«César Vallejo y la Bohemia de Trujillo, 100 años después», por Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi

César Vallejo y la Bohemia de Trujillo, 100 años después

 

Hoy, 4 de abril de 2015, se cumplen 100 años de que se tomase la fotografía que acompaña estas líneas. Se trata de la primera imagen conocida de lo que Juan Parra del Riego bautizó la Bohemia de Trujillo en un artículo muy citado, aparecido en el semanario Balnearios el 22 de octubre de 1916. El texto de Parra del Riego, que visitó Trujillo entre 15 y el 27 de septiembre de ese año, se transcribe aquí íntegro por primera vez: hasta la fecha se había reimpreso incompleto a partir de un recorte conservado entre los papeles personales de Antenor Orrego. La imagen y el artículo aquí reproducidos, junto a medio centenar de cartas, libros, fotografías y objetos, constituyen el hilo de conductor de la exposición que el Centro Cultural Inca Garcilaso organizará este año para a celebrar al grupo literario más famoso del Perú.

 

Nota introductoria: Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi

Texto: Juan Parra del Riego

Crédito de la foto: Archivo Alberto Vera La Rosa

 

bohemia
Algunos miembros de la Bohemia de Trujillo en un banquete a Cecilio Cox.
Tomada el 04 de julio de 1915 en la playa de Buenos Aires.
Crédito de la foto: Archivo Alberto Vera La Rosa

 

Banquete ofrecido por Cecilio Cox a los estudiantes de la Universidad Menor de La Libertad el 4 de abril de 1915, en la ramada del señor Porturas, en la playa de Buenos Aires.

César Vallejo, quinto de la izquierda; Federico Esquerre, sexto de la izquierda; Víctor Raúl Haya de la Torre, José Agustín Haya de la Torre y Antenor Orrego, primero, tercero y cuarto de la derecha respectivamente; Óscar Imaña, séptimo de la derecha.

 

 

«LA BOHEMIA» DE TRUJILLO

 

(Para Alfredo Muñoz, que tiene en

Balnearios casa de par en par abierta

para todos los que van «hacia la luz

lejana»; y ha sido siempre entusiasmo

que ha agitado como su valentísima

bandera, un exaltador y un revelador de

la ilusión apolínea en donde quiera que

haya encontrado rosas de la primavera

de Musset, cobres de Hugo y flautas de

Verlaine).   

 

No te sonrías, lector. No es la bohemia que tú crees: la andantesca y lucida bohemia que con el campanilleo de la paradojas de Collini, las risas de Marcelo y los amores de cuento y canción de Rodolfo y Mimí expiró en Francia con el siglo diez y nueve; y que, aún ahora en España —¡tierra, al fin, de Nuestro Señor el Quijote!— ha dado con la vida y los versos de Emilio Carrere un último grito a la luna. Pero no, no es esta bohemia con melenudos de Montmartre, corbatas luengas, ajenjos y amartelamientos fantásticos bajo el divino astro de la congoja palidísima; es otra bohemia, lector, la «bohemia mental» que dice Unamuno si tú quieres. Verás.

Pero antes debo hacerte (¿verdad Hipólito Taine?) esbozo de «el medio».

Trujillo es ciudad ancha y clara. No es como Arequipa la ciudad mágica y pujante del obrero y la campiña de colores; pero es la ciudad que luce como más extendido vivac imperial sus cañaverales y tiene topográfico delineamiento más perfecto en el Perú. Desde el ápice de cada una de sus calles avizórase derechamente el fin, y las veredas parecen hechas con regla. Piénsase en villas de Alemania enfriadoras y geométricas. Fácilmente el turista, en su primer deambular por las calles, advierte el forcejeo luchador de la arquitectura moderna invasora y el calado balconaje de la casona colonial. Y ve junto al patio con anchurosa escalinata el fondo y escudo de armas en el portón que alumbrara, pendiente en su brazo de reja, el candil poético de las antiguas veladas, el edificio de ahora con sus tres pisos de jambas mezquinas agujereado de carcelarias ventanas que hielan el corazón romántico; y, tal vez medro de estéticas sentimentales, como «el progreso» cada vez más en nueva calle, cada vez más en otro barrio triunfan de la vieja lama arquitectónica de la ciudad, sobria y plácida. Pero aún puede reconstruirse y amar la tradición en las iglesias de estilo plateresco, en el palacio obispal, suntuosa mansión con arcos de rancia archivolta en los portales que tanto vieran pasar el séquito católico, deslumbrador y joyante, en las mañanas de misa cantada y sermón luengo; y también en alguna casona vetusta con fastigio de valiente heráldica y en cuyo interior se adivina, aún hoy día, al sexagenario abuelo feudal que no quiere ver la calle por orgullo. Pero Trujillo, ciudad universitaria con Corte Superior y el correspondiente aparato institucional de las capitales, es ciudad melancólica, triste, monótona. Ella dará sensación de pueblo abandonado durante el medio día con sol tremendo. Nadie sale; no pasa nadie por las calles. Solo de rato en rato garabatea el viento un ladrido de perro que la soledad engrandece o percíbese, suave e intermitente, garraspear de roncas palomas en tinglado de alto techo, o perdido canto de gallo alargándose como elástico sonoro por el jirón solitario. Uno vuelve la cara hacia todos los lados y no ve a nadie. El corazón se cierra como un puño. Pero se abre jubiloso y rápido más tarde cuando, al pasar por una ventana, hemos visto unos ojos muy grandes y muy negros que nos han hecho pensar en mujeres de carnes perfumadas y suavísimas.

Mas, aun junto a estos dos aspectos de Trujillo ciudad de tradición y Trujillo ciudad moderna, hay un tercero que es fisonómicamente pintoresco: la provincia. Y la provincia en Trujillo es como en todos los departamentos del Perú: cierto sabor de campo en la ciudad; el salir de pacífico bureo en la tarde y encontrar por el contorno rústico maternal grupo de vacas amigas que sigue campesinita de mejillas frutales; y el ver idílicas y azules humaredas de chacras lejanas. Y en pleno corazón urbano, después, evocadora pared de convento por sobre la que aguaita una copa de chirimoyo cuajada del suave fruto. Y el boticario, el juez, «el caballo del doctor», un señor que fue Subprefecto, el estudiante vargasviliano; inesperado atraso en las modas y, lo más definitivamente típico, el chismecito, el leguleyo, las ambiciones medidas con compás, la envidia que se muerde en los labios, el saludo a medio sombrero, los odios pueriles, las rivalidades estúpidas y el alborotarse del cotarro indignado cuando, audaz talento joven, saja moldes caducos por más original orientación. Ahora, lector, si haces sinopsis de estos tres aspectos que te he procurado diseñar, conocerás el medio en la ciudad de Trujillo.

Y volvamos a nuestra «La Bohemia». Fue dos días después de mi llegada, una tarde, que sentí de pronto en la puerta de mi cuarto de alquiler:

—Tan, tan, tan.

—¿Quién?

—El poeta Parra del Riego? —Me levanté y abriendo:

—Soy yo, señores. Adelante.

—Muchas gracias. Venimos de parte de «La Bohemia» a saludarle. invitándole a que concurra esta noche a la casa del señor Garrido, en la que se han dado cita los demás miembros de esta sociedad en homenaje al poeta que ha llegado.

—Amigos míos, agradecidísimo. Estaré con Ud. puntualmente esta noche, pero… la verdad… la bohemia… y la bohemia en Trujillo…?

Y fue el periodista Garrido quien repuso:

—No queremos adelantarle nada. Usted verá.

Hablamos un poco de mi viaje, de Lima, de libros y se fueron.

Yo me quedé pensando «La Bohemia»… «La Bohemia»… ¡ah, pero no acababa de acordar que en el trayecto Salaverry a Trujillo en el tren un universitario (yo siempre he desconfiado de los universitarios) respondiéndome a una pregunta me dijo: «Sí, en Trujillo son muy pocos los que escriben, y con seriedad solo algunos universitarios. Hay otro grupo pero que no son universitarios. (Yo para mí: ¡qué barbaridad!) Imagínese usted una porción de individuos que han dado en llamarse «La Bohemia» y no son sino unos chiflados. Y no hay más».

Era lo único que sabía de «La Bohemia» y que los afanes de mi instalación me hizo olvidar de pronto. Pero me iba a convencer. No me faltaban sino horas. Esperé. Y por fin, anochecido, fui. Una indicación oportuna me puso en la puerta de la casa que buscaba. Hasta que, después de haber traspuesto los treinta peldaños de una escalerilla larga y sutil como una espada me di, de repente, con la contemplación de una salita elegante como la de una muchacha bajo foco de luz tamizada por leve pantallita verde. Me detuve. Miré.

—El poeta Parra del Riego, —remedaron veinte voces.

—Señores, tanto gusto —Sonrisas. Apretones de manos. Doblamientos vertebrales. Ya éramos todos amigos. Nos sentamos. Y el periodista Garrido habló.

—Ahora le debo explicar a usted lo que es nuestra «La Bohemia». Todos estos señores que ve usted acá, poetas, novelistas, sicólogos, algunos genios (Risas. Comencé a conocer el carácter burlón de Garrido) nos reunimos en esta sala de mi casa los miércoles y sábados para «hacer dos horas de lectura». Naturalmente, vinculados por este eslabón intelectual nos paseamos juntos, de cuando en cuando almorzamos en grupo o hacemos, también en grupo, excursiones a las ruinas Chan-Chan por las tardes o en noche de luna a las playas vecinas. Esta es nuestra terrible bohemia, señor Parra.

Yo confieso que sufrí un conato de decepción; pues a mi fantasía harto acrobática y algo infantil se le ocurrió encontrar el grupo clásico de bohemios a lo Murger, con sus correspondientes Musetas y Mimís. Pero nada, absolutamente nada de extraordinario. Miré todas las caras: eran rostros agradables de muchachos inteligentes; miradas vivaces y algún alborotamiento de cabellos morenos en cabeza romántica. Era todo. Y pensé: ¡Oh, inofensiva, santa, piados, benigna bohemia sin piscos, tazas de café, proclamaciones de genios, discursos estupendos ni manos muy efusivas pero muy sucias! Esta era «otra bohemia». Una apacible y amable bohemia de provincias pero de muy claro linaje si se piensa que ella no es sino la reacción del «batir de alas» y la inquietud psíquica de temperamentos delicados en el medio chato y calculador de la provincia pequeña como un dedal. Para mí, plácenme más estos bohemios ¡que muy bohemios lo son en verdad si por bohemia ellos comprenden el cascabeleante humor, el vivir en ó la lírica [sic]; el juntarse de espíritus empenachados de mental aristocracia para alzar bandera contra la «universidad», el aforismo obeso de Sancho; y, unidos muy unidos, insuflarse de dulce amor a la sabiduría en serenas castálidas de filósofos e inteligente amor a la virtud pero no en latín y sí junto a las rosas, el vino y los bellos versos.

¡Esta era la terrible, la vandálica y deletérea bohemia del universitario del tren! Aquella misma noche los «conocí» a todos. Fuémelos presentando conversación colorida, oportuno apotegma y el inevitable tema literario. Y yo te voy a hablar de ellas, lector limeño, porque sé que nadie te ha dicho del buen abolengo de sus merecimientos y para que no le ocurra tal como a la de Arequipa que, original y robusta, hasta hace poco se te calló; y porque menester es que abras ya los ojos a la cultura de provincias que en Lima no ha sido hasta ahora para ti sino zarandaja de burlón asperje y gatuperio de zarzuela. ¿O es que no te inquieta la tolvanera reconfortante como aire de mar que te viene del Sur en César Rodríguez, Morales, More, Gibson. Hidalgo…? En Trujillo también ha roto molinos de viento el claro lanzón quijotesco. Y tú no sabías nada, nada. Y vivías enamorado de tu campanario con Margaritas Gautier sin ritmo y Condes de Lemos de pega, olvidando al mejor de tus literatos, a aquel melancólico genial de fuerte cabeza y corazón todo ala que es Manuel Beingolea, nacido en tu medio para, con sarcasmo del Destino, solo ser Prometeo encadenado en Cáucaso de bizca indiferencia. ¡Ah!, y todo eso ¿por qué? ¿por quién? Por consagrar con pompa rastacuera de melosos ditirambos en caricaturas de periódicos y noches de Teatro Municipal a no importa qué bululú de la literatura.

Debía empezar ahora con José Eulogio Garrido, director de La Industria, voluntad militante y centro nervioso de los entusiasmos de esta «La Bohemia»; y seguidamente con Antenor Orrego, director de La Reforma, y en cuya mentalidad vuela más alto la abeja pindárica de todos, pero de propósito postérgolos para el último, ya que merecen ambos más dilatado comentario.

Entre los prosistas distínguense primeramente, Santiago R. Vallejo que hace dos años publicó un precioso libro de crónicas y cuentos, Del propio sentir, al que no le regateó elogios el poeta Carrasquilla Mallarino en un periódico de Panamá; y con él, después, Luis Armas que, a pesar de su estilo plebeyo y fofo, ha escrito un brillante ensayo de novela nacional, Tana, admirable por el verismo descriptivo del medio de una de nuestras haciendas del Norte y la observación ágil y exacta de tipos locales. También podemos recordar a Alcides Spelucín que se inicia en el cuento como un triunfador.

Lástima solo que generación tan zebrada de relámpago no haya querido tener mano de pródiga Ceres con los poetas. Ellos solo son dos; pero dos amorosos y trémulos citaristas de verdad: Óscar Imaña y César Vallejo. Poeta de dolor perfumado a lo Verlaine, Imaña canta el buriel de los crepúsculos, la dulzura de los árboles por la noche y la luna, barca de cristal con velas de plata junto a las islas románticas de las nubes; o, aúscupa enfermizo a veces, se disecciona el corazón junto al rosal de seda en la hora del ruiseñor shakespeariano. Vallejo, más hondo que él y con más inquieta cerebración y anchura en el miraje, es paisajista sentimental y sugeridor. Casi por todos sus versos se nota el paso de aquel poeta que tenía vestida de ave del paraíso la emoción, de Julio Herrera y Reissig. Pero yo creo que se le puede poner en la frente una violeta de aquellas que con hojas de hiedra coronaban a Alcibíades, cuando comparaba el discurso de Sócrates a la flauta del sátiro Marsyas, ebrio de fervor y de vino en aquel divino banquete platónico, al que fue preciosista de este verso: «¿un nido azul de alondras que mueren al nacer!».

Con José Eulogio Garrido sucede el caso del hombre con más talento que el autor. Mal le conoce quien le juzga por sus crónicas y artículos de periódico. Ellos sabrán encordar mordicante ironía de Queiroz con nervioso estilo de Azorín; ellos jamás incurrirán en el villano lugar común y serán prosa de alígera salacidad, pero hay que estar junto al hombre; oírle hablar, verlo vivir, respirar su atmósfera mental en la plenitud dinámica de su vida para poder descubrir el definitivo matiz fisonómico de ella. Para el que le observa, Garrido será el incorregible socarrón de las antiguas novelas picarescas pasado por novelas de Eça de Queiroz. Él hablará mascando la sonrisa junto a cada calembourg, como buen irónico. Su talento será el talento de la oportunidad en las frases que queman y terminen en punta como los alfileres, Y su burla, broma que irá zigzagueante como cohetecillo de colores a estallar junto al «naricísimo» de Quevedo o cabe un buen humor gargantuesco en vivas luces de sutil ingenio. Él prenderá con limpia voz de sochantre sartas de aquellos adjetivos que causan las invencibles hilaridades. Pero mal le conocerá también quien le juzgue solo por semejantes apariencias. Este señor Garrido es proteico. Pero él, incisivo, tornátil, perverso, sabrá poner ramo de flores en la mano del amigo que se va; y él, pirrónico, sarcástico, con sensibilidad cuasi femínea acariciará al pasar la cara dulce y sucia de alguno de esos muchachos —pájaros del camino— o tornárase de pronto recogido y pensador ante el crepúsculo del regreso de un paseo, y sentimental, fraternal y cordial en la playa con noche de luna; para hacernos pensar que no es siempre para él la vida «El mundo de por dentro» y que puede el señor De la Torre Abad ser pantagruélico en las Jácaras, madrigalesco en las Letrillas líricas, filósofo en El sueño de las calaveras y místico en El Buscón.

Solo me resta hablar ahora de Antenor Orrego. Antenor Orrego tiene 24 años y es pálido y bajito como nuestro José María Eguren. Silencioso, apático, tímido, fácilmente se le olvida después de la presentación. Nunca habla este señor Orrego. En las charlas de grupo solo se lo verá aprobar con movimientos de cabeza, abierta en la cara su sonrisa de bueno. Siéntese al lado de él la poesía simple y suave de la provincia. Los que no le conocen sino someramente pueden pensar: «—Qué simpática persona es el señor Orrego, no?». Y nada más. Pero algún día en el mostrador de un hotel o en la espera de una peluquería, hemos cogido al azar un periódico en el que, inesperadamente, un artículo, una crónica o un cuento nos ha magnetizado los ojos, y nos ha hecho exclamar, después: ¿quién ha escrito esto? —Antenor Orrego, se nos habrá dicho. —¡Antenor Orrego! Pero si es imposible. Yo conozco a este señor. No puede ser. Mas, pronto la realidad nos castigará la mala costumbre de creen en los talentos que se confiesan por las calles y levantan cátedra de oratoria en mesas de café.

¡Ah, señor Orrego, que sois en esta época de civilización dictatorial raro y bello paradigma de la modestia que aconsejaba Sócrates para las linajudas calidades del espíritu! ¡Ah, escritor amigo, que hacéis cuentos lindos, crónicas que son comentarios sentimentales de la vida y apólogos de poetas con pluma elegantísima, corazón de cristal y filosofía de Cuyau, no vengáis a Lima! ¡No vengáis a Lima señor Orrego, que sois tan silencioso, tan apacible, tan Francis Jammes, Mal espera a los poetas de verdad hoy día la metrópoli donde flameó el gonfalón de Pizarro. Pasó con sus amores de reja, sus galanterías de minué y sus personajes de cuadros de Merino la Colonia: con ruido de cazoletas y el abanico de oro de los fogonazos, la época de la revolución después. Lima es ahora ciudad obesa y de cantidad; gran mostrador de tienda elegante en el que se cotizan valores morales y tras el que son tenedores de pícaros libros, mide-laudatorias y envuelve-madrigales, políticos escritores y poetas. Caso aislado de Vida de Licurge en Manuel González Prada entre los de su generación; y de recogimiento estudioso y labor fecunda y bella en Silvestre Vasombrío y Manuel Beltroy entre los escritores y portaliras del último momento literario, la intelectualidad limeña es de sonaja y relumbrón hoy día. Ella será grupo que se huele y se muerde en quicios de dulcería y estrados de cinema. Ella será jovencitos que se saludan con fastidio en la calle de Mercaderes cuando no hinchados de follonía como el melón de la punzante Sátira, si con la insufrible pose de «D’Annunzio»; pero ninguno con la más infinitésima parcela intelectual de este magnate de la inteligencia.

¡Sí, señor Orrego, que habéis escrito un estudio delicioso y hondo sobre el poeta Mistral, no vengáis a Lima! Quedaos en vuestra provincia, recogiendo en vuestros ojos tan serenos «la humilde soledad verde y sonora de los campos». Y ya que no habéis nacido sino para las frases bellas y los ritmos melódicos, seguid con vuestra vida de antiguo frailecito que se pasa meses de meses, días de días, miniando mayúsculas de misal en ese cuarto lleno de libros que desde la madrugada teníais con las ventanas abiertas al buen sol y a las cigarras del jardín; y por el que os paseabais nervioso, hablando alto, en las mañanas de inspiración. ¡Sí, escritor amigo, no vengáis a Lima, ya que por vuestro talento y el resplandor de verso de Virgilio que os nimba el corazón, seréis más tarde para el espíritu de los que os lean, benéfico y amoroso como esos domingos provincianos que alegra el tamborileo rural.

Lima — 1916.

 

 

 

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