Calle 74 a favor de Adlai Stevenson, cuando tenía 6 años.  Y aunque me da gusto  haber  sido  enlistado en la campaña de Steven- son, y tengo  agujeros  en mis zapatos para comprobarlo, mis preferencias po- líticas y las de mis padres  se distanciaron. Siendo  adolescente, mi papá  y yo intercambiábamos vituperios a la hora  de la cena, a propósito de Vietnam  y del racismo, ya que  él se adhería a Hubert Humphrey, y yo me  desplazaba hacia  la izquierda. En fechas  más  recientes, mi  madre expresó  su molestia por el hecho de que yo fuera el único  judío  en Nueva York que apoyó  a Jessie Jackson, aunque le hice  saber  que  mi  hermano también votó  por  Jackson. (Me enfoco  en mi papá  no sólo porque es él más relevante para tu pregunta sino  porque mi relación con mi madre es tal que resulta  menos apta  para la clasificación.)

De cualquier manera, las preocupaciones de mi padre estaban concentra- das firmemente en el éxito,  y con  mucha frecuencia, y de manera dolorosa para él, en el fracaso en los negocios. Como él decía, “Uno puede alcanzar el éxito, si se valoran las prioridades correctas”.  “Las prioridades correctas”  no era un  concepto particularmente flexible para  él, y en este sentido él repre- senta, en gran medida, una generación de nuevos migrantes que no tuvieron el tiempo libre para reflexionar sobre lo que su trabajo tan duro  hizo posible para mi generación.

LPG: Louis Zukofsky  y Charles  Reznikoff  son  autores que  han  sido  de gran interés  para  ti, por su habilidad para  “crear un mundo nuevo  en inglés, una nueva  palabra para eso que ellos llamaron Estados Unidos”. ¿De qué manera la experiencia de tu familia  informa la lectura  que  haces  de estos  autores?

¿Me preguntaba si, particularmente en la obra  de Reznikoff,  además de las cualidades literarias y documentales, hay otros  eventos  o temas  específicos que te parezca  que resuenan en tu vida personal?

CB: Sí, mi relación con Zukofsky y Reznikoff  está marcada por esta historia. Zukofsky  y mi padre  eran  prácticamente de la misma edad  y crecieron muy cerca uno  del otro, pero no parecen existir otros puntos en común. Zukofsky y Reznikoff  cuestionaron y resistieron las mismas ideologías que  mi  padre aceptó  como  algo dado en la vida estadounidense. Y ambos estudiaron mu- cho  más  allá de la educación preparatoria que  mi padre  posiblemente con- cluyó. (La educación de mi madre no fue significativamente mayor,  aunque por  algunos años  asistió  a una  “escuela  de buenos modales” después de la preparatoria, pero esa es otra historia).

Sin duda, mi padre  no tenía  simpatía hacia los artistas,  a quienes consi- deraba un fraude  (en  el caso del arte “moderno”) u holgazanes (como en el caso de su abuelo rabínico, a quien veía como  algo parecido a la oveja negra de la familia). Y crecimos  rodeados de la pop culture estadounidense pero muy escasa literatura o arte. Aunque mis padres  rara vez escuchaban música  en la radio,  los periódicos —el Times, el Post, el Daily News y después Women’s Wear Daily— eran predominantes. Teníamos libros,  pero en su mayor  parte se tra- taba  de novelas  populares que habían sido heredadas de décadas  anteriores, entre  ellas un  puñado de best-sellers o libros  condensados (sólo  añada agua hir viendo). Mi madre decoró buena parte  de nuestro departamento en  un estilo francés colonial muy formal. La amplia sala, por ejemplo, era para las visitas, no para usarla todos los días. En este contexto, los libros se convirtie- ron  en decoración, como  sucedió con la obra  completa de Ruskin comprada por metro para usar en un hermoso librero antiguo. Hasta  dónde puedo ver, los Ruskin  jamás  fueron abiertos durante mi infancia, aunque agradezco el hecho de que presidieran sobre  nosotros, de alguna forma  subliminal.

Zukofsky y Reznikoff  son importantes para mí porque ellos sugieren un sentido de judaísmo completamente diferente a cualquier cosa que yo hubie- ra conocido en la década  de los 50, algo próximo a lo que  Isaac Deutscher, escribiendo desde  una  perspectiva de izquierda, describe  como  “el judío  no judío”, pero  como  parte  también del contexto heterodoxo trazado por  Jerome Rothenberg en el libro A Big Jewish Book. Esto es un poco como  una atrac- ción de circo del judaísmo “serio”, con actos de apertura realizados por Mai- mónides y Baal Shem  Tov, Spinoza y Heine, o en la pista  principal Groucho y Harpo y Chico  Marx, Lenny  Bruce, Woody  Allen  y Bob  Dylan.  Aunque nunca mencioné el judaísmo en mi ensayo de universidad sobre Stein y Witt- genstein (y el tema  no  es mencionado en  sus respectivas  obras) es, desde luego, un punto de contacto obvio,  además de un punto de referencia crucial para mí, aunque un tanto implícito.

Pero permíteme finalizar  esta serie de ideas  citando un pasaje  de Amos Oz que,  debido a una  deliciosa coincidencia, Eric Selinger me envió  por co- rreo electrónico mientras escribía  mi respuesta a tu pregunta:

Supongamos que un nuevo  Kaf ka está creciendo en este momento, aquí en San Francisco,  California. Supongamos que tiene 14 años  de edad  en este momento. Llamémoslo Chuck  Bernstein. Asumamos que  es un  genio  igual al que Kaf ka fue en su tiempo. Su futuro, tal como  lo veo yo, depende de un tío en Jerusalén o de una  experiencia junto al Mar Muerto, o un  primo en un kibutz o alguna cosa inspirada por el vivo drama israelí. De otra manera, con la excepción de la posibilidad de que él crezca entre ultra–ortodoxos, será un escritor estadounidense de origen judío, y no un escritor judío  americano. Se convertirá en un nuevo  Faulkner pero no en un nuevo  Kaf ka.

Me parece  que esta angustiada y reducida concepción de la identidad es justamente lo que la tradición de escritores  que te mencioné ha rechazado. Y es, al explorar  y crear formaciones de identidad alternativas, que  al menos una  astilla de la tradición judía  pueda resultar  útil; en esto, Kaf ka es nuestra estrella  negra e implosiva.

LPG: Dado  que tu padre  fue gerente  en la industria de la ropa,  ¿de qué mane- ra se reflejó  esto  en tu concepción personal del “yo”, mientras crecías? (En otras  palabras, su trabajo podría parecerte despreciable o comercial compa- rado con tu propio compromiso con preocupaciones sociales o podrías haber sentido presión para volverte  parte  de la industria “casera”.)  ¿Tuviste que pe- lear contra la presión por ser parte  de la empresa comercial de tu padre?

CB: Un día desperté y me encontré metamorfoseado en un pequeño hombre de negocios. Todo lo que he hecho desde  entonces, político y poético, no ha alterado esto.  Porque la poesía  es, después de todo, un  extremado negocio pequeño, al requerir mantener todo  tipo de cuentas para mantenerse a flote. Sin mencionar todos esos asuntos de las “editoriales pequeñas”, como  la dis- tribución, promoción y manufactura de libros.  Lo que quiero decir con esto es que he buscado unir a la poesía  con el ciertamente “despreciable o comer- cial” mundo material y social de la vida cotidiana, en lugar de hacer de ella un espacio  en el cual permanecer “libre” de semejante asuntos, o mejor,  ata- do a la ilusión de una  libertad semejante.

Debido a que mi padre  y sus hermanos fueron hombres self–made, tenían la creencia de que el suyo era el único  camino práctico, y por lo tanto correcto en la vida. La prueba era que había funcionado para ellos y, hasta donde puedo ver, nunca llegaron a entender cómo  vidas tan creadas podrían llegar a parecer tan vacías, si no es que hasta  erradas,  para algunos de la generación siguiente. Empezar un negocio a partir de nada, tal como  mi padre  lo logró en la década de los 20, cuando compraba para  revender pequeñas piezas  de rollos  de tela que de otra manera terminarían por ser desechadas (“el borde, el sobrante”), mientras era acosado por su exitoso  hermano para que le pagara  un pequeño préstamo, desencadena un  patrón de  ansiedad y de  expectativas achicadas para  la, ¿cómo  le dicen  a eso?, “calidad” de vida,  si es que  la estética  puede definirse  así, eso nunca se desenreda con facilidad. Los negocios no son algo que haces por dinero; es a lo que te dedicas,  es lo que eres. La familia, como  las actividades culturales o sociales, es una prolongada hora  de la comida.

Lo que  acompañó a todo  esto,  al menos en el caso de mi padre,  fue la creencia inquebrantable no sólo en el progreso y en la industria en abstracto, sino  en el valor absoluto de la industrialización, la Civilización Occidental, el sistema  de mercado, y la tecnología que las catástrofes de la Segunda  Gue- rra Mundial no pudieron, finalmente, tocar.  Tengo la idea de que la década de los 20 y 30 pasaron de largo mientras mi padre  única  y obstinadamente se dedicaba a establecerse y crear su patrimonio. Eso llegó,  finalmente, du- rante  la guerra,  y se casó por  primera vez en el primer año  de posguerra, y prácticamente a la edad que tengo yo ahora, empezando una familia  cuando la mayoría de los hombres de su edad ya tenían hijos mayores. Se acercó a su sueño americano en la década  del 50. Era como  si su vida lo hubiera condu- cido a esta década  de prosperidad y tranquilidad superficial, y él siguió sien- do, por el resto de su vida, su elemento imperturbable.

Pero es aquí que ese ethos étnico  entra de nuevo:  no era para nosotros, los hijos,  continuar con los negocios sino  convertirnos en profesionistas, libres del trabajo demoledor y la incertidumbre aterradora de los negocios. La pre- sión  era, entonces, convertirse en doctor o abogado; mi  decisión al menos inicialmente en sentido opuesto a la movilidad social, fue doloroso y funda- mentalmente inaceptable, y debió hacerme ver como  un desagradecido e in- solente ante  la lucha  de los negocios, y de su vida. Sé que  mi padre  con fre- cuencia  se quejaba de mi falta de respeto y no hay duda de que él no tenía  el menor respecto por  mis  decisiones. En términos generales, ignoré  toda  la presión, o para ponerlo de otra manera, rechacé categóricamente la vida que se tenía  prevista  para mí, y nunca, realmente, volví sobre  mis pasos.

 LPG: Cuéntame sobre  tu hermano y tu hermana. ¿Creciste  en Nueva  York? ¿Cómo fueron tus primeros años?

CB: Tengo un hermano, Edward  Amber (cambió su apellido), nacido el 8 de octubre de 1946;  y una  hermana, Leslie Gross  (casada con  Donald Gross), nacida  el 17 de junio de 1948.  Mis padres  se mudaron de la Calle 81, un poco al este de Columbus, a Central Park West, justo  antes  de que yo naciera;  mi madre aún  vive en  el mismo lujoso  apartamento en  el doceavo piso,  con vista a Central Park. Típico del Upper  West Side.

Al igual que mi hermana y mi hermano fui a una  “auto  congratulatoria” escuela progresista de de la orden deweyiana, la Escuela de Cultura Ética, es- tuve ahí desde el jardín  de niños y hasta  el sexto grado.  Ninguno de nosotros hizo gran cosa ahí y a mí me disgustó intensamente el ambiente social, cultu- ral e intelectual. Este era un lugar en el que aún si te sentías “a gusto”, los otros niños, junto con sus padres,  te hacían sentir que eras un indigente. En cuanto a la escuela,  no me tenían en gran consideración, como  se me repitió en mu- chas ocasiones: mi escritura  y habilidad para deletrear palabras eran abisma- les; era muy  lento  para  leer y requería ayuda  continua para  remediarlo por medio de clases para  mejorar mi  desempeño; no  socializaba muy  bien,  mi apariencia estaba  un poco fuera de lugar. Retrato un poco todo  esto en “Stan- ding Target” en el libro Controlling Interest, en el que cito algunos de los repor- tes del campamento de Fieldson, que  era dirigido por  la Escuela de Cultura Ética. Lo que más me gustaba hacer era quedarme en casa; algunos años  llegué a faltar a la escuela hasta 40 días. Y en casa existía la posibilidad del ocio, de dormir tarde,  de hacer banderillas de atún  con paprika, de ver televisión. Leía religiosamente la guía de televisión en aquellos días y conocía a todos los panelistas en los programas de juegos sobre  celebridades, a todos los actores en las series de televisión, y todas  las comedias de principios de la década  de los 50 que me había perdido cuando salieron al aire por primera vez.

Me gustaba la televisión y pasar el tiempo en casa —¡pero  no los depor- tes! Yo era la clase de niño al que eligen al final cuando se forman equipos, para jugar como  jardinero derecho, o su equivalente. Al llegar a la preparato- ria (después de coquetear con el futbol soccer, vestido  de negro  para la posi- ción  de portero, en mi segundo año  en la preparatoria), solía  llevar las ma- nos en mis bolsillos cuando me metían a jugar en un partido. Nunca jugué a la pelota con  algún  familiar, pero  acostumbrábamos salir  a cenar  comida china  durante Día de Acción de gracias y en Navidad, y eso me gustaba.

Todavía recuerdo mi alegría ante la reacción  de mi maestra del sexto año, la señorita Green, cuanto yo llevada  puesto un botón que decía “Podrá  pare- cer que estoy interesado pero  solo soy amable”. Pero había una  cosa que me gustaba de la clase de la señorita Green:  durante meses,  así me  lo pareció, leímos, siempre empezando con la primera página, el libro  The Old Curiosity Shop: “La noche es por lo general mi hora para caminar”. Aquello me fascina- ba y, sin importar lo extraño que me sintiera en clase, podía sumergirme en aquella prosa  y ser transportado.

No  me  admitieron en  Fieldson, la escuela  secundaria de la Escuela  de Cultura Ética, aunque era rutinario para  mis compañeros de clases, y conti- nué, para mi gran alivio, en una pequeña y totalmente convencional escuela privada, Franklin, durante el séptimo y octavo  grado,  y fue ahí  donde los mundos de la historia y la literatura se abrieron ante mí. Lo que detestaba de la Escuela de Cultura Ética es que nunca te daban calificaciones, sino que se entregaban reportes de psicología popular sobre  tu desarrollo e integración social.  En Franklin, había tareas  concretas que  eran  asignadas y calificadas mediante exámenes; la actitud correcta  era menos importante que  los datos correctos. Ciertamente hubo momentos difíciles mientras me acostumbraba. Quería sacar muy buenas calificaciones y recuerdo haber  hecho trampa algu- nas veces en algunos exámenes en séptimo grado;  como  si aquello pudiera probar ante  mí mismo que yo sabía  una  o dos cosas. En realidad, el aspecto académico de la escuela  se convirtió en un gran interés  en mi vida, cuando comencé a leer la historia de Grecia o China y especialmente al leer literatu- ra. Recuerdo  un grueso  tomo de cuentos breves de todo  el mundo, de pasta gris, que  compré mientras estudiaba en Franklin, y la emoción que  experi- menté al leer, aunque sin entender del todo, a Kaf ka, Genet,  Camus y parti- cularmente Sartre. Entonces un día en séptimo u octavo grado un maestro de literatura llamado Francis Xavier Walker escribió  en el pizarrón “Bun is such a sad word is it not, and man is not much better is it”. Dijo  que  aquello era de Samuel  Beckett y que  le gustaba cómo  sonaba, y cómo  se concentraba en el sonido que hacían las palabras man y bun. Aquello  fue como  escuchar  acerca de la teoría  de la relatividad. Aquello  me  enganchó; de hecho, parece  que pasaron años  en los que  sólo  quería permanecer en mi pequeña habitación viendo el parque, en el cual, en esa época,  pocas veces ponía un pie, leyendo libros  y viendo televisión.

 LPG: Sí, tú has escrito “mi obra  ha sido tan influenciada por [la serie policia- ca] Dragnet como  por Proust”. Este comentario, desde  luego, es indicativo de las fuentes  de “información” que tenemos en una cultura de medios como  la nuestra. ¿Tu interés  en el salón  de clases cambió al ir a la preparatoria?

CB: Bueno,  siempre me  fascinó  esa narración entrecortada. Pero  tengo  que decir  que  Dragnet no  fue nada  en comparación con  la Sección  Amarilla  de Manhattan.

Para la preparatoria asistí a una excelente escuela, la Preparatoria de Cien- cias del Bronx en la cual, durante mi segundo año,  edité  el periódico de la escuela,  el Science Survey. La Preparatoria de Ciencias  era una  escuela  “espe- cializada”, algo similar a las actuales escuelas magneto, pero básicamente las úni- cas escuelas  de su tipo,  en la época  del Sputnik, en Nueva  York, eran  las es- cuelas  de  ciencia;  así  que  mi  interés  de  asistir  estaba  en  la  calidad de  la escuela y no en las ciencias y las matemáticas, por las que nunca me interesé gran cosa. Curiosamente, siempre salí muy bien en los exámenes estándar de física, química, geometría, álgebra, y cosas por el estilo, pero nunca sentí que les “agarrara  la onda”. Mi interés  estaba  en la literatura, la historia y los estu- dios sociales.  De hecho, coordiné una  serie en la preparatoria que invitaba a conferenciantes cada mes; recuerdo de manera particular haber  tomado un taxi de regreso  a la ciudad con  James Farmer  de core. Había profesores de literatura excelentes,  incluso inspirados, en la Preparatoria de Ciencias.  Con el que me hallaba más cercano  fue con Richard  Feingold, que daba  intensas lecturas  sobre  Hamlet,  Jonathan Edwars,  Emily  Dickinson, y Robert  Frost. Feingold es ahora profesor de literatura inglesa  del siglo xviii en Berkeley. Él asistió  a la lectura  que di ahí hace unos  meses —no lo había visto en más de 25 años.

Durante la preparatoria, comencé a ir al cine mucho y también al teatro. Crecí con  las grandes  obras  musicales, pero  en este periodo me interesé en Pinter  y las importaciones de la Royal Shakeaspeare Company, las produc- ciones  de Peter Brooks,  pero  también en lo que  pasaba fuera  de Broadway: todavía recuerdo estar fascinado al ver la obra  de Leroi Jones, Dutchman.  Y como  te imaginarás, todo  el mundo de la “alta cultura” y el modernismo se abrieron ante  mis  ojos  y siempre estaba  haciendo listas  de cosas que  debía saber. Recuerdo  haber  mandado pedir la lista de Martin Bookspans de wqxr, con los 100 discos de música  clásica más importantes, para después sacarlos de la biblioteca o comprarlos. No tenía mayor  información sobre este tipo de cosas, pero estaba  fascinado. Mis padres,  como  te dije, no escuchaban músi- ca, o no leían  gran cosa, aparte  de los periódicos y las revistas (aunque a ve- ces, mi madre leía alguna novela  best-seller), pero  hacían cosas como  conse- guirme  una  suscripción a los  Conciertos para  Gente  Joven, dirigidos por Leonard Berstein con la Filarmónica de Nueva York, y estaban felices de com- prarme boletos para  muchos otros  conciertos en  todos los  rincones de  la ciudad, a los que  asistía  por  lo general  solo.  Cuando tenía  16, mi papá,  mi hermana y yo fuimos a Europa. Visitamos  Londres,  París, Florencia, Roma y Berlín. En Londres  fui a ver obras de teatro  todas  las noches y visité todos los museos, todos los  sitios  turísticos. Estaba  muy  contento, aunque era  muy difícil viajar con mi papá,  y las profundas divisiones políticas y generaciona- les entre  nosotros nunca habían sido tan evidentes.

LPG: ¿En qué  momento esta  discordante información cultural comenzó a fusionarse para ti?

CB: Todo se acomodó a mediados de la década  de los 60: aquellas fabulosas películas de Fellini  y Antonioni y Godard, Phil  Ochs  y Bob Dylan  y Richie Havens  —y mucho que se sostiene con menor fuerza estos días (aún conser- vo mis discos de Protol  Harem y Incredible String Band),  las reuniones Be–Ins, el humo de marihuana. Aunque tuve un Bar Mitzvah a los 13 años y era, en ese entonces, muy religioso, todo  aquello comenzó a venirse abajo  en un lapso de uno  o dos años. El movimiento por los derechos civiles, los plantones, el vera- no de la Libertad  en Mississippi, Martin  Luther  King, y la guerra  en Vietnam gradualmente concentraron mi posición política. Sintonizaba wbai, radio  Pa- cifica en Nueva York, estuve presente en las manifestaciones en la Universidad de Columbia durante mi último año en la preparatoria, y participé también en las protestas en mi preparatoria (en contra de medidas que prohibían “camisas sin cuello y pantalones tipo mezclilla”, entre otras cosas).

Nunca me he de sacudir  del todo  la tristeza que me invadió cuando Mar- tin Luther King fue asesinado; era mi cumpleaños 18. En el verano  de 1968, después de un viaje que hice solo a Escandinavia (quería ver los Fiordos), y a Grecia (donde todavía podías sobrevivir  con un par de dólares al día),  regre- sé a Estados Unidos para asistir a la protesta en Chicago,  durante la Conven- ción  Nacional Democrática. Al igual que  todos los que  estaban ahí,  me ga- searon, me  “radicalicé” (otra  vez) y pude  escuchar  a Allen Ginsberg cantar “Om”  ante la multitud.

Conocí a Susan  (Bee  Laufer)  en  la  preparatoria —en  una  fiesta  en  el Greenwich Village el 9 de febrero  de 1968.  Sus padres  habían crecido en Ber- lín,  la cual  abandonaron en  1936,  con  una  Aliyah juvenil  hacia  Palestina, siendo adolescentes, y se conocieron en Jerusalén. Llegaron a Nueva York en 1948  —Sigmund conser vó el mismo trabajo, hasta  hace un par de años,  y el mismo apartamento todo  este tiempo. El papá  y la mamá de Susan eran  ar- tistas: su madre, Miriam,  una pintora fabulosa, injustamente ignorada, hacía cuadros en un estilo expresionista de los años 50; entre otras cosas, desnudos femeninos, y después una  serie pintada sobre  parabrisas de automóviles. La familia  Laufer, que  había simpatizado con  la izquierda en Palestina, repre- sentó  un  marcado contraste político y cultural con  mi  propia familia. Fue con Susan con quien comencé a visitar galerías de arte y Provincetown.

LPG: Entonces fuiste  a Har vard,  ¿cierto?  Esto  debe  haber  sido  un  cambio importante respecto a la energía  cultural y social  de Manhattan. ¿Fue una experiencia satisfactoria?

CB: Har vard me pareció  un lugar más bien desagradable y me sorprendieron su esnobismo y su arrogancia. Me parecía  increíble que los “hombres” en el salón  para recién ingresados chocaran sus copas cuando una  mujer  entraba. Si Kathie  Roiphe  y otras  post–feministas quieren regresar  a esa época,  allá ellas. Ese fue el último año  en el que  tenías  que  usar corbata y saco para  la cena; había restricciones para las visitas en los dormitorios para hombres. El ambiente me pareció  sofocante y depresivo. Y vivir en el campus de Har vard era como  vivir en un zoológico, con todos los turistas  fotografiándote a ti y a los alrededores en cuanto ponías un pie afuera de los edificios.

Tengo que decir que me abrió  los ojos darme cuenta de que a un número muy reducido de mis compañeros les importaba la literatura, el arte y la his- toria; aunque después de un rato pude  encontrar a personas con mis mismos gustos. No obstante, los estudiantes de Har vard, en general, parecían despre- ciar las artes y el aprendizaje, de una manera que nunca había encontrado en la Preparatoria de  Ciencias  de  Bronx.  Muy pronto me  di cuenta de  que  el sistema  que favorecía la admisión de estudiantes de escuelas privadas de éli- te rebajaba el nivel  intelectual, cultural y moral de la escuela,  así como  del país. ¡Hablando de acción  afirmativa! En mi generación, sólo un estudiante de todas  las escuelas públicas de Chicago  fue admitido en Har vard, mientras que el 40 por ciento  de quienes se graduaban de las escuelas  de élite era ad- mitido. Tuve una sensación de hacia dónde se dirigía todo  esto mientras tra- bajaba cuidando niños para una reunión de 25 años de exalumnos. Durante el concierto de los Boston  Pops,  los adultos graduados de Har vard se pusie- ron  de pie para ovacionar una  versión  de orquesta de “Raindrops Keep Falling on My Head”. Siempre  recuerdo este  momento cuando pienso en  nuestras instituciones de “élite” y lo mucho que hacen  por nuestra cultura.

No me encontraba solo en mi desesperación, en mi primer año me invo- lucré  con  el movimiento en contra de la guerra,  pese a que  mis  posiciones políticas un tanto anarquistas y pacifistas no cayeron muy bien entre algunas facciones  del sds. Me habían impresionado mucho las ideas de la Nueva  Iz- quierda [New  Left], y de manera especial  la declaración de Port  Huron y el concepto de la democracia participativa. Y definitivamente yo era de la idea de que  algo debía  de hacerse  para  detener la guerra.  Iba y venía  del Univer- sity Hall durante la ocupación de 1969,  pero cuando se llamó a la policía,  yo estaba  durmiendo a unos  metros del edificio  que había sido ocupado. Rápidamente me escabullí dentro del edificio y fui arrestado por allanamiento, en un caso que  fue a final de cuentas desechado. Pese a que  la corte desechó el caso,  fui puesto bajo  “Precaución” indefinida por  el Comité de Derechos y Responsabilidades de Har vard  (“Nosotros tenemos la razón, tú  eres el res- ponsable”). Me he  quedado sin  palabras en  los años  subsecuentes, cuando veo cómo  algunos de mis  compañeros de clase que  no  tomaron partido en contra de la guerra  han  transformado el propio fracaso  de su razonamiento político en una fuente de poder de expertos: estoy pensando en James Fallows y Michael Kinsley.

LPG: Lo político informa tu obra  en muchos niveles.  Aquí parece  pertinente, dada tu experiencia con la política durante las huelgas  en Columbia y Harvard y las (uno pensaría importantes) manifestaciones en Chicago,  preguntarte si en algún  momento consideraste el activismo político como  una participación futura.  ¿Qué fue lo que influyó,  en este aspecto? ¿Y no podría considerarse a la acción “literaria” menos efectiva? ¿De qué forma  reconcilias esto?

CB: Nunca quise  ser un activista profesional, aunque quizá  en ciertos aspec- tos eso es en lo que me he convertido. Siempre  he pensado que las protestas son para el ciudadano informado que toma parte  de su tiempo diario, tiem- po difícil de encontrar, pero requerido por las mismas demandas de la ciuda- danía. Las protestas de los 60 y 70 eran estimulantes, y de verdad  extraño ese nivel de idealismo y activismo en Estados  Unidos, también extraño profun- damente la época  cuando la izquierda política y cultural, o algunos matices de ella, definían la agenda nacional, en lugar de la derecha religiosa, tal como ahora parece  ser el caso. Aun así, me llevé una  sorpresa durante la reunión por el aniversario número 20 de la huelga  de Har vard, al ver cuántos se refi- rieron  a aquellos días como  el momento más álgido de sus vidas. Yo creo que mis propias preocupaciones estaban y continúan estando en otro  lugar.

Me parece que nunca se podrá insistir  lo suficiente  en que las afirmacio- nes hechas  a propósito de las “políticas de la forma  poética” van en contra de la idea de la eficacia política de la poesía.  En todo  caso, la política de la forma poética sobre  la que  he  hablado enmudece tal  eficacia.  De manera que  la pregunta se convierte en ¿cómo  reconcilias pensamiento y acción,  o reconsi- deración y acción, reflexión y decisión? La respuesta es: de la forma  que te sea posible. La poesía  examina preguntas cruciales  sobre  los valores  medulares que constituyen una  polis; permite reformular los temas  básicos  de las medi- das políticas y los medios que empleamos para representarlas. Puede,  inclu- so, hacer  burla,  de aquello que,  hombres y mujeres, guardan como  lo más importante, de manera que al reírnos podemos hacer las paces con aquello a lo que nos aferramos.

La poesía  densifica  la discusión, rechaza  formulaciones reduccionistas. Canta  sobre aquellos valores no cuantificables como  las cuentas comerciales. Pero tales políticas poéticas no agotan las opciones o compromisos políticos. No estoy sugiriendo que  la estética  reemplace a la política, simplemente no creo en una  política que proscriba a la estética.

LPG: Si Har vard resultó ser una  decepción culturalmente, me pregunto cuá- les eran tus expectativas. ¿Tenías expectativas en cuanto a la educación? ¿Ha- bía alguna beca que te animó a ir? ¿Por qué elegiste ir a Har vard?

CB: Opté  por asistir a la mejor  universidad a la que pudiera entrar  (y lo “me- jor”  fue definido de manera convencional). Esto era algo  dado, y no  tenía manera de oponerme. Me tragué la imagen de Har vard como  el sitio máximo para la Educación Superior, en el cual podría ser capaz de continuar con mis estudios en una  manera que  profundizara y ampliara aquello que  más  me había interesado en la Preparatoria de Ciencias  del Bronx. De muchas mane- ras esto fue posible en Har vard, y sin duda tuve la extraordinaria oportuni- dad de leer y conversar. Simplemente no tenía  idea de lo que esto implicaba; mis estudios no me habían preparado para el hecho de que el fruto del apren- dizaje  tendría algunas gotas  de veneno que  te harían vomitar, y para  mu- chos, la lección  fue no comer  de esa fruta, o comer  lo menos posible. Ese es, quizá,  el principal producto de la Educación de Har vard: ignorancia volun- taria; una  indolencia medida, y la capacidad de mantener un ojo en tu valor fundamental (definido por  el dinero y el estatus  social).  En efecto,  aquello fue desilusionante, y fue un golpe duro  al poco tiempo de haber  llegado;  que el conoc imiento que  yo tanto había romant i zado,  no  era desinteresado, y que de hecho, era usado como  un medio para preser var la injusticia social; que  había que  batallar, incluso en lugares  como  este, para  crear un  espacio para el pensamiento, la reflexión  y el arte. Estas son lecciones  que he encontrado  muy  útiles.  Pero  quizá,  en  retrospectiva, no  fue Har vard  lo  que  me conmocionó tanto, sino  Estados  Unidos, un Estados  Unidos que aún  no co- nocía  en las zonas  culturalmente ricas pero  poco  representativas en las que había vivido hasta  este momento de mi vida.

LPG: Tu interés  en la filosofía es bien conocido. Ciertamente, “Thought’s Mea- sure”, entre  otros,  califica como  un consumado ensayo  filosófico.  ¿Estudiaste filosofía en Harvard?”

CB: Sí, durante la universidad me especialicé  en filosofía,  aunque mis intere- ses se encontraban más en la historia de la filosofía y en la filosofía “continen- tal”,  que  en  la filosofía  analítica, la cual  me  resultaba desagradable. En mi primer año  tomé  el curso  “Introducción a la lógica  simbólica” con  Willard Quine. Se la pasaba murmurando de cara al pizarrón la mayor  parte  de la clase, aunque sus libros  me parecieron interesantes y provocadores. Una  no- che tuve un sueño en el cual yo intentaba empacar toda mi ropa sin ton ni son dentro de una maleta, y Quine llegaba para enseñarme cómo  acomodarlas de manera ordenada. Yo le disparaba. (Esto fue en una época en la que Quine era ampliamente citado  diciendo que Estados Unidos debía  lidiar con las protes- tas estudiantiles de la misma manera en que se hacía en Sudamérica: trayen- do  al ejército). También estaba  Hilar y Putnam, quien se encontraba en  su periodo maoísta. Y John Rawls, cuya Theory of Justice acababa de ser publica- do: uno  de los hombres más  racionales en el mundo, pero,  en fin, un  poco aburrido y rígido para mi gusto en aquella época.  De forma  contraria, estaba profundamente impresionado con Judith Shklar, la historiadora social.

Dos  filósofos,  Stanley  Cavell  y Rogers Albritton, fueron especialmente importantes para mí en Har vard. Durante mi primer año,  dividieron uno  de esos grandes  cursos del pensamiento Occidental, Albritton desde  los preso- cráticos hasta la Edad Media, y Cavell de la Ilustración en adelante. Cada uno trajo consigo  su propio estilo extravagante y lleno  de ideas. Había escuchado sobre  Wittgenstein antes  de ir a la universidad y me quedé fascinado de in- mediato, así que encontrarme con estos dos wittgensteinianos fue una mara- villa. También tuve el placer  de pasar  una  considerable cantidad de tiempo charlando con Cavell y Albritton, y aunque hemos seguido siendo amigos  y he continuado siendo influenciado por  Cavell todos estos  años,  fue una  de esas largas pláticas  hasta  bien entrada la madrugada con Albritton la que me inició  en  la conversación filosófica.  Mi tesis  se tituló “Tres composiciones sobre  Filosofía  y Literatura”, y era una  lectura  de The Making of the Americans de Stein,  a través  de Las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein. (Parte  de esto  fue  publicado recientemente en  Gertrude Stein  Advanced, editado por Richard  Kostelanetz.)

LPG: Me parece que Stein y Wittgenstein no eran considerados precisamente “canónicos” en ninguna institución en aquella época.  ¿Eran estos escritores aprobados o alentados en tu programa? ¿Fue una batalla ganar el visto bueno para estos escritores  como  tema  de tu tesis?

CB: Como ya mencioné, Cavell y Albritton estaban muy comprometidos con Wittgenstein, especialmente con las Investigaciones filosóficas, y dentro de ese microcosmos Wittgenstein era el filósofo  modernista canónico, aunque “an- ticanónico”. No contaba yo con cómplices de mi entusiasmo por Stein; aun- que  no  era para  sorprenderse, se trataba de la facultad de filosofía,  después de  todo;  y definitivamente no  entre  los  profesores de  letras  inglesas,  con quienes tuve poco  contacto. Por supuesto que Stein había estudiado en Har- vard  con  William  James y en  Emerson Hall,  el lugar  donde realizaba mis propios estudios, pero eso era un tema de poca importancia en 1971.  Debido a que la mía era una  tesis de licenciatura me permitían hacer lo que quisiera y no se me exigió ganar ningún visto bueno de parte de Stein, lo cual hubie- ra sido imposible. No obstante, conté con un tercer lector del texto, un agudo y genial  filósofo  británico que  se  encontraba como   profesor invitado, su nombre era G. E. L. Owen,  cuya especialidad eran  los clásicos  griegos  pero que había leído  y expresado algún  interés  por Stein.

LPG: ¿Y los lectores de tu tesis estaban contentos con la conexión entre Stein y Wittgenstein?

CB: En aquella época,  la idea  de la conexión entre  Stein y Wittgenstein era algo totalmente absurdo, la primera de mis teorías  de loco que,  con el paso del tiempo, terminan por no parecer tan locas. Si la vinculación de estos dos nombres ahora no sorprende a nadie, eso le resta algo del descarado humor que  tuve en mente a la hora  de formularlo hace algunos años.  El título que yo tenía para el proyecto era “Tres Steins” Pero no puedo explicarme cómo, a los 21 años,  di con una fuente  de pensamiento y escritura  que hasta el día de hoy  me  mantiene ocupado. Porque el tipo  de escritura  y pensamiento que estaba  comenzado a hacer en ese entonces es, en gran parte,  el mismo de mi actual  trabajo. Digamos que fue una  intuición que se confirmó.

LPG: ¿Cuál fue la circunstancia o relación o evento  particular que pudo ha- berte puesto en contacto con estos escritores?  ¿Cómo sucedió?

CB: Escuché  sobre  Wittgenstein en la preparatoria, por  un  comentario he- cho  al vuelo  por  un  amigo  que  se encontraba de visita  de la universidad, pero  quedé fascinado y me intrigó porque parecía  ir notablemente más allá de lo que yo había venido encontrando tan interesante, de una  maravillosa, intoxicante y preparatoriana manera, en el existencialismo (con una pizca de Hesse, zen, los Beats, y los Beatles en la mezcla), y así estaba feliz de retomar- lo en los años  posteriores, específicamente en el contexto de mis lecturas  de un  abanico de  obras  filosóficas.  ¡No  logro  ubicar  mi  interés  en  Stein,  sin duda no provino de una  lista de lecturas,  ni de una  clase! Sé que de manera deliberada estaba buscando equivalentes literarios para la pintura modernis- ta y el expresionismo abstracto por  el que  estaba  intensamente atraído, y aunque apreciaba lo que  se me estaba  ofreciendo —Joyce, Céline  o Kaf ka o Woolf o Proust,  o incluso, Faulkner, sentía  que algo faltaba, algo que podía ver en los Cuentos y Textos para nada de Beckett, y en el Desayuno desnudo de Burroughs (noto que todos mis ejemplos aquí son escritores  de prosa). Mien- tras tanto, en 1970  Susan [Bee] estaba  tomando un seminario con Catharine Stimpson en Barnard,  uno  de los primeros cursos sobre literatura escrita por mujeres en ser enseñado. Esto fue mucho antes  de que hubiera antologías o incluso programas de estudio para tales clases, mucho antes de que la mayor parte  del material que  ahora es parte  sustancial de los estudios de la mujer [women’s studies] fuera reimprimido. En fin, Stimpson al parecer  pidió que se leyera Three Lives y debí haber  escuchado sobre él por medio de Susan. No creo haber  hecho más  que  hojear Three Lives, pero  pronto descubrí The Ma- king of the Americans, Tender Buttons, “Composition as Explanation”, y otros  ma- teriales  de  Stein,  que  en  gran  parte  estaban siendo reimpresos en  nuevas ediciones por aquella época. Cuando leí estas obras por vez primera, terminé completamente noqueado: esto era lo que había estado buscando, que sabía que debía  existir, y me encontraba aturdido de emoción.

 LGP: ¿Qué otras actividades llevabas a cabo en Har vard? ¿Qué hay, por ejem- plo, de tu cultura “literaria”?

CB: En mi segundo año,  me mudé, para mi alegría, a Adams House, justo en el momento en que  se volvió  un  espacio  mixto,  y cuando aún  contaba con una hermosa piscina  privada. (Cuando era parte del comité de la casa, apro- bamos una  resolución para  que  los trajes de baño fueran  obligatorios sola- mente de 7 a 9 am.)  Mi principal trabajo artístico  en la universidad fue en el teatro,  aunque extrañamente ahora que  lo veo en retrospectiva, fui elegido como  editor  de  la revista  literaria del  primer año  de  universidad, Harvard Yard Journal, y sacamos dos números. Durante mi último año también saqué una  pequeña revista  en fotocopias con  obras  de gente  que  vivía en Adams House, se llamaba Writing. (Me mantuve a distancia de la “sociedad literaria” de Har vard, o al menos ella se mantuvo a distancia de mí. La pretensión de la escena  que  rodeaba al Advocate no  podía enmascarar su vacuidad, y no hablo en el sentido zen.)

LPG: ¿Encontraste más  importantes las  otras  actividades “culturales” en aquella época?

CB: Estudié  juegos  de teatro  e improvisación con Dan  Seltzer, un estudioso de Shakespeare que se inmiscuyó en la actuación. Dirigí varias producciones, incluida una  producción musical de  la Persecución y asesinato de Jean–Paul M arat  representado por el grupo teatral de la casa de salud de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade, de Peter Weiss, influenciado por el radical traba- jo teatral  del Living Theater,  el Open Theater  y Grotowski. Hicimos la pro- ducción con nuestra ropa  de todos los días (aunque una  reseña  parece haber pensado que llevábamos disfraces de hippies) en el comedor del Adams House. William  Liller, astrónomo y director del Adams House, actuó  la parte  del director del asilo y Marat fue interpretado por John McCain,  quien en aque- lla época  era un  activista  del Partido del Trabajo  y posteriormente activista gay. McCain murió a causa del sida hace pocos  años.  El compositor Leonard Lehrman fue el director musical. Eran tiempos delirantes. Una noche, el experto  en Japón John Fairchild  se presentó y uno  de los actores le hizo alguna recriminación en una  de las escenas  de agitación, debido a su posición res- pecto a Vietnam  —y lo hizo en japonés. Después de una función para recaudar fondos para el fondo de defensa  de Bobby Seale, una protesta espontánea movilizó al público hacia  la calle. El año  siguiente escribí  y dirigí una  obra llamada Comings and Goings que  unía  piezas  breves  de Beckett y Pinter  con una  escenificación del Juicio de los Ocho  de Chicago.  También tuve un  pe- queño papel  en una obra de Joseph Timko y Jesse Ausubel sobre la muerte de Moritz Schlick, el filósofo  del Círculo  de Viena y positivista lógico. Mi papel era el estudiante de posgrado que mató a Schlick, y mi línea era: “Te disparo por celos y venganza: Bang! Bang!”

Pasé el otoño que siguió a mi graduación (1972) en Nueva York, viviendo con  Susan,  en Arden  Street en Washington Heights  y trabajando principalmente como  administrador del Centro de Descuentos en Muebles  de Sloam # 45 en la Calle 85 Este, por $2.75  la hora.  Cuando Susan  se graduó de Barnard  en  diciembre, aproveché una  de  las  becas  William  Lyon  MacKenzie King, que yo había recibido, y nos fuimos por todo  un año  a Ruskin,  al este de Vancouver.  Yo tenía  una  relación informal y cordial  con  la Universidad Simon Frasier, y fue ahí  donde asistí a un  maravilloso seminario de Robin Blaser sobre Emily Dickinson.

LPG: Juzgando a partir  de lo que  he leído,  yo asumiría que  experimentaste un cambio significativo en Vancouver.  ¿Fue en este momento que el impulso para tu escritura  futura  se manifestó?

 

CB: No tanto un cambio significativo como  una continuación. Me mudé junto con usan  al área de Vancouver  en enero  de 1973,  seis meses  después de graduarme de la universidad. Durante los nueve meses ahí pude  leer sobre la “Nueva  Poesía Estadounidense” [New American Poetry], algo sobre  lo que co- nocía  muy poco,  antes  de este momento.

Poco después de mudarnos, envié parte  de mi trabajo a Jerome Rothen- berg, principalmente debido a la fuerza de Technicians of the Sacred, que había leído  con  gran  entusiasmo cuando salió  a finales  de los 60.  Sorprendentemente Jerr y me contestó sugiriendo que me pusiera en contacto con Ron Si- lliman, en San Francisco, quien estaba editando una sección de poesía  nueva para  la nueva  revista suya y de Dennis Tedlock,  Alcheringa. Ron me escribió también de inmediato en una  hoja  que tenía  un membrete de algo llamado “Sección Amarilla  del Pueblo”, lo cual parece apto  para Ron. Ya había termi- nado la colección, llamada “The Dwelling Place: 9 Poets”, pero dijo que cita- ría parte de lo que yo decía en la carta que le había enviado. También me dio una  lista de personas a las que debía  leer, las cuales, según puedo recordar a la distancia, incluían a Michael  Palmer  y Clark Coolidge y algunos más, en- tre los  que  estaban Eigner  y Creeley.  Yo no  había leído  a muchos de  esos poetas y también había venido escuchando sobre  algunos de  ellos,  y otro grupo  relacionado, a través de Blaser. Tenía acceso a la biblioteca y a su ex- traordinaria colección de poesía,  de manera que  no  tenía  mayor  problema para dar con la poesía  más oculta  que quería. Aquello  era el paraíso.

En cuanto a mi escritura, estaba  cerca de algo, pero  aun  no llegaba.  No había llegado  al otro  lado  de eso que  Ron creo que  escuchó  como  el “ritmo de jarabe”  [syrupy rhythm] de Stein; sin duda estaba  yo en un  periodo Stein escribiendo cosas  como  “Paddington wade,  dijo  ella apagado” y una  épica falsa, “Hermes Hermenéutico” (“Hermes Hermenéutico, el chico espadachín y aventurero de Alacadabra, nada/ nadó/nadado más allá de las luciérnagas y julepe  de menta, gatos en el callejón y monstruos lagartijizos”.)

LPG: ¿Entonces  regresaste  a Nueva York?

CB: De hecho, de Vancouver nos mudamos a Santa Barbara en otoño de 1973, sin ninguna razón  especial,  supongo, aparte  de que el sol resultaba atractivo después de meses de cielo gris. En Santa Bárbara, trabajé  medio tiempo para la Clínica  Comunitaria Libertad,  una  clínica  gratuita, como  coordinador de educación sanitaria, en  una  época  en  la que  estábamos muy  involucrados con las cuestiones del feminismo y los derechos de los homosexuales, la edu- cación  sobre las drogas  y por supuesto, las enfermedades trasmitidas sexual- mente. Mientras me encontraba ahí, seguí leyendo en los alrededores, y esta- ba en contacto con otros poetas, leyendo sus revistas y libros.  Incluso visité a Ron Silliman, aunque nuestra primera conversación fue casi inaudible por la ruidosa banda que tocaba en el bar donde nos vimos. (¡Ron conocía a uno de los miembros de la banda!) En Santa Bárbara asistí a una de las reuniones de Kenneth Rexroth pero no pude  conectarme para nada  con ese contexto. Dis- frutes y Asylums fueron escritos en Santa Bárbara, e incluyen mis poemas más tempranos que han  sido publicados.

Regresé a Nueva York, a Ámsterdam número 464, a principios de 1975,  y fue entonces cuando conocí  a Bruce Andrews  y descubrimos cuántas cosas teníamos en común, no sólo como  poetas y artistas  sino, por ejemplo, nues- tro interés  por la escuela de Frankfurt, por aquellos días parecía  extraño que un  poeta  se interesara en tales cosas. (Yo había leído  el libro  de Habermas Conocimiento e interés humano con gran interés,  y después asistí a una serie de clases  que  impartió en  la Universidad de  California en  Santa  Bárbara,  en 1974.)

En Nueva York, fui a muchas lecturas,  especialmente en el Poetr y Project en St. Mark, y en muchos otros lugares. Y en 1978  Bruce y yo no sólo comen- zamos L=A=N=G=U=A=G=E,  de hecho, la planeación se remonta a 1976, sino que también Ted Greenwald y yo comenzamos la series Ear Inn.

LPG: Permíteme hacer una  pausa  aquí.  Me interesa especialmente el periodo entre  1973,  cuando dejaste  Vancouver,  y 1978,  cuando L=A=N=G=U=A=G=E fue fundada. No me queda claro,  además de las menciones de Stein y Witt- genstein, cuál era tu noción de tus “mayores” literarios, durante este periodo. En cuanto a “contemporáneos”, has mencionado a Jerome Rothenberg y Ron Silliman, pero  tengo  la sensación de que tus lecturas  debieron haber  sido in- mensas. Permíteme ser más específico: me gustaría  tener una idea clara sobre tu “posición”, en términos de influencias literarias durante este periodo.

CB: “Literarias”  es un  problema para  mí, porque yo buscaba alejarme de lo literario, de toda  idea preestablecida de la poesía  o de lo estético.  Me parecía que la escritura, ciertamente no el verso —digamos el arte verbal, en el sen- tido  al que se refiere Antin en sus primeros ensayos—  era lo importante.

En Nueva  York, trabajé  al principio en  el United Hospital Fund,  escri- biendo el ingenioso boletín de Health Manpower Consortia, el cual Susan y yo diseñamos con exactamente el mismo formato que  unos  años  después usa- ríamos en L=A=N=G=U=A=G=E; después, por un corto  tiempo, en el Conci- lio para el Funcionamiento Municipal, un grupo  de interés  público en el que trabajé  principalmente en temas de transporte público masivo  y en contra de la alza en el precio  del metro; y después, por un par de años  como  el editor de  sumarios de  la edición canadiense de  Modern Medicine, donde escribía cerca de 80 sumarios médicos cada  mes.  Esta inmersión en la escritura  co- mercial  y la edición —como un  espacio  social,  también, pero  más  en el as- pecto  técnico  del aprendizaje de las reglas estandarizadas de composición y las formas  a un nivel minucioso e increíblemente aburrido en la lectura,  re- visión  y edición— resultaron informativos en todos los sentidos.

En cuanto al arte, la pintura siempre ha sido  muy  íntima para  mí, y me refiero  en  particular a la obra  de Susan  Bee, la cual  se entreteje, de forma paralela y se adelanta a mi “propio” trabajo. Vivir con una pintora, ver cómo se desarrolla la obra,  a veces día a día, desde mi cómoda “silla de crítico”, ver cómo  Susan manipulaba (y literalmente quiero decir manipulaba) preocupa- ciones  similares en el collage,  en la retórica  frívola  de varios  estilos  yuxta- puestos, en  fin,  no  puedo hablar lo  suficiente  de  la importancia que  esto tiene.  Con mucha frecuencia, la obra de Susan me ha sorprendido al demos- trarme que  las cosas que  yo pensaba que  “en teoría”  no eran  realizables, te- nían  que ser hechas;  y eso incluye  aquellas cosas de las que tus propias ideas te mantienen apartado. La compañía y el trabajo de los artistas  visuales fue- ron,  y siguen  siendo, parte  importante del sentido y textura  de mi obra,  al punto que decidí  en cierto momento no escribir mucho sobre el asunto o de lo contrario acabaría solamente escribiendo sobre  él. Así que  hasta  ahí  lo dejo, excepto el hecho de mi inmersión y las muchas, muchas exhibiciones a las que asistí a mediados de los 70.

Y después… después están  las películas, incontables películas, incluidas las  visionarias y revisionarias películas de  Sonbert, Snow,  Brahage,  Gehr, Child,  Hills, Kubelka,  Jacobs y otros  (con  Vertov, Eisenstein, etc., no muy le- jos). Y el teatro:  de Richard  Foreman, de Robert Wilson  (sobre todo  disfruta- ba aquellas primeras piezas “caóticas”), lo que hacía Richard Schechner en el Performance Garage  y mucho más,  entre  los que  estaba  gran  parte  del arte interpretativo que  se presentaba en  Nueva  York, por  aquella época.  Y qué decir de la nueva  música, ahora que pienso en tantas  noches en el Kitchen y otros  espacios,  pero  también, y de forma  crucial, la ópera.  E incontables lec- turas de poesía,  tres o más por semana.

A lo que  voy es que  en este contexto lo que  más  me  estimulaba era sin duda el trabajo de mis contemporáneos más inmediatos, simplemente porque ellos, digamos, eran  mis contemporáneos y el significado y trayectoria de su obra no estaba  aún determinado, historizado (lo cual puede suceder  terrible- mente rápido). Para mí, era este trabajo el que poseía  el mayor  sentido.

LPG: Sin duda estos son elementos cruciales en la constitución de una escritu- ra. Pero aún no has mencionado autores específicos. ¿Quiénes fueron tus “ma- yores”?  Es decir,  ¿qué  sentido de  relación tenías  con,  digamos, Pound, Wi- lliams,  o los Objetivistas? Por supuesto, existe también una  capa intermedia: Creeley,  Ginsberg (quien debió estar  muy  activo  en Nueva  York) y también Olson (si bien,  él no  cabe dentro de ninguna de estas categorías). Al mismo tiempo, me intriga  mucho cuál puede haber  sido tu sentido de “contemporá- neos”.  Quiero hacerme una idea de quiénes fueron tus “colegas”.

CB: Sí, sin duda, hay una  respuesta literaria también.

La antología de Rothemberg Revolution of the Word, publicada en 1974,  y que incluye a Riding, Zukofsky, Loy, Gillespie, Oppen, Schwitters, Duchamp, Mac Low, y otros,  es un buen mapa de lo que me interesaba. Al mismo tiem- po, durante esos años,  leí y releí a H.D.,  Williams, Stevens, Eliot, Bunting… Sin  mencionar a los  constructivistas rusos,  la poesía  visual  y concreta, la poesía  sonora, la etnopoética, el dadaísmo… para mantener la lista en el si- glo actual,  lo cual es ordenado pero engañoso.

Respecto  a la “capa  intermedia” sobre  la que  preguntabas, yo conocía desde  la preparatoria a Corso  y Ginsberg, y había visto a Ginsberg presentar su trabajo en muchas ocasiones. Me gustaba especialmente su grabación de Cantos de inocencia y cantos de experiencia de Blake, que adquirí en mi primer año de universidad y la cual solía cantar  todo  el tiempo (y aún hoy lo hago). Pero desde mi perspectiva —remontándome nuevamente a principios de los 70— creo que  esta obra  no  me pareció  radicalmente moderna en la misma medida en que me lo parecieron, por darte un ejemplo, Pollock  o Rauschenberg o Morris Louis o Twombly  o Rosenquist o Godard o Cage o Coltrane o Stockhausen, o los poetas en la Revolution of the Word, o incluso Stein o Witt- genstein. Y eso era cierto  de Pound también, a quien sólo  leí con un mayor interés  hasta  tiempo después.

Pero en algún momento tuve que bajar la velocidad y reandar mis pasos, y es aquí  donde comencé a absorber, de forma  importante, a muchos de los poetas reunidos en torno a “La Nueva Poesía Estadounidense”, entre los que estaban Mac Low (a quien fui a ver presentar su poesía  innumerables veces en los 70), Ashber y, Eigner, O´Hara, Guest, Schuyler, Spicer, Antin, y Creeley (cuyo  ensayo  “A Quick  Graph”, entre  otros  ensayos,  leí con gran interés). La obra  de estos poetas, y particularmente su nuevo y constante trabajo, resulta- ban  increíblemente emocionantes para  mí, y no meramente como  obras  ar- tísticas dignas  de ser apreciadas. Esas obras  me hicieron querer  escribir poe- sía y me ofrecieron ejemplos sobre  cómo  hacerlo. Mis lecturas  se vincularon íntimamente con mi escritura.

Aún así, al escribir  esto,  parece  demasiado fácil, demasiado limitado, y mis  dudas sobre  esta narración salen  a flote. Cuando comienzas a escribir, todos los poemas parecen mapas de posibilidades para tu propia escritura, o al menos así lo fue para  mí,  y el orden y la secuencia se enredan, se hacen irrelevantes, un  insulto, incluso. En 1975,  no  me importaban gran  cosa las generaciones y las influencias o el orden en el que leía, y de seguro  no sabía qué era importante y qué no, y probablemente pasaba de lo uno  a lo otro.  En

1995,  ahora como  profesor, nada  más y nada  menos, la matriz histórica de la poesía  me  parece  no  sólo  muy  importante sino  determinante. Pero  en  ese caso, las listas son  importantes por  los nombres que  he dejado fuera  y que debieron ser mencionados, reconocidos.

Para  trazar  todo  ese teje  y maneje había que  hacer  una  revista  como

L=A=N=G=U=A=G=E, y eso es lo que hicimos.

LPG: Pero “trazar” implica que la actividad que rodeaba a L=A=N=G=U=A=G=E estaba  “fija” de alguna manera. De hecho, probablemente el mayor  riesgo para la gente que hoy escribe sobre la escritura de los “Language” es que lo hacen como si hubiera sido existido un grupo restringido de textos. Hay una grabación tuya  en  la que  mencionas que  L=A=N=G=U=A=G=E era  sólo  una  parte  de varios esfuerzos  y que entre  ellos se incluyen This, Roof, A Hundred Posters, y Tottels. ¿Cuál era la naturaleza de las relaciones entre los poetas involucrados con el proyecto de L=A=N=G=U=A=G=E?

 CB: En 1976,  cuando Bruce y yo comenzamos a discutir  lo que  habría de convertirse en L=A=N=G=U=A=G=E, no existía un foro que  discutiera sobre las preocupaciones filosóficas,  políticas y estéticas  que  eran  centrales para nosotros, si bien  había varios poetas y revistas de poesía  trabajando en for- mas con las que éramos fuertemente afines. Definitivamente existía una mar- cada hostilidad en los círculos  alternativos y “mainstream”, no solamente ha- cia el tipo de poesía con el que estábamos comprometidos sino hacia nuestras poéticas —nuestra insistencia en  el valor  de los ensayos  no  expositorios y también nuestro rechazo a las nociones recibidas y consagradas de voz, yo, expresión, sinceridad y representación.

La Cultura del Verso Oficial operaba entonces tal como  opera  ahora, ne- gando su estrecha  ortodoxia estilística  bajo  el manto de principios poéticos universales e incuestionables. De  ahí  que  tuviéramos el espectáculo de  la poesía  de conformidad abyecta celebrando su compromiso con la individua- lidad,  mientras fracasaba, terriblemente, a la hora  de la verdadera expresión individual. La fobia  prevaleciente hacia  los grupos  y hacia  el pensamiento crítico  nos  animó a  volver  específica  y partidista nuestros compromisos opuestos. Si la “individualidad” poética mainstream cultiva un conformismo irreflexivo,  las formaciones colectivas  podrían ofrecer  efectivamente un  es- pacio para las conversaciones, así como  para la diferencia.

En este contexto, L=A=N=G=U=A=G=E era (y en otras formas  y transfor- maciones quizá  siga  siendo) una  continua conV ERSación  participativa y permanentemente abierta sobre  una  serie de principios poéticos y proclivi- dades  particulares y partidistas, pero  también mutables y provisorias, con- ducidas de  una  manera descentralizada por  varios  editores distintamente situados, coordinadores de series de lectura,  poetas y lectores:  una  serie de tendencias poéticas vinculadas e intercambios colaborativos entre  un  aba- nico de poetas que desearon, por un periodo de tiempo, hacer de este inter- cambio social  el sitio  primordial para  su  trabajo. Por  “permanentemente abierta” quiero sugerir  un  contexto en  el cual,  pese  a las preocupaciones formales y estilísticas  compartidas, aunque conflictivas, uno  no  sabe  cuál será el resultado. Ninguna regla de participación es establecida. Y aunque podría reiterar  aquellas de las preocupaciones específicas que nos galvaniza- ban,  el punto de L=A=N=G=U=A=G=E no  era definir  su propia actividad o prescribir una  forma  única  de poesía,  sino  más  bien  insistir  en posibilidades particulares para la poesía  y las poéticas.

LPG: También me interesa el “quizá  siga siendo” de tu respuesta. ¿Cómo ves el proyecto de L=A=N=G=U=A=G=E —o sus permutaciones— proyectadas en el presente? Ciertamente el lugar  de tal actividad se modifica; por  un  lado, gran número de estos poetas ahora aparecen en antologías para la enseñan- za, y por el otro,  varios escritores  “más jóvenes”  ingresando a tal “lugar”.

CB: Con nombres como  poesía  del lenguaje, escritura  del lenguaje, escritura centrada en el lenguaje, o escritura  orientada hacia  el lenguaje, cristalizán- dose  con  el paso  del  tiempo, se pierde  fuerza  genérica  y proyectiva. Hace unos  diez años  recuerdo haber  leído  una  convocatoria para poesía  “del len- guaje” para una nueva revista que decía “¡Tú podrías ser un poeta  del lengua- je y no saberlo!” Aquello  me parecía  acertado, los términos eran lo suficien- temente vagos que había espacio  para la proyección. En contraste, cuando en la primavera pasada la New York Times Magazine realizó  una  gran edición es- pecial de poesía  que pretendía trazar  un mapa de la poesía  contemporánea, cuidadosamente  excluyeron de su lista  de “Poetas  del  Lenguaje”  a todos y cada  uno  de los participantes en L=A=N=G=U=A=G=E, un  acto  execrable  y desafortunadamente característico del tipo de desinformación cultural prac- ticada  en lugares como  el Times.

Con todo, una de las pr uebas  de la vitalidad de un ar te es que sea capaz de desestabilizar, y tal parece  que  esta obra  continúa haciéndolo, y yo soy el primero en  hacer  mía  la descripción que  se ha  hecho sobre  mi  trabajo como  una  incoherencia torpemente solipsista sin significado. Sin significa- do alguno.

Lo que significa que la proyección tiene sus consecuencias, y una de ellas es que el reconocimiento (positivo o negativo) que se le da incluso a la pro- yección  tiende a dividirse, cosificarse  y atomizar el “proyecto”, estilística  y generacionalmete. Al mismo tiempo, no hay necesidad de permanecer ca- sado  con  un  grupo  de características de 1974  ó 1988,  cuando de la misma manera puedes permanecer atento a las condiciones y contextos cambiantes,  nuevos nombres y nuevas  obras.  Pero cuando esto sucede,  y es por  ello que resulta  atractivo, el “lugar”  del  que  hablabas en  tu  pregunta cambia: pero deseo  participar en  los  lugares  emergentes, y replantearme yo mismo. Así que mi actual  identificación no es con la obra  que toma las mismas posicio- nes  que  L=A=N=G=U=A=G=E, sino  con  las  obras  que  siguen  éstas  y otras cuestiones relacionadas. Me encuentro ahora en extraordinaria compañía de tantas  revistas  y libros  que  apenas me  doy  abasto. Por  ejemplo, me  parece que el grupo  de correo  electrónico para la discusión de poéticas, y el Centro Poético  Electrónico132, en los que participo, siguen adelante con el trabajo de L=A=N=G=U=A=G=E. El grupo  Segue Distributing, y otros  de su tipo,  y las publicaciones de poesía  de Sun  & Moon  Press y Roof Books,  o la serie  de lecturas  Ear Inn,  por ejemplo, siguen  floreciendo, en parte  gracias a que han dado la bienvenida a nuevos poetas.

Y  de  mis  compañeros de  la época  de  L=A=N=G=U=A=G=E, encuentro menos importante de lo que probablemente es, el asunto de qué contempo- ráneos, qué  tan  cruciales,  siguen  siendo nuestros intercambios —no  todos, por supuesto, pero muchos y de manera profunda, después de 20 años. Y aun así tengo  desconfianza hacia cómo  la lealtad de viejos amigos  puede formar un círculo cerrado, y he intentado, sin duda torpemente, irregularmente, in- adecuadamente, resistir esa tentación.

LPG: Hablando del presente, me parece  no sólo  relevante que  las ideas  aso- ciadas  con  L=A=N=G=U=A=G=E, y con  tus  propios libros  hayan  alcanzado una  circulación y autoridad mayor  sino  que tu propia relación con la poesía al interior de  las instituciones ha  cambiado dramáticamente. Uno  podría decir que tu posición con respecto al sistema  se ha desplazado de un polo  del espectro al otro:  de outsider a insider, de crítico  franco  a profesor de tiempo completo. ¿Crees  que  has  sido  absorbido por  las instituciones que  habías criticado?  ¿Es posible que una  voz radical  mantenga una  provechosa distan- cia crítica,  mientras gana  su sustento de  un  aparato institucional primor- dialmente conser vador,  y mientras tenga que, por necesidad, dar su apoyo  a algunos de los objetivos de la institución patrocinadora?

CB: Hay de absorciones a absorciones. Lo cual quiere  decir que  no  todo  es absorbido de la misma manera: la comida de hoy  puede ser el sueño enlo- quecidos de esta noche, o la dispepsia de mañana (primo cercano  de la dis- prosodia). El punto es no sólo criticar sino también cambiar, y cambiar con. En este sentido, mi poesía  es un  cuarto  para  cambiarse, una  pequeña pero bien  designada cabaña en  la playa  de  la cultura. Con  el tiempo, las cosas cambian, lo cual es una de las razones por las que es importante alzar la voz en primer lugar. No obstante, desearía que  hubiera más editoriales, más re- señas,  más  maestros (a  todos los niveles)  destacando no  sólo  a los poetas (modernos y contemporáneos) sino también los acercamientos a la escritura sugeridos por poesías  sintácticamente innovadoras, visuales e hiper/hipotex- tuales,  por medio de ensayos  no —y pluri—  y cuasi–lineales; y por poéticas auto–reflexivas, conceptuales, programáticas y constructivas.

Siendo  un tanto formalista, un formalista social, intento hacer dentro de toda situación lo que no puede ser hecho en ninguna otra. En términos de en- señanza eso significa no enfocarse en la transmisión de información repeti- ble, sino en la creación  de un ambiente para el encuentro de, y la reflexión en torno a, obras  artísticas;  significa  ofrecer  a los  estudiantes el espacio  para seguir  adelante con  proyectos que  difícilmente serían  realizables en  otros lados.  Pero también significa encontrar los medios para  apoyar  a los poetas y la poesía  con la que sigo comprometido, reconociendo lo importante que la universidad puede ser, pero  con frecuencia no lo es, para  el apoyo  de tal ac- tividad artística;  y también reconociendo que  el rol de la universidad no  es ser el centro  de autoridad sino el lugar que responde, y ayuda,  a la actividad poética que se genera,  principalmente, lejos de sus instalaciones. Eso signifi- ca hacer lo más posible con cuantos recursos  estén  disponibles, tal como  lo hicimos con el Centro Poético Electrónico y el programa de radio LINEbreak, y de igual forma  con la serie de lecturas  del Programa de Poéticas,  las edito- riales y las revistas. La universidad, como  casi todas  las grandes  burocracias, tiende hacia  el estancamiento, siguiendo el camino de la menor resistencia. Sin embargo, basado en mi limitada experiencia, es posible crear pequeños pero  profundos espacios  de  actividad, si tienes  motivación y eres  tenaz  y quizá  un poco  desquiciado.

No creo que jamás  llegue un momento en el que haya que dejar de pro- mover  estos espacios,  o en el que  el partidismo o afirmar  un juicio  estético deba  volverse autocomplaciente. Mi argumento ha estado y continúa estan- do dirigido a las sistemáticas discrepancias de atención hacia diferentes acer- camientos a la poesía  y al lenguaje, algo que va más allá del reconocimiento o la posición de cualquier poeta  individual. En todo  caso, la idea no es reem- plazar  una autoridad con otra, mucho menos un estilo con otro, sino mante- ner las puertas girando al son de nuestros sintetizadores caseros de realidad. Con lo cual quiero decir: Keep playing monkey to your own grinder [“Cada chan- go a su mecate”]. Y recuerden: esto no se acaba incluso cuando se acaba.

 

 

Vallejo & Co. | Revista Cultural - POESÍA - FOTOGRAFÍA - NARRATIVA - CINE - MÚSICA - TEATRO - ARTES - PLÁSTICAS - CREACIÓN - CAJÓN DE SASTRE