Reproducimos para este homenaje el presente texto de escritor peruano Carlos Meneses Cárdenas, escrito con motivo de la celebración del centenario del nacimiento del poeta Carlos Oquendo de Amat, en 2005. Este texto fue originalmente publicado por su autor en la revista virtual Resonancias, N° 127 en el año 2005. Gentileza de la web: www.resonancias.org
Por: Carlos Meneses Cárdenas*
Crédito de la foto: Izq. www.omni-bus.com
Der. Archivo Carlos Meneses
Carta al poeta Oquendo de Amat
Estimado Carlos Oquendo de Amat, recuerdo que nos conocimos hacia 1945, cuando tía María Luisa Oquendo, tu prima, trajo a casa una antología de la poesía peruana realizada por Luis Alberto Sánchez, en la que se hallaban tres poemas tuyos. A partir de ese momento tuve la necesidad de conocerte mejor y algo logré en años posteriores. Sin embargo han quedado no unos cuantos sino muchos lugares oscuros que sólo tú puedes despejar. Por eso te escribo estas líneas. Aunque la verdad, y eso debes saberlo muy bien, la penumbra alimenta el mito y los seres como tú viven inmersos en él.
Las preguntas que necesito hacerte son muchas y variadas. Escribo con bastante desorden, no me he disciplinado y voy borbotando interrogantes de uno y otro tipo sin reunirlas por temas, cronológicamente o de otra forma mejor. Pero sabrás comprender que mi desorden proviene de mi ansiedad y la ansiedad difícilmente se cura. Recuerdo que el poema que más me impresionó hace más de medio siglo fue el titulado simplemente “Madre”, y que tras sus innumerables lecturas también fui agregando conocimientos sobre esa mujer presentada como la diosa de la ternura. Y, naturalmente, al recabar algunas noticias sobre doña Zoraida también recogía datos sueltos sobre ti. No se trata de desvelar tu corta vida de treinta años y once meses. Ni de perturbar la dulce calma de muchos de tus versos o la dinámica vibrante, casi explosiva de otros, los que recibieron la magnífica transfusión de la cinematografía. Tampoco de iluminar indiscretamente la amable paz de tu confinamiento en el recuerdo, destrozando la delicia de que gozas de poder ver la realidad mundana desde la distancia infinita en la que te encuentras. Comprenderás, todo surge de mi incompetencia para alcanzar una buena investigación. No es curiosidad vacía, ni deseo de crítica de tu gran obra diminuta. Es lo que se llamaría necesidad de abrir caminos hacia los contornos de la verdad. Ya sabemos que llegar al centro, al eje mismo de la verdad no es posible, que ninguna verdad se da tan fácilmente, la verdad total y profunda siempre ha sido y será reacia a comunicarse con el ser humano. Permíteme que al hacerte las preguntas incursione por regiones divagatorias. Pasé por canales, túneles, galerías, que me alejan de tu realidad, de tu hermosa quietud en la memoria general. Por ejemplo, me emociona imaginar las dolorosas escenas vividas entre tú y tu madre. Una vivienda oscura, tétrica en un barrio desolado de Lima. La soledad desprendiéndose de esas copas de alcohol que ella iba ingiriendo. La pobreza emanando hasta de las paredes como una descarga de metralla que acribilla a dos seres indefensos. Ella, tu madre, una mujer aun joven que va cediendo físicamente por el tormento de la viudedad, la escasez económica, el roer de sus pulmones por la tuberculosis. Tú, un adolescente provinciano perdido en la capital. Un joven soñador que se niega a abrir los ojos a la realidad. La belleza de la madre, la pureza del hijo manchadas de miseria. Y en ese cubículo negro y atormentado se oye tu voz como la de una hermosa ave canora diciendo: “Un cielo muere en tus brazos y otro nace en tu ternura”. ¿Cómo conjugar el horror y la belleza?. Tú estás pensando en ella dos o tres años después de esos aciagos momentos, cuando ya estas completamente solo, viviendo de pensión de mala muerte en pensión de última categoría. Y se te vuelve a escuchar: “A tu lado el cariño se abre como una flor cuando pienso”. Qué poder magistral el de la ternura. Se mantiene sin mácula, intacta aun dentro de la peor desgracia. Has pensado en ella, has retrocedido tres años para volver a los Barrios Altos de Lima, a la vivienda húmeda y oscura, y sobre todo a ella dominada por la dipsomanía y la tuberculosis, el gran enemigo de la familia. ¿Y qué has visto? No ese vivir tumefacto de los pobres que más tarde te impulsaría a luchar contra los desniveles económicos que te rodeaban, viste con tus ojos de eterno niño que de sus manos volaban palomas blancas, y le dijiste emocionado: “ Porque ante ti callan las rosas y la canción”. Es impresionante cómo podías ver la dulce faz de la ternura, captar la dimensión del cariño maternal. Seguramente también sentir el delicado beso de ella sobre tu frente o la calidez de su mano resbalando por tus cabellos. Es como poder ver nítidamente las cosas y las personas dentro de la más rotunda oscuridad. No llego a aceptar plenamente la cronología de los dieciocho poemas que conforman tu único libro. Hay algunos de los fechados hacia 1923 que más parecen pertenecientes a los realizados en 1925. Tal los casos de “Cuarto de los espejos” o “Poema del manicomio”. La angustia que desprenden, el temor a la vida que emanan algunos de sus versos, tienen la contextura del pensamiento de un hombre mayor de 18 años. Te estás sintiendo acorralado en Lima, asfixiado, sin poder escapar de la trampa en la que has caído. Por eso preguntabas: “¿dónde estará la puerta?”. ¿Por eso hablas de “ser de madera”? Un ataúd negro sobre el que caen “hachazos de tiempo”.
Sólo cuando leí “Poema del Manicomio” comprendí cómo pudo ser tu vida de joven huérfano en plena Lima que en comparación con tu Puno natal debía parecerte una metrópoli europea. Te asustaba todo. Te parecía que esa ciudad era un inmenso manicomio. Como si tras un sueño plácido despertaras en el corazón de la pesadilla y ese brusco cambio te hubiera hecho exclamar: “Tuve miedo / y me regresé de la locura”. Verdadero pánico de convertirte en “una rueda / un color / un paso”. La ciudad devora, tritura, uniforma. Comprendo tu actitud, cómo permitirle eso. No podías aceptar ser uno más. ¿Y tu sensibilidad? ¿ Y tus sueños deliciosos? ¿Y el tesoro de un mundo especial sólo para ti? No podías soportar ni el terror que te daba esa maquinaria de ruidos y movimientos esquizofrénicos, ni la amenaza de ser absorbido por un aparato insensible como ese. Pero esa locura agresiva que te hizo retroceder hasta tu ciudad serrana perdió sus rasgos de hostilidad, entiendo que la dominaste como se domina a una fiera. Como pretendiste dominar el hambre o las distancias que separan el Perú de la distante Europa.
Carlos Oquendo de Amat
Hay, Carlos, varios aspectos de tu vida que no se reflejan en tu poesía. Ocurrieron cuando ya eras un hombre entregado a la política y prácticamente no escribías versos. Son episodios que han quedado en blanco o si te parece en negro, blanco y negro como las películas que tú veías en el cine Campoamor y en otros a los que llegabas casi siempre con amigos o el guardián de la entrada era por lo menos conocido tuyo. Episodios como el de la Zona del Canal donde te desembarcaron bruscamente. Como el tan desconocido de saber qué camino tomaste después del interrogatorio de la policía en Panamá y de la fuga que se dice emprendiste con la ayuda de un joven panameño de apellido De la Rosa, que tiempo después sería diplomático y discutiría con Estados Unidos el derecho panameño al Canal. No queda claro si llegaste a Veracruz o si reembarcaste en puerto Limón, en Costa Rica donde tenías amigos. Mucho menos ese bello capítulo de tu vida que ha quedado encerrado en una sola frase, querías tener una camisa colorada. Se te negaron tantas cosas en la vida que una más no te causaría angustia, tal vez rabia, pero ya eran tiempos en los que la fuerza de tus iras se había atenuado. Tu organismo estaba seriamente mermado. Una lástima que no pudieras escribir ya estando en Europa. Que no tuvieras con quien hablar, a quién contar tus confidencias. Ahora sabríamos exactamente por qué te desembarcaron en la Zona del Canal. Desde qué puerto centroamericano volviste a hacerte a la mar para llegar a Francia. Y sobre todo, en qué momento se te ocurrió lo de la camisa colorada y si sólo fue deseo frustrado o efímera realidad y la camisa estuvo en tus manos pero desapareció tan presto como había llegado. Lo que se sabe es que la policía norteamericana de la Zona del Canal te creyó un evadido de la policía peruana. Que te retuvo y fuiste a dar a una especie de campo de concentración de donde escapaste cinematográficamente gracias a ese joven llamado De la Rosa, que me escribió a mí una carta en los años 60 contándome los detalles de esa fuga. Pero no hay versión tuya ni de nadie más. Esa carta es el único certificado de que llegaste a ese país del istmo, que de su capital recorriste por carretera los necesarios kilómetros para alcanzar la ciudad de David, en el límite con Costa Rica, ¿y después?. He ahí el tan hermoso como egoísta biombo que oculta tus pasos posteriores. ¿Y de tu llegada a La Rochelle, el puerto al que te llevó el nuevo barco al que subiste en Puerto Limón o en Veracruz? Todos hemos vivido de suposiciones acerca de tu entrada en tierra francesa. Un puerto hermoso como es el que hemos mencionado. Un tren y hasta París. ¿Era octubre o noviembre? ¿estuviste en la soñada por ti capital de Francia una semana, dos, tres? Sólo se sabe por Raúl Porras Barrenechea, por el poeta amigo tuyo, Enrique Peña Barrenechea y por algún amigo más que fuiste aconsejado para trasladarte a Madrid. Que quien aconsejó fue el Ministro peruano en París, Francisco García Calderón. Incluso han llegado hasta nuestros días las palabras no exactas pero sí equivalentes a ese consejo : “Vaya a España, allí ahora piensan como usted”. Se refería al pensamiento político. Había caído la monarquía y se vivía un clima de libertad. La izquierda caminaba a paso firme. Pero tú, Carlos, ya no tenías pasos, ya estabas quebrantado por tu mal. Imposible disfrutar de ese ambiente que era el que tú habías pretendido para el Perú. Se supone que te trasladaste en tren de París a Madrid. Que alguien te esperaba en la estación de Atocha. Que ese alguien te llevó primero a alguna pensión o pequeño hotel, y de ahí a los dos días o tal vez a las veinticuatro horas al hospital San Carlos. Nada de conferencias, de reuniones con políticos comunistas españoles, nada de fusil y barricadas, Debiste llegar a España muy a finales de diciembre de l935. Estar internado en el hospital San Carlos perteneciente a la Facultad de Medicina y situado donde se halla actualmente el Museo de Arte Reina Sofía, alrededor de un mes o mes y medio. Luego vino el doloroso traslado a Navacerrada tan bien relatado por carta de Raúl Porras agregado cultural de la Embajada peruana en Madrid, al poeta Peña Barrenechea, su primo, en Lima. Podría preguntar de dónde salían tantos conocidos que te esperaban en los puertos y en las estaciones de ferrocarril, pero creo que es obvia la pregunta. Tu partido, el partido comunista te había premunido de cartas para utilizar a lo largo de tu camino. Por eso un puertorriqueño, tal vez poeta, y de apellido Delgado fue quien te trasladó, se asegura, al hospital de Madrid. Debió haber sido también quien avisó a la Embajada peruana. Al hospital San Carlos no acudieron muchos peruanos a visitarte. No hay una lista de visitantes pero se sabe que fueron escasos. Tal vez no estaban informados. Tal vez sus ocupaciones les impedía ir a verte. Pero sí se sabe, siempre gracias a Porras Barrenechea, que tú clamabas noche y día que te cambiaran de hospital, de ambiente, que culpabas a ese lugar de sentirte tan mal. Y fue por ese continuo quejarte que Porras consiguió sitio para ti en el Sanatorio de Guadarrama, especializado en atención para enfermos de las vías respiratorias, y que estaba en una población situada a unos 70 kilómetros de Madrid llamada Navacerrada. La descripción que el agregado cultural de la embajada peruana hace de ese traslado en un auto cedido por una dama española, es patética. Previamente el médico que trataba al poeta había advertido que consideraba una imprudencia trasladarlo, que podía morir en el camino. La muerte no te asaltó en el viaje. La espantaste en cuanto estuviste en el nuevo Sanatorio, pero ese alejamiento de tu final duró poco. Todo fue emoción, ansias de derrotar a la vieja dama. Habíamos quedado en que deseabas fervorosamente una camisa de color rojo. Algunos dicen que para lucirla llevándola sobre tu torso, otros que era la prenda de vestir que querías de mortaja. Se fabula mucho al respecto. El rojo molesta a muchos, acerca y complace a otros. Por ejemplo Mario Vargas, cuando recibió el premio Rómulo Gallegos, en Caracas, en 1967, tomó como referencia de gran creyente en la literatura a nuestro poeta, lo rodeó de elogios, le construyó un hermoso altar de palabras. Todo giró en torno al fervor de Oquendo por la poesía y a esa camisa colorada que tanto ansiaba. En ese tiempo, cuando Mario habló con tanta emoción de Carlos, no se sabía con exactitud la fecha de su muerte y aun no se delimitaba la horrible explosión de la guerra civil española con el triste transcurrir de la vida de Oquendo. Eran momentos en que se desconocía la existencia de su tumba. Y en los que se creía sin atenuantes que la camisa roja sí había existido. Se sabe, Carlos Oquendo, que pasados esos momentos de euforia que tuviste en el Sanatorio de Navacerrada, y en los que te creíste curado, vino el descenso rápido y funesto. Y que empezaste a clamar nuevamente por el traslado a otro hospital. Has de convenir en que la paciencia de Porras Barrenechea contigo era infinita. El comisionó al estudiante de medicina peruano Enrique Chanyek para que te visitara y realizara los trámites para un nuevo cambio. Pero cuando este joven estudiante llegó a Navacerrada lo único que le dijeron fue que la persona buscada ya no existía, y que podía llevarse sus pertenencias, que se reducían escasamente a una maleta. Así se lo relató Chanyek muchos años después a Juan Mejía Baca, y éste me escribió con copia de ese relato que aun conservo. La vieja maleta de Oquendo contenía aparte de escasas prendas de ropa interior un ejemplar de El Capital de Marx, no había nada más. Nada, por supuesto, de camisa colorada. Pero quién te puede discutir Carlos Oquendo, que no existió la camisa bermeja o encarnada que tanto deseabas, quién puede decir que no te la pusiste en tu último día de vida común (no hablemos de la vida especial que aun mantienes). Por supuesto que se acepta que hiciste ese último viaje con la camisa colorada puesta y que Vargas Llosa no se equivocó del todo. Había mencionado tu herencia con sonora admiración y dijo con voz vibrante: “Dejaba en el mundo una camisa colorada”. La diferencia estriba en que no la dejaste te la llevaste contigo, puesta, naturalmente. ¿Y tu maleta? Chanyek la entregó en la embajada. Tú tía Leonor recibió sólo la triste noticia. Recuerdo el momento, miró hacia el cielo como queriendo verte, luego debió recapacitar y dejó de mirar hacia donde no podías estar. En el poema “New York” sentencias con toda claridad a través de un verso lo siguiente: “Nadie podrá tener más de 30 años”. Esto me da pie a hacerte una pregunta tal vez macabra. ¿Te acordaste de ese verso un mes antes del 17 de abril fecha en la que hubieras cumplido treinta y un años? Era el 10 de marzo el día que el estudiante Chanyek fue a Navacerrada para iniciar las gestiones de tu nuevo traslado. También llama la atención un verso del poema “Mar”. Se supone, lo decían tus amigos, tus parientes, que había tristeza en tu mirada, aunque no faltaba quienes se referían a ti como un muchacho con gran sentido del humor. Esa dualidad tan dispar debió ser la que te llevó a escribir :”Se prohibe estar triste”. Si nos dejamos guiar por los cuadros tétricos de tu salud, tus viviendas y tu frugal ración alimenticia diaria la advertencia contra la tristeza desentona. Evidentemente, se trata de utilizar la otra vertiente de tu comportamiento, la del sentido del humor que aparece en varios de tus poemas. Y que muchas veces la utilizaste para burlarte de ti mismo. Quién sabe si era una receta para evitar estar triste.
Un recorrido por tu breve herencia poética nos mostraría una buena cantidad de versos humorísticos, sobre todo en los claramente influidos por el cine. Por ejemplo en ese mismo poema “Mar” encontramos los siguientes: “El horizonte – que hacía tanto daño / se exhibe / en el hotel Cry” o también: “Y el doctor Leclerk / oficina cosmopolita del bien / obsequia pastillas de mar”. No son bromas dirigidas a alguien. Son las frases alegres de quien está viendo la vida como un juego. De quien se permite unos recreos en medio de la vorágine miserable de su existencia cotidiana. Pero todo no queda en esos versos Hay bastantes más. Los que podríamos denominar visuales ya porque estén escritos verticalmente o porque consiguen formas de escaleras de barco o de ascensores.
Es indudable que el cine, sobre todo el cine de acción, vigorizó varios de tus poemas. ¿Pero, por qué el cine de acción y no el dramático, por ejemplo? ¿Por qué Rodolfo Valentino irrumpe en tu poesía como un héroe de juguete? ¿No veías más películas que esas? ¿Tal vez eran las únicas películas a las que te invitaban tus amigos, o a las que te daba acceso tu primo Juan Oquendo que trabajaba en el cine Campoamor? Es probable que el poeta también acudiera a programas cinematográficos de otras vertientes, pero las que más influyeron en su obra fueron las de ritmo dinámico, como ocurrió a Marinetti con el Futurismo, a Tzara en el Dadaísmo o a los surrealistas franceses. La máquina, la velocidad, la técnica los conmovió sobre todo en sus inicios. Oquendo era un apasionado de ismos como ultraísmo, surrealismo y creacionismo, tenía por lo tanto maestros de esa veneración hacia la tecnología. Esa vorágine de frases, de formas, de retazos de cine y de restos de lecturas variadas da como resultado un extraño pero riquísimo mapa de divagaciones, de sueños cómicos y a la vez dinámicos, se podría decir que en algunos casos el poeta nos conduce a un ambiente de locura total, pero una locura alegre y hasta lujosa. En el poema “New York” que ya hemos citado es donde mejor se aprecia la dispersión de frases, la incoherencia de un verso con otro, el tumulto y hasta superficialidad de esa realidad que Oquendo retrata o, si se quiere caricaturiza. Nos encontramos versos jocosos, que llegan a parecer sonoras carcajadas. No es necesario leer el poema de una forma ordenada, más bien parece Carlos, que estuvieras invitando a la lectura desorganizada. Versos como “El tráfico / escribe / una carta de novia”; “RODOLFO VALENTINO HACE CRECER EL CABELLO”; “Mary Pickford sube por la mirada del administrador” o “El humo de las fábricas / retrasa los relojes” debes haberlos escrito entre sonrisas. En medio de la gran satisfacción que te concedía esta magnífica caricatura de la gran ciudad pero, a la que evidentemente, no te habría desagradado visitar. El poeta Washington Delgado señalaba “Poema al lado del sueño” para destacar tu buen humor. A la vez, lo recuerdo bien, que indicaba que en la poesía peruana el humor era algo que no se acostumbraba utilizar. Le llamó mucho la atención aquel juego de palabras que tal vez es totalmente vacío, pero que sin la menor duda tiene encanto: “moú Abel tel ven Abel en el té” No sé si detrás de esa sinfonía aparentemente sin sentido hay algo que no nos dijiste claro. Que el verso es una mampara para encubrir algo que no querías rebelarnos y que nos entregabas como un jeroglífico que nosotros teníamos que descifrar. Como varios de tus poemas éste también está formado por frases inconexas.
Aparte de esa figura curiosa que tanto llamó la atención a Washington Delgado, Ti poesía contiene versos propios de amante, de hombre impresionantemente enamorado. Al leerlos uno piensa en Werther, en Romeo, en tantos otros héroes del amor. Cómo no va a dar esa sensación quien canta: “ Tú estás aquí como la brisa o como un pájaro / En tu sueño pastan elefantes con ojos de flor”. ¿Quién es la dama que sueña, que es como la brisa o como un pájaro?. La encontraremos muchas veces en diferentes poemas. No voy a cometer la imprudencia de preguntarte quién es esa mujer que parece llegada de un cielo, de un paraíso especial. Sé que esos sentimientos, el enamoramiento me refiero, es algo muy particular, que no tiene por qué mostrarse como al abrir una puerta el interior de una casa. En uno de tus primeros versos, posiblemente el primero, “Aldeanita”, todo está dirigido a una chica muy joven, una niña de provincias. Y la chica de los poemas posteriores parece más bien una mujer de ciudad, de características muy diferentes a la joven anterior. Esta muchacha citadina es la que verdaderamente te causa arrebatos. No puedes disimular tu emoción al verla, al pensar en ella. Debe ser la misma que transita de un poema a otro, no la aldeanita, la ciudadana. Es la que te hace exclamar: “ Mujer / mapa de música claro de ríofiesta de fruta». Y a la que le concedes características propias de maga o hechicera cuando le gritas: “Mírame / que haces crecer la yerba de los prados” Qué más da que no rebeles su nombre, que no sepamos su identidad. Que importa, o qué nos importa, que haya sido la amada a la que veías sólo de lejos o aquella otra que emergía inesperada y continuamente de tus delirantes sueños que solías convertir en poemas. Esa mujer hermosa, dueña de un encanto inconmensurable es la misma a la que tu pronosticas: “ de tus cabellos saldrá agua dulce / y habrá voces de color en la luna” y es también la bella a la que le otorgas el delicado papel de “JARDINERA DE MI BESO”. Leyendo los poemas en que te refieres a ella con la pasión del gran enamorado, nos podemos formar una idea – cada cual a su manera, naturalmente -, de cómo podría haber sido. Para unos la belleza descansando serena en su mirada. Para otros, de figura elástica y preciosa. La flexibilidad de su paso. El atractivo de su voz. El prodigio de su sonrisa. Por eso, porque eran tantas en una, porque te desquiciaba el verla, porque eras fuego cuando pensabas en ella, fue que escribiste en pleno éxtasis “El paisaje salía de tu voz”. Y que al verla tan elegante, con atuendos que conjugaban perfectamente con la delicia de su figura le llegaste a decir como si le lanzaras una rosa en pleno jirón de la Unión, el de esos años veinte: “Tus vestidos / encendieron las hojas de los árboles”. Un digno homenaje a su impresionante atractivo. Existe otra incógnita en tu vida. Si eras tan tímido como se dice, si vivías pobremente y tan aislado de los demás, ¿cómo surgieron tus muchas amistades limeñas? ¿Quién construyó el puente entre tu soledad y los demás poetas de tu generación? Según cartas, opiniones, recuerdos fue Enrique Peña Barrenechea quien podría haberte abordado alguna de las tardes que ibas a leer a la biblioteca de San Marcos. Y él quien primero te presentó a Xavier Abril, y luego vinieron otros poetas y no poetas. Esto debía ocurrir alrededor de 1924. También parece que conservabas algunas amistades de cuando estudiabas en el colegio Guadalupe. Y que a tu gran amigo y protector, Manuel Beingolea, bastante mayor que tú lo conociste en tu lento deambular por las calles del centro de Lima, pero nadie ha sabido desvelar las circunstancias dentro de las que se produjo el primer encuentro. Beingolea, no sólo se convirtió en lector de todo lo que escribías, en consejero de tus lecturas y comentarista de las películas que veías, sino también, y esto es muy importante, en colaborador de buena parte de tu soporte económico. Y se cuenta de forma risible que una vez te encontró en un café cercano al lugar donde él trabajaba y tú lo esperabas ansioso porque necesitabas las monedas necesarias para que contener tu hambre de más de 24 horas, y él llegó con un paquete que contenía pepinos y chancays (1), y te lo entregó diciéndote que no iba a poder seguir aportándote su voluntaria cuota semanal de soles. Sus gastos empezaban a superar a sus ingresos. La recomendación fue que comieras los chancays lentamente, luego los pepinos, y que el jugo de esta fruta te hincharía el estómago y no necesitarías comer nada más. Pero no fue él quien te llevó a presencia de José Carlos Mariátegui, Aunque sí debió aprobar que te reunieras con el gran pensador y director de la revista “Amauta”. El inquieto Xavier Abril, ya conocía al célebre intelectual peruano y sabía que estaba impartiendo unas charlas sobre marxismo en su casa de la calle Washington. Fue entonces Xavier quien te presentó a José Carlos. Y junto contigo acudieron muchos jóvenes poetas o no, estudiantes o no. ¿Te interesó desde el principio la palabra de ese maestro que empezabas a conocer? De acuerdo con declaraciones por escrito de Abril, Oquendo y él fueron los discípulos más fieles del Amauta. No sólo en cuanto a escuchar su palabra y aceptarla plenamente. Sino también comportándose como fieles amigos que acudían a conferencias, exposiciones de arte o teatro, con Mariátegui en silla de ruedas. Se ha llegado a decir que fue debido a esas charlas sobre El Capital de Marx que el poeta abandonó los versos y cogió el fusil. Lo primero prácticamente fue así. Parece que escribió algunos poemas que quedaron sueltos por su difícil camino de activista político, y que muchos años después fueron descubiertos por el también poeta y puneño, José Luis Ayala. En cuanto a lo del fusil, ¿por qué no? Podría haber sido. Pero más que fusil se trataba de la pluma dedicada a exaltar otra forma de vida, a luchar por una verdadera libertad. Y las arengas en pueblos y en ciudades grandes como Arequipa, determinaron las persecuciones policiales, los internamientos en cárceles y comisarías. Tu perseguidor, tu verdugo, fue Mier y Terán, temible jefe de policía en el Sur en tiempos de Sánchez Cerro y Benavides. ¿Lo odiaste? ¿Pensaste en escribir unos feroces versos contra él? No, creo que en lo único que pensabas cuando se abrieron las rejas del Frontón y volviste a caminar por las calles de Lima, fue en dejar el Perú. Aprovechar la disyuntiva en que te ponía la policía, o volver a la cárcel, porque se creía que seguirías incurriendo en los mismos significados delirios comunistas o abandonar el país. Ya sabemos que elegiste el exilio aunque muchos de tus amigos se opusieron, Manuel Beingolea entre ellos. No obstante su negativa a tu viaje fue él quien cubrió el costo del pasaje. A quienes estuvieron cerca a ti, quienes te conocieron como poeta, y te vieron luchar denodadamente por conseguir el dinero suficiente para pagar la factura de la imprenta y conseguir que circulara tu libro “5 metros de poemas”, debió haber sido muy difícil aceptar que te habías transformado en un político activo, en un hombre que pretendía introducir ideas que cambiaran el pensamiento de la población. Aun para los jóvenes poetas que concurrían contigo a la casa de Mariátegui tuvo que parecer algo insólito, más aun, tenebroso. Tus amigos, tus familiares, sabían que ibas a la sierra para fortalecer tus dañados pulmones, ignoraban que en los dos años de continua charla con el Amauta tu visión del Perú, del mundo, del papel que te tocaba jugar en la vida había cambiado. No se trataba sólo de escribir, de delirar ante la belleza de una mujer o de imaginar enormes y hermosas ciudades. Había que dar otras dimensiones a tus sueños. En adelante soñarías con un mundo sin desigualdades ni sociales ni económicas ni étnicas. Y sobre todo, desearías hacer soñar a tu pueblo con alcanzar esos ideales. ¿Y tu libro? ¿Es cierto que estuvo cautivo dos años en una imprenta porque no tenías dinero para pagar la factura? Se ha hablado mucho con respecto a la forma como llegaste a conseguir las libras con que pagar el rescate de “5 metros de poemas”. Creo que los dos aspectos válidos son los que refirieron en su momento tus amigos, los de tu generación. Primero empezaste a vender unos bonos por el valor de un ejemplar. Luego, se afirma que habrías obtenido un premio de la Municipalidad de Lima presentando los mismos poemas. Y que con ese dinero fue posible cubrir el coste de 300 ejemplares. Todos los consultados ignoran a cuántos soles ascendía el premio municipal, y cuál era el valor de cada bono. Se calcula que el dinero de los bonos no siempre entraba en la alcancía destinada a cubrir gastos de imprenta. El estómago no entiende de literatura. Por una vez hubo justicia en tu vida y cayeron en tus manos los laureles y los billetes municipales. Se debieron preguntar muchos y muchas veces ¿por qué no continuaste escribiendo esas feroces críticas literarias en las que enfocabas a tus contemporáneos y a veces a otros de otras generaciones?. La única muestra de esa tarea la presentaste como el inicio de una serie, pero ya no diste a conocer más. Tal vez las escribiste y se quedaron prisioneras en algún cajón de un hotel del que tuviste que salir apresuradamente. O solamente las pensaste y no las llevaste al papel. Ya sabemos o simplemente suponemos todo lo que pudo haber pasado. La búsqueda de alojamientos que conjugaran con tus bolsillos. La necesidad de un nuevo sombrero, de unas mejores suelas que reemplacen a las tan gastadas de tus zapatos. En fin tantas cosas de ese mismo tipo. Tantas humillaciones a las que somete la vida. A las que te sometió a ti, como cobrándote el derecho a tener talento, sensibilidad, rebeldía. Por eso sólo conocemos esa crónica, titulada “Nueva crítica literaria”, de la que escasamente se conservó la primera parte. Ojalá algún día dentro de algún libro de una inmensa biblioteca alguien se dé con la amable sorpresa de hallar la segunda parte. En esa única crítica tan esquemática como precisa se aprecian los conocimientos literarios del poeta. Sabe situar a los poetas que conoce y no sólo describirlos en dos pinceladas sino hasta delinear sus herencias, percibir lejanas o cercanas influencias recibidas del extranjero. Descubrir pecados y aplaudir aciertos. La frase dedicada a Xavier Abril es la clara exposición de lo que él entendió por amistad: “Xavier abril – buscándome yo mismo no sé hasta qué punto soy, y dónde comienza en mí xavier abril.” Y tras las finas burlas, las críticas diminutas y cargadas de ironía, y los aciertos para encontrar la vía de influencia recibida por cada uno de sus radiografiados, se autocalifica sin atenuantes: “carlos oquendo de amat – es un imbécil ” y firma. ¿Fue una concesión hacia quienes pudieran haberse sentido ofendidos con su tratamiento? O quiso demostrar que no lo guiaba ni la humildad ni la vanidad, sino la sinceridad?. Como fuere, un poeta como él, un soñador de la poesía y la política, un maravilloso visionario y diletante de lo que no tenía y nunca podría alcanzar, no podía cerrar una crítica literaria sin dedicarse una frase demostrativa de que por el mundo hay que ir proclamando los errores cometidos por uno mismo antes que los aciertos.
Palma de Mallorca, junio 2005
(1) En Lima, pan de dulce fino y delicado.