El arquero que terminó ganando el premio Nobel por culpa de la tuberculosis
Por: Alejandro Herrera
Cuando uno lee a Albert Camus ingresa de inmediato por un colosal portal de existencialismo, individualismo, consciencia del absurdo y automáticamente uno lo imagina como a un hombre solitario, con el cuello del abrigo de pana levantado a lo James Dean y un cigarro bien colocado en los labios, caminando por las orillas del río Sena cuestionándose por la condición humana y cosas así; sin embargo para muchos se haría dificultoso imaginarlo vestido de corto practicando una de sus grandes pasiones: el fútbol. Lo que nos dicen en las reseñas biográficas sobre el gran Albert Camus es que fue escritor, dramaturgo, periodista, filósofo, ensayista, pensador, etc, pero nadie se atreve -o se digna- a mencionar el gran arquero que fue.
Son cosas del peso de la jerarquía intelectual y cosas así. Sí, seguramente; pero no deja de ser un injusticia de parte de algunos presuntuosos académicos intelectuales que lo obvian como si de una mancha negra en su vida se tratara
Tal vez por las mismas razones para muchos sea difícil imaginar al nobel disfrutando de la atmósfera de uno de sus dos lugares favoritos -junto con el teatro-: las gradas de un estadio repleto de gente chillando con las bocas y manos llenas de desbordante algarabía. Me imagino a esos mismos intelectuales preguntándose con asombro: ¿Por qué? ¿Qué le atraía a nuestro gran pensador humanista de ese deporte de bestias, insulso, irracional y banal actividad que es el fútbol? Y lo peor: ¿Por qué incluso después de obtener el premio nobel, éste insistiría -¡incomprensiblemente!- en que si volviera a nacer y le dieran a elegir entre ser escritor o futbolista, elegiría lo segundo?
Pero él nunca se lo cuestionó de esa manera, ya que la afición al fútbol se le presentó en su temprana niñez, cuando viviera en la sección argelina de Belcourt.Durante. Durante la escuela primaria desempeñaba la posición de centrocampista y delantero. Era un futbolero nato, ferviente y con buenas aptitudes. Su primer equipo estuvo en un pueblo colindante al suyo. Defendía los colores del Montpensier F.C, lo que causaría extrañeza y recelo por parte de sus vecinos que se preguntaban: ¿Por qué éste muchacho juega para el equipo de otra localidad y no la nuestra?
Para entonces el fútbol le iba tan en serio que después se enrolaría en el Racing Universitaire d’Alger (R.U.A.) -equipo que el 1935 llegaría a ser campeón de África-, con el que empezaría a viajar por diferentes localidades argelinas. Ya para este entonces había cambiado la glamorosa posición de centrocampista o delantero por la humilde de arquero. Nadie sabe con certeza el porqué de este cambio. Hay muchas versiones, desde las que no le alcanzaba el dinero para los chimpunes, hasta que su cuerpo no se desarrollaba con suficiente fortaleza. El caso es que ejerció de portero y lo hizo de muy buenas maneras llevando a su equipo a grandes partidos y campeonatos. Camus era una de sus estrellas porque su carisma y entrega acompañaban a sus grandes habilidades. Él mismo recordaría esta etapa como una de las más felices de su vida y también de más aprendizaje, aunque, también reconocería: Siempre perdíamos los partidos que teníamos que ganar. Pero esto mismo fue lo que despertó el cariño y ternura de la gente que los veía y aplaudía. Pero estas derrotas también fueron las que llevaban al joven Albert a las ganas de llorar por las noches después de los partidos y esta se convertiría en una de las razones por las que él disfrutara -o sufriera- tanto del fútbol.
Su ambición e ilusión por continuar ascendiendo en los escalafones futbolísticos se hacían cada vez más grandes, pero fue en este entonces cuando desafortunadamente tendría que colgar los chimpunes de manera definitiva debido a -y en esto sí que no hay especulación alguna- que contrajo la tuberculosis. Sabía que su cuerpo ya no podría soportar nunca más aquellos trotes en el campo. Se anidó únicamente en la escritura y la lectura, pero nunca olvidando el fútbol.
A su llegada a Francia se hizo hincha del Racing Club de París (la única razón: este equipo llevaba los mismos colores de su añorado R.U.A. de su Argelia natal). Seguía a su nuevo club con efervescencia y siempre que podía acudía a los estadios para mezclarse con el pueblo que cada domingo se citaba para saltar, gritar, insultar y a veces también llorar desde las gradas del estadio de ese Racing Club, que por ese entonces presumía de importancia en la liga francesa.
Ya no jugaría pero sí le dedicaría muchas palabras de cariño y aprecio a este deporte. En Lo que le debo al fútbol, por ejemplo, dice cosas como:
“Después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”
“Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha”
A muchos sorprenderán estas declaraciones pero esta pasión en un escritor de su talla en realidad debería de tener mucho sentido, porque, ¿cómo entonces uno podría considerarse humanista sin ver ese hemisferio irracional y tal vez incluso incivil del hombre que está en cosas como por ejemplo el fútbol? Porque tal vez para muchos intelectuales este deporte represente lo decadente del hombre, pero lo cierto es que también representa la vida. Camus lo entendió y lo vivió así y su literatura sigue tan vigente como antes porque existe en ella un clima cargado de frescura y vitalidad, y por esa razón continúan hasta ahora presentándosele adeptos por todas partes, gente que lo admira y que también no puede evitar experimentar afecto hacia él, porque a Camus se le lee con el corazón abierto; como se lee a todos esos grandes escritores con aficiones irracionales. como Cortázar: amante del box. Dostoievski: apasionado perdido del Juego, Ernest Hemingway: adepto a la caza, los toros, la pezca. Bukowski: empedernido amante de la hípica. Roberto Bolaño: seguidor empedernido de la prensa rosa. A todos ellos que no solo los leemos, sino también nos vemos en la obligación moral de confraternizar y estimarlos.
Alejandro Herrera (Ancash, 1978) Estudió en la Facultad de Arte de la Universidad Católica del Perú y en la Universidad Complutense de Madrid. Ha escrito las novelas Bienvenido a mi vida, dictador (2012) y El mundo en que vivimos (2013). Actualmente reside en Londres.