Por Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi*
Crédito de la foto (de izq. a der.) César Vallejo,
Juan José Lora y Felipe Rotalde. Archivo de los autores
César Vallejo, Trilce y el dadaísmo
El artículo que reproducimos a continuación se publicó en la Página Literaria del diario La Crónica hace 100 años (foto 1). Fue rescatado del olvido en 1980 por Willy F. Pinto Gamboa, quien hizo referencia a él al dar a conocer las primeras versiones de Trilce XII, XXXII y XLIV que lo acompañaban (Perú Folk, no. 5, 18 de abril de 1980). El artículo mismo no fue reimpreso hasta 1997, cuando se incluyó en el apéndice documental del tomo II de la Poesía completa de Vallejo (edición de Ricardo Silva-Santisteban, Lima, PUCP). El texto se reproduce completo aquí por primera vez, pues incluimos los poemas de Felipe Rotalde que no se habían reimpreso con anterioridad.
La recuperación tardía de este artículo, cuyo contexto de producción y recepción apenas ha sido investigado hasta la fecha, lo ha dejado fuera de la discusión académica sobre la cronología de la composición de Trilce y su filiación vanguardista durante sus tres decenios fundacionales (1949-1979), lo que ha tenido importantes consecuencias a las que uno de nosotros ha dedicado su tesis doctoral. A la espera de que esta se publique, dejamos anotados a continuación algunos datos que arrojan luz sobre los personajes vinculados al artículo, con la esperanza de que sirvan para reinterpretarlo y que desencadenen nuevos hallazgos sobre un momento clave en la biografía intelectual de César Vallejo.
El autor del texto, Juan José Lora (Chiclayo, 1902 – Lima, 1961) fue uno de los amigos más íntimos de Vallejo durante la última estancia de este en Lima. Fue hijo de Juan de Dios Lora y Cordero, director del Colegio Nacional San Juan de Trujillo y jefe de Vallejo en 1916 y 1917. Juan José publicó poemas en 1918 en el periódico La Libertad de esa ciudad en la que frecuento a Francisco Sandóval, Juan Espejo Asturrizaga y Carlos Manuel Cox, entre otros. Tras una estadía en Lima en 1920, donde estudió Letras y trabajó para La Crónica, regresó a Trujillo para cubrir las fiestas de la Independencia para ese periódico. Fue apresado el 10 de enero de 1921, a causa de sus protestas ante la violencia con que el Subprefecto Goyburu reaccionó ante un discurso pronunciado por la filántropa Nina de Flores en un mitin, convocado “con el objeto de protestar de ciertos incidentes ocurridos en Casa Grande” (“El mitin de anoche”, La Industria, 11 de enero de 1921, p. 1). Lora coincidió con Vallejo algunas horas en la cárcel de Trujillo, donde permanecía desde el 6 de noviembre del año anterior, acusado por los sucesos de Santiago de Chuco. Posteriormente, a fines de febrero de 1921, Lora asistió, según Juan Espejo Asturrizaga, a la comida organizada con motivo de la liberación de Vallejo de la cárcel (César Vallejo: itinerario del hombre, Lima, Mejía Baca, 1965, p. 104).
Lora viajó a Lima el 22 de marzo de 1921, acompañado de Carlos Espejo Asturrizaga y del pintor Víctor Morey, autor del retrato y la tipografía que figuran en la cubierta de Trilce (1922) (foto 2). Morey, estudiante en la Facultad de Letras de San Marcos, expuso algunos cuadros en el local de La Reforma en enero de 1921. Una reseña de esta exhibición, firmada por AROL (anagrama de Lora), apareció el 2 de febrero en La Reforma. A su regreso a Lima, Vallejo parece haber estrechado sus lazos de amistad con el joven poeta chiclayano. El propio Vallejo lo incluye como uno de los “mozos de rebeldía” de la poesía peruana reciente en “Literatura peruana: la última generación” (L’Amérique Latine, no. 55. París, 20 de enero de 1924, p. 1) y lo recuerda entre los amigos que frecuentaba durante su última estancia en Lima (en carta a Manuel Vázquez Díaz del 26 de abril de 1926). Existen testimonios sobre la vida bohemia que llevaba Lora en la capital, diseminados en escritos memorialísticos de Luis Alberto Sánchez, quien dice haber trabajado con él en la Biblioteca Nacional del Perú. En ellos se mencionan de manera recurrente las visitas a los fumaderos de opio del barrio chino. Como ha señalado Willy F. Pinto Gamboa (César Vallejo: en torno a España, Lima, Cibeles, 1981, p. 37, n. 10), es posible que Lora haya inspirado el personaje del cuento de Vallejo “Cera”, aquel que guía al narrador “por entre los taciturnos dédalos de la conocida mansión amarilla de la calle de Hoyos, donde se dan numerosos fumaderos”. Una alusión velada a Lora y a su íntima relación con Vallejo la encontramos en un texto polémico, “El atraso de César Vallejo”, publicado en la revista Guerrilla (no. 4, mayo de 1927), donde el poeta Serafín Delmar afirmaba que Vallejo era “totalmente desconocido en américa” y apostillaba: “en el perú tiene una estimación relativa, si apenas tiene el aplauso de la claque toxicómana”). Finalmente, Lora aparece mencionado en una críptica nota incluida en los apuntes de Vallejo sobre teatro, y que Georgette de Vallejo data a finales de los años 30: “Personaje (Lora): de pureza absoluta: decir a quien va a asesinarle. Ser novio para siempre. (Trilce.)”.
Es poco lo que conocemos de la obra poética de Juan José Lora publicada antes de junio de 1921. No obstante, los textos a nuestro alcance son de una factura inequívocamente postmodernista. El interés por las vanguardias solo se manifiesta ocasionalmente en algunas de las composiciones posteriores, recogidas en Diánidas (1925), libro de poemas en el que sus contemporáneos vieron la influencia del autor de Trilce (foto 3). Al respecto, comentaba Luis Berninsone, sin duda conocedor del vínculo amical que existía entre ambos: “Su musa es hermana de la de Vallejo” (Mundial, no. 249, Lima, 13 de marzo de 1925), mientras que Carlos Oquendo de Amat lo describe como “bohemio, poeta maravillosamente sabio en la manera, dice bellos versos de dario, chocano, vallejo, guillermo de torre, y a veces definitivos del mismo” (“Nueva crítica literaria”, rascacielos (ex-hangar), no. 3, Lima, noviembre de 1926). En una entrevista con Armando Bazán, Lora dice no recibir cartas de Vallejo hace mucho tiempo (“Con Juan José Lora”, Libros y Revistas, no. 2, Lima, marzo y abril de 1926, pp. 1-2), y Vallejo se queja, en la carta ya citada a Vázquez Díaz de que él, como otros amigos comunes, no ha contestado sus misivas. El tímido vanguardismo de Diánidas se vuelve más audaz en las contribuciones de Lora publicadas en las revistas Poliedro (1926) y Jarana (1927), donde también practicó la prosa, y en su poemario mimeografiado de 60 ejemplares, Lydia, impreso en Trujillo en 1929 y rescatado por Mirko Lauer (Vanguardistas: una miscelánea en torno de los años 20 peruanos, Lima, PUCP, 2012, pp. 139-144).
Por otra parte, la relación entre Vallejo y el poeta y periodista Felipe Rotalde (Lima, 1894-?) está menos documentada. En 1926, al participar en una encuesta promovida por la revista Perricholi (no. 10, 25 de febrero de 1926, p. 7), Rotalde afirmó que tenía “en César Vallejo la fe más profunda. Es un representante formidable de la raza de hoy, un caso genial de indio profundo y luminoso. Estoy seguro de que vendrá de París a alumbrar nuevos senderos con luminosidades nunca vistas”. En un artículo tardío, Rotalde —que según su testimonio comenzó a trabajar en La Crónica en 1915— dice haber conocido a Vallejo en Lima hacia 1918, en el restaurante de Salardi, donde solían departir los periodistas limeños (“Vallejo y su estela funeraria”, Maris Aestus, no. 1, julio de 1962, pp. 52- 54). Por su parte, Vallejo lo menciona, como dramaturgo, en el artículo ya citado “Literatura peruana: la última generación”. Rotalde había estrenado en abril de 1921 “Los últimos reflejos”, un “juguete teatral”, según descripción Lora que quizá Vallejo haya visto en escena. Existe más información sobre la amistad entre Vallejo y quien en 1922 sería la esposa de Rotalde, la escritora Ángela Ramos. Esta relación ha sido evocada recientemente por Ana María Malachowski Rebagliati en Vallejo and Company. Cabe añadir que Ramos fue directora de la revista Bohemia, cuyo único número dio a conocer la versión primigenia de Trilce II, acompañada de una nota en que se informaba sobre los planes de una gira artística de Vallejo por el sur del Perú, que no llegó a materializarse y sobre la que hemos escrito anteriormente.
A diferencia de Vallejo y Lora, Felipe Rotalde no hizo, que sepamos, ninguna otra incursión vanguardista. En la revista Variedades (no. 719, 10 de diciembre de 1921) apareció su largo poema escrito en versos alejandrinos, “La risa del volcán”, de temática postmodernista. De similar factura son todos los que publicó durante los años precedentes y siguientes de los que tenemos noticia (foto 4). El primero de ellos es “La trágica” (Variedades, no. 449, 7 de octubre de 1916); el último que conocemos es “Palabras, palabras!” (La Crónica el 3 de abril de 1922). Antes de la aparición del “Dadaísmo: sus representantes en el Perú” se habían publicado dos poemas suyos, “Luces opacas” y “Siempre tú”, escritos a la manera de Valle-Inclán (Hogar, no. 57, 11 de febrero de 1921). Hasta donde alcanzamos, Felipe Rotalde nunca llegó a publicar un libro de versos.
Aunque es mucho lo que resta por aclarar sobre la relación de Vallejo con Lora y con Rotalde, estas breves notas nos permiten interpretar, en términos diferentes a los habituales, la posible implicación del primero en “El dadaísmo. Sus representantes en el Perú”, descartar algunas hipótesis que han tenido cierta fortuna y arrojar nueva luz sobre algunos de los retos interpretativos que plantea el texto. Entre estos últimos el que ha sido más discutido es el hecho de que las tres primeras versiones de Trilce aparezcan aquí reproducidas como un único texto, sin que exista una diagramación que ponga de relieve que se trata de composiciones independientes. Existen, sin embargo, otros no menos significativos, como el valor que podemos atribuir al testimonio de Juan José Lora, cuando afirma que estos “versos de Vallejo” pertenecen a un futuro libro de poemas titulado Escalas y cuando considera al poeta de Santiago de Chuco “el iniciador en América” del dadaísmo por el “intento de liberación rítmica, de concentración emocional, de sugerencia sensacional inmediata, de expresión íntima” perceptible en Los heraldos negros. Esta última afirmación, escasamente comentada, lejos de ser un error inadvertido —las palabras de Lora no dejan duda de que sabía que semejante aseveración iba a ser puesta en cuestión— revela un esfuerzo de su parte por diferenciar el dadaísmo ad hoc de Rotalde, quien ha sufrido una transformación radical “ha pocas lunas”, frente al de Vallejo, que sería consecuente con las búsquedas de la liberación poética ya patentes en Los heraldos negros. Tras ese gesto se oculta, a nuestro juicio, lo que parece haber sido una preocupación de Vallejo porque no se percibiese un hiato demasiado severo entre su primer libro y el que estaba componiendo.
No deja de resultarnos significativo que esta misma idea de que Vallejo haya iniciado el dadaísmo en América por sus raros fundamentos estéticos aparezca mencionada, en estos términos, por Armando Maribona en una peculiar entrevista que rescatamos del olvido hace años. Es difícil imaginar quién, si no el propio Vallejo o alguien muy cercano a él, pudo haber contado al periodista y caricaturista cubano tal cosa. Esto mismo sucede cuando se estudia la significativa historia de la reseña de Pierre Legarde, “Trilce ou le dadaïsme au Perou”, escrita con motivo de la segunda edición de Trilce y de la que nos hemos ocupado anteriormente (César Vallejo en Madrid en 1931, Madrid, Del Centro Editores).
Teniendo en cuenta este marco de referencia, creemos que “El dadaísmo. Sus representantes en el Perú” puede interpretarse como parte de un plan, vinculado al proyecto de la gira artística y al interés de Vallejo por “las últimas corrientes estéticas que después de la gran guerra se disputan el dominio del arte contemporáneo en el mundo”.
Finalmente, en cuanto a la recepción del artículo, incluimos tras nuestra transcripción un texto del poeta Domingo Martínez Luján (1871-1933) que apareció dos días después en el mismo diario. Lo incluimos no solamente por ser un texto desconocido hasta ahora, sino porque es una buena muestra del tipo de crítica que recibió la poesía “de avanzada” en la década de 1920.
EL DADAÍSMO.
Sus representantes en el Perú
Rubén Darío en la lírica hispanoamericana, secundando el gesto del inmenso orfeoérida francés Verlaine, destruye la conformación apacible del arte parnasiano imperante, dando soltura expresiva y novedad musical al verso, en un grado sugestivo y moderado, por muchos incomprendido, y por tantos denigrado. Esta semilla de inquietud artística, la sembró Rubén en una generación de jóvenes rebeldes, único campo digno de su captación germinadora y productora; la sembró de espalda a todo interés mezquino, con amor de profeta, con fe de apóstol; en guerra abierta a los vientos engreídos con la caricia monótona del paisaje libre, por árido; sobre la incredulidad roquera de los conservadores; por sobre el sahara mental de la incomprensión; ante la boquiabierta estupefacción de los normalistas cuadriculados, amanuenses y fieles de los ministros de retórica, los académicos. Aquel grano fecundo, cuyo beneficio debía ser incalculable, en humanos troncos latinos acaba de dar su flor esencial y capital, su próvido racimo de frutos múltiples, desbordable de jugos vitálicos.
La fuerza creadora, las energías primantes del universo, que llevan toda obra, toda manifestación de realidad, a su fraguación directa, hacia su fórmula más sencilla y sutil, a su personalización máxima, y cuya preparación es hecha por más altos acaparadores de ella; la fuerza que lleva a la ciencia camino a la condensación efectual, a la simplicidad del análisis, a la unificación virtuosa de las tendencias afines de seres y cosas, de propiedades y cualidades; aquella fuerza que apunta en la investigación sabia para el concretamiento sustancial, que se señala Progreso en la ciencia, y en el arte: Civilización; esa fuerza es la fecundatriz de la evolución del arte que vamos a tratar.
Un palacio puede resultar una cárcel, si dentro de él se estipula a los huéspedes un organismo genésico invulnerable. Esto fue. A cárcel convirtieron el palacio del arte poético, el baño académico, con la institución de reglamentos rítmicos, amasados por el sentido melódico común, por su lógica convencional y miope.
Mucho tiempo pasó para que dentro del ambiente artístico se oyera una protesta rotunda, paralela a una acción demostrativa del absurdo. En Francia fue Paul Verlaine y en América Rubén Darío los que dieron la lección. Darío, con sólo su esfuerzo abrió en esa cárcel una ventana, ofreciendo la perspectiva hermosa de un exótico jardín. Había abierto su ventana, como si dijéramos su alma, que daba a su jardín, raro jardín cultivado por manos extranjeras, evidentemente. Todos los que entraron aquel palacio, tuvieron, como era natural, de gustar la observancia del paisaje que enmarcaba la ventana del poeta nicaragüense. Pero al fin la monotonía se impuso y aquel encanto quedó rendido. Una dulce angustia, una suspiración quedó latente en las almas nuevas, por la necesidad de nuevos aspectos elevados de gracia real, que se ofreciesen total y cercanamente.
Es entonces que salvando el hastío crítico que invadió, en medio de tristes desviaciones estéticas que relieva una exposición pesimista del arte, después de la guerra europea, en los círculos intelectuales franceses de un apreciable renombre: cuando surge una unión conjuntiva, una resurrección. Brotan a la vez todos los gérmenes sanos de audacia rítmica y se ven abiertas de par en par las graves puertas de la retórica, después de los gritos discordantes de sus soportes oxidados. Al quedar libres cada uno abre su sendero, al avanzar; sólo van unidos por una radiosa alegría, igual que colegiales al abandonar la severidad de los claustros, rumbo al hogar guardador del puro secreto de su afán de amor y complacencia. Y es recién que se revela cada uno como es rítmicamente personal cuando dice su vida, su alma, su secreto, su canto, con su vida, su alma, su secreto y su canto; su universo oculto, el reflejo íntimo, original, que recoge de la naturaleza, busca para aflorar el medio exacto en el verbo propio.
Aquella gran puerta liberadora, abierta de par en par, en la que era la triste cárcel estética, representa el ideal revolucionario satisfecho en su profunda y alta amplitud al que alguien, en el afán ineludible a denominar, lo ha definido con: Dadaísmo. Aquella denominación no la encuentro conveniente ni justa. Si se trata de una señal simbólica, como preténdese ya que el significado de esta palabra se ignora, resulta demasiado pobre para aquello que trata de centrar una rotunda concretación de las aspiraciones más grandes de los nuevos líridas. La reacción que entraña, el salto sobre el ruberianismo que significa, el eje de particularización de valores, la espontaneidad y precisión de la forma que fija la emoción natural que él encarna, nada de ello sugiere el título que se le ha acarreado.
Dadá no significa nada; no simboliza nada; tendremos que cambiar de nombre a esta aérea eclosión de ímpetus de libertad, pura y juvenil; será mañana; hoy, tendremos que sujetarnos a ese capricho tan poco, tan nada lírico y extravagante hasta no más.
Dadá no es una escuela; es la conjunción de todas las que se caracterizan por la manifestación de la unidad libre en la forma y el fondo poético de la producción. Se dijera que es la gran escuela de la poesía al aire libre: la capaz de prestar neto oxígeno emocional y que no tiene otro curso que su local enorme, cuyo techo es el dueño de la palabra maravillosa de la luz, madre del color, el sonido, la línea: el alma de la naturaleza. Podría decirse que Dadá destruye todas las escuelas, todas las sectas poéticas; pero, desgraciadamente, no se podrá impedir que algunos den en la imitación lamentable de las composiciones originales de los discípulos legales y facultados.
No ha de faltar quien ante la proclamación victoriosa de esta gesta redentora del verso, tenga la expresión triste y odiosa de una calavera. La mediocridad intransigente tenderá su red de calumnia e intriga, cuando se dé a luz aquí, en breve, la[s] primeras afirmaciones del estupendo suceso que comentamos. Pero, ¡no importa! El vino de estas energías lo gustarán, cuando celebren sus nobles fiestas almáticas, las generaciones que avanzan en el corazón de una alba de justicia, que hoy deja oír, leve, diáfana y lejanamente, la fanfarria glorial de su anunciación.
La naturalidad, la expontaneidad del nuevo verso ha de dar a suponer que se tienda a la [p]rimitivización de él, lo cual, si se examina, está muy lejos de ser verdad. La paganía que este luce en su forma, lleva toda la conciencia musical y expresiva, de que debió, indudablemente, estar huérfana la versificación inicial. El verso de hoy apunta la vanguardia de las fuerzas consientes totales y su futuro armónico. Así tenía que aparecer el verso, y, así lo tenemos hoy en virtud de esta revolución artística del Dadaísmo. Como todo medio de relación, de comunicación, por ser él el más sutil, el más bello, el más eterno, tenía que progresar, como los demás, constituidos de materia, bajo el dominio razonado de las actividades enérgicas del Genio.
La ciencia guarda con el arte, en su evolución, cierto grado notable de relatividad en sus fenómenos, en sus principios y en sus fines, en sus causas y efectos. El dinamismo orgánico mantiene un inequívoco paralelismo con el esencial. Se ha notado hábiles secundaciones de las materias en las transformaciones espirituales. El arte poético —conste que no me refería al arte literario por no creer en su existencia— tiene un factor de creación que no supera otro alguno de los artes, y con la ciencia física observa por las manifestaciones rítmicas e imponderables de ésta, una comunidad estrecha de fines y principios que en el desarrollo equilibrado de las funciones elementales de la vida, es el que marca el producto cultural, el temple de cohesión armónica de la vida sociedaditiva.
El verso hasta la obtención de su actual y definitiva personalidad, hasta ser él, ha demostrado necesariamente, en su evolución, la etapa trasformativas y de superación que los medios materiales de relación. Así en su aparición, el verso demostraría la misma rudeza eufónica —juzgando, por supuesto, desde la altura de nuestra sensibilidad— que el discorde rodar de una carreta. El elemento de carga, en este caso la idea emocional, tenía que sufrir, hasta llegar a su destino un grave deterioro a causa de la trepidación de la tracción, la estrechez del lenguaje poético. Luego debió entrar en el período en que se preocuparon de la perfección de sus elementos. Es entonces que se descubre la orquestación verbal; la fuerza unificadora de las emociones que forma el poema; la medida melódica, inflexible, definida. Y el verso cobra el aspecto de una locomotora, más, de un tren, que va por el camino fijo haciendo inevitables estaciones. El verso se torna enérgico, su potencia de efectismo crece; la tracción de la carreta ha sido superitada por la fuerza motriz del vapor. Es aquí que llega Rubén Darío y el verso deja de ser tren y se trasforma en un medio de comunicación más libre. Además de su libertad que no faculta para romper la monotonía del camino, cobra agilidad, brillo, limpidez emocional hasta cierto límite halagador. El verso ahora es un auto, un avión. La emoción se trasmite más pura, se acerca más a su forma natural, verídica. Por último llega a la altura de la radiotelegrafía. Su transmisión tiene toda la amplitud manifestativa del creador, el verso se hace personal, plenamente. El ritmo personalízase, y reproduce el grado más inefable, la emoción estética se escapa en la más audaz ala rítmica. Un rayo de luz fulmina la falsedad de las normas retóricas que aún prevalecían.
Con la aparición de esta faz del versolibrismo, tan difícil de llevar a buena práctica, para el que no tiene lista del verso; tendrá que amenguar la abominable plaga de la mediocridad versificadora, y nuestra cultura se ha de ver sorprendida por cuántas nuevas formas de belleza.
Entre los principales problemas que el Dadaísmo presenta está la reflexión justa y el timbre exacto que el poeta, al plasmar su emoción, desea lograr de una manera directa y precisa, a lo que obstaculiza primero: la representación esencial de las palabras en el significado, más que objetivo, subjetivo, representación que se agrava cuando se simboliza. La segunda dificultad es la notoria deficiencia de reconcentración y personalización de la gravedad del silencio rítmico encarnada en los convencionales signos de puntuación, incapaces de estar matemáticamente unidos, afines, con el tono intencional y sensacional de la palabra del artista. Creo que con la eliminación del segundo obstáculo quedaría salvada la parte más grave del asunto. Los poetas que aspiran a la “sección de oro” de Apollinaire, creacionistas, cubistas, impresionistas y en síntesis: dadaístas, piensan, según se puede constatar con una lectura de sus producciones, de una manera totalmente opuesta a la mía, llevando a la práctica una espeluznante desconsideración estética. Los citados orfeoéridas han hecho una radical supresión de los signos de puntuación. Uno que otro ha salvado de esta hecatombe de terminología elemental, al que a mí se me antoja el signo lírico: el almirante. Dada la arbitrariedad de esta medida, su desaparición no está lejos. En algunos dadás ella podía tener la relativa disculpación de la estructura de los versos, que no son más que oraciones simples, en horfandad de trenes adjetivatorios que reclaman la coma seudoespaciosa.
Lejos de la extirpación de los signos puntuativos, estoy porque se reforme algo, dando ampliación a su uso. Creo que se debe complementar el manejo del idioma, de la[s] palabras, con el artístico de la puntuación. Cada signo debe representar para el creador un valioso factor en la graduación cada vez más sutil de la melodía expresiva de la obra. Pronto veremos surgir alguna maravillosa combinación puntuativa que aclare, refuerce, e instantaneice el efecto justo del verso.
En fin, hasta hoy, el problema inquietante de la puntuación estética pura, permanece oculto. En él parece estar la clave de triunfo. Esperamos.
Entre los poetas dadaístas españoles aún no se conoce alguno que abarque en su obra todas las proyecciones que el movimiento “Dadá” tenía que generar. Ellos no tienen nada definido, no representan más que un ensayo, una preocupación fuerte, honda. En Francia la inquietud es más poderosa; se notan la fuerza de algunas revelaciones, pero no se ha presentado, igual que aquí, algo concreto, absoluto.
Las aspiraciones artísticas encarnadas en Dadá, no tienen nada de nuevo, relativamente. La novedad que existe, es el esfuerzo creador que se siente latir sobre ellas. ¡A cuántos artistas del verso, hoy desaparecidos, les preocupó el problema que hoy se ha resuelto: el versolibrismo perfecto, verdaderamente verso, y amplia libertad espontánea!; recoger la esencia emotiva, resumir la fuerza expresiva y bella dentro de la visión de su forma imprevista. Algunos se alarmaron, viendo en ello solamente la procuración absurda de la falta de armonía en el lenguaje poético. Es todo lo contrario. No es que se extirpa la música del verso cuando una refinada sensibilidad fónica boera [sic] la gravedad matemática del acento, independizando a las palabras con la adjudicación de un tono armónico, original, procurándoles de este modo vida, alma, cuerpo, existencia: Ser. Así, el verso deja de ser una sonata en un tono inflexible, con tantos números de compases definidos, y llegar a efectuarse en un arpegio libre, dueño de toda las cromáticas, sobre compás infinito eterno: no es que los factores rítmicos desaparezcan, es que se condensan para formar lo que llamarse puede: el Ritmo Sustantivo del creador.
Rubén Darío estaba en la verdad cuando aseguró la doble posesión rítmica de la palabra. Es evidente que en ellas viaja una música interna y otra externa, una que les da forma y otra que les expresa, una que es su causa y otra que es su efecto, una que da su sensación y eufónica y otra que da su emoción sinfónica. Pues bien, el verso libre, generado por el ritmo sustantivo que hemos aludido, nace de la relación armónica de estas dos esenciales modalidades rítmicas de la palabra. Esta relación armónica es demasiado sutil y demasiado compleja, dentro de su aparente fraguación irregular, puesto que lo que podemos llamar las materias componentes guardan su independencia manifestativa en la totalidad refleja de la relación. Esto viene a tener algo algo [sic] de paradójico: es como la suma de las cualidades de elementos, unos heterogéneos (las palabras), y que personifica las sustancia poética del pensamiento, su intensidad vital verdadera, marcando la tendencia depuradora del arte nuevo, susceptible por su delicadeza de fines y principios, a que la normalidad apreciativa y productora de la poesía le dé las más falsas y absurdas interpretaciones.
——
Con inmenso orgullo voy a exponer algunos juicios sobre la labor desconocida de algunos de nuestros jóvenes poetas, que por sus altos y positivos méritos no tardarán en imponerse —¡indudablemente que aquí, donde tanta falta hay de mentalidades comprensivas y de corazones no ha de ser!— Estos orfeoéridas se llaman César A. Vallejo y Felipe Rotalde. Al primero lo considero yo como el iniciador en América del suceso poético que venimos tratando. No ha de faltar, aun dentro de los mismos que simpatizan con Dadá quien sonría incrédula y despectivamente de la presente aseveración. Para llegar al convencimiento de mis palabras hay que lograr un elevado plano de sensibilidad, y leer con detención la obra que hace tres años dio a la publicidad Vallejo, con el título de “Los Heraldos Negros”. En ella está marcado, con agudo relieve, el intento de liberación rítmica, de concentración emocional, de sugerencia sensacional inmediata, de expresión íntima, que es la acordación total y fundamental de Dadá, el porvenir magnífico del nuevo verso.
Las primeras composiciones que revelaron la firmeza pujante del temperamento poético de Vallejo, y que lo consagraron definitivamente ante todo el que tuvo suficiente capacidad para apreciarlo, fueron publicado[s] por primeros meses del año 1916, en los diarios de Trujillo, aquella ciudad del norte que pronto habrá de sorprendernos con la anunciación de la madurez de sus factores mentales, de la más elevada categoría cultural. Dos años después el poeta llegó a Lima y le editaron su libro, que salió a dar lustre al ambiente artístico cada vez más corrompido de la capital. Los “Heraldos Negros” no fue posible que se le aquilatara en todo su potente valor; aquel libro, por sincero, por audaz y extraño, cayó en una inadvertencia general de las más negras. Ninguno le encontró nada de bueno, nadie fue capaz de comprenderlo. En 1919, Vallejo emprendió viaje a su ciudad natal, un pueblo de la cordillera de Trujillo en el que ha poco tiempo, víctima de la calumnia de un juez criminal, enemigo secular de su familia, cayó en la prisión. Entonces la juventud de Trujillo, sólo ella, y esto hay que recalcarlo para cumplir con un deber de justicia, fue la única que, preocupada por la suerte del poeta, hizo un llamamiento a las demás juventudes de los departamentos para procurarle libertad, llamamiento que correspondieron, tan solo por cumplimiento político. Al fin logró salir, después de cuatro meses de la cárcel del norte, provisionalmente, habiendo hecho un libro de prosa y otro en verso, sencillamente estupendos. De su libro de versos titulado “Escalas” vais a conocer algunas composiciones.
Aquí van también para regocijaros y enorgulleceros las producciones rítmicas de Felipe Rotalde. No creáis haber conocido a este poeta por haber venido leyendo las muchas composiciones que hasta hoy lleva publicadas a ser testigo del estreno de un juguete teatral, en el mes pasado. Aquel no es. Es el poeta que ha pocas lunas acaba de superarse, de sacarse del pecho su secreto rítmico, a costa de esperanza y paciencia. Hoy está muy lejos de él, el Rotalde que conocisteis, a lo más es un recuerdo cariñoso que le seguirá noblemente. Todos los que opinaban precisamente sobre el progreso de este portalira tendrán que rendirse ante la manifestación que nos presenta hoy en su obra, en la que se notan dos etapas bien definidas, originadas por la liberación rítmica, en lo que podría llamarse la parte melódica de ella. La primera consiste en la desaparición de los centinelas de la rima; la segunda en la exclusión de ellos y de las puntas sinfónicas de la asonancia y la consonancia. Después, sobre lo parte sustancial, intrínseca, apuntan direcciones distintas, casi opuestas, a las que da vida en su obra, César A. Vallejos.
En Rotalde se aporta una tendencia que es algo así como la conjugación virtuosa del simplicismo y el naturalismo, que bien podríase constatar con espontaneísmo.
Ya tendremos tiempo de dar a conocer la obra de otro de nuestros poetas jóvenes: Francisco Sandoval, cuya fortaleza lírica y cuya originalidad expresiva le harán acreedor a un puesto prominente en las letras americanas.
La falta de espacio me obliga a tener en capilla apreciaciones más amplias sobre la obra de Vallejo y Rotalde. Mañana cumpliré. Esperemos.
Juan José Lora.
Versos de Vallejo
Este piano viaja para adentro
luego medita, en cerrado reposo,
clavado con diez horizontes.
Se adelanta, se arrastra bajo túneles,
más allá, abajo túneles de dolor,
bajo vértebras que fugan naturalmente.
Otras veces, van sus trompas,
lentas ansias amarillas de vivir,
van de eclipse;
y se espulgan pesadillas insectiles,
ya muertas para el trueno,
heraldo de los genices.
Piano obscuro, después ¿á quién atisbas
con tu sordera que me oye,
y tu mudez que me asorda?
¡Oh pulso misterioso!
Escapo de ua exaltación sincausa.
Incertidumbre. Ocaso. Servical coyuntura:
un proyectil que no sé donde va á caer.
Oigo el chasquido de moscón que muere,
que a mitad de su vuelo y cae á tierra.
¿Qué dice ahora Newton?
Incertidumbre. Talones que no giran.
En la carilla en blanco de esta hora
escriben cinco espinas por un lado,
y cinco por el otro: ¡Cit! Ya sale…
Novecientas noventa calorías.
Brumbbb!… Traprachazzzaf.
UUuu… final y serrana de un dulcero
que se enjirafa al tímpano más alto,
y á quien nadie tal vez le compra nada.
¡Ah, quién como los hielos! Pero no:
Quién como lo que va ni más ni menos;
quién como el justo medio.
Mil calorías. Azulea y ríe
su gran cachaza el firmamento gringo.
Baja el sol, empavado,
y alborota los cascos al más frío.
Remeda al coco: Rroooo…
Un tierno auto-carril muerto de sed
que corre hasta la playa.
¡Oh! ¡Aire! ¡Aire! Hielo!
Si al menos el calor nos acabara
de licuar en sudor, ya de una vez.
Y hasta la misma pluma
con que escribo, por último, se troncha.
¡Tres trillones y trececalorías!…
César A. Vallejo.
Versos de Rotalde
Himno
Bendita seas escoba que barres;
te siento trabajar a través de los muros,
tú, como yo, no sabes,
quien gobierna la mano que te da su impulso.
Campo
Esta mañana el sol ha venido á despertarme.
He salido á los campos. ¡Qué plenitud de luz!
El verde virgiliano brillaba con tonos dominantes
y se respiraba amplio ¡con plenitud de salud!
Por el graz resbalaba la turba de niños rozagantes
y era una algarabía incesante bajo todo el azul.
¡Inefables minutos!… ¡Inefables instantes!
Rostros tersos, rosados; lejos el verde del mar, aquí verde, más
allá otra esperanza, pliegues levísimos en el gran paño azul,
con nubes y pinceladas de oro,
como en los nacimientos:
¡Era mi nacimiento, bajo el hermoso tul!
Soplo vivificador
Todo será distinto, me dice la razón;
Porqué oponerse entonces á lo que habrá de ser?
Tenáz oposición, mortificante empeño,
ya morirás en ti.
Nuevos ritmos que llenen la inmensidad
vendrán de los abismos para ascender
con esfuerzos gigantes á las nubes;
ritmos de carne y con palpitaciones
del corazón;
música recogida por las desnudas calles de la ciudad
y en los pianos de ruedas
para llegar á la perfección harmónica y total…
VIII
Un siglo XX. Veintiún años.
La fuerza de cinco mil generaciones,
y una tortura cerebral más honda
que los abismos infernales….
En el fondo, un espejo, y en el espejo,
retratado un burro.
Sea. Yo. Nada.
La Bestia. Perfección. Dios.
Felipe Rotalde.
[En La Crónica, Lima, 20 de junio de 1921, pp. 6-7.]
Solos de lápiz
El “dadaísmo” o los “mártires del cerebro”
DOMINGO DEL PRADO
[DOMINGO MARTÍNEZ LUJÁN]
Les manifestaré una vez más —por si lo han olvidado— a ustedes mis viejos amigos y lectores de La Crónica, la causa y razón por qué estos breves y francos artículos llevan el nada sugestivo nombre de “Solos de Lápiz” y no —por ejemplo— el de solos de violín.
Es el caso que el doctor Aramburú, no escribiendo para La Opinión Nacional, sus famosas carillas sino con lápiz, acertó a parar un día por una de las oficinas en donde yo, circunstancialmente escribiera; y viendo pluma, tinteros y manos más o menos manchadas refirióse a las ventajas de la escritura con lápiz, una apreciación de la consideración o recomendación, y aquí no tienen sin más amigos que el lápiz con el escritor de por ahora
Y “metámonos en harina”.
Fue el de lunes un día gris y lluvioso. Navegando mar arriba porque suelo pernoctar en los barrios bajopontinos, hice escala en la pintoresca bahía de La Crónica y Variedades. Hay plétora de juventud en lugar tan simpáticamente alegre, tan alegremente simpático en donde hasta el silencio nos habla con pasión de las cosas inevitables pero risueñas del porvenir…
Habitaban las oficinas de La Crónica — con su jefe a la cabeza — varios redactores a la dernier mod, pero de ágil pensar, fácil sentir y rebeldes a las solicitudes del ridículo.
He aquí el saludo que me hacen:
—¿Ha leído usted, eso del “dadaísmo”.
—No —les respondí— porque francamente, soy muy difícil para leer firmas irresponsables.
—Pues léalo usted.
—Por ahora me limitaré a decirles, enfáticamente, que esos personajes del “dadaísmo” nacional, toman el rábano por las hojas; aunque no sé lo bastante de lo que se trata declaro enfáticamente, repito, que aquellos no es ni siquiera una germanía, ni una tontería, sino una bellaquería: dándole a esta palabra la acepción que Cervantes le daba. ¿A quién puede ocurrírsele un artículo de presentación de la triste a la vez que petulante estatura del que escribe el señor Lora? en absoluto desacuerdo con el sentido común?…
“!Vinieron los sarracenos
y nos molieron a palos
que siempre triunfan los malos,
cuando son más que los buenos”!
Estos Srs. dadaístas, dicen tener los suyos y que los otros somos unos rezagados, unos imbéciles Lope de Vega. Con tan silbable motivo, doña María Guerrero y don Fernando Díaz de Mendoza, están padeciendo de dudas graves acerca de a la intelectualidad naciente del país. Pero no se inquieten ni vacilen. Para que se realice una evolución es preciso que antes se operen varias revoluciones. Tal asegura Juan Grave; y entre nosotros las cosas continúan como Chocano las dejó. ¿A José Gálvez —por ejemplo— le ha venido en gana; disparatar oír cuenta y riesgo del otro?… Reparen esos dadaístas snob en que sus divagaciones estériles no cristalizarán; y en que el mundo continuará dando vueltas aunque ellos no se embarquen en él.
¡Pobres gentes que no conocen a estética de la razón, ni la de la sensación! Tampoco de la estética necesitan más que las cuatro últimas letras para conducirse de acuerdo con la sociedad.
Los “dadaístas” privarán con el disparate en cuerpo y alma; pero no con el humorismos de Campoamor, e pensar gráfico y vigoroso de Núñez Arce, la virtuosa elegancia de Villaespesa y… ¡este no es un calendario poético!
Estoy de prosa: pongámosle prueba a la erudición al alcance de todos.
Vean esos tres mata-Apolos, como expresa su visión de la Poesía un vate panameño que [no] pretende sentar plaza de genio ni de escuelero.
“Ya no es reina la Poesía
ya está rota la Armonía,
ya está triste la Alegría.
Ya es forzada la Canción:
es reina la mercancía,
gobierna la tendería
vence la comisaría…
¡Etcétera! Les viene como anillo al dedo. Este poeta se llama Rodríguez de Pedro, o sea, tiene nombre de poeta.
Oyen hablar de decadentes, demoníacos, prerrafaelistas, parnasianos… ¡La mar de escuelas a las que no va nuestro idioma, por la distancia, y se echan a obrar una aquí sin el pase de Calderón de la Barca.
Espero la andanada de “bellaquerías culturales” de los “dadaístas” de puño y letra para contestarlo en serio y en bruto, a fin de que se salgan con su gusto de que se les tome en consideración.
Puede que atendiéndoles mejoren. Lo más difícil para mí es tomar una inmediata determinación.
[En: La Crónica, Lima, 22 de junio de 1921, p. 6.]
*Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi llevan más de una década investigando sobre la vida y obra de César Vallejo. Han publicado hasta la fecha los siguientes libros: César Vallejo: textos rescatados (2009), César Vallejo en Madrid en 1931 (2012) e Imagen de César Vallejo: iconografía completa [1892-1938] (2012, 2ª 2017). En 2016, coordinaron para el Centro Cultural Inca Garcilaso la exposición La Bohemia de Trujillo, 100 años después, de la que se ha publicado recientemente el catálogo. Además, han editado los escritos de poética de César Vallejo, Ser poeta hasta el punto de dejar de serlo: pensamientos, apuntes, esbozos (2018). En la actualidad, ultiman una edición anotada de su correspondencia.