ANTONIO COLINAS. CANCIONES PARA UNA MÚSICA SILENTE.
EDICIONES SIRUELA, 2014
Por: Carlos Alcorta
Crédito de la foto: M. A. C.
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Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946) es, además de poeta, narrador, ensayista y traductor, sin embargo, es la poesía el género literario, la madre nutricia de la que proceden el resto de incursiones literarias, porque Colinas aún mantiene el convencimiento de que, repitiendo el viejo aserto de Hölderlin, «Lo que permanece lo fundan los poetas». Este convencimiento es el que otorga a su poesía esa aura intemporal, casi sagrada que tanto seduce a sus lectores. Sabemos que estamos leyendo a un poeta que es nuestro contemporáneo, pero si consiguiéramos realizar una abstracción temporal, no nos costaría demasiado imaginar que nos hemos trasladado a otra época, a finales del siglo XVIII, por ejemplo, al más exigente Romanticismo, esa época en la que literatura, y la poesía principalmente, estaba indisociablemente ligados a la vida, tanto que en la actividad creadora se mezclan la necesidad con la inevitabilidad de ser elegido para ello por el destino. «La irrupción romántica —escribe Rüdiger Safranski— está marcada por esta época ávida de lectura y entregada con furia a la escritura». No de otra forma podemos entender esa vocación literaria que ha llevado a Antonio Colinas a escribir biografías sobre los poetas Giacomo Leopardi, Vicente Aleixandre o Rafael Alberti, por ejemplo, y novelas, libros de aforismos, ensayos de pensamiento humanista o traducciones (fue Premio de Traducción en Italia). Esta dedicación y la envergadura de su obra le han hecho merecedor de premios como el Nacional de la Crítica, el Premio Nacional de Literatura o el Premio de las Letras de Castilla y León.
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Canciones para una música silente es la nueva entrega poética de Antonio Colinas, después de publicar su Obra poética completa en 2011 y lo primera impresión que nos deja su lectura es la de admiración ante tal acopio de exuberancia, tanto verbal como semántica. Hay muchos libros dentro de Canciones para una música silente, por eso conviene leerlo pausadamente, deteniéndose para reflexionar sobre lo leído tras cada sección, antes de comenzar la lectura de la sección siguiente. Las citas que preceden a los poemas, versos o frases de Plotino, J. de Norwich, Pound, Rumi y Basho, son absolutamente significativas de las claves que engarzan todo el libro: armonía, belleza, idealización amorosa, deseo de paz o espíritu viajero.
En la nota final a la edición Antonio Colinas desvela, y creo que por esa razón conviene leer esta nota antes de enfrentarnos a los poemas, algunas de las claves de un libro tan misceláneo. «Este libro —dice la nota— desea ser un gesto de libertad creadora». Y desde luego lo es, nadie podrá negarlo, por más que, en aras de esa libertad creadora, se transgredan algunos límites que conducen, en algunas ocasiones, al poema hacia el prosaísmo menos evocador, aunque la sabiduría poética de Colinas logra esquivar las trampas de la frivolidad o de la ramplonería. Continúa el poeta afirmando que «en este libro se evita la unidad tonal. Me refiero a que el poema largo, tendente al irracionalismo («El soñador de espigas lejanas»), se funde con otros extremadamente realistas, por sinceros («Siete poemas civiles») y ellos, a su vez con secciones («Un verano en Arabí», «Valle de Sansueña» o «Llamas en la morada») que buscan la sencillez y la claridad, el sentir y el pensar en los límites».
Pero vallamos ya al libro. La primera sección, «El laberinto invisible», de la que ya conocíamos algunos poemas, los que el autor había incluido con el mismo título en su Obra poética completa (2011), está a su vez dividida en dos subsecciones: “En invierno retorno al Palacio de Verano ”, cuyos poemas están escritos con cierto aliento visionario, como si hubiera padecido un rapto emocional, en dos días de diciembre de 2007, y en ellos narra las experiencias de un viaje de carácter cultural a China y “Catorce retratos de mujer”, retratos de mujeres reales o de mujeres que el arte ha inmortalizado, tanto da, porque Colinas considera a la mujer luz que ilumina el mundo, refugio de la belleza y el misterio, lugar de verdad y calma. «Semblanzas sonámbulas» es el título de la segunda sección, en la que los lugares adquieren una importancia primordial, no sólo como escenario de los poemas, sino como sujetos poéticos en sí mismos, desde Córdoba a la Estación Central de una ciudad del centro de Europa, desde los Alpes a Las Navas. Estos lugares, entrevistos a la luz debilitada de la memoria, propician la ensoñación, la reminiscencia de otros tiempos tal vez más misericordiosos.
«Siete poemas civiles», la sección siguiente, nos muestra una faceta no muy frecuentada por Antonio Colinas en su poesía, generalmente más atenta a cuestiones de orden ontológico que a asuntos relacionados con el día a día,como las disputas que la reivindicación, a mi modo de ver absolutamente justificada, de la memoria histórica reciente ha traído consigo o los litigios ideológicos que enfrentan a una sociedad en bancarrota, también moral. Estos poemas, no muy alejados del relato breve son, acaso, lo más cercano a lo que podemos llamar la “poética del compromiso”, aunque, como hemos señalado anteriormente, la experta mano del autor evite el peligroso deslizamiento hacia el panfleto o la proclama.
«Un verano en Arabí» es la sección más extensa, consta de 31 poemas absolutamente diferentes del capítulo anterior (la idea de que este libro está compuesto por varios libros diferentes se sustenta en ejemplos como éste). «Llano de Arabí, espesura: te suponía/ muerto,/ como un pájaro que yo hubiese soñado/ en la remota juventud». De nuevo el lugar, un lugar idealizado por el recuerdo, se convierte en centro de la reflexión, territorio donde el poeta pueda llegar ser eterno, «tiempo de infinitud». De nuevo aparece la mujer como símbolo de la plenitud del ser. Este lugar, Arabí, parece nacer del abrazo sensual, erótico entre dos cuerpos que se desean (no se habla del amor pasión, sino de algo ininteligible en su conjunto, como toda abstracción), porque esa conjunción es el reflejo exacto de la armonía de la creación. «Redescubrir tu cuerpo / posando muy despacio/ mi mano en tu nieve, / y sentir cómo arde», escribe en un cuidado oxímoron que trata de definir lo indefinible, Antonio Colinas.
«El soñador de las espigas lejanas», la siguiente sección, está formada por un largo poema que alterna diferentes pies versales, desde el alejandrino al endecasílabo, desde el pentasílabo al heptasílabo, lo que facilita de forma notable la lectura del poema, haciéndola mucho más amena, menos monótona que si el ritmo estuviera fijado a un solo metro, algo que no nos puede extrañar viniendo de quien viene, porque la versatilidad rítmica de Antonio Colinas es magistral desde los inicios de su obra.
«Canciones para una música silente», la última parte del libro, al que da título, está dividida en dos partes, «Valle de Sansueña» —tributario, sin duda, del Cernuda de «Ser de Sansueña» y «Llamas en la morada». Los veintisiete fragmentos en los que está dividido esta última parte son acaso los más líricos de todo el libro. El hermosísimo primer fragmento comienza con una ofrenda de gratitud: «Morada, centro de mi ser/ en llamas:/ me has llamado y he acudido./ Aquí estoy devolviéndote/ cuanto mediste», pero las preocupaciones, como no podía ser de otra forma en un poeta de creencias tan arraigadas, continúan siendo las mismas: el ansia de infinitud que alimenta la existencia del ser pensante, la música silente de la palabra, tan próxima al silencio, la devoción por la naturaleza y su lenguaje cargado de simbolismo, todo ello mezclado en unos versos como estos: «Lo que soy aún no muere/ en la música que arde/ en los álamos». El fragmento último es un perfecto final para un libro en el que el poeta nos dice que «Sólo quisiera/ escribir mis palabras con silencios:/ escribir el poema sin palabras.// Sólo quisiera/ musitar el poema/ como plegaria de silencio/ en el silencio». Canciones para una música silente es un libro que, como asegura el propio autor, «se debate entre la fidelidad a una voz y la atención a los problemas de nuestro tiempo. ¿Por qué? Porque vivimos una metamorfosis en la que no sabemos adónde vamos y necesitamos aclarar muchos conceptos, empezando por el de qué es la poesía». Pero no pretende ser un manual de urbanismo o de buena conducta, aunque estoy seguro de que ayudará a sus lectores a comprender mejor los acontecimientos de los somos protagonistas, acaso sin tener conciencia de ello, y nos guiará como una brújula por los serpenteantes caminos que conducen a nuestro interior, a conocer nuestro propio yo, un conocimiento que avanza sigilosamente, al compás de esa música callada que tan cerca está del silencio. Una pequeña muestra de su quehacer es este poema que tiene como protagonista al padre, Leopoldo Panero, de quien fuera compañero de generación y amigo, fallecido recientemente, Leopoldo María Panero.
Poema de Antonio Colinas
MEDITACIÓN EN CASTRILLO DE LAS PIEDRAS (LP)
Esperando todos los días la pena de muerte
(L. M. Panero)
El hijo no quería,
pero la madre dijo:
«Abre la puerta, deja
que entren los campesinos en la casa
y que suban a ver a tu padre,
al poeta ya muerto”.
Moría simplemente un ser humano.
“Bebía”, dijo alguien enseguida,
como deseando arrojar en su descargo
la primera piedra.
¿Cuántos padres, y acaso cuántos hijos,
no han bebido y gritado?
(Acaso él tuviera que beber
desde que hirió y desde que fue herido
-con las palabras manchadas de Historia-
por un poeta amigo y admirado.)
Luego, alguien dijo:
“Fue rojo, pues llevaba
una hoz y un martillo
de plata
en el ojal”.
Y otro: “No es verdad, fue azul, muy del Régimen”.
Como tantos,
jugó y padeció la dualidad,
la airada y extremada sacudida
de las ideologías de la Historia.
Y la Historia
le supo dar martirio y olvido.
(A él, que en las encinas
de su monte y en su palomar
pudo haber poseído el secreto
sereno
del vivir.)
“Deja que pasen”, le dijo la madre
que iba a enterrar dos veces al marido.
“Deja que pasen
los campesinos”,
mientras aún brillaba en sus ojos
de nieve azul
una última lágrima de ternura.
Él llegó con el coche dando tumbos
a la casa, por estrecho camino de tierra,
pero no era el alcohol ni las ideologías
la causa de aquel desequilibrio.
Desde por la mañana había sentido
el cuchillo de un frío muy extraño
penetrando en su cuerpo
y, hacia el atardecer, su corazón
estaba ya sajado.
De que el tiempo pasó se habló demasiado,
mas nadie supo o quiso recordar
una frase de Freud:
“La muerte de un padre
es lo más importante en la vida de un hombre”.
¿Y en la vida de un niño?
¿Y en la vida de aquellos tres niños
llorosos y asustados?
Vino luego el caos en la tormenta.
El padre
supo vaticinar que iba a ser
“acribillado”; ahora
no por los pelotones carcelarios de San Marcos,
sino “por los besos” de los suyos.
Había llegado la segunda muerte
del padre
(no debida al alcohol, ni a las ideologías)
para ir triturando lentamente
los cuerpos y las psiques
de los desamparados.
Aunque uno de ellos, que tienen por “loco”,
habló ya entonces con sabiduría
extrema
y resumió la clave de la historia:
“No has podido quitarte la capa
de superficialidad”,
dijo mirando a quien le dio la vida.
Mas la mujer, con sabia intuición,
había dicho: “Deja, deja que pasen
los campesinos, abre
la puerta”.
Aquel debió de ser el homenaje
mejor que el poeta
recibiera en su vida
(quiero decir, en su muerte).
Aquellas apariciones espontáneas
suponían lo mejor por encima
de palabras e imágenes que luego llegarían:
la presencia humana de la tierra
rindiendo como ofrenda su silencio
al silencio
del cadáver.
Hoy la tierra perdura, mas la casa
sin poeta ni amor,
primero fue una ruina
y hoy ni siquiera existe.
Ya no hay palomas en el palomar
de la infancia.
Se desgajó
el viejo tronco familiar
y ni siquiera silban a lo lejos
en la noche, los trenes; sólo silba
el viento helador en los hierbajos
de los raíles muertos.
Pero, al fondo, la cima tutelar
sigue dando lecciones de silencio profundo
que aún no se aprenden.
Sin embargo, el poeta
las supo eternizar en sus poemas.
“Deja, deja que pasen
los campesinos”.
Aquella noche ascendía oscura
la sangre de la tierra
a lo alto de la casa,
antes que el cuerpo tornase a la tierra.
Los campesinos iban llegando lentamente
como troncos de encinas, como si el encinar
nocturno avanzase, se hubiese puesto
[en marcha.
Era agosto,
mas un hombre se abría hacia el silencio frío
de una doble muerte.
¿Quién puede arrojar en esta vida,
libre de culpa, la primera piedra?
¿Quién la arrojó?
Quizá para quedarse a solas con su muerte,
él le dijo a ella mientras expiraba: “Sal
un poco a la terraza”.
En la terraza, la mujer tenía
clavados sus dos ojos de nieve azul en las lejanías
negras.