El presente texto fue leído originalmente por su autor en la Kentucky Foreign Language Conference, Lexington, en abr. 27 de 1979; y, posteriormente, fue publicado en Diálogos: Artes, Letras, Ciencias humanas, Vol. 15, N°5 (89), set-oct., 1979.
Por: José Miguel Oviedo*
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Blanca Varela, o la persistencia de la memoria
Como la de tantos otros poetas hispanoamericanos, la poesía de Blanca Varela se ha mantenido en esa tierra de nadie en la que una obra puede alcanzar prestigio y ser reconocida, pero sin ser demasiado difundida, leída y, menos aún, estudiada. Hoy, 30 años después de haber publicado su primer libro, su obra poética sigue siendo, pese a la definida cualidad y a la hondura de su visión, un corpus ignorado inclusive por buenos lectores y críticos de poesía. El hecho es paradójico pues su ingreso al mundo de la poesía no pudo ser más auspicioso: su primer libro, Ese puerto existe[1], traía un prólogo de Octavio Paz, fechado en París, ciudad donde se habían conocido años atrás. En su presentación el poeta mexicano recuerda esos duros días de la posguerra, con su desdén por el arte y sus gestos de negación absoluta; exalta la presencia de «el canto solitario de una muchacha peruana: Blanca Varela»; y caracteriza su poesía con palabras que han sido citadas varias veces como un breve relato de su arte de entonces y de ahora:
Su poesía no explica ni razona. Tampoco es una confidencia. Es un signo, un conjuro, frente, contra y hacia el mundo, una piedra negra tatuada por el fuego y la sal, el amor, el tiempo y la soledad. Y, también, una exploración de la propia conciencia[2].
Pero tras esa feliz inauguración, la obra de Blanca Varela, aunque no dejó de desarrollarse y sumar hasta cuatro distintos títulos más algunos poemas sueltos, lo hizo de un modo bastante más marginal, casi secreto y muy a pesar suyo. La decisión de publicar no es algo a lo que la autora llegue con facilidad y sin vencer los fantasmas del pudor. A lo largo de sus años de poeta, Blanca Varela no ha ganado un solo premio o reconocimiento literario de ninguna especie, por la sencilla razón de no haber participado en ningún concurso. Recelosa de las reuniones literarias, que suelen ser una desgracia de la vida intelectual, ni siquiera ha leído jamás públicamente sus poemas. Sus declaraciones y otros contactos con los lectores han sido parcos y las reseñas que su obra ha merecido pueden contarse con los dedos de la mano. Nada aparentemente vincula su vida personal a las tareas de la poesía, y nada, sin embargo, más ligado que ellas en un plano profundo y esencial. Porque ha sido fiel a la poesía en medio de las vicisitudes de su existencia y ha concentrado (o salvado) lo mejor de ella en esos libros y en esos textos que tan avaramente escapan de sus manos y caen bajo la atención pública, si así podemos llamar al reducido círculo de los que la leen. Todo eso explica por qué he considerado oportuno hablar aquí de su obra, tan pura y misteriosa, y por qué, al mismo tiempo, estoy seguro que nada la horrorizaría más que saber que alguien, quizá indebidamente está extrayendo su persona y sus textos de ese espacio íntimo y discreto que ella nunca quisiera abandonar.
La poesía escrita por mujeres es una fuente de malentendidos y de prejuicios disfrazados de halagos. Haré, por eso, algunas precisiones previas. No entiendo, no sé lo que es «poesía femenina», aunque varias antologías especializadas abonen su existencia. La poesía no tiene sexo, aunque pueda expresar todas las variantes de la pasión sexual. Que el autor de un poema sea hombre o mujer nos es indiferente para disfrutarlo, entenderlo, para juzgar su valor. De hecho, conocemos y gustamos mucha poesía, especialmente antigua, de la identidad de cuyos autores no sabemos nada. Que cierta poesía la escriban mujeres, no la hace en principio ni más curiosa ni justifica una escala crítica especial para estudiarla. Por cierto, lo hábitos sociales, raciales, sexuales del discurso lingüístico presentan (como lo ha señalado George Steiner en «The Distribution of Discourse»)[3] algunas notorias diferencias a lo largo de los siglos pasado, así como ciertos géneros o formas literarias (el diario íntimo, el epistolario) parecen haber sido populares sobre todo gracias a las mujeres; pero la difusión explosiva de la palabra en la sociedad moderna ha hecho que la literatura de las mujeres ocupe un espacio estéticamente indiscernible de cualquier otro: las confidencias femeninas se transmiten a masas de lectores, oyentes o televidentes, y la preciada «intimidad» de su manifestación lingüística ha dejado de serlo gracias a la vulgarización del lenguaje psicoanalítico. Hoy los secretos de alcoba se comparten en el sofá del psiquiatra y luego se convierten en temas del cine; la literatura ya no sirve para lo que servía antes.
El camino de la poesía escrita por mujeres está empedrado de buenas intenciones, no las de ellas, sino de los que dicen entenderla. El caso de Alfonsina Storni, sin duda la poeta más importante de su época, es aleccionador: casi todos los críticos de entonces y de después ―los críticos hombre y mujeres aclaro― se han complacido en aplaudirle sus versos más dudosos, seguros de que en ellos se ponía a prueba su «femineidad», y han ignorado la parte permanente de su obra, aquella en la que no repite ningún estereotipo, sino que crea con la seguridad de quien sabe que, si al escribir es ella misma, no puede ser infiel a su sexo. El problema es que no sabemos con certeza cómo se manifiesta en la poesía una «sensibilidad femenina» ni menos podemos relacionarla sin vacilaciones con la existencia de un creador femenino, como tampoco podemos decir que toda poesía escrita por hombres refleje una «sensibilidad masculina». Para designar a quienes identificamos con la primera hasta tenemos una palabra ―«poetisa»― que no sólo es una de las más desafortunadas de la lengua española porque establece una diferenciación social impertinente al acto de la creación sino que ha llegado a ser casi despectiva: ninguna mujer se sentiría honrada al ser llamada «poetisa».
La historia de la poesía es mucho más variada de lo que esas alternativas parecen ofrecernos. Estoy seguro de que sin la participación de las mujeres, nuestra comprensión de la naturaleza humana a través del arte sería menor, y la evolución de la poesía, desde Safo hasta Alejandra Pizarnik pasando por Sor Juana y Louise Labé, sería distinta más limitada, menos compleja y universal. Siempre me ha llamado la atención la presencia dominante de varias poetas mujeres en los primeros 30 años del siglo: Delmira Agustini, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou. El hecho es curioso porque ésos eran los mismos años en que los tesoros del erotismo poético estaban en manos masculinas y en los que la situación de la mujer (en Hispanoamérica, especialmente) era de una absoluta dependencia aun entre las élites intelectuales. Virginia Woolf ha señalado esa viva paradoja: la diosa adorada de tantos poemas de la época, era a la vez alguien que «could hardly read, could scarcely spell, and was the property of her husband»[4]. Aquellas voces son, en cierto sentido, la poesía de ese tiempo, una parte muy considerable de la tradición del posmodernismo hispanoamericano. Aunque esa herencia no ha desaparecido del todo, en tiempos recientes otro grupo de mujeres ―más diverso en sus actitudes poéticas, menos propensas que ellas a la simple confesionalidad sentimental― han contribuido también a dar un perfil propio a nuestra poesía de hoy. La presencia de Blanca Varela es expresión de esa renovada herencia.
Por contigüidad generacional, por el gesto intelectual y emotivo, por la naturaleza de su aventura interior, su obra aparece ligada a la de otras poetas del continente, como la mexicana Rosario Castellanos, la salvadoreña Claribel Alegría, las uruguayas Idea Vilariño e Ida Vitale, y la argentina Olga Orozco. Es con esta última con quien la semejanza resulta mayor, pues amabas comparten un legado común: el del surrealismo. Recientemente, Anna Balakian ha confirmado lo que todos intuíamos: si Breton no lo hubiese fundado en París, el surrealismo habría aparecido de alguna manera en América Latina, y si aquél definió sus principios básicos, sus verdaderos epígonos, intérpretes y renovadores no se encuentran en Europa ni en Estados Unidos, sino en esta parte del continente. Quizá se debe a que nuestra relación con lo imaginario tiene una secreta conexión con la utopía surrealista; como dice Balakian: «It may be that the freedom with which these Latin-American could use an old language and the vitality of a new land made Breton’s nostalgia for a Golden Age seen not a pipe dream but a promise for the future»[5].
Por cierto, el lector no va a encontrar en los poemas de Blanca Varela nada que recuerde el automatismo verbal o el azar objetivo, aunque la presencia del material inconsciente sea bastante notoria sobre todo al comienzo de su obra. Pero no es eso, ni la forma como está reelaborado, lo que determina su filiación surrealista. El surrealismo no es lo que es por ser un canon o un conjunto de técnicas artísticas, sino por ser una visión del mundo y un método espiritual, para transformarlo. Es también una moral, pero una moral de la pasión ―la frase es de Sartre― y por lo tanto es un modo de enfrentar la realidad que no se agota dentro de los límites de una escuela o movimiento. Frecuentemente olvidamos que el surrealismo no busca los territorios del sueño y lo maravilloso para fugarse de la realidad, sino para penetrarla del modo más intenso y radical. Si indaga en los laberintos de la locura es porque persigue una nueva lógica, que expresa al hombre como totalidad. Como dice Ferdinand Alquié: «Al surrealismo no le gusta perder la razón; le gusta todo lo que la razón nos hace perder»[6]. Breton hablaba de una «razón verdadera y sin eclipses» y del «apetito de un conocimiento universal por descubrir lo nuevo»[7].
Esa candente cuestión humana reanimada por el surrealismo es el foco de la poesía de Blanca Varela. Conciencia y sueño, razón y sensibilidad, día y noche, mentira y autenticidad, amor y desdén, son los polos entre los que se debate y los que dan a su obra su característico tono de rebelde insatisfacción. Entre la angustia y un delicado humor, esta poesía siempre dice no al realismo estrecho de la razón y lo establecido, y exalta las posibilidades ilimitadas del conocimiento sensible, el único que puede religarnos con el universo. Aunque las forma que adopta esa visión han cambiado bastante con los años y su lenguaje se ha hecho menos derivativo del de otros, más ajustado a su propio centro y más cortante también, la visión misma no se ha alterado perceptiblemente.
Hasta hoy, Blanca Varela ha publicado cuatro títulos, que corresponden a tres breves libros (Ese puerto existe, 1959; Luz de día, 1963; Valses y otras falsas confesiones, 1972) y un cuadernillo, el reciente Canto villano (1978)[8]. En todos pueden hallarse poemas en los que, con un poco de atención, es fácil reconocer una identidad de búsqueda, la reiteración de una demanda a la realidad inmediata que desemboca en un proceso de introspección y autorreconocimiento. Esta inmersión en sí misma genera la chispa de una revelación inquietante sobre los alcances reales de la existencia, sobre su horror y su belleza. «Puerto Supe», del libro inicial, ofrece el primer ejemplo. El poema comienza como una bella evocación de un lugar específico vinculado a una experiencia personal: días de juventud, ensoñación y descanso en una playa al norte de Lima, que propician una identificación profunda con el paisaje costeño, un sentimiento de pertenencia y arraigo:
Amo la costa, ese espejo muerto
en dónde el aire gira como loco,
esa ola de fuego que arrasa corredores,
círculo de sombra y cristales perfectos.
Pero el movimiento descriptivo acaba allí, pues la última larga estrofa nos hace caer en un ámbito de sombra y soledad: su vida interior, desgarrada por pasiones que la arrastran «de la noche hacia la noche honda» con la fuerza absurda de los sueños. Y, sin embargo, esa oscura memoria en pugna consigo misma, acosada por los hostiles fragmentos de su mundo onírico («esa asfixiante seda, ese pesado espacio/ poblado e agua y pálidas corolas») quiere, heroicamente, alcanzar la otra orilla, ser «el que despierta», «el que no quiere ver la noche», aunque sabe de la amargura de la realidad a la que debe regresar. Aquí, a este lado del sueño está el reino de las «manos imperfectas», presidido por «un lecho ardiente donde lloro a solas», donde la vida tiene que recomenzar y ser dolorosamente asumida con un sentido de responsabilidad moral. La realidad (la costa) y la irrealidad (el sueño) sólo han servido para afirmar esa otra dimensión, esa alta e ilimitada promesa de la existencia que se construye pero que no es ni la una ni la otra.
En Luz de día hay un texto titulado «Vals» que ofrece una interesante variedad de esta misma actitud. La primera línea («No he buscado otra hora, ni otro día, ni otro dios que tú») parece anunciar un poema de amor, de amor personal, pero se trata más bien, irónicamente, de una confesión de odio y amor por una ciudad, por Lima. (En su poesía, como se verá más adelante, es frecuente encontrar, precedidas por ambiguas confidencias amorosas, estas manifestaciones veladas de su identificación con un determinado contexto urbano; y también es posible hallar lo contrario: poemas que comienzan como homenajes o antihomenajes a Lima pero que terminan siendo expresiones de amor entre seres individuales.) Otra vez se manifiesta aquí la adhesión por esa realidad concreta como una afinidad nacida del mutuo desamparo, un amor que se parece más bien a la piedad y a la autocompasión: «La soledad nos une en la humedad del guisante, en la hinchazón de la ola, en el sudor de la raíz». E inmediatamente después hay una explosión de rechazo y de asco, cuyo símbolo es l vals, esa apoteosis del sentimentalismo, la cursilería y el machismo criollo, que se agolpa en su memoria como un insulto. El impacto emotivo producido por la memoria de esa música, provoca, nuevamente, el movimiento de repliegue hacia adentro, hacia esa zona de conflictos ardientes que sobrelleva como una carga cotidiana y secreta:
Asciendo y caigo al fondo de mi alma
que reverdece, agónica de luz, imantada de luz.
En este ir y venir bate el tiempo las alas
detenido para siempre.
Esa inmersión o caída interior ―Gerald Manley Hopkins habla de un inscape en vez de un escape― Desencadena paradójicamente una intensa actividad por retomar contacto con la realidad, por poseerla, lo que se refleja en los verbos «recrearte», «perderte», «buscar(te)», «reconocerte», «perseguirte» de las dos estrofas siguientes. Varias imágenes contrastantes tratan de recomponer esa rota realidad («polvo/brizna», «contacto/olvido», «mancha de sol/sombra de lluvia»), pero la que considero clave es «condenado girasol» porque alude a la posición central y radiante que esa odiosa dimensión urbana ocupa en la subjetividad creadora: ella es también lo que detesta y la destruye, la ciudad enemiga es su doble, la pareja o rival en los giros del vals que recobra como un mal recuerdo. «La baya cargada de ira» que antes había caracterizado a la música popular evocada, ahora se abre y florece: en la última estrofa «estalla una breve furiosa», la mirada se enciende con una pasión febril («la pupila en llamas/ buscándote») y la conciencia gana una nueva lucidez en la que los opuestos parecen reconciliarse en una refulgente visión de trascendencia: esa «razón de luz» final se opone violentamente a las ráfagas turbias y ominosas («Laberinto, pirámide de fuego», «pozo que amenaza», «primavera ciega») que dominaban al comienzo.
El primer texto del siguiente libro (que es el poema más extenso que haya escrito Blanca Varela y quizá el más ambicioso) tiene un título que se puede relacionar fácilmente con el que acabo de examinar: se llama «Valses» y más que un texto, es una constelación textual, un tejido de palabras propias y ajenas, de formas líricas y narrativas, de biografía e imaginación, que se van entrelazando alrededor de ejes señalados por citas de viejos valses peruanos: «Mi noche ya no es de noche por lo oscura», «Juguete del destino», etc. El contrapunto se produce entre la voz lírica que habla desde un presente o un pasado mitificado por la lejanía, y una voz objetiva que relata, en un tomo de lacónico realismo, un episodio en apariencia intrascendente. El primer nivel textual se refiere a Lima y está escrito en verso; el segundo, a ciertos barrio de New York (Bleeker Street, Washington Square, Wall Street) y está escrito en prosa. Aquel comienza, hermosamente, con la característica ambigüedad, como dirigido a una persona: «No sé si te amo o aborrezco.» Pero luego no vemos a ninguna persona, sino una borrosa realidad (más tarde sabremos que es Lima) recobrada sobre todo como una dimensión visual que explota en confusos y vívidos colores («violeta rojo azul amarillo naranja»). Ya en la siguiente instancia del mismo nivel, estos se han convertido en
Un río de colores entre sombras
sobras que me deslumbran
criaturas que me ciegan
criaturas del alma
y uno de ellos («el inmundo el bellísimo azul/ el inclemente azul») delata la presencia del deseo. Comienza así el consabido viaje hacia adentro: en la siguiente secuencia de la voz lírica, esta se pregunta por el origen y adopta un tono marcadamente angustioso:
dónde aprendí a mentir
a llevar mi nombre de seis letras negras
como un golpe ajeno?
Simultáneamente, la voz narrativa ha ido contándonos otra historia: la del extrañamiento, la de una tierra extranjera, cuyos dramas cotidianos, cuya suciedad, cuya violencia la rozan continuamente, pero sólo para devolverla a su otra realidad, la de la ciudad natal. La cuarta secuencia en verso es enteramente una confesión del amor por Lima que no teme ceder a la idealización emotiva; en un pasaje aparece una imagen («la tarde abriéndose como una fruta otoñal») que recuerda claramente la breva que estalla bajo la luz, del poema anterior, y que echa a andar el tiempo detenido y vacío del comienzo. Aquí tenemos también la luz ardiente y un intrigante murmullo de voces:
Hogueras en un huerto
donde las horas danzaban sin prisa.
El minuto era eterno.
¡Qué misteriosas voces!
¿Por qué contaban entonces?
En el siguiente fragmento lírico domina una atmósfera marina (gaviotas, peces, medusas, islas), el mismo ambiente de la juventud vuelto a visitar en el poema de Ese puerto existe. La limpidez de ese fragmento del pasado contrasta con la secuencia narrativa que le sigue, con sus colores carbonosos, con ese único «plano gris lavado con delgadas manchas amarillas y rosas»: la sordidez de la vasta urbe sugiere a la memoria algo irreal que asocia con «un decorado de teatro». Y así el poema llega a su secuencia final, en la que la ciudad natal se convierte, dramáticamente, en una mendiga desdentada que la acusa de culpas imaginarias, que se le impone como una obsesión de pesadilla. En ese monstruo que se alimenta de sus propias entrañas, la conciencia se reconoce también a una madre, una amante de la que no puede desprenderse porque le pertenece sin remedio:
porque vuelvo
sólo para nombrarte
desde adentro
desde este mar sin olas
para llamarte madre sin lágrimas
impúdica
amada a la distancia
remordimiento y caricia
leprosa desdentada
mía.
«Monsieur Monod no sabe cantar» es uno de los dos poemas más importantes (el otro es «Camino a Babel») del cuaderno titulado Canto villano[9]. Ambos son, en gran medida, este tipo de poema amoroso no personal que antes he tratado de señalar, en el que os objetos de la pasión son indiscerniblemente una ciudad y algún ser humano, quizá un hombre amado o un hijo; ambos aprovechan datos de la realidad cultural (best-sellers, canciones populares, películas, otros poemas, fábulas infantiles, etc.) como elementos que dan concreción al esfuerzo reflexivo sobre la propia experiencia. El caso de «Monsieur Monod» es más extremo que todos los anteriores porque puede decirse que las imágenes del poema han soldado del todo la realidad interior a la objetiva, y que ambas forman ya un solo plano por el que la conciencia, como en una verdadera cinta de Moebius, se desliza por dentro y por fuera sin transiciones perceptible. El comienzo
querido mío
te recuerdo como la mejor canción
Tiene algo de irónico en su ternura, pero sobre todo liga la pasión amorosa al recuerdo de la música, lo que ha funcionado en los poemas examinados como un resorte hacia el reencuentro con el mundo de la ciudad. La memoria misma está vista como «ese disco rayado antes de usarse». Y luego la aparición de la noche en la segunda estrofa vinculada otra vez a la música («así debe decir la canción») y a ciertas imágenes violentas («perra insaciable», «madre espléndida», «paridora y descalza siempre») que recuerdan los epítetos que suscitaba la ciudad en «Valses» del libro anterior. Mientras en la tercera estrofa, las referencias a la ciudad se hacen al fin específicas y reconocibles por lo menos para el que conoce Lima («color clara de huevo/ con olor a pescado y mala leche/ oscura boca de lobo que te lleva de Cluny al Parque Salazar»), en la cuarta, el tono vuelve a hacerse íntimo y tierno: «querido mío/ adoro todo lo que no es mío/ tú por ejemplo», que es exactamente lo opuesto de o que concluía en «Valses». Ese contraste se resuelve en la estrofa final, donde la visión trasciende las fáciles oposiciones que nos hacen caer «en la trampa del ser/ o del no ser/ o de no quiero esto sino lo otro». Las parejas amor/odio, ciudad/amante, marido/hijo o, como dice ella: «tú y yo/ you and me/ toi et moi», aluden a la doble unidad irreductible de la vida, todo eso que nos resta tras la pérdida de las grandes ilusiones: dos almas (las que sean) enamoradas en medio de la derrota, la debilidad o la mentira. La alusión del título queda aclarada en los dos últimos versos: el Monsieur Monod es, por cierto, el autor de Le hasard et la necessité, ese popular libro científico de comienzos de los 70 que explica la vida como una conjunción afortunada de nuestros mecanismos bioquímicos. Con delicado sarcasmo, sin otro argumento que su certeza de que la vida es algo más que una encrucijada del azar con las reglas inmutables de la especie, Blanca Varela lanza una respuesta en defensa de aquella que es, significativamente, una variante del célebre verso de Quevedo:
porque ácido ribonucleico somos
pero ácido ribonucleico enamorado siempre.
Como se ve, sobre todo por los poemas tomados de las dos últimas colecciones, esta poesía no debe nada a la retórica del surrealismo, pero algo esencial de su espíritu y mística sigue presente en ella. Puede ser que ahora ya no sea apropiado llamar a Blanca Varela una poeta surrealista, pero sin el surrealismo su poesía sería otra, o no sería. Eso esencial es su negativa radical a aceptar la realidad tal como nos es dada, su minuciosa y discreta insurrección cotidiana contra cada pequeño acto o fuerza mediocre que tienda a apagar el fuego de la imaginación, su necesidad de satisfacer en todo momento la loca y natural sed humana de ir siempre más allá. Parodiando las formas del vals, exorcizando sus memorias de la Lima de su infancia y la de ahora, reconociéndose en el mar, la costa y la miseria circundante, Blanca Varela yergue su poesía en legítima defensa contra las coartadas del sentimentalismo, el ámbito familiar y los ritos sociales que enmascaran y asfixian la naturaleza humana. Para ella, la existencia es un compromiso en continuo reajuste entre la lucidez (que no es la razón) y la pasión que garantiza la autenticidad de nuestra experiencia. Eso es lo que, más allá de las diferencias visibles, podemos hallar en Novalis, Blake, Breton. Blanca Varela pertenece también, aunque en otros términos, a esa tradición, la de los poetas que parten de la convicción que, según Jacques Riviere, tenía Rimbaud: «La institución es un compromiso con lo imperfecto»,[10] y que persiguen el alto sentido que la vida parece a la vez prometernos y negarnos. Breton escribió al final de su primer manifiesto: «Vivir y dejar vivir son soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte.» La poesía de Blanca Varela no ha perdido esa fe.
Bloomington, marzo 1979
*(Lima-Perú, 1934). Profesor y crítico literario. Doctor por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Fue profesor de literatura hispanoamericana en el Departamento de Lenguas Romances de la Universidad de Pennsylvania. Recibió la beca Rockefeller de investigación (1991). Es miembro del consejo editorial de Vuelta Hispanic Review y forma parte del proyecto para el Handbook of Latin American Studies de la biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Entre sus publicaciones se encuentran Genio y figura de Ricardo Palma (1968), Vargas Llosa: la invención de una realidad (1970), De los orígenes a la emancipación (1995), Del romanticismo al modernismo (1997), Postmodernismo, vanguardia y regionalismo (2001), De Borges al presente (2001), Dossier Vargas Llosa (2007), Breve historia del ensayo hispanoamericano (1991) y Cuatro tomos de Historia de la literatura hispanoamericana (2001). Son reconocidas sus antologías Narradores peruanos (1968), Estos trece (sobre poesía peruana, 1973), Musas en guerra (1987) y Antología critica del cuento hispanoamericano (1992). También es autor de los libros de relatos Soledad & Compañía (1987), La vida maravillosa (1988) y La última fiesta (1998).
[1] Blanca Varela, Ese puerto existe (Xalapa, México: Universidad Veracruzana, 1959). Prólogo de Octavio Paz. Publicado luego como «Destiempos de Blanca Varela» en Octavio Paz, Puertas al campo (México: UNAM, 1965), pp. 115-21.
[2] Ese puerto existe, p.13. Según me reveló hace años la autora, su libro está vinculado con Paz aún de otro modo: él sugirió el título que lleva.
[3] George Steiner, On Dificulty and Other Essays (Oxford: Oxford University Press, 1978), pp. 71 y ss.
[4] Virginia Woolf. A Room of One’s Own (New York: Harcourt, Brace and World, 1929), p.46.
[5] Anna Balakian, «Latin-American Poets and the Surrealist Heritage», en Surrealismo/Surrealismos. Latinoamérica y España, eds. Peter G. Earle y Germán Gullón (Philadelphia: Department of Romance Languages, University of Pennsylvania, a.f.) p. 18. Véase también Jaime Alazraki, «Surrealismo―The Sacred Disease of Our Time», ibid., pp. 20-24.
[6] Ferdinand Alquié, Filosofía del surrealismo (Barcelona: Barral Editores, 1974), p. 139.
[7] Ibid., p. 146.
[8] Blanca Varela, Luz de día (Lima: Ediciones de la Rama Florida, 1963); Valses y otras falsas confesiones (Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1972); Canto villano (Lima: Ediciones Arybalo, 1978).
[9] Según lo expuesto, este título tiene un significativo doble sentido: canto de la ciudad natal, pero también cano de la vileza que empaña la vida: amor y desprecio.
[10] Juan-Eduardo Cirlot, Introducción al surrealismo (Madrid: Revista de Occidente, 1953), p. 330.