Hace algún tiempo, publicamos en Vallejo & Co. el prólogo del ensayo Mejorando lo presente. Poesía española última. Posmodernidad, humanismo y redes (2010, Caballo de Troya ed.). Un ensayo escrito por el escritor Martín Rodríguez-Gaona que nos ayuda a entender la situación de la poesía española contemporánea haciendo énfasis en la multiplicidad de tendencias y su vínculo a los nuevos soportes y formatos.
En esta ocasión, toca profundizar en la poesía de Mercedes Díaz Villarías, para lo que Rodríguez-Gaona analiza el poemario Mi nombre es rojo (2004).
Por: Martín Rodríguez-Gaona
Crédito de la foto: Izq. www.emmagunst.blogspot.com
der. www.ellenguajedelospunos.blogspot.com
Bestias que hielan mis días uno a uno.
Mi nombre es rojo (2004), de Mercedes Díaz Villarías
En Mi nombre es rojo Mercedes Díaz Villarías (Albacete, 1977) explora ciertas figuras de la mitología femenina propias de lo popular industrializado para construir una reflexión en torno a la identidad de género. El libro reúne una colección de monólogos apócrifos que conforman un retrato difuso y grupal en el que las protagonistas se resisten a ser un objeto: sus voces e historias fragmentarias están llenas de confesiones y ecos que nunca llegan a presentar una conclusión definitiva, huyendo sistemáticamente de una lectura cerrada, pero al mismo tiempo articulando una plegaria, cristiana y pagana, que en apariencia pretende encontrar respuestas.
La polifonía de estos retratos oblicuos se apoya en personajes de distinta procedencia, predominando las cantantes (Aretha Franklin, Madonna, Björk) pero también rindiendo homenaje a pioneras del feminismo histórico (la bailarina Isadora Duncan, la aviadora Amelia Earhart) y hasta determinados entes de ficción (la Lolita de Nabokov). Esta selección, a primera vista disímil, abre muchas resonancias en cuanto a la evolución propia de la poesía y la escritura de mujeres (no es gratuito que precisamente las poetas convocadas, Sylvia Plath y Patience Agbabi, representen un trayecto que va del mito trágico al reconocimiento público). Sin embargo, fuera del recurso retórico, el riesgo de esta escritura se hace manifiesto en el comercio que la autora establece con dichas subjetividades: una inmersión que por momentos recuerda la intensidad y la discontinuidad de la esquizofrenia.
La serie de textos que constituye Mi nombre es rojo se inicia con una invocación en la voz de Aretha Franklin, reina de la música espiritual negra: “Su acento / suena como un caza sobrevolando la ciudad”. La elección como pórtico de la interprete de Sisters are doing it for themselves no sólo resulta apropiada para establecer una poética de género, sino que el tratamiento de lo anecdótico en los personajes retratados y el lirismo de la primera persona, constantes en todo el libro, propician un paralelo con los cancioneros y los romanceros tradicionales, en los que tampoco la autoría estaba definida y la contaminación textual era la norma.
Uno de los aspectos más interesantes de Mi nombre es rojo es que pese a sus claras filiaciones estéticas, conscientemente trabajadas en ciertas líneas de lo posmoderno, su tratamiento está bastante alejado de lo programático. Así, el desfile de voces convocado huye siempre de la celebración, evadiendo una visión autocomplaciente sobre lo femenino: “Mi madre recoge a los vagabundos, / les hace sitio en el coche / apartando sus hojas de ejercicios musicales. / La escuela oficial no me llevaba a ningún sitio / (Mi espalda es azul / Mi corazón es negro)”. Simplemente por una cuestión de tono y necesidad expresiva, los poemas de este libro se sitúan también al otro extremo de la mecánica ironía del pastiche: las voces que articulan los textos realizan un tenaz ejercicio de introspección, y por lo tanto nunca ceden frente a la norma, sea aquella que se asocia con la docilidad y la ternura o la que explota el exhibicionismo histriónico y el revanchismo político en los medios de comunicación.
Mediante la reconstrucción de instantes privilegiados o anodinos de seres que todos creemos conocer, Mercedes Díaz Villarías expurga obsesivamente la otra cara de la mujer como mito. En gran medida la dificultad de su propuesta radica en que sus personajes no pueden reducirse nunca a posiciones dicotómicas, pues la información previa a nuestra disposición queda suspendida o desdibujada: a lo largo de estos veintidós textos no aparece una voz estable y, por lo tanto, no hay víctimas ni vampiresas. La poeta apuesta por alcanzar aquella zona en la que la intimidad termina siempre por desvelar secretos, dudas y fracasos parciales (el vacío y la maternidad insatisfactoria de Madonna, el impulso tanático de Sylvia Plath latente en su relación con Ted Hughes, etc.). Antes que defender una determinada postura o realizar acusaciones, el desdoblamiento de voces de Mi nombre es rojo indaga en las contradicciones de la sensibilidad femenina y en la humana e infructuosa búsqueda de un asidero emocional, en un claro afán por conciliar cierta trascendencia (los poemas, pese a su rebeldía y sus dubitaciones, inciden en una recurrente invocación a un ser superior). La necesidad de un paradigma recorre todo el libro, lo cual explica también el énfasis en la materialidad cotidiana que homologa el malestar de estas heroínas culturales con el de personajes de ficción como Madame Bovary, o con el de la ciudadana que no puede escapar al tobogán consumista (“Diamonds are a girl´s”, “Demasiados cigarrillos al día”, etc.).
Formalmente, la clave de este proyecto se apoya en la modulación del discurso: las texturas y los tonos quebrados cuentan, sugieren, siembran ecos y misterios, atrayendo y repeliendo indistintamente. Gritos, susurros, confidencias y canciones rotas construyen una peculiar elocuencia fragmentaria. Lo coloquial y lo narrativo se superponen en Mi nombre es rojo en una proporción que nunca elimina el lirismo, la verdadera argamasa del libro.
Es por esto que, a pesar de la diversidad de sus personajes, también sea posible una lectura de Mi nombre es rojo como un único texto, como un largo poema en serie. Sutiles elementos simbólicos (v.g. la voz, la máquina, la altura), algunos en clave privada y otros pertenecientes al personaje retratado, sirven para estructurar distintos planos del discurso. Las obsesiones recreadas en su mayor parte relacionales (madre, pareja y posible descendencia), no ocultan aspectos autodestructivos o problemáticos, como la infidelidad, la atracción por el mismo sexo o el culto y la negación de la belleza física. Salvo breves instantes de interpelación a algo más elevado, en estos ecos prima la incomunicación, la dependencia afectiva, el fracaso emocional y el peso de los convencionalismos sociales. La imbricación es tan profunda que el modelo formal y el universo moral, en ocasiones, coinciden, como en el caso de la cantante islandesa Björk, cuya voz distorsionada no logra esconder ni la pasión ni el virtuosismo.
Mi nombre es rojo es un libro extremadamente consciente de los riesgos que asume. Mercedes Díaz Villarías parece sugerir que aún cuando exista la necesidad de elevarnos sobre las limitaciones cotidianas, probablemente nuestro anhelo no sea ya místico o utópico social. Sus voces encarnadas nos recuerdan que no hay conclusiones, no hay épica posible que narre una gesta heroica. Toda conciliación es momentánea y lo más cercano a la plenitud puede ser, precisamente, mantenerse, sobrevivir.