Charles Bernstein L=A=N=G=U=A=G=E ¡CONTRAATACA!: Poéticas selectas (1975-2011).
Heriberto Yépez (coord.)
Prólogo de Eduardo Espina.
Traducciones de Hugo García Manríquez, Mayra Luna,
Erneto Livon-Grosman, Mario Bogarín, Alejandro Espinoza Galindo
y Heriberto Yépez. https://www.facebook.com/aldus.editorial
Loss Pequeño Glazier: Mi primera pregunta es una que me ha estado dando vueltas en la cabeza por algún tiempo. Al leer tu trabajo, tu juventud parece hacerse presente en tu escritura, ciertamente desde el punto de vista de la textura y superficie del lenguaje. Pero no se ha publicado mucho al respecto. Naciste en Nueva York, ¿cierto?
Charles Bernstein: Sí, en el Doctor’s Hospital, en el Upper East Side, en Manhat- tan, el 4 de abril de 1950. Tal como mi padre lo puso en la tarjeta que anunciaba mi nacimiento: “Sherry Bernstein, Trabajadora; Herman Bernstein, Gerente”.
LPG: Me gustaría oír sobre tus padres. Sin duda, la idea de la poesía como un negocio y el conflicto generacional, por ejemplo en “Frases que usó mi pa- dre” [“Sentences My Father Used”], hace de esto algo de mucho interés.
CB: Mi padre, Hermann Joseph Bernstein, nació con el nombre de Joseph el 22 de diciembre de 1902, en Manhattan; fue el octavo de once hermanos y hermanas: Joseph (quien murió antes de él, así que en verdad el nombre no fue nunca usado), Sadie, Harr y, Gad, David, Pauline, Ceil, Evelyn, Sidney y Nahum. Su padre, Charles, murió cuando mi padre era joven; su madre, Jenny, murió a principios de 1945. Ambos inmigraron del oeste de Rusia en la últi- ma década del siglo xix, instalándose en el Lower East Side y después en el Village. Jenny administró un lugar de descanso para judíos en Long Branch, Nueva Jersey, por un tiempo, pero tuvo que dejar los negocios debido a una epidemia; después administró un restaurante en el Lower Manhattan. El abuelo de mi padre pasó sus días estudiando el Talmud y cosas por el estilo; no trabajó. Muchos de los hermanos de mi padre tuvieron éxito en los nego- cios y bienes raíces. Mi padre trabajó casi siempre en la industria de la ropa, con el tiempo, fue uno de los dueños de Smartcraft Corporation, una fábrica mediana de vestidos para mujeres, una de las primeras en hacer copias bara- tas ($12) de vestidos de moda. Los impuestos retroactivos lo arruinaron a principios de los 60; sufrió un paro cardiaco pero con el tiempo regresó como asesor estadounidense para Teijin, Ltd., la fabricante de textiles más grande en Japón. Se casó con mi madre el 12 de diciembre de 1945, a los 42 años. Murió el 20 de enero de 1978, de leucemia.
Mi madre fue hija única. Nació el 2 de febrero de 1921, y vivió con su madre, Birdie Kegel, en la Avenida P, cerca del Prospect Park, en Brooklyn. Birdie, nacida con el nombre de Bertha en el oeste de Rusia en 1891, fue abandonada por su padre, Louis Stolitsky, quien partió para Estados Unidos. Al morir su madre, ella fue enviada, sola, a Estados Unidos, a los siete años de edad; tuvo que vivir con su padre y su madrastra, una situación triste para ella. Se casó con Edward Kegel en 1918. Él era un exitoso agente de bienes raíces en Brooklyn; murió de una infección de estreptococos, en 1927.
LPG: Dado que tanto tu padre y tu madre tenían raíces en el oeste de Rusia, ¿puedo preguntarte de qué parte, exactamente, en el oeste de Rusia, proce- dían? Particularmente ¿creciste en un ambiente en que se hablaba yidish o ruso? ¿Posees alguna cercanía con, o el recuerdo de, alguna de estas lenguas?
CB: Desconozco la región precisa en la que mis abuelos maternos nacieron. La madre de mi padre emigró de Lituania alrededor de 1888, cuando ella era una joven adolescente; su papá emigró de la región cercana a Odessa: Pero esto ya era historia antigua para mi padre, quien, después de todo, nació en Nueva York, y ni siquiera lo recuerdo hablando al respecto, a excepción de la sesión de historia oral que hice con él, poco antes de que muriera, y la cual tuve que es- cuchar para responder tu pregunta. Mi padre no se preocupaba mucho por ese tipo de cosas, al menos hasta donde supe. Tal vez no quería que ni yo, ni mi hermana ni mi hermano nos preocupáramos; tal vez simplemente pensó que no nos interesaría; quizá no quería pensar sobre aquello. Lo principal es que mi familia salió. En cosas como estas mi padre era poco claro: no pare- cía ser introspectivo, aunque decir algo semejante es reflejar un enorme golfo entre sus propias circunstancias culturales y las mías. De muchas maneras mi padre me parecía extranjero, lo cual no quiere decir extraño; todo esto resulta asombroso ahora que me parezco a mi padre de tantas maneras. El poema al que haces referencia “Frases que usó mi padre” (del libro Controlling Interests) intenta pensar en todo esto, gran parte del poema está basado en la sesión de historia oral que hice con mi padre. Estoy seguro de que no soy el único que encuentra la evocación de Paul Auster de su padre en La invención de la soledad, muy cercana a mi propia experiencia con mi padre.
Pero de la misma manera, en el caso de mi madre y mi abuela, las raíces y orígenes no fueron tema de conversación. De mis abuelos, a la única que conocí fue a mi abuela, quien siempre vivió muy cerca de nosotros, pero como llegó a Estados Unidos aún siendo una niña, todo vestigio de yídish se había perdido. Mi madre cuenta que la única ocasión en que recuerda a sus padres hablar yidish fue cuando platicaban sobre algo que no querían que ella entendiera. De manera que no, sólo “tuvimos” inglés estadounidense en casa, excepto por los ocasionales viernes de rezos en hebreo, aunque ninguno de mis padres ni mi abuela sabían mucho hebreo y el hebreo que nos rodeaba era producto de la educación religiosa. Este fue el contexto en el que aprendí el poco hebreo que sé, durante los dos años antes de cumplir 13, en la Con- gregación Rodeph Shalom, una sinagoga reformada en el Upper West Side.
LPG: ¿Pero no tenía tu papá alguna familiaridad con estos lenguajes? ¿Y si los antecedentes de tus padres no era una presencia lingüística, no tuvieron una importancia en sus ideas políticas?
CB: Mi padre habló probablemente yidish cuando era niño, pero de eso no había nada en nuestra casa, a excepción de las penetrantes insistencias idio- máticas naturales en cualquier circunstancia lingüística, y que le añaden tex- tura y carácter al habla de una persona. Por ejemplo, mi padre siempre decía “cierren las luces”, o “toma un corte de cabello”. Seguramente habrá muchos ejemplos más pero no puedo pensar en ningún otro en este momento, aun lo escucho decir, “´¿Muchachos, no pueden cerrar las luces? Este lugar tiene tanta luz como Luna Park”.
Mis padres estaban a favor de la asimilación, pero poseían, no obstante, una fuerte identificación judía y después sionista. Como a muchos otros de su generación, esto dio pie a numerosas contradicciones. Éramos vagamente kosher, durante los años de “la carne frita”, pero en otras épocas el tocino se freía en abundancia y era sabroso. O éramos kosher los viernes, cuando mi tía Pauline venía a cenar pero no así el resto de la semana. Desde luego que en Rosh Hashaná y Yom Kipur, cuando docenas de familiares nos visitaban en nuestro departamento durante gigantes e interminables comidas que llegué a odiar por tediosas, éramos estrictamente kosher, con platillos de Pésaj una vez al año y pasteles hechos con harina de matzoh. (Quienes digan “correc- tamente” que no se puede ser un poco kosher, ignoran la práctica real de la etnia judía.) La familia de mi padre estaba afiliada a la Congregación Sherith Israel, la ancestral sinagoga española y portuguesa que fue reubicada frente a nuestro edificio; en ocasiones yo acudía al ser vicio ortodoxo en su admirable santuario principal. Pero como te contaba, para mis padres el lado religioso del judaísmo era menos pronunciado que una identificación étnica decisiva, y con todo mutable.
En cuanto a las preferencias políticas, mis padres eran demócratas libe- rales, pero no especialmente politizados, no obstante aún recuerdo repartir folletos en Broadway y la Calle 74 a favor de Adlai Stevenson, cuando tenía 6 años. Y aunque me da gusto haber sido enlistado en la campaña de Steven- son, y tengo agujeros en mis zapatos para comprobarlo, mis preferencias po- líticas y las de mis padres se distanciaron. Siendo adolescente, mi papá y yo intercambiábamos vituperios a la hora de la cena, a propósito de Vietnam y del racismo, ya que él se adhería a Hubert Humphrey, y yo me desplazaba hacia la izquierda. En fechas más recientes, mi madre expresó su molestia por el hecho de que yo fuera el único judío en Nueva York que apoyó a Jessie Jackson, aunque le hice saber que mi hermano también votó por Jackson. (Me enfoco en mi papá no sólo porque es él más relevante para tu pregunta sino porque mi relación con mi madre es tal que resulta menos apta para la clasificación.)
De cualquier manera, las preocupaciones de mi padre estaban concentra- das firmemente en el éxito, y con mucha frecuencia, y de manera dolorosa para él, en el fracaso en los negocios. Como él decía, “Uno puede alcanzar el éxito, si se valoran las prioridades correctas”. “Las prioridades correctas” no era un concepto particularmente flexible para él, y en este sentido él repre- senta, en gran medida, una generación de nuevos migrantes que no tuvieron el tiempo libre para reflexionar sobre lo que su trabajo tan duro hizo posible para mi generación.
LPG: Louis Zukofsky y Charles Reznikoff son autores que han sido de gran interés para ti, por su habilidad para “crear un mundo nuevo en inglés, una nueva palabra para eso que ellos llamaron Estados Unidos”. ¿De qué manera la experiencia de tu familia informa la lectura que haces de estos autores?
¿Me preguntaba si, particularmente en la obra de Reznikoff, además de las cualidades literarias y documentales, hay otros eventos o temas específicos que te parezca que resuenan en tu vida personal?
CB: Sí, mi relación con Zukofsky y Reznikoff está marcada por esta historia. Zukofsky y mi padre eran prácticamente de la misma edad y crecieron muy cerca uno del otro, pero no parecen existir otros puntos en común. Zukofsky y Reznikoff cuestionaron y resistieron las mismas ideologías que mi padre aceptó como algo dado en la vida estadounidense. Y ambos estudiaron mu- cho más allá de la educación preparatoria que mi padre posiblemente con- cluyó. (La educación de mi madre no fue significativamente mayor, aunque por algunos años asistió a una “escuela de buenos modales” después de la preparatoria, pero esa es otra historia).
Sin duda, mi padre no tenía simpatía hacia los artistas, a quienes consi- deraba un fraude (en el caso del arte “moderno”) u holgazanes (como en el caso de su abuelo rabínico, a quien veía como algo parecido a la oveja negra de la familia). Y crecimos rodeados de la pop culture estadounidense pero muy escasa literatura o arte. Aunque mis padres rara vez escuchaban música en la radio, los periódicos —el Times, el Post, el Daily News y después Women’s Wear Daily— eran predominantes. Teníamos libros, pero en su mayor parte se tra- taba de novelas populares que habían sido heredadas de décadas anteriores, entre ellas un puñado de best-sellers o libros condensados (sólo añada agua hir viendo). Mi madre decoró buena parte de nuestro departamento en un estilo francés colonial muy formal. La amplia sala, por ejemplo, era para las visitas, no para usarla todos los días. En este contexto, los libros se convirtie- ron en decoración, como sucedió con la obra completa de Ruskin comprada por metro para usar en un hermoso librero antiguo. Hasta dónde puedo ver, los Ruskin jamás fueron abiertos durante mi infancia, aunque agradezco el hecho de que presidieran sobre nosotros, de alguna forma subliminal.
Zukofsky y Reznikoff son importantes para mí porque ellos sugieren un sentido de judaísmo completamente diferente a cualquier cosa que yo hubie- ra conocido en la década de los 50, algo próximo a lo que Isaac Deutscher, escribiendo desde una perspectiva de izquierda, describe como “el judío no judío”, pero como parte también del contexto heterodoxo trazado por Jerome Rothenberg en el libro A Big Jewish Book. Esto es un poco como una atrac- ción de circo del judaísmo “serio”, con actos de apertura realizados por Mai- mónides y Baal Shem Tov, Spinoza y Heine, o en la pista principal Groucho y Harpo y Chico Marx, Lenny Bruce, Woody Allen y Bob Dylan. Aunque nunca mencioné el judaísmo en mi ensayo de universidad sobre Stein y Witt- genstein (y el tema no es mencionado en sus respectivas obras) es, desde luego, un punto de contacto obvio, además de un punto de referencia crucial para mí, aunque un tanto implícito.
Pero permíteme finalizar esta serie de ideas citando un pasaje de Amos Oz que, debido a una deliciosa coincidencia, Eric Selinger me envió por co- rreo electrónico mientras escribía mi respuesta a tu pregunta:
Supongamos que un nuevo Kaf ka está creciendo en este momento, aquí en San Francisco, California. Supongamos que tiene 14 años de edad en este momento. Llamémoslo Chuck Bernstein. Asumamos que es un genio igual al que Kaf ka fue en su tiempo. Su futuro, tal como lo veo yo, depende de un tío en Jerusalén o de una experiencia junto al Mar Muerto, o un primo en un kibutz o alguna cosa inspirada por el vivo drama israelí. De otra manera, con la excepción de la posibilidad de que él crezca entre ultra–ortodoxos, será un escritor estadounidense de origen judío, y no un escritor judío americano. Se convertirá en un nuevo Faulkner pero no en un nuevo Kaf ka.
Me parece que esta angustiada y reducida concepción de la identidad es justamente lo que la tradición de escritores que te mencioné ha rechazado. Y es, al explorar y crear formaciones de identidad alternativas, que al menos una astilla de la tradición judía pueda resultar útil; en esto, Kaf ka es nuestra estrella negra e implosiva.
LPG: Dado que tu padre fue gerente en la industria de la ropa, ¿de qué mane- ra se reflejó esto en tu concepción personal del “yo”, mientras crecías? (En otras palabras, su trabajo podría parecerte despreciable o comercial compa- rado con tu propio compromiso con preocupaciones sociales o podrías haber sentido presión para volverte parte de la industria “casera”.) ¿Tuviste que pe- lear contra la presión por ser parte de la empresa comercial de tu padre?
CB: Un día desperté y me encontré metamorfoseado en un pequeño hombre de negocios. Todo lo que he hecho desde entonces, político y poético, no ha alterado esto. Porque la poesía es, después de todo, un extremado negocio pequeño, al requerir mantener todo tipo de cuentas para mantenerse a flote. Sin mencionar todos esos asuntos de las “editoriales pequeñas”, como la dis- tribución, promoción y manufactura de libros. Lo que quiero decir con esto es que he buscado unir a la poesía con el ciertamente “despreciable o comer- cial” mundo material y social de la vida cotidiana, en lugar de hacer de ella un espacio en el cual permanecer “libre” de semejante asuntos, o mejor, ata- do a la ilusión de una libertad semejante.
Debido a que mi padre y sus hermanos fueron hombres self–made, tenían la creencia de que el suyo era el único camino práctico, y por lo tanto correcto en la vida. La prueba era que había funcionado para ellos y, hasta donde puedo ver, nunca llegaron a entender cómo vidas tan creadas podrían llegar a parecer tan vacías, si no es que hasta erradas, para algunos de la generación siguiente. Empezar un negocio a partir de nada, tal como mi padre lo logró en la década de los 20, cuando compraba para revender pequeñas piezas de rollos de tela que de otra manera terminarían por ser desechadas (“el borde, el sobrante”), mientras era acosado por su exitoso hermano para que le pagara un pequeño préstamo, desencadena un patrón de ansiedad y de expectativas achicadas para la, ¿cómo le dicen a eso?, “calidad” de vida, si es que la estética puede definirse así, eso nunca se desenreda con facilidad. Los negocios no son algo que haces por dinero; es a lo que te dedicas, es lo que eres. La familia, como las actividades culturales o sociales, es una prolongada hora de la comida.
Lo que acompañó a todo esto, al menos en el caso de mi padre, fue la creencia inquebrantable no sólo en el progreso y en la industria en abstracto, sino en el valor absoluto de la industrialización, la Civilización Occidental, el sistema de mercado, y la tecnología que las catástrofes de la Segunda Gue- rra Mundial no pudieron, finalmente, tocar. Tengo la idea de que la década de los 20 y 30 pasaron de largo mientras mi padre única y obstinadamente se dedicaba a establecerse y crear su patrimonio. Eso llegó, finalmente, du- rante la guerra, y se casó por primera vez en el primer año de posguerra, y prácticamente a la edad que tengo yo ahora, empezando una familia cuando la mayoría de los hombres de su edad ya tenían hijos mayores. Se acercó a su sueño americano en la década del 50. Era como si su vida lo hubiera condu- cido a esta década de prosperidad y tranquilidad superficial, y él siguió sien- do, por el resto de su vida, su elemento imperturbable.
Pero es aquí que ese ethos étnico entra de nuevo: no era para nosotros, los hijos, continuar con los negocios sino convertirnos en profesionistas, libres del trabajo demoledor y la incertidumbre aterradora de los negocios. La pre- sión era, entonces, convertirse en doctor o abogado; mi decisión al menos inicialmente en sentido opuesto a la movilidad social, fue doloroso y funda- mentalmente inaceptable, y debió hacerme ver como un desagradecido e in- solente ante la lucha de los negocios, y de su vida. Sé que mi padre con fre- cuencia se quejaba de mi falta de respeto y no hay duda de que él no tenía el menor respecto por mis decisiones. En términos generales, ignoré toda la presión, o para ponerlo de otra manera, rechacé categóricamente la vida que se tenía prevista para mí, y nunca, realmente, volví sobre mis pasos.
LPG: Cuéntame sobre tu hermano y tu hermana. ¿Creciste en Nueva York? ¿Cómo fueron tus primeros años?
CB: Tengo un hermano, Edward Amber (cambió su apellido), nacido el 8 de octubre de 1946; y una hermana, Leslie Gross (casada con Donald Gross), nacida el 17 de junio de 1948. Mis padres se mudaron de la Calle 81, un poco al este de Columbus, a Central Park West, justo antes de que yo naciera; mi madre aún vive en el mismo lujoso apartamento en el doceavo piso, con vista a Central Park. Típico del Upper West Side.
Al igual que mi hermana y mi hermano fui a una “auto congratulatoria” escuela progresista de de la orden deweyiana, la Escuela de Cultura Ética, es- tuve ahí desde el jardín de niños y hasta el sexto grado. Ninguno de nosotros hizo gran cosa ahí y a mí me disgustó intensamente el ambiente social, cultu- ral e intelectual. Este era un lugar en el que aún si te sentías “a gusto”, los otros niños, junto con sus padres, te hacían sentir que eras un indigente. En cuanto a la escuela, no me tenían en gran consideración, como se me repitió en mu- chas ocasiones: mi escritura y habilidad para deletrear palabras eran abisma- les; era muy lento para leer y requería ayuda continua para remediarlo por medio de clases para mejorar mi desempeño; no socializaba muy bien, mi apariencia estaba un poco fuera de lugar. Retrato un poco todo esto en “Stan- ding Target” en el libro Controlling Interest, en el que cito algunos de los repor- tes del campamento de Fieldson, que era dirigido por la Escuela de Cultura Ética. Lo que más me gustaba hacer era quedarme en casa; algunos años llegué a faltar a la escuela hasta 40 días. Y en casa existía la posibilidad del ocio, de dormir tarde, de hacer banderillas de atún con paprika, de ver televisión. Leía religiosamente la guía de televisión en aquellos días y conocía a todos los panelistas en los programas de juegos sobre celebridades, a todos los actores en las series de televisión, y todas las comedias de principios de la década de los 50 que me había perdido cuando salieron al aire por primera vez.
Me gustaba la televisión y pasar el tiempo en casa —¡pero no los depor- tes! Yo era la clase de niño al que eligen al final cuando se forman equipos, para jugar como jardinero derecho, o su equivalente. Al llegar a la preparato- ria (después de coquetear con el futbol soccer, vestido de negro para la posi- ción de portero, en mi segundo año en la preparatoria), solía llevar las ma- nos en mis bolsillos cuando me metían a jugar en un partido. Nunca jugué a la pelota con algún familiar, pero acostumbrábamos salir a cenar comida china durante Día de Acción de gracias y en Navidad, y eso me gustaba.
Todavía recuerdo mi alegría ante la reacción de mi maestra del sexto año, la señorita Green, cuanto yo llevada puesto un botón que decía “Podrá pare- cer que estoy interesado pero solo soy amable”. Pero había una cosa que me gustaba de la clase de la señorita Green: durante meses, así me lo pareció, leímos, siempre empezando con la primera página, el libro The Old Curiosity Shop: “La noche es por lo general mi hora para caminar”. Aquello me fascina- ba y, sin importar lo extraño que me sintiera en clase, podía sumergirme en aquella prosa y ser transportado.
No me admitieron en Fieldson, la escuela secundaria de la Escuela de Cultura Ética, aunque era rutinario para mis compañeros de clases, y conti- nué, para mi gran alivio, en una pequeña y totalmente convencional escuela privada, Franklin, durante el séptimo y octavo grado, y fue ahí donde los mundos de la historia y la literatura se abrieron ante mí. Lo que detestaba de la Escuela de Cultura Ética es que nunca te daban calificaciones, sino que se entregaban reportes de psicología popular sobre tu desarrollo e integración social. En Franklin, había tareas concretas que eran asignadas y calificadas mediante exámenes; la actitud correcta era menos importante que los datos correctos. Ciertamente hubo momentos difíciles mientras me acostumbraba. Quería sacar muy buenas calificaciones y recuerdo haber hecho trampa algu- nas veces en algunos exámenes en séptimo grado; como si aquello pudiera probar ante mí mismo que yo sabía una o dos cosas. En realidad, el aspecto académico de la escuela se convirtió en un gran interés en mi vida, cuando comencé a leer la historia de Grecia o China y especialmente al leer literatu- ra. Recuerdo un grueso tomo de cuentos breves de todo el mundo, de pasta gris, que compré mientras estudiaba en Franklin, y la emoción que experi- menté al leer, aunque sin entender del todo, a Kaf ka, Genet, Camus y parti- cularmente Sartre. Entonces un día en séptimo u octavo grado un maestro de literatura llamado Francis Xavier Walker escribió en el pizarrón “Bun is such a sad word is it not, and man is not much better is it”. Dijo que aquello era de Samuel Beckett y que le gustaba cómo sonaba, y cómo se concentraba en el sonido que hacían las palabras man y bun. Aquello fue como escuchar acerca de la teoría de la relatividad. Aquello me enganchó; de hecho, parece que pasaron años en los que sólo quería permanecer en mi pequeña habitación viendo el parque, en el cual, en esa época, pocas veces ponía un pie, leyendo libros y viendo televisión.
LPG: Sí, tú has escrito “mi obra ha sido tan influenciada por [la serie policia- ca] Dragnet como por Proust”. Este comentario, desde luego, es indicativo de las fuentes de “información” que tenemos en una cultura de medios como la nuestra. ¿Tu interés en el salón de clases cambió al ir a la preparatoria?
CB: Bueno, siempre me fascinó esa narración entrecortada. Pero tengo que decir que Dragnet no fue nada en comparación con la Sección Amarilla de Manhattan.
Para la preparatoria asistí a una excelente escuela, la Preparatoria de Cien- cias del Bronx en la cual, durante mi segundo año, edité el periódico de la escuela, el Science Survey. La Preparatoria de Ciencias era una escuela “espe- cializada”, algo similar a las actuales escuelas magneto, pero básicamente las úni- cas escuelas de su tipo, en la época del Sputnik, en Nueva York, eran las es- cuelas de ciencia; así que mi interés de asistir estaba en la calidad de la escuela y no en las ciencias y las matemáticas, por las que nunca me interesé gran cosa. Curiosamente, siempre salí muy bien en los exámenes estándar de física, química, geometría, álgebra, y cosas por el estilo, pero nunca sentí que les “agarrara la onda”. Mi interés estaba en la literatura, la historia y los estu- dios sociales. De hecho, coordiné una serie en la preparatoria que invitaba a conferenciantes cada mes; recuerdo de manera particular haber tomado un taxi de regreso a la ciudad con James Farmer de core. Había profesores de literatura excelentes, incluso inspirados, en la Preparatoria de Ciencias. Con el que me hallaba más cercano fue con Richard Feingold, que daba intensas lecturas sobre Hamlet, Jonathan Edwars, Emily Dickinson, y Robert Frost. Feingold es ahora profesor de literatura inglesa del siglo xviii en Berkeley. Él asistió a la lectura que di ahí hace unos meses —no lo había visto en más de 25 años.
Durante la preparatoria, comencé a ir al cine mucho y también al teatro. Crecí con las grandes obras musicales, pero en este periodo me interesé en Pinter y las importaciones de la Royal Shakeaspeare Company, las produc- ciones de Peter Brooks, pero también en lo que pasaba fuera de Broadway: todavía recuerdo estar fascinado al ver la obra de Leroi Jones, Dutchman. Y como te imaginarás, todo el mundo de la “alta cultura” y el modernismo se abrieron ante mis ojos y siempre estaba haciendo listas de cosas que debía saber. Recuerdo haber mandado pedir la lista de Martin Bookspans de wqxr, con los 100 discos de música clásica más importantes, para después sacarlos de la biblioteca o comprarlos. No tenía mayor información sobre este tipo de cosas, pero estaba fascinado. Mis padres, como te dije, no escuchaban músi- ca, o no leían gran cosa, aparte de los periódicos y las revistas (aunque a ve- ces, mi madre leía alguna novela best-seller), pero hacían cosas como conse- guirme una suscripción a los Conciertos para Gente Joven, dirigidos por Leonard Berstein con la Filarmónica de Nueva York, y estaban felices de com- prarme boletos para muchos otros conciertos en todos los rincones de la ciudad, a los que asistía por lo general solo. Cuando tenía 16, mi papá, mi hermana y yo fuimos a Europa. Visitamos Londres, París, Florencia, Roma y Berlín. En Londres fui a ver obras de teatro todas las noches y visité todos los museos, todos los sitios turísticos. Estaba muy contento, aunque era muy difícil viajar con mi papá, y las profundas divisiones políticas y generaciona- les entre nosotros nunca habían sido tan evidentes.
LPG: ¿En qué momento esta discordante información cultural comenzó a fusionarse para ti?
CB: Todo se acomodó a mediados de la década de los 60: aquellas fabulosas películas de Fellini y Antonioni y Godard, Phil Ochs y Bob Dylan y Richie Havens —y mucho que se sostiene con menor fuerza estos días (aún conser- vo mis discos de Protol Harem y Incredible String Band), las reuniones Be–Ins, el humo de marihuana. Aunque tuve un Bar Mitzvah a los 13 años y era, en ese entonces, muy religioso, todo aquello comenzó a venirse abajo en un lapso de uno o dos años. El movimiento por los derechos civiles, los plantones, el vera- no de la Libertad en Mississippi, Martin Luther King, y la guerra en Vietnam gradualmente concentraron mi posición política. Sintonizaba wbai, radio Pa- cifica en Nueva York, estuve presente en las manifestaciones en la Universidad de Columbia durante mi último año en la preparatoria, y participé también en las protestas en mi preparatoria (en contra de medidas que prohibían “camisas sin cuello y pantalones tipo mezclilla”, entre otras cosas).
Nunca me he de sacudir del todo la tristeza que me invadió cuando Mar- tin Luther King fue asesinado; era mi cumpleaños 18. En el verano de 1968, después de un viaje que hice solo a Escandinavia (quería ver los Fiordos), y a Grecia (donde todavía podías sobrevivir con un par de dólares al día), regre- sé a Estados Unidos para asistir a la protesta en Chicago, durante la Conven- ción Nacional Democrática. Al igual que todos los que estaban ahí, me ga- searon, me “radicalicé” (otra vez) y pude escuchar a Allen Ginsberg cantar “Om” ante la multitud.
Conocí a Susan (Bee Laufer) en la preparatoria —en una fiesta en el Greenwich Village el 9 de febrero de 1968. Sus padres habían crecido en Ber- lín, la cual abandonaron en 1936, con una Aliyah juvenil hacia Palestina, siendo adolescentes, y se conocieron en Jerusalén. Llegaron a Nueva York en 1948 —Sigmund conser vó el mismo trabajo, hasta hace un par de años, y el mismo apartamento todo este tiempo. El papá y la mamá de Susan eran ar- tistas: su madre, Miriam, una pintora fabulosa, injustamente ignorada, hacía cuadros en un estilo expresionista de los años 50; entre otras cosas, desnudos femeninos, y después una serie pintada sobre parabrisas de automóviles. La familia Laufer, que había simpatizado con la izquierda en Palestina, repre- sentó un marcado contraste político y cultural con mi propia familia. Fue con Susan con quien comencé a visitar galerías de arte y Provincetown.
LPG: Entonces fuiste a Har vard, ¿cierto? Esto debe haber sido un cambio importante respecto a la energía cultural y social de Manhattan. ¿Fue una experiencia satisfactoria?
CB: Har vard me pareció un lugar más bien desagradable y me sorprendieron su esnobismo y su arrogancia. Me parecía increíble que los “hombres” en el salón para recién ingresados chocaran sus copas cuando una mujer entraba. Si Kathie Roiphe y otras post–feministas quieren regresar a esa época, allá ellas. Ese fue el último año en el que tenías que usar corbata y saco para la cena; había restricciones para las visitas en los dormitorios para hombres. El ambiente me pareció sofocante y depresivo. Y vivir en el campus de Har vard era como vivir en un zoológico, con todos los turistas fotografiándote a ti y a los alrededores en cuanto ponías un pie afuera de los edificios.
Tengo que decir que me abrió los ojos darme cuenta de que a un número muy reducido de mis compañeros les importaba la literatura, el arte y la his- toria; aunque después de un rato pude encontrar a personas con mis mismos gustos. No obstante, los estudiantes de Har vard, en general, parecían despre- ciar las artes y el aprendizaje, de una manera que nunca había encontrado en la Preparatoria de Ciencias de Bronx. Muy pronto me di cuenta de que el sistema que favorecía la admisión de estudiantes de escuelas privadas de éli- te rebajaba el nivel intelectual, cultural y moral de la escuela, así como del país. ¡Hablando de acción afirmativa! En mi generación, sólo un estudiante de todas las escuelas públicas de Chicago fue admitido en Har vard, mientras que el 40 por ciento de quienes se graduaban de las escuelas de élite era ad- mitido. Tuve una sensación de hacia dónde se dirigía todo esto mientras tra- bajaba cuidando niños para una reunión de 25 años de exalumnos. Durante el concierto de los Boston Pops, los adultos graduados de Har vard se pusie- ron de pie para ovacionar una versión de orquesta de “Raindrops Keep Falling on My Head”. Siempre recuerdo este momento cuando pienso en nuestras instituciones de “élite” y lo mucho que hacen por nuestra cultura.
No me encontraba solo en mi desesperación, en mi primer año me invo- lucré con el movimiento en contra de la guerra, pese a que mis posiciones políticas un tanto anarquistas y pacifistas no cayeron muy bien entre algunas facciones del sds. Me habían impresionado mucho las ideas de la Nueva Iz- quierda [New Left], y de manera especial la declaración de Port Huron y el concepto de la democracia participativa. Y definitivamente yo era de la idea de que algo debía de hacerse para detener la guerra. Iba y venía del Univer- sity Hall durante la ocupación de 1969, pero cuando se llamó a la policía, yo estaba durmiendo a unos metros del edificio que había sido ocupado. Rápidamente me escabullí dentro del edificio y fui arrestado por allanamiento, en un caso que fue a final de cuentas desechado. Pese a que la corte desechó el caso, fui puesto bajo “Precaución” indefinida por el Comité de Derechos y Responsabilidades de Har vard (“Nosotros tenemos la razón, tú eres el res- ponsable”). Me he quedado sin palabras en los años subsecuentes, cuando veo cómo algunos de mis compañeros de clase que no tomaron partido en contra de la guerra han transformado el propio fracaso de su razonamiento político en una fuente de poder de expertos: estoy pensando en James Fallows y Michael Kinsley.
LPG: Lo político informa tu obra en muchos niveles. Aquí parece pertinente, dada tu experiencia con la política durante las huelgas en Columbia y Harvard y las (uno pensaría importantes) manifestaciones en Chicago, preguntarte si en algún momento consideraste el activismo político como una participación futura. ¿Qué fue lo que influyó, en este aspecto? ¿Y no podría considerarse a la acción “literaria” menos efectiva? ¿De qué forma reconcilias esto?
CB: Nunca quise ser un activista profesional, aunque quizá en ciertos aspec- tos eso es en lo que me he convertido. Siempre he pensado que las protestas son para el ciudadano informado que toma parte de su tiempo diario, tiem- po difícil de encontrar, pero requerido por las mismas demandas de la ciuda- danía. Las protestas de los 60 y 70 eran estimulantes, y de verdad extraño ese nivel de idealismo y activismo en Estados Unidos, también extraño profun- damente la época cuando la izquierda política y cultural, o algunos matices de ella, definían la agenda nacional, en lugar de la derecha religiosa, tal como ahora parece ser el caso. Aun así, me llevé una sorpresa durante la reunión por el aniversario número 20 de la huelga de Har vard, al ver cuántos se refi- rieron a aquellos días como el momento más álgido de sus vidas. Yo creo que mis propias preocupaciones estaban y continúan estando en otro lugar.
Me parece que nunca se podrá insistir lo suficiente en que las afirmacio- nes hechas a propósito de las “políticas de la forma poética” van en contra de la idea de la eficacia política de la poesía. En todo caso, la política de la forma poética sobre la que he hablado enmudece tal eficacia. De manera que la pregunta se convierte en ¿cómo reconcilias pensamiento y acción, o reconsi- deración y acción, reflexión y decisión? La respuesta es: de la forma que te sea posible. La poesía examina preguntas cruciales sobre los valores medulares que constituyen una polis; permite reformular los temas básicos de las medi- das políticas y los medios que empleamos para representarlas. Puede, inclu- so, hacer burla, de aquello que, hombres y mujeres, guardan como lo más importante, de manera que al reírnos podemos hacer las paces con aquello a lo que nos aferramos.
La poesía densifica la discusión, rechaza formulaciones reduccionistas. Canta sobre aquellos valores no cuantificables como las cuentas comerciales. Pero tales políticas poéticas no agotan las opciones o compromisos políticos. No estoy sugiriendo que la estética reemplace a la política, simplemente no creo en una política que proscriba a la estética.
LPG: Si Har vard resultó ser una decepción culturalmente, me pregunto cuá- les eran tus expectativas. ¿Tenías expectativas en cuanto a la educación? ¿Ha- bía alguna beca que te animó a ir? ¿Por qué elegiste ir a Har vard?
CB: Opté por asistir a la mejor universidad a la que pudiera entrar (y lo “me- jor” fue definido de manera convencional). Esto era algo dado, y no tenía manera de oponerme. Me tragué la imagen de Har vard como el sitio máximo para la Educación Superior, en el cual podría ser capaz de continuar con mis estudios en una manera que profundizara y ampliara aquello que más me había interesado en la Preparatoria de Ciencias del Bronx. De muchas mane- ras esto fue posible en Har vard, y sin duda tuve la extraordinaria oportuni- dad de leer y conversar. Simplemente no tenía idea de lo que esto implicaba; mis estudios no me habían preparado para el hecho de que el fruto del apren- dizaje tendría algunas gotas de veneno que te harían vomitar, y para mu- chos, la lección fue no comer de esa fruta, o comer lo menos posible. Ese es, quizá, el principal producto de la Educación de Har vard: ignorancia volun- taria; una indolencia medida, y la capacidad de mantener un ojo en tu valor fundamental (definido por el dinero y el estatus social). En efecto, aquello fue desilusionante, y fue un golpe duro al poco tiempo de haber llegado; que el conoc imiento que yo tanto había romant i zado, no era desinteresado, y que de hecho, era usado como un medio para preser var la injusticia social; que había que batallar, incluso en lugares como este, para crear un espacio para el pensamiento, la reflexión y el arte. Estas son lecciones que he encontrado muy útiles. Pero quizá, en retrospectiva, no fue Har vard lo que me conmocionó tanto, sino Estados Unidos, un Estados Unidos que aún no co- nocía en las zonas culturalmente ricas pero poco representativas en las que había vivido hasta este momento de mi vida.
LPG: Tu interés en la filosofía es bien conocido. Ciertamente, “Thought’s Mea- sure”, entre otros, califica como un consumado ensayo filosófico. ¿Estudiaste filosofía en Harvard?”
CB: Sí, durante la universidad me especialicé en filosofía, aunque mis intere- ses se encontraban más en la historia de la filosofía y en la filosofía “continen- tal”, que en la filosofía analítica, la cual me resultaba desagradable. En mi primer año tomé el curso “Introducción a la lógica simbólica” con Willard Quine. Se la pasaba murmurando de cara al pizarrón la mayor parte de la clase, aunque sus libros me parecieron interesantes y provocadores. Una no- che tuve un sueño en el cual yo intentaba empacar toda mi ropa sin ton ni son dentro de una maleta, y Quine llegaba para enseñarme cómo acomodarlas de manera ordenada. Yo le disparaba. (Esto fue en una época en la que Quine era ampliamente citado diciendo que Estados Unidos debía lidiar con las protes- tas estudiantiles de la misma manera en que se hacía en Sudamérica: trayen- do al ejército). También estaba Hilar y Putnam, quien se encontraba en su periodo maoísta. Y John Rawls, cuya Theory of Justice acababa de ser publica- do: uno de los hombres más racionales en el mundo, pero, en fin, un poco aburrido y rígido para mi gusto en aquella época. De forma contraria, estaba profundamente impresionado con Judith Shklar, la historiadora social.
Dos filósofos, Stanley Cavell y Rogers Albritton, fueron especialmente importantes para mí en Har vard. Durante mi primer año, dividieron uno de esos grandes cursos del pensamiento Occidental, Albritton desde los preso- cráticos hasta la Edad Media, y Cavell de la Ilustración en adelante. Cada uno trajo consigo su propio estilo extravagante y lleno de ideas. Había escuchado sobre Wittgenstein antes de ir a la universidad y me quedé fascinado de in- mediato, así que encontrarme con estos dos wittgensteinianos fue una mara- villa. También tuve el placer de pasar una considerable cantidad de tiempo charlando con Cavell y Albritton, y aunque hemos seguido siendo amigos y he continuado siendo influenciado por Cavell todos estos años, fue una de esas largas pláticas hasta bien entrada la madrugada con Albritton la que me inició en la conversación filosófica. Mi tesis se tituló “Tres composiciones sobre Filosofía y Literatura”, y era una lectura de The Making of the Americans de Stein, a través de Las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein. (Parte de esto fue publicado recientemente en Gertrude Stein Advanced, editado por Richard Kostelanetz.)
LPG: Me parece que Stein y Wittgenstein no eran considerados precisamente “canónicos” en ninguna institución en aquella época. ¿Eran estos escritores aprobados o alentados en tu programa? ¿Fue una batalla ganar el visto bueno para estos escritores como tema de tu tesis?
CB: Como ya mencioné, Cavell y Albritton estaban muy comprometidos con Wittgenstein, especialmente con las Investigaciones filosóficas, y dentro de ese microcosmos Wittgenstein era el filósofo modernista canónico, aunque “an- ticanónico”. No contaba yo con cómplices de mi entusiasmo por Stein; aun- que no era para sorprenderse, se trataba de la facultad de filosofía, después de todo; y definitivamente no entre los profesores de letras inglesas, con quienes tuve poco contacto. Por supuesto que Stein había estudiado en Har- vard con William James y en Emerson Hall, el lugar donde realizaba mis propios estudios, pero eso era un tema de poca importancia en 1971. Debido a que la mía era una tesis de licenciatura me permitían hacer lo que quisiera y no se me exigió ganar ningún visto bueno de parte de Stein, lo cual hubie- ra sido imposible. No obstante, conté con un tercer lector del texto, un agudo y genial filósofo británico que se encontraba como profesor invitado, su nombre era G. E. L. Owen, cuya especialidad eran los clásicos griegos pero que había leído y expresado algún interés por Stein.
LPG: ¿Y los lectores de tu tesis estaban contentos con la conexión entre Stein y Wittgenstein?
CB: En aquella época, la idea de la conexión entre Stein y Wittgenstein era algo totalmente absurdo, la primera de mis teorías de loco que, con el paso del tiempo, terminan por no parecer tan locas. Si la vinculación de estos dos nombres ahora no sorprende a nadie, eso le resta algo del descarado humor que tuve en mente a la hora de formularlo hace algunos años. El título que yo tenía para el proyecto era “Tres Steins” Pero no puedo explicarme cómo, a los 21 años, di con una fuente de pensamiento y escritura que hasta el día de hoy me mantiene ocupado. Porque el tipo de escritura y pensamiento que estaba comenzado a hacer en ese entonces es, en gran parte, el mismo de mi actual trabajo. Digamos que fue una intuición que se confirmó.
LPG: ¿Cuál fue la circunstancia o relación o evento particular que pudo ha- berte puesto en contacto con estos escritores? ¿Cómo sucedió?
CB: Escuché sobre Wittgenstein en la preparatoria, por un comentario he- cho al vuelo por un amigo que se encontraba de visita de la universidad, pero quedé fascinado y me intrigó porque parecía ir notablemente más allá de lo que yo había venido encontrando tan interesante, de una maravillosa, intoxicante y preparatoriana manera, en el existencialismo (con una pizca de Hesse, zen, los Beats, y los Beatles en la mezcla), y así estaba feliz de retomar- lo en los años posteriores, específicamente en el contexto de mis lecturas de un abanico de obras filosóficas. ¡No logro ubicar mi interés en Stein, sin duda no provino de una lista de lecturas, ni de una clase! Sé que de manera deliberada estaba buscando equivalentes literarios para la pintura modernis- ta y el expresionismo abstracto por el que estaba intensamente atraído, y aunque apreciaba lo que se me estaba ofreciendo —Joyce, Céline o Kaf ka o Woolf o Proust, o incluso, Faulkner, sentía que algo faltaba, algo que podía ver en los Cuentos y Textos para nada de Beckett, y en el Desayuno desnudo de Burroughs (noto que todos mis ejemplos aquí son escritores de prosa). Mien- tras tanto, en 1970 Susan [Bee] estaba tomando un seminario con Catharine Stimpson en Barnard, uno de los primeros cursos sobre literatura escrita por mujeres en ser enseñado. Esto fue mucho antes de que hubiera antologías o incluso programas de estudio para tales clases, mucho antes de que la mayor parte del material que ahora es parte sustancial de los estudios de la mujer [women’s studies] fuera reimprimido. En fin, Stimpson al parecer pidió que se leyera Three Lives y debí haber escuchado sobre él por medio de Susan. No creo haber hecho más que hojear Three Lives, pero pronto descubrí The Ma- king of the Americans, Tender Buttons, “Composition as Explanation”, y otros ma- teriales de Stein, que en gran parte estaban siendo reimpresos en nuevas ediciones por aquella época. Cuando leí estas obras por vez primera, terminé completamente noqueado: esto era lo que había estado buscando, que sabía que debía existir, y me encontraba aturdido de emoción.
LGP: ¿Qué otras actividades llevabas a cabo en Har vard? ¿Qué hay, por ejem- plo, de tu cultura “literaria”?
CB: En mi segundo año, me mudé, para mi alegría, a Adams House, justo en el momento en que se volvió un espacio mixto, y cuando aún contaba con una hermosa piscina privada. (Cuando era parte del comité de la casa, apro- bamos una resolución para que los trajes de baño fueran obligatorios sola- mente de 7 a 9 am.) Mi principal trabajo artístico en la universidad fue en el teatro, aunque extrañamente ahora que lo veo en retrospectiva, fui elegido como editor de la revista literaria del primer año de universidad, Harvard Yard Journal, y sacamos dos números. Durante mi último año también saqué una pequeña revista en fotocopias con obras de gente que vivía en Adams House, se llamaba Writing. (Me mantuve a distancia de la “sociedad literaria” de Har vard, o al menos ella se mantuvo a distancia de mí. La pretensión de la escena que rodeaba al Advocate no podía enmascarar su vacuidad, y no hablo en el sentido zen.)
LPG: ¿Encontraste más importantes las otras actividades “culturales” en aquella época?
CB: Estudié juegos de teatro e improvisación con Dan Seltzer, un estudioso de Shakespeare que se inmiscuyó en la actuación. Dirigí varias producciones, incluida una producción musical de la Persecución y asesinato de Jean–Paul M arat representado por el grupo teatral de la casa de salud de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade, de Peter Weiss, influenciado por el radical traba- jo teatral del Living Theater, el Open Theater y Grotowski. Hicimos la pro- ducción con nuestra ropa de todos los días (aunque una reseña parece haber pensado que llevábamos disfraces de hippies) en el comedor del Adams House. William Liller, astrónomo y director del Adams House, actuó la parte del director del asilo y Marat fue interpretado por John McCain, quien en aque- lla época era un activista del Partido del Trabajo y posteriormente activista gay. McCain murió a causa del sida hace pocos años. El compositor Leonard Lehrman fue el director musical. Eran tiempos delirantes. Una noche, el experto en Japón John Fairchild se presentó y uno de los actores le hizo alguna recriminación en una de las escenas de agitación, debido a su posición res- pecto a Vietnam —y lo hizo en japonés. Después de una función para recaudar fondos para el fondo de defensa de Bobby Seale, una protesta espontánea movilizó al público hacia la calle. El año siguiente escribí y dirigí una obra llamada Comings and Goings que unía piezas breves de Beckett y Pinter con una escenificación del Juicio de los Ocho de Chicago. También tuve un pe- queño papel en una obra de Joseph Timko y Jesse Ausubel sobre la muerte de Moritz Schlick, el filósofo del Círculo de Viena y positivista lógico. Mi papel era el estudiante de posgrado que mató a Schlick, y mi línea era: “Te disparo por celos y venganza: Bang! Bang!”
Pasé el otoño que siguió a mi graduación (1972) en Nueva York, viviendo con Susan, en Arden Street en Washington Heights y trabajando principalmente como administrador del Centro de Descuentos en Muebles de Sloam # 45 en la Calle 85 Este, por $2.75 la hora. Cuando Susan se graduó de Barnard en diciembre, aproveché una de las becas William Lyon MacKenzie King, que yo había recibido, y nos fuimos por todo un año a Ruskin, al este de Vancouver. Yo tenía una relación informal y cordial con la Universidad Simon Frasier, y fue ahí donde asistí a un maravilloso seminario de Robin Blaser sobre Emily Dickinson.
LPG: Juzgando a partir de lo que he leído, yo asumiría que experimentaste un cambio significativo en Vancouver. ¿Fue en este momento que el impulso para tu escritura futura se manifestó?
CB: No tanto un cambio significativo como una continuación. Me mudé junto con usan al área de Vancouver en enero de 1973, seis meses después de graduarme de la universidad. Durante los nueve meses ahí pude leer sobre la “Nueva Poesía Estadounidense” [New American Poetry], algo sobre lo que co- nocía muy poco, antes de este momento.
Poco después de mudarnos, envié parte de mi trabajo a Jerome Rothen- berg, principalmente debido a la fuerza de Technicians of the Sacred, que había leído con gran entusiasmo cuando salió a finales de los 60. Sorprendentemente Jerr y me contestó sugiriendo que me pusiera en contacto con Ron Si- lliman, en San Francisco, quien estaba editando una sección de poesía nueva para la nueva revista suya y de Dennis Tedlock, Alcheringa. Ron me escribió también de inmediato en una hoja que tenía un membrete de algo llamado “Sección Amarilla del Pueblo”, lo cual parece apto para Ron. Ya había termi- nado la colección, llamada “The Dwelling Place: 9 Poets”, pero dijo que cita- ría parte de lo que yo decía en la carta que le había enviado. También me dio una lista de personas a las que debía leer, las cuales, según puedo recordar a la distancia, incluían a Michael Palmer y Clark Coolidge y algunos más, en- tre los que estaban Eigner y Creeley. Yo no había leído a muchos de esos poetas y también había venido escuchando sobre algunos de ellos, y otro grupo relacionado, a través de Blaser. Tenía acceso a la biblioteca y a su ex- traordinaria colección de poesía, de manera que no tenía mayor problema para dar con la poesía más oculta que quería. Aquello era el paraíso.
En cuanto a mi escritura, estaba cerca de algo, pero aun no llegaba. No había llegado al otro lado de eso que Ron creo que escuchó como el “ritmo de jarabe” [syrupy rhythm] de Stein; sin duda estaba yo en un periodo Stein escribiendo cosas como “Paddington wade, dijo ella apagado” y una épica falsa, “Hermes Hermenéutico” (“Hermes Hermenéutico, el chico espadachín y aventurero de Alacadabra, nada/ nadó/nadado más allá de las luciérnagas y julepe de menta, gatos en el callejón y monstruos lagartijizos”.)
LPG: ¿Entonces regresaste a Nueva York?
CB: De hecho, de Vancouver nos mudamos a Santa Barbara en otoño de 1973, sin ninguna razón especial, supongo, aparte de que el sol resultaba atractivo después de meses de cielo gris. En Santa Bárbara, trabajé medio tiempo para la Clínica Comunitaria Libertad, una clínica gratuita, como coordinador de educación sanitaria, en una época en la que estábamos muy involucrados con las cuestiones del feminismo y los derechos de los homosexuales, la edu- cación sobre las drogas y por supuesto, las enfermedades trasmitidas sexual- mente. Mientras me encontraba ahí, seguí leyendo en los alrededores, y esta- ba en contacto con otros poetas, leyendo sus revistas y libros. Incluso visité a Ron Silliman, aunque nuestra primera conversación fue casi inaudible por la ruidosa banda que tocaba en el bar donde nos vimos. (¡Ron conocía a uno de los miembros de la banda!) En Santa Bárbara asistí a una de las reuniones de Kenneth Rexroth pero no pude conectarme para nada con ese contexto. Dis- frutes y Asylums fueron escritos en Santa Bárbara, e incluyen mis poemas más tempranos que han sido publicados.
Regresé a Nueva York, a Ámsterdam número 464, a principios de 1975, y fue entonces cuando conocí a Bruce Andrews y descubrimos cuántas cosas teníamos en común, no sólo como poetas y artistas sino, por ejemplo, nues- tro interés por la escuela de Frankfurt, por aquellos días parecía extraño que un poeta se interesara en tales cosas. (Yo había leído el libro de Habermas Conocimiento e interés humano con gran interés, y después asistí a una serie de clases que impartió en la Universidad de California en Santa Bárbara, en 1974.)
En Nueva York, fui a muchas lecturas, especialmente en el Poetr y Project en St. Mark, y en muchos otros lugares. Y en 1978 Bruce y yo no sólo comen- zamos L=A=N=G=U=A=G=E, de hecho, la planeación se remonta a 1976, sino que también Ted Greenwald y yo comenzamos la series Ear Inn.
LPG: Permíteme hacer una pausa aquí. Me interesa especialmente el periodo entre 1973, cuando dejaste Vancouver, y 1978, cuando L=A=N=G=U=A=G=E fue fundada. No me queda claro, además de las menciones de Stein y Witt- genstein, cuál era tu noción de tus “mayores” literarios, durante este periodo. En cuanto a “contemporáneos”, has mencionado a Jerome Rothenberg y Ron Silliman, pero tengo la sensación de que tus lecturas debieron haber sido in- mensas. Permíteme ser más específico: me gustaría tener una idea clara sobre tu “posición”, en términos de influencias literarias durante este periodo.
CB: “Literarias” es un problema para mí, porque yo buscaba alejarme de lo literario, de toda idea preestablecida de la poesía o de lo estético. Me parecía que la escritura, ciertamente no el verso —digamos el arte verbal, en el sen- tido al que se refiere Antin en sus primeros ensayos— era lo importante.
En Nueva York, trabajé al principio en el United Hospital Fund, escri- biendo el ingenioso boletín de Health Manpower Consortia, el cual Susan y yo diseñamos con exactamente el mismo formato que unos años después usa- ríamos en L=A=N=G=U=A=G=E; después, por un corto tiempo, en el Conci- lio para el Funcionamiento Municipal, un grupo de interés público en el que trabajé principalmente en temas de transporte público masivo y en contra de la alza en el precio del metro; y después, por un par de años como el editor de sumarios de la edición canadiense de Modern Medicine, donde escribía cerca de 80 sumarios médicos cada mes. Esta inmersión en la escritura co- mercial y la edición —como un espacio social, también, pero más en el as- pecto técnico del aprendizaje de las reglas estandarizadas de composición y las formas a un nivel minucioso e increíblemente aburrido en la lectura, re- visión y edición— resultaron informativos en todos los sentidos.
En cuanto al arte, la pintura siempre ha sido muy íntima para mí, y me refiero en particular a la obra de Susan Bee, la cual se entreteje, de forma paralela y se adelanta a mi “propio” trabajo. Vivir con una pintora, ver cómo se desarrolla la obra, a veces día a día, desde mi cómoda “silla de crítico”, ver cómo Susan manipulaba (y literalmente quiero decir manipulaba) preocupa- ciones similares en el collage, en la retórica frívola de varios estilos yuxta- puestos, en fin, no puedo hablar lo suficiente de la importancia que esto tiene. Con mucha frecuencia, la obra de Susan me ha sorprendido al demos- trarme que las cosas que yo pensaba que “en teoría” no eran realizables, te- nían que ser hechas; y eso incluye aquellas cosas de las que tus propias ideas te mantienen apartado. La compañía y el trabajo de los artistas visuales fue- ron, y siguen siendo, parte importante del sentido y textura de mi obra, al punto que decidí en cierto momento no escribir mucho sobre el asunto o de lo contrario acabaría solamente escribiendo sobre él. Así que hasta ahí lo dejo, excepto el hecho de mi inmersión y las muchas, muchas exhibiciones a las que asistí a mediados de los 70.
Y después… después están las películas, incontables películas, incluidas las visionarias y revisionarias películas de Sonbert, Snow, Brahage, Gehr, Child, Hills, Kubelka, Jacobs y otros (con Vertov, Eisenstein, etc., no muy le- jos). Y el teatro: de Richard Foreman, de Robert Wilson (sobre todo disfruta- ba aquellas primeras piezas “caóticas”), lo que hacía Richard Schechner en el Performance Garage y mucho más, entre los que estaba gran parte del arte interpretativo que se presentaba en Nueva York, por aquella época. Y qué decir de la nueva música, ahora que pienso en tantas noches en el Kitchen y otros espacios, pero también, y de forma crucial, la ópera. E incontables lec- turas de poesía, tres o más por semana.
A lo que voy es que en este contexto lo que más me estimulaba era sin duda el trabajo de mis contemporáneos más inmediatos, simplemente porque ellos, digamos, eran mis contemporáneos y el significado y trayectoria de su obra no estaba aún determinado, historizado (lo cual puede suceder terrible- mente rápido). Para mí, era este trabajo el que poseía el mayor sentido.
LPG: Sin duda estos son elementos cruciales en la constitución de una escritu- ra. Pero aún no has mencionado autores específicos. ¿Quiénes fueron tus “ma- yores”? Es decir, ¿qué sentido de relación tenías con, digamos, Pound, Wi- lliams, o los Objetivistas? Por supuesto, existe también una capa intermedia: Creeley, Ginsberg (quien debió estar muy activo en Nueva York) y también Olson (si bien, él no cabe dentro de ninguna de estas categorías). Al mismo tiempo, me intriga mucho cuál puede haber sido tu sentido de “contemporá- neos”. Quiero hacerme una idea de quiénes fueron tus “colegas”.
CB: Sí, sin duda, hay una respuesta literaria también.
La antología de Rothemberg Revolution of the Word, publicada en 1974, y que incluye a Riding, Zukofsky, Loy, Gillespie, Oppen, Schwitters, Duchamp, Mac Low, y otros, es un buen mapa de lo que me interesaba. Al mismo tiem- po, durante esos años, leí y releí a H.D., Williams, Stevens, Eliot, Bunting… Sin mencionar a los constructivistas rusos, la poesía visual y concreta, la poesía sonora, la etnopoética, el dadaísmo… para mantener la lista en el si- glo actual, lo cual es ordenado pero engañoso.
Respecto a la “capa intermedia” sobre la que preguntabas, yo conocía desde la preparatoria a Corso y Ginsberg, y había visto a Ginsberg presentar su trabajo en muchas ocasiones. Me gustaba especialmente su grabación de Cantos de inocencia y cantos de experiencia de Blake, que adquirí en mi primer año de universidad y la cual solía cantar todo el tiempo (y aún hoy lo hago). Pero desde mi perspectiva —remontándome nuevamente a principios de los 70— creo que esta obra no me pareció radicalmente moderna en la misma medida en que me lo parecieron, por darte un ejemplo, Pollock o Rauschenberg o Morris Louis o Twombly o Rosenquist o Godard o Cage o Coltrane o Stockhausen, o los poetas en la Revolution of the Word, o incluso Stein o Witt- genstein. Y eso era cierto de Pound también, a quien sólo leí con un mayor interés hasta tiempo después.
Pero en algún momento tuve que bajar la velocidad y reandar mis pasos, y es aquí donde comencé a absorber, de forma importante, a muchos de los poetas reunidos en torno a “La Nueva Poesía Estadounidense”, entre los que estaban Mac Low (a quien fui a ver presentar su poesía innumerables veces en los 70), Ashber y, Eigner, O´Hara, Guest, Schuyler, Spicer, Antin, y Creeley (cuyo ensayo “A Quick Graph”, entre otros ensayos, leí con gran interés). La obra de estos poetas, y particularmente su nuevo y constante trabajo, resulta- ban increíblemente emocionantes para mí, y no meramente como obras ar- tísticas dignas de ser apreciadas. Esas obras me hicieron querer escribir poe- sía y me ofrecieron ejemplos sobre cómo hacerlo. Mis lecturas se vincularon íntimamente con mi escritura.
Aún así, al escribir esto, parece demasiado fácil, demasiado limitado, y mis dudas sobre esta narración salen a flote. Cuando comienzas a escribir, todos los poemas parecen mapas de posibilidades para tu propia escritura, o al menos así lo fue para mí, y el orden y la secuencia se enredan, se hacen irrelevantes, un insulto, incluso. En 1975, no me importaban gran cosa las generaciones y las influencias o el orden en el que leía, y de seguro no sabía qué era importante y qué no, y probablemente pasaba de lo uno a lo otro. En
1995, ahora como profesor, nada más y nada menos, la matriz histórica de la poesía me parece no sólo muy importante sino determinante. Pero en ese caso, las listas son importantes por los nombres que he dejado fuera y que debieron ser mencionados, reconocidos.
Para trazar todo ese teje y maneje había que hacer una revista como
L=A=N=G=U=A=G=E, y eso es lo que hicimos.
LPG: Pero “trazar” implica que la actividad que rodeaba a L=A=N=G=U=A=G=E estaba “fija” de alguna manera. De hecho, probablemente el mayor riesgo para la gente que hoy escribe sobre la escritura de los “Language” es que lo hacen como si hubiera sido existido un grupo restringido de textos. Hay una grabación tuya en la que mencionas que L=A=N=G=U=A=G=E era sólo una parte de varios esfuerzos y que entre ellos se incluyen This, Roof, A Hundred Posters, y Tottel’s. ¿Cuál era la naturaleza de las relaciones entre los poetas involucrados con el proyecto de L=A=N=G=U=A=G=E?
CB: En 1976, cuando Bruce y yo comenzamos a discutir lo que habría de convertirse en L=A=N=G=U=A=G=E, no existía un foro que discutiera sobre las preocupaciones filosóficas, políticas y estéticas que eran centrales para nosotros, si bien había varios poetas y revistas de poesía trabajando en for- mas con las que éramos fuertemente afines. Definitivamente existía una mar- cada hostilidad en los círculos alternativos y “mainstream”, no solamente ha- cia el tipo de poesía con el que estábamos comprometidos sino hacia nuestras poéticas —nuestra insistencia en el valor de los ensayos no expositorios y también nuestro rechazo a las nociones recibidas y consagradas de voz, yo, expresión, sinceridad y representación.
La Cultura del Verso Oficial operaba entonces tal como opera ahora, ne- gando su estrecha ortodoxia estilística bajo el manto de principios poéticos universales e incuestionables. De ahí que tuviéramos el espectáculo de la poesía de conformidad abyecta celebrando su compromiso con la individua- lidad, mientras fracasaba, terriblemente, a la hora de la verdadera expresión individual. La fobia prevaleciente hacia los grupos y hacia el pensamiento crítico nos animó a volver específica y partidista nuestros compromisos opuestos. Si la “individualidad” poética mainstream cultiva un conformismo irreflexivo, las formaciones colectivas podrían ofrecer efectivamente un es- pacio para las conversaciones, así como para la diferencia.
En este contexto, L=A=N=G=U=A=G=E era (y en otras formas y transfor- maciones quizá siga siendo) una continua conV ERSación participativa y permanentemente abierta sobre una serie de principios poéticos y proclivi- dades particulares y partidistas, pero también mutables y provisorias, con- ducidas de una manera descentralizada por varios editores distintamente situados, coordinadores de series de lectura, poetas y lectores: una serie de tendencias poéticas vinculadas e intercambios colaborativos entre un aba- nico de poetas que desearon, por un periodo de tiempo, hacer de este inter- cambio social el sitio primordial para su trabajo. Por “permanentemente abierta” quiero sugerir un contexto en el cual, pese a las preocupaciones formales y estilísticas compartidas, aunque conflictivas, uno no sabe cuál será el resultado. Ninguna regla de participación es establecida. Y aunque podría reiterar aquellas de las preocupaciones específicas que nos galvaniza- ban, el punto de L=A=N=G=U=A=G=E no era definir su propia actividad o prescribir una forma única de poesía, sino más bien insistir en posibilidades particulares para la poesía y las poéticas.
LPG: También me interesa el “quizá siga siendo” de tu respuesta. ¿Cómo ves el proyecto de L=A=N=G=U=A=G=E —o sus permutaciones— proyectadas en el presente? Ciertamente el lugar de tal actividad se modifica; por un lado, gran número de estos poetas ahora aparecen en antologías para la enseñan- za, y por el otro, varios escritores “más jóvenes” ingresando a tal “lugar”.
CB: Con nombres como poesía del lenguaje, escritura del lenguaje, escritura centrada en el lenguaje, o escritura orientada hacia el lenguaje, cristalizán- dose con el paso del tiempo, se pierde fuerza genérica y proyectiva. Hace unos diez años recuerdo haber leído una convocatoria para poesía “del len- guaje” para una nueva revista que decía “¡Tú podrías ser un poeta del lengua- je y no saberlo!” Aquello me parecía acertado, los términos eran lo suficien- temente vagos que había espacio para la proyección. En contraste, cuando en la primavera pasada la New York Times Magazine realizó una gran edición es- pecial de poesía que pretendía trazar un mapa de la poesía contemporánea, cuidadosamente excluyeron de su lista de “Poetas del Lenguaje” a todos y cada uno de los participantes en L=A=N=G=U=A=G=E, un acto execrable y desafortunadamente característico del tipo de desinformación cultural prac- ticada en lugares como el Times.
Con todo, una de las pr uebas de la vitalidad de un ar te es que sea capaz de desestabilizar, y tal parece que esta obra continúa haciéndolo, y yo soy el primero en hacer mía la descripción que se ha hecho sobre mi trabajo como una incoherencia torpemente solipsista sin significado. Sin significa- do alguno.
Lo que significa que la proyección tiene sus consecuencias, y una de ellas es que el reconocimiento (positivo o negativo) que se le da incluso a la pro- yección tiende a dividirse, cosificarse y atomizar el “proyecto”, estilística y generacionalmete. Al mismo tiempo, no hay necesidad de permanecer ca- sado con un grupo de características de 1974 ó 1988, cuando de la misma manera puedes permanecer atento a las condiciones y contextos cambiantes, nuevos nombres y nuevas obras. Pero cuando esto sucede, y es por ello que resulta atractivo, el “lugar” del que hablabas en tu pregunta cambia: pero deseo participar en los lugares emergentes, y replantearme yo mismo. Así que mi actual identificación no es con la obra que toma las mismas posicio- nes que L=A=N=G=U=A=G=E, sino con las obras que siguen éstas y otras cuestiones relacionadas. Me encuentro ahora en extraordinaria compañía de tantas revistas y libros que apenas me doy abasto. Por ejemplo, me parece que el grupo de correo electrónico para la discusión de poéticas, y el Centro Poético Electrónico132, en los que participo, siguen adelante con el trabajo de L=A=N=G=U=A=G=E. El grupo Segue Distributing, y otros de su tipo, y las publicaciones de poesía de Sun & Moon Press y Roof Books, o la serie de lecturas Ear Inn, por ejemplo, siguen floreciendo, en parte gracias a que han dado la bienvenida a nuevos poetas.
Y de mis compañeros de la época de L=A=N=G=U=A=G=E, encuentro menos importante de lo que probablemente es, el asunto de qué contempo- ráneos, qué tan cruciales, siguen siendo nuestros intercambios —no todos, por supuesto, pero muchos y de manera profunda, después de 20 años. Y aun así tengo desconfianza hacia cómo la lealtad de viejos amigos puede formar un círculo cerrado, y he intentado, sin duda torpemente, irregularmente, in- adecuadamente, resistir esa tentación.
LPG: Hablando del presente, me parece no sólo relevante que las ideas aso- ciadas con L=A=N=G=U=A=G=E, y con tus propios libros hayan alcanzado una circulación y autoridad mayor sino que tu propia relación con la poesía al interior de las instituciones ha cambiado dramáticamente. Uno podría decir que tu posición con respecto al sistema se ha desplazado de un polo del espectro al otro: de outsider a insider, de crítico franco a profesor de tiempo completo. ¿Crees que has sido absorbido por las instituciones que habías criticado? ¿Es posible que una voz radical mantenga una provechosa distan- cia crítica, mientras gana su sustento de un aparato institucional primor- dialmente conser vador, y mientras tenga que, por necesidad, dar su apoyo a algunos de los objetivos de la institución patrocinadora?
CB: Hay de absorciones a absorciones. Lo cual quiere decir que no todo es absorbido de la misma manera: la comida de hoy puede ser el sueño enlo- quecidos de esta noche, o la dispepsia de mañana (primo cercano de la dis- prosodia). El punto es no sólo criticar sino también cambiar, y cambiar con. En este sentido, mi poesía es un cuarto para cambiarse, una pequeña pero bien designada cabaña en la playa de la cultura. Con el tiempo, las cosas cambian, lo cual es una de las razones por las que es importante alzar la voz en primer lugar. No obstante, desearía que hubiera más editoriales, más re- señas, más maestros (a todos los niveles) destacando no sólo a los poetas (modernos y contemporáneos) sino también los acercamientos a la escritura sugeridos por poesías sintácticamente innovadoras, visuales e hiper/hipotex- tuales, por medio de ensayos no —y pluri— y cuasi–lineales; y por poéticas auto–reflexivas, conceptuales, programáticas y constructivas.
Siendo un tanto formalista, un formalista social, intento hacer dentro de toda situación lo que no puede ser hecho en ninguna otra. En términos de en- señanza eso significa no enfocarse en la transmisión de información repeti- ble, sino en la creación de un ambiente para el encuentro de, y la reflexión en torno a, obras artísticas; significa ofrecer a los estudiantes el espacio para seguir adelante con proyectos que difícilmente serían realizables en otros lados. Pero también significa encontrar los medios para apoyar a los poetas y la poesía con la que sigo comprometido, reconociendo lo importante que la universidad puede ser, pero con frecuencia no lo es, para el apoyo de tal ac- tividad artística; y también reconociendo que el rol de la universidad no es ser el centro de autoridad sino el lugar que responde, y ayuda, a la actividad poética que se genera, principalmente, lejos de sus instalaciones. Eso signifi- ca hacer lo más posible con cuantos recursos estén disponibles, tal como lo hicimos con el Centro Poético Electrónico y el programa de radio LINEbreak, y de igual forma con la serie de lecturas del Programa de Poéticas, las edito- riales y las revistas. La universidad, como casi todas las grandes burocracias, tiende hacia el estancamiento, siguiendo el camino de la menor resistencia. Sin embargo, basado en mi limitada experiencia, es posible crear pequeños pero profundos espacios de actividad, si tienes motivación y eres tenaz y quizá un poco desquiciado.
No creo que jamás llegue un momento en el que haya que dejar de pro- mover estos espacios, o en el que el partidismo o afirmar un juicio estético deba volverse autocomplaciente. Mi argumento ha estado y continúa estan- do dirigido a las sistemáticas discrepancias de atención hacia diferentes acer- camientos a la poesía y al lenguaje, algo que va más allá del reconocimiento o la posición de cualquier poeta individual. En todo caso, la idea no es reem- plazar una autoridad con otra, mucho menos un estilo con otro, sino mante- ner las puertas girando al son de nuestros sintetizadores caseros de realidad. Con lo cual quiero decir: Keep playing monkey to your own grinder [“Cada chan- go a su mecate”]. Y recuerden: esto no se acaba incluso cuando se acaba.