El presente texto, ha sido revisado por su autor con motivo de este homenaje a la poeta Blanca Varela, su última versión fue escrita en México y data del 2001.
Por: Adolfo Castañón*
Cortesía de la foto: Archivo Blanca Varela
Blanca Varela: La poesía como una
conquista del silencio
Empecé a usar el negro puro como un
color de luz y no de oscuridad.
Henri Matisse
Perú —lo sabemos en México y entre españoles e hispanoamericanos— es tierra de poetas. Al igual que en la América mexicana, la tradición literaria gravita en Perú en torno a la espina medular de la lírica; acaso la gravedad de la herencia indígena se trasmina entre las palabras de nuestros poetas infundiéndoles cierta fuerza mineral. Sea mestiza, como sea criolla, la poesía hispanoamericana de estos días nuestros que empiezan en la segunda mitad del siglo XX sería difícilmente concebible sin la acción de voces como las de José María Eguren, César Vallejo o Emilio Adolfo Westphalen, polos radioactivos de la lírica contemporánea escrita en nuestro idioma y espejos tutelares para algunos aspectos de la obra de Blanca Varela sin la cual, por cierto, tampoco sería fácilmente imaginable la música instigadora del actual idioma poético castellano.
La de Blanca Varela tiene cierto aire de familia poética con las voces intensas y abrasadoras de Gabriela Mistral y de Alejandra Pizarnik, quizá porque su oficio poético se ejerce ante ese tribunal militar de la conciencia —que decía su amigo el poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas— para el cual no hay delitos menores en materia de creación poética (y un poeta es responsable de su decir tanto como de las alusiones que instiga su silencio.) Como Mistral y Pizarnik, Blanca Varela sabe que no se escribe impunemente.
Blanca Varela nació en Lima en 1926, hija de «una conocida compositora de valses y autora de Textos criollos»[1], Esmeralda González, más conocida por su seudónimo de Serafina Quinteros. Por su fecha de nacimiento, pertenece en Perú a la Generación del 50, una brillante constelación de poetas compuesta por . Dentro de la poesía peruana tiene afinidades con Emilio Adolfo Westphalen (1911-2001), que acaso podría considerarse su maestro, por la forma de practicar una crítica del lenguaje que resulta en la invención de un idioma lírico, en la creación de una actitud verbal que nunca pierde de vista el imperativo ético de la inteligencia.
Casada con el pintor Fernando de Szyszlo, Blanca Varela llega a París a finales de los años cuarenta para permanecer ahí casi una década. Ahí conoce y hace amistad con un numeroso y heterogéneo grupo de artistas y escritores de la época. Primero con Szyszlo y luego viviendo sola en París durante dos años, se empapa Blanca de la vida cultural y artística de esta ciudad. Por intermedio de Jacques Lanzman conoce a Sartre, de Beauvoir, Michaux, Giacometti y Léger, pero sobre todo a Simone de Beauvoir con quien comparte juegos y diversiones, y entre los hispanoamericanos, a Carlos Martínez Rivas y, por supuesto, a Octavio Paz quien supo hacer un retrato de aquella familia espiritual, en el conocido y hermoso prólogo que escribió para el primer libro de Blanca Varela, Ese puerto existe[2]:
«No creíamos en el arte. Pero creíamos en la eficacia de la palabra, en el poder del signo. El poema o el cuadro eran exorcismos, conjuros contra el desierto, conjuros contra el ruido, la nada, el bostezo, el claxon, la bomba. Escribir era defenderse, defender la vida. La poesía era un acto de legítima defensa. Escribir: arrancar chispas a la piedra, provocar la lluvia, ahuyentar a los fantasmas del ruido, el poder y la mentira. Había trampas en todas las esquinas. La trampa del éxito, la del “arte comprometido”, la de la falsa pureza. El grito, la prédica, el silencio: tres deserciones. Contra las tres, el canto. En aquellos días todos cantamos. Y entre esos cantos, el canto solitario de una muchacha peruana: Blanca Varela. El más secreto y tímido, el más natural.»[3]
Se inicia con la Guerra Fría un proceso de desencanto y malestar. Es la época que «después de la guerra convirtió en ruinas nuestras ciudades» (H.G. Gadamer). ¿Cómo escribir después de Auschwittz? se preguntará el joven Günter Grass —contemporáneo, por cierto, de Blanca Varela—; ¿cómo no reconocer las ruinas sombrías de la utopía después de las denuncias de David Rousset —presentados en español en Sur por Octavio Paz— a propósito de la existencia de campos de concentración y «rehabilitación» en la Unión Soviética? Si en Europa se da una conciencia aciaga de crisis y agonía, en América Latina, y en particular en Perú, el idioma de la Revolución y del «arte comprometido» tiene no poca beligerancia y credibilidad entre los jóvenes —según deja ver Mario Vargas Llosa en distintos lugares de El pez en el agua, su libro de memorias (1993). La exigencia del ascetismo como una condición del oficio del poeta, la concepción ética del estilo que hace estallar la articulación sintáctica convencional, la idea de una palabra pobre y austera, desnuda y hasta desolada y árida si se quiere,[4] la atención a la historia, a la cultura, a lo histórico y a lo cultural como materia ineludible de la escritura rigen la raíz misma del quehacer poético así en Europa como en Usamérica.
En América Latina ese proceso se presenta tardíamente y va preñado de residuos, vestigios del tiempo desvertebrado en que han vivido nuestros países donde por un largo momento histórico. Los destinos del estado-nacional y del escritor-hombre público coincidieron impregnando el proceso de la invención literaria de lo que —empleando una fórmula del crítico peruano Julio Ortega— podría llamarse un ‘discurso de la abundancia’. A diferencia de las vanguardias europeas que pronto descubren la fertilidad del desierto y sus caminos, y que parten desde Arthur Rimbaud y el Conde de Lautréamont de una condición crítica y no ejemplar de la figura del escritor, en Hispanoamérica se da una doble tradición anti-moderna: el escritor como cifra ejemplar de la imaginación política y el uso profuso, elocuente de la palabra que precisa realizar inventarios, atlas, «cantos generales», «cantos cósmicos». Esos vectores no significan que no se hayan dado en el orbe hispanoamericano líneas de acción lírica y de conducta sintáctica marcadas, de un lado, por la plasticidad inventiva (cf. Vicente Huidobro y César Vallejo); del otro, por la concentración, el rigor y el descubrimiento de la poesía como una ascesis, ejercicio espiritual previo y paralelo a la restitución de un «sentido más puro a las palabras de la tribu». Pero ese reintegro pasa por un hartazgo, por un reconocimiento de la ineptitud del discurso y de una aguda conciencia de «la palabra fatigada». Blanca Varela no ha terminado, por cierto, de nombrar el bostezo, según recuerda Juan Gustavo Cobo Borda en su Antología de la poesía hispanoamericana (1985). En «Conversación con Simone Weil», —la atormentada pensadora en quien dialogan Cristo y Sócrates— Blanca Varela da cuenta del dolor ausente que es conciencia lancinante de la ausencia de sentido que oprime al hombre y la mujer contemporáneos:
Y todo debe ser mentira
porque no estoy en el sitio de mi alma
No me quejo de la buena manera.
La poesía me harta.
Cierro la puerta.
Orino tristemente sobre el mezquino
Fuego de la gracia. (p. 109)
Más acá, Blanca Varela pertenece a esa línea subterránea y excéntrica, abrasiva, compacta y astringente a la que se afilian Gabriela Mistral y Alejandra Pizarnik, pero también Jorge Luis Borges, Emilio Adolfo Westphalen y Octavio Paz, José Gorostiza y Gonzalo Rojas, Carlos Martínez Rivas y Gabriel Zaid. En España —esa otra América— su poética tendría ciertas afinidades con las de Jaime Gil de Biedma y José Ángel Valente, Claudio Rodríguez y Antonio Gamoneda.
Pero si «el canto solitario de una muchacha peruana: Blanca Varela» es el «más secreto y tímido, el más natural», como ha dicho Octavio Paz, ello se debe en buena medida a la honda lealtad que la poeta sostiene con la materia de su expresión y de su experiencia a la infatigable tenacidad con que libro a libro y poema a poema busca «el sitio de mi alma». Es quizá esta congruencia tenaz la que ha hecho de su obra relativamente breve una de las contraseñas del diálogo poético hispanoamericano y de su persona una de las figuras más respetadas de la cultura americana contemporánea.
Una «minuciosa y discreta insurrección cotidiana contra cada pequeño acto o fuerza mediocre que tienda a apagar el fuego de la imaginación», como escribe José Miguel Oviedo,[5] se encuentra en la raíz de una lealtad que la ha llevado a trabajar intensamente una misma materia imaginaria, a re-escribir pero diríamos mejor a revisitar con su canto los lugares decisivos de su aventura interior: mientras la gran mayoría de los escritores en verso se afanan en un ensayismo y en un transformismo que bajo el antifaz de la sorpresa es un homenaje servil «A la realidad»
y te rendimos diosa
el gran homenaje
el mayor asombro
el bostezo (p. 147),
Blanca Varela ha elegido el calendario mítico de Sísifo que inicia una y otra vez la obra que fracasa, la obra que decae cada que es abandonada. Por eso, más que re-escribir un poema o un puñado de poemas «nuestra autora recomienza en cada poema siempre una misma situación fundamental, infinita, inagotable, con mínimos desplazamientos, firmemente solidaria con una idea de la expresión que estaba toda contenida en (…) Ese puerto existe», como escribe Roberto Paoli.[6] Con todo, ese recomienzo, recordémoslo, es un acto de resistencia al orden convencional y falaz de las palabras; ese recomienzo incesante es, ¿de que otro modo decirlo?, un camino de perfección. Estamos hablando del «poema como destino, no como conquista verbal».[7]
Curiosamente, este eterno recomienzo es una de las marcas que señalan a Blanca Varela como una de esas figuras que no se encuentran ni antes ni después de la historia sino en cierto modo al margen, recorriendo otra historia —la interior: la de la poesía y el arte—, otra geografía —la de ese paisaje interior cuyos secretos relieves y desfiladeros ha sabido mostrar sin traicionar la de esa patria inmaterial donde se ubica el lugar del canto, «el sitio de mi alma». Al margen de los foros pero al mismo tiempo en el centro de su fuero íntimo, en el seno de ese gimnasio interior donde practica una y otra vez las disciplinas y ejercicios que por comodidad llamamos poemas, Blanca Varela se entrega a la danza de la vida y de la ciudad, pero no se deja llevar por el baile de las palabras. Cuando titula Valses y otras confesiones (1964-1971) a su tercera recopilación de poemas quizá no deja de tener en cuenta que el añorado vals criollo es después de todo una forma inauténtica de expresión popular —por eso «valses» será casi sinónimo de «otras falsas confesiones». ¿Falsas confesiones? «…la flor señala el crimen / con callado rubor»[8] pero «tú eres el perro, tú eres la flor que ladra» («Secreto de familia”)
Introspección y retrospección, auto-observación y auto-auscultamiento, («Flores para el oído»), re-lectura de la página escrita desde el otro lado del espejo: Blanca Varela se adentra en la intemperie de su mundo interior armada hasta los dientes pero sobre todo protegida por la inocencia que le hace amar la danza de la vida sin condiciones, entregarse al vals y a la confesión verdadera o falsa, ponerse «Camino a Babel» «Oyendo a Billi Holiday». Es la inocencia, casi se diría el laicismo, de aquella persona exenta de ínfulas nobiliarias que pertenece al estado llano, a la clase común de los ciudadanos y que no lleva en el alma esa forma de muerte que es el fantasma del éxito y la nombradía. Es la cantarina inocencia de la dignidad y la rusticidad del villano. Blanca Varela tituló a la primera reunión importante de su obra poética Canto villano. La elocuente ambigüedad del título no ha escapado a la crítica: el decir poético de Blanca Varela está indisociablemente ligado a la ciudad. El suyo es un canto urbano, demasiado urbano, es decir un canto villano.[9] No en balde se ha llamado la atención sobre la intensidad afectuosa con que Blanca Varela invoca a la ciudad y sus fantasmas en un poema («Valses») donde la canción de amor a la ciudad nativa (Lima) se alterna con un diario en prosa donde se presentan escenas oscuras de otra ciudad (Nueva York). Imprecación y canto de amor, autorretratos irónicos y profanas moralidades legendarias de nuestra ilegible edad.
El contrapunto entre el talante casi elegiaco del tramo limeño y la desnuda enunciación de los episodios noviyorkinos traduce cabalmente la amplitud del espectro connotado por la fórmula Canto villano: a la vez cartografía sentimental de la ciudad nativa y pintura realista pero compasiva de la humanidad arruinada que se contonea en la metrópoli. Quien dice contrapunto, dice contraste. La poesía de Blanca Varela está recorrida infatigablemente por un tren de contrastes («Inmóvil tras mi cuerpo soy un río que crece, que avanza en la noche»: «No estar») no sólo en el plano epidérmico de los conjuntos semánticos sino también y sobre todo en el terreno de las actitudes y del instrumental intelectual y psicológico con que construye el poema. Contraste y tensión («Aprende a odiarte como a ti mismo»)[10] que rubrican un libro de horas, un reloj de sal y sangre que es a la par, casa y campo de experimentación, museo secreto y santuario, jardín y alcoba, manual de perdones y alacena de venenos y contravenenos, («El verbo no alimenta. Las cifras no sacian»)[11] cuyo propósito no es tanto la creación de una obra y de un puñado de poemas más o menos memorables y perfectos como la constitución de una persona poética, la instauración que diría José Ángel Valente, de un lugar del canto, de un espacio donde la poesía prefigura «una forma secreta de existencia más libre, más pura y más bella que la de la vida común y corriente» (Mario Vargas Llosa). De ahí la insistencia casi obsesiva y que recuerda el severo mundo de la danza en el poema considerado no como objeto sino como práctica e instrumento del diálogo a tres voces entre el lenguaje, el mundo y esa figura de la crítica y de la pasión, de la adhesión y la resistencia que es la identidad personal. La idea poética se da entonces en la obra de Blanca Varela como una práctica del poema y en el poema, como una infatigable serie de pasos, rutinas, ensayos, valses, posturas deliberadas y ejercicios calculados que buscan discernir lo imponderable e inventar una aritmética para medirle el ritmo a la luz interior y a
…la musiquilla dulzona y apocalíptica
anunciadora del contoneo atávico
sobre el hueco y el tembladeral[12].
El libro de barro de Blanca Varela es un cuaderno escrito sobre la arena de los días pasados o perdidos. Lo compone un reloj de veintitrés poemas que da las horas del olvido y los minutos de la memoria. Se trata de un diario escrito para desenterrar el origen («el frágil huesecillo de la estirpe»). O es quizá una sonda lanzada a la profundidad vivida para calar dónde empezó todo. En busca del origen, El libro de barro va en busca del momento, (¿el lugar?) donde se dio la ruptura con el origen y empezó esa forma de olvido que llamamos memoria. Pero, ¿cómo es posible un «libro de barro»? La expresión es, paradójica y, hasta cierto contrapunto, híbrida. Lo primero porque el libro encuentra su antecedente —su origen— en la piedra, es decir en el espacio de la fijeza. Lo segundo pues que el barro viene de la fusión del agua y de la tierra. Por ello uno de los temas, (en el sentido musical de la palabra) de este poema hecho de poemas, es el discurso de los límites: ¿dónde termina el agua y la tierra y dónde empieza el barro? ¿Cuándo y cómo nació la palabra? ¿Dónde está el que la dice, la escribe, la oye o la lee?
Blanca Varela no se hace, por supuesto, así estas preguntas. Se entrega a ellas; nada más, nada menos. Podría decirse que de la fricción de estas preguntas inmanentes (que la trascienden, que son y no suyas y cuya luz la atraviesa y pre-figura) con ese cuerpo mental que es como la sombra de su cifra nace esa escritura que es Luz de día (como titula su segundo libro en 1963), surgen las palabras del poema compuesto por veintitrés poemas. El libro de barro —advirtámoslo— es un organismo, no una máquina. Un organismo o la huella de un ser vivo que va en busca de sus primeros augurios. Entre los sueños del agua y la voluntad fatal de la tierra, corre discreto —a veces invisible pero tenaz— el rastro de la sangre, discurre el eco de los huesos cuyo ritmo se confunde con el tácito compás de los astros. En El libro de barro está en juego el límite, la línea o momento donde el sujeto leído y elocuente pasa de un calendario a otro; juega la línea donde, por así decir, la geología se anima y se transforma en prehistoria, se hace espacio mental el punto donde «se suceden vacío continuo y plenitud sin nombre».
¿Cómo recordar el olvido? ¿Cómo perdonar lo imperdonable y decir lo que no? Asombrosa pero explicablemente El libro de barro está circunscrito por el hilo de una escritura abrasiva, escrito al calor de una docta ignorancia elevada a la blancura incandescente que sabe catalizar en su crisol al barro. Tierra húmeda en trance de tierra cristalizada y cristalina. Metáfora de la carne perpleja. Música de la tierra que sabe: libro de barro.
Ejercicios materiales cuenta trece poemas, trece cuadros, a veces retratos, a veces aciagos autorretratos de la poeta demiurga. La experiencia de los límites que recorre la obra de Blanca Varela se expresa aquí con admirable ferocidad. Si la vida es despiadada, el diálogo que se debe sostener con ella no sabría prescindir de esas y otras cualidades afines si es que esa conversación aspira a tener un sentido. El poema es el espacio de ese diálogo, el ámbito donde se manifiesta la otra luz del día.
Ejercicios materiales: la expresión instiga una alusión clara a los «ejercicios espirituales» de Ignacio de Loyola. Al igual que en ellos está en juego aquí una ascesis, una regla de vida espiritual cuyo monacato gira en torno a otra mendicidad (la del amor y el deseo) y presupone un voto de obediencia y sumisión no tanto o no sólo a la carne como a la carne reflejada, sorprendida en el azogue mercurial de las sílabas. Subrayemos que esos ejercicios lo son realmente como delata el uso de los infinitivos (como en «Sin fecha» dedicado por cierto y como si nada a Kafka), o como prescribe explícitamente el poema que da título al libro. ¿Cómo conversar con el amor, el deseo y la muerte? ¿Cómo lidiar con ellos, es decir: torearlos: «uno, dos, tres golpes en la piedra bastan y sobran. El alma se desnuda frente a la carne celestial»? (Crónica I, p. 211). Golpes en la piedra del lenguaje para encontrar las palabras detrás de las palabras y llamar a las cosas por su nombre secreto, decirlas desde el idioma oculto al que sólo se accede gracias a ese golpe de la piedra en la piedra del lenguaje: el dolor que «es una maravillosa cerradura». Ese oficio doloroso, ese martillo que clava una mosca sobre el muro («Ideas elevadas») no es la materia del testimonio sino su método. Está en juego un arte de descomposición que rechaza aparentemente la verdad cristiana:
Es el día sobreviviente con su carreta vacía
sigue brillando la lámpara penitente
pero no creo en su luz
ni compro la muerte con nombre de pez
ni es cierto que bajo su escama mortecina
dios nos contempla (p. 186)
y que anda en busca acaso de un óctuple principio de la razón suficiente «para desandar, descaer, desvolar». Este arte de la “descaída” se funda en una inversión radical de las fuerzas de la reminiscencia y de la oblivisencia convencionales y presupone la invención de un arte personal de la memoria que está estrechamente asociado a la creación en y por la poesía de una ética y de una religión personales. No por nada Gustavo Guerrero[13] al saludar la traducción francesa de Ejercicios materiales puede hablar de este libro como de un «tratado de escatología post-cristiana».
Tal aventura espiritual no es ajena al arte moderno. Y si Kafka, Malevich, Van Gogh son citados en el cursos de estos Ejercicios materiales debe pensarse que la mención indica una convocatoria radical, y que su lectura es lección tutelar, tensa conversación.
Al leer los poemas de esta serie y otros de asuntos afines —como por ejemplo «El orden de las cosas»— se tiene la sensación de estar ante un maestro de danza que va ordenando las rutinas de una eficaz gimnasia afectiva según una pauta pedagógica. Y es que materiales o espirituales, los ejercicios son a la vez preparación y acción suficiente. El solitario perfecto es un artista del diálogo interrumpido e incesantemente renovado que roza la ironía pero la decepciona, raya en la parodia pero la defrauda y prorroga.
Ejercicios: preparativos, ensayos, actos propiciatorios. Si Ovidio armó en El arte de amar un arte de la fuga amorosa, un minucioso plan de evasión para no caer capturado entre las redes de la superstición instintiva y el «amor» sufrido y narcisista, veremos que en Blanca Varela —poeta después de todo educada entre los anillos saturnales de la imaginación romántica y surrealista— se da un arte de la exposición y de la entrega, una poética del sacrificio en aras de la alianza con y en el instante. Pero esas bodas con el presente vivido en su insondable dimensión vertical, atentas a lo infinitamente pequeño y a lo inconmensurable, esa atención al despojamiento y al abandono, esa incesante circuncisión espiritual —para echar mano del idioma devoto— precisa de no poca energía emotiva e intelectual. Al campo magnético de la auto-observación que es el aire en que se verifican los ejercicios, al espacio de ese arte del abandono lo acosan el incendio de los sentidos, el demonio de la razón, las máscaras de dios, el espíritu, la carne. La respuesta de la poeta-demiurga es contundente:
Defenderse del incendio con un hacha.
Del demonio con un hacha.
Del espíritu y la carne con un hacha (p. 194)
Y todo para que entre por la breve rendija que se abre entre el insomnio y el despertar, entre el deseo y el dolor, entre el olvidarse en y el exceso de saber, para que entre por la rendija del límite algo de aire. Aire que es silencio. «Blanca Varela —recalca Saúl Yurkievich— capta el mar de silencio que envuelve lo real, por eso su poesía suele ser sobria y en sus páginas, como su nombre lo sugiere, lo blanco prevalece.»[14]
En su aéreo e incisivo prólogo a la traducción francesa de Ejercicios materiales, Mario Vargas Llosa expresa nítidamente esa tensión trágica entre la disposición a vivir apasionada y aun vehementemente la vida y la «helada abjuración» del artista que busca emanciparse de la vida transitoria en aras de una vida más intensa y perdurable: «En el más breve pero tal vez más intenso poema de este libro, Ejercicios materiales, la vida (“más antigua y oscura que la muerte”) se presenta bajo el símbolo de una ternera acosada por nubes de moscas, patético animal inepto, incapaz de defenderse de las bestezuelas insignificantes que la asaltan. El poema se las ingenia para hacernos sentir que tal destino no sólo es irrisorio sino que encierra una suerte de oscura grandeza, la de los héroes de las tragedias clásicas que mueren sin resignarse, resistiendo hasta el último la derrota inevitable».[15] En «Ternera acosada por tábanos», Blanca Varela despliega con fulgurante concisión la entrañable dureza, toda la aspereza estremecedora de que es capaz:
Ternera acosada por tábanos
podría describirla
¿tenía nariz ojos boca oídos?
¿tenía pies cabeza?
¿tenía extremidades?
sólo recuerdo al animal más tierno
llevando a cuestas
como otra piel
aquel halo de sucia luz
voraces aladas
sedientas bestezuelas
infamantes ángeles zumbadores
la perseguían
era la tierra ajena y la carde de nadie
tras la legaña
me deslumbró el milagro mortecino
la víspera el instinto la mirada
el sol nonato
¿era una niña un animal una idea?
ah señor
qué horrible dolor en los ojos
qué agua amarga en la boca
de aquel intolerable mediodía
en que más rápida más lenta
más antigua y oscura que la muerte
a mi lado
coronada de moscas
pasó la vida (pp. 195-196)
En «El falso teclado» —la serie más reciente de poemas y con la cual cierra este volumen— Blanca Varela reúne trece poemas que obedecen a la consigna de «trillar lo invisible», un trabajo o ejercicio que consiste en andar y desandar el camino que va de uno a otro lado del espejo, a uno u otro lado de la página:
Noche afuera
ascender de la noche
hacia la oscuridad más plena
hasta encontrar agua que no se bebe
ni corre bajo el pie
agua que no se oye
ni se ve
o esperar en la boca del pozo
que se cierra
la cuerda que es carne de tu lengua
que te dice y te cuelga (o. 14)
Ascenso de oscuridad en oscuridad, el itinerario recapitulado a lo largo de «el falso teclado» parece girar en torno a un recuento de los instrumentos de ese saber del alma que es el conocimiento poético. La sobriedad, la austeridad que han caracterizado la obra de Blanca Varela se afirman en este serie de poemas en la tácita limpidez de una voz cada vez más despejada y que sabe que en ese proceso de despojamiento está en juego y peligro el alma misma. Ética y poética dialogan y se dicen mutuamente su ser verdad. Decir el decir, ¿no es una de las funciones del arte poética que el autor ensaya ante el espejo de la página? «Visitación» o «Dama de blanco» ensayan algo de ese decir reflexivo. Iba a escribir autocrítico pero ¿no es la autocrítica una de las condiciones de posibilidad, uno de los principios que animan el saber poético (un saber que es saber decir y escuchar lo no dicho en lo dicho) de Blanca Varela?
Quien dice saber poético, dice saber morir. Ahí está el poema «Nadie nos dice» que nos aproxima al conocimiento de esa fiesta irrevocable que es la muerte. Por su limpieza y elegancia «Nadie nos dice» cabría figurar en una de esas antologías de los poetas japoneses zen ante la muerte,[16] en él aflora la mirada compasiva y divertida de esta alta poeta hispanoamericana que ha sabido hacer de la desolada quimera una leal y no tan ingrata compañía.
Envío
Conocí a Blanca Varela en las antiguas oficinas de la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica allá por 1984 siendo Director José Luis Martínez y Subdirector Jaime García Terrés. Era Blanca Varela una mujer vivaz y veloz y que a pesar de hablar a la velocidad del rayo tenía una rara capacidad para escuchar y recordar lo oído. Algunos años después, en 1988, la visité en Lima. Iba adelantándome a la visita oficial de nuestro nuevo, flamante y efímero Director, el Lic. Enrique González Pedrero, quien quería conocer personalmente las casas filiales y sucursales del Fondo de Cultura Económica en América Latina.
Las oficinas de Blanca Varela situadas en una modesta casa de Miraflores me bajaron de inmediato los humos y me restituyeron la sobriedad. Con un personal mínimo de tres o cuatro personas, —incluido el chofer—, Blanca atendía la editorial, los pedidos de México, las exigencias siempre peregrinas y siempre perentorias de los administradores, las demandas y solicitudes de los autores y lectores locales, la Feria del Libro en Cusco, la importación de los libros, los bancos, los auditores y todo con invariable eficacia y elegante desprendimiento, como quien hace las cosas de casualidad y apenas sin darse cuenta. Blanca era una administradora diligente, ahorrativa y con un gran sentido de la organización, así que cuando unos años más tarde decidió lanzar un programa editorial desde Lima la nomenclatura contable mexicana tuvo que darte todo el apoyo que ella misma en cierto sentido ya se había procurado ahorrando sol a sol.
Corrían los tiempos de la candidatura de Mario Vargas Llosa a la Presidencia del Perú. Nuestro Director, Enrique González Pedrero y su esposa, la escritora Julieta Campos, le habían pedido a Blanca que organizara una cena con Mario y Patricia Vargas Llosa en su casa de Barranco —una casa modesta y moderna, suspendida en lo alto de las peñas y abierta permanentemente a la presencia de un invitado majestuoso: el mar que se domina desde los balcones y ventanales de la casa parece fundirse en la oscura bóveda celeste mientras el cielo zozobra suavemente en el rumor del oleaje encrespado —ese fragoroso oleaje que según dice en un poema de «El falso teclado» es la voz de Dios. A la cena estábamos invitados Mauricio Merino —ahora consejero editorial del Instituto Federal Electoral— y yo pero, mientras el primero atendió a la cena con alerta interés político, yo me las arreglé para saludar, eclipsarme y quedarme oculto en la cocina conversando con la linda danesa encargada de poner el festín. Y quizá fue más interesante para mí quedarme en la retaguardia escuchando de labios de esta nueva Babbette, el elogio que me iba haciendo de su amiga Blanca Varela al tiempo que me explicaba cómo había resuelto las diversas disyuntivas exigidas por el desfile de los platos. Blanca Varela era amiga de Mario Vargas Llosa pero de ningún modo su incondicional y le iba diciendo a su amigo famoso las verdades que iba considerando necesarias. Precisamente por ello, Blanca era profundamente respetada por los artistas y escritores peruanos: por esa veracidad no exenta de prudencia ni de tacto que sabía poner cosas y personas en su sitio. La izquierda y el centro, los conservadores y los apolíticos, los artistas y los ecologistas buscaban la compañía y la amistad de Blanca Varela, y ella parecía dar a todos y cada uno lo suyo aunque en realidad tuviera —¡cómo no!— sus preferencias. Iban éstas hacia los poetas y escritores (su maestro Emilio Adolfo Westphalen y su amigo y colaborador Abelardo Oquendo), pero en particular hacia las poetas jóvenes. Gracias a ella conocía las obras de Carmen Ollé y de Giovanna Pollarollo. Pasando el tiempo, descubrí que esta cualidad humana de apertura y generosidad hacia los otros, independientemente de sus creencias y credenciales, de algún modo trascendían hacia la lectura y recepción de una obra que lo mismo era leída con devoción por una corredora de bolsa peruana en una torre de Manhattan en Nueva York que releída con fervor por un encapuchado del Cauca colombiano que traía entre sus prendas la primera edición de Fondo de Canto Villano, el libro rosa con la rosa en el planto que nos había impuesto un palurdo diseñador.
Que la obra de Blanca Varela ha suscitado un interés más allá (y más acá) de premios, circos y festivales, manuales, academias y seminarios, es algo que comprueba la creciente extensión de sus lectores, la devoción que por su palabra desnuda y elegante sienten por aquí y por allá los poetas y escritores de la lengua.
Algunos libros de la autora
1) Ese puerto existe: Colección Ficción, Universidad Veracruzana, Xalapa, Méx. 1959, 99 pp.
2) Luz de día: Ediciones de la Rama Florida, Lima, Perú, 1963, 59 pp.
3) Canto Villano, Poesía reunida 1949-1994: Fondo de Cultura Económica, México, 1ª edición 1986, 2ª edición 1996, 246 pp.
4) Poesía escogida, 1949-1991: Icaria Editorial, Barcelona, 1993, 108 pp.
5) El libro de barro: Ediciones del Tapir, Madrid, 1993, 29 pp.
6) Ejercicios materiales: Colección del Sol Blanco, Jaime Campodónico Editor, Lima, Perú, 1993, 51 pp.
7) Del orden de las cosas: Fondo Editorial Fundarte, Colección Breves No. 45, Caracas, 1993, 47 pp.
8) Como Dios en la nada (Antología 1949-1998): Colección Visor de Poesía, Volumen CDVI en colaboración con el Instituto de Cooperación Iberoamericano, Madrid, 1999, 115 pp.
9) Concierto animal: Ediciones Peisa, Pre-Textos, Poesía, Valencia, España, 1999, 51 pp.
*(Ciudad de México-México, 1952). Poeta, narrador, crítico literario y traductor. Miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua. Trabajó en el Fondo de Cultura Económica, en donde participó en la edición de obras, en particular, de las obras completas de Octavio Paz, así forjó una relación amistosa y profesional con la poeta y editora peruana Blanca Varela. Ha publicado en poesía El Reyezuelo, La otra mano del tañedor, Había una voz, Cielos de antigua, Recuerdos de Coyoacán, Tránsito de Octavio Paz y La tercera mitad del corazón (2012); en ensayo El sueño de las fronteras (2014, sobre los poetas José Moreno Villa, Fina García Marruz, Octavio Paz, Gonzalo Rojas, Rafael Cadenas, Gabriel Zaid, entre otros). Como traductor, ha publicado Después de Babel. Aspectos del lenguaje y de la traducción (de George Steiner).
[1] Roberto Paoli: «Una visión lúcida y desencantada» en Blanca Varela: Canto Villano. Poesía reunida 1949-1994, F.C.E. México, 1996, p. 21.
[2] El título del libro se debe a Octavio Paz, según ha contado la propia autora. Originalmente, el libro debía titularse «Puerto Supe», como se titula el primer poema del libro aludiendo a una conocida playa peruana. «Supe, para mí —dice Blanca Varela— era un sitio emblemático, un lugar de mi infancia, en el Perú. [O. Paz] Me contestó que el título era muy feo. Le repliqué: pero Octavio, ese puerto existe. Y él me contestó: ese es el título». (Blanca Varela: «La poesía indómita». Entrevista de Elsa Arana, Bienvenida. Revista Faucett. Lima, Perú, 11 de diciembre de 1994, p. 31).
[3] Octavio Paz: «Prólogo» a Ese puerto existe y otros poemas, Universidad Veracruzana, Xalapa, 1959. El texto reaparece con el título «Destiempos de Blanca Varela» en Blanca Varela: Canto Villano (Segunda edición), México, 1996, pp. 9-10.
[4] Rafael Vargas, «Palabras para un canto». La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Núm. 185. Mayo de 1986.
[5] José Miguel Oviedo: «Blanca Varela o la persistencia de la memoria» en Escrito al margen. Premier editora, México, 1987, p. 253. El mismo José Miguel Oviedo, más recientemente, en su Historia de la Literatura Hispanoamericana, volumen 4 De Borges al presente (Madrid, 2001, págs. 209-212) se ha ocupado de la obra de esta poeta, cuyo libro Concierto a mi mal califica ahí de obra “astringente y enigmática”.
[6] Roberto Paoli: «Una visión lúcida y desencantada». Prólogo a la primera edición de Canto Villano. Poesía reunida. 1949-1983, México, 1986.
[7] Guillermo Sucre, Antología de la poesía hispanoamericana, t. II, Caracas, 1993, p. 496.
[8] «Es más veloz el viento».
[9] Sobre el concepto de «villano» en la literatura clásica española, véase el hermoso libro de Noel Salomón —una de las figuras más eminentes del hispanismo europeo contemporáneo— Lo villano en el teatro del Siglo de Oro. Traducción de Beatriz Chenot. Editorial Castalia, Madrid, 1985, 773 pp.
[10] Auvers sur Oise.
[11] Conversaciones con Simone Weill.
[12] «Camino a Babel» p. 172.
[13] Gustavo Guerrero: «Blanca Varela, Exercices matériels». Ed. Miriam Solal. La Nouvelle Revue Française, Janvier, 2000, Núm. 552, pp. 352-357.
[14] Saúl Yurkievich: L’épreuve des mots. Poètes hispanoamericains. 1960-1995. Une anthologie. Stock, París, 1996, p. 23.
[15] Mario Vargas Llosa, «La visite de la dame», prólogo a Exercices matériels. Trad. De Myriam Solal.
[16] Cf. Poemas japoneses a la muerte. Escritos por monjes zan y poetas de haiku en el umbral de la muerte. Antologados, prologados y comentados por Yoel Hoffmann. Traducción de Eduardo Moga, DVD ediciones, Barcelona, 2000, 311 pp.