Ausencias y a-dicciones en la poética de Mario Martín Gijón

 

Por José Miguel Perera

Crédito de la foto www.foroabierto.org

 

 

Ausencias y a-dicciones

en la poética de Mario Martín Gijón

 

De las propuestas literarias aparecidas durante los últimos años en el ámbito del idioma español, surge como faro llamativo la que conforma el verbo particular del extremeño Mario Martín Gijón*. Nos referimos a una labor escritural que abarca el ámbito de la investigación y el de la creación literaria propiamente, en concreto para este último dentro del arco de la narrativa y de la lírica. En nuestro caso, aunque tengamos de fondo el sonsonete de su hasta ahora obra completa, y en especial las narraciones, queremos adentrarnos en los tres poemarios públicos de Martín Gijón (Latidos y desplantes: Ediciones Vitruvio, 2011; Rendicción: Amargord, 2013; Tratado de entrañeza: Polibea, 2014), que creemos conforman –acaso– la parte más atrayente de su literatura, como mínimo porque explora con inhabituales muecas y con una noción infrecuente, desarticulante y alusiva las posibilidades del código lingüístico utilizado. Su selección en antologías como Poéticas del malestar (El Gallo de Oro, 2017) o –sobre todo– en la discutida Limados (Amargord, 2016) indica en algún sentido, aunque sea indirecto y tangencial, esta cierta aventura suya con el lenguaje que a priori pudiera presentar fachada de un simple ludismo lingüístico, pero que es fruto de una derivada perspectiva personal compleja, rica en sinuosidades, que inyecta –desde nuestro punto de mira– no pocos quilates a las posibilidades que en los tiempos corrientes de las actualidades se maneja dentro del campo de la lírica. De estas sus específicas maneras quisiéramos dar por lo menos sucinto testimonio en las siguientes líneas.

Y así vamos entrando directamente en Latidos y desplantes, primer conjunto de poemas donde se palpa algo más que un mero paso inicial en esta trayectoria, y efectivamente creemos que en él ya se barajan todas las fugas principales que andan en juego en sus poemarios posteriores, sobre todo si tomamos en cuenta la veredicta certeza de que hay entre manos, por parte de la voz poética, una búsqueda de sanación íntima y un ansioso rastreo en torno a los ángulos inciertos de la existencia, junto a curiosos y sorpresivos procedimientos puestos en acción. De ellos brota, con alguna cojera de vida, la base primera de los «Latidos», en la que los trazos delinean una caída y empujan –precariamente– hacia determinados intentos de salir de ella. Hay una fuerte crisis de identidad que desembocará –como entendible e indefectible postura personal, y como diremos más adelante– en un trance tajante de la expresión lingüística. El temblor de la sangre tiende y se desea cercano, además, a un preciso quietismo y a una coagulación que vacunen ante los vapuleos existenciales y los extravíos generados por el tacto humano en el recto paso del tiempo hacia la decadencia, como fósil (p. 38) o como cuadros picassianos, que «callados e inmóviles / más vida tenéis» (p. 39). La mutación es tal que el sujeto queda desgajado entre conciencia y materialidad mientras con tensión «el cuerpo nada», palabra esta última tan cara al vocabulario recurrente de nuestro poeta a lo largo de su obra[1] y que, en este cruce de la página 53 del libro primero, se dispersa significativamente entre el susodicho contenido verbal y un otro nominal que enfila a inexistencia. Como la deseada ciudad de Praga se transforma en desilusión (p. 33), así también se nos aparecen las simbólicas noche y luna en variadas ocasiones, una perspectiva de estirpe romántica que desciende hasta los fueros de la muerte y los espacios fúnebres, como se lee en la sección «Intermedio I. Recuerdos de otra edad» y específicamente en las líneas escritas con las palomas muertas, la tumba de Stendhal o «el cementerio judío»[2].

 

 

Sin embargo, todavía dentro de los «Latidos» y previamente a los «Desplantes», en la parte titulada «encuentro y eterno afán», Mario Martín nos enuncia que, amén de las desdichas, las imposibilidades y los abismos, hay indicios capaces de despertar nuestras ganas y nuestros regustos cotidianos, que más allá de nosotros y los pasos ensimismados hay vida, que lo extraño y exterior también contiene existencia como aquella superviviente orquídea trasplantada más allá de sus habituales tierras (p. 43). Ese pulso invocador de la vida por allá de sí mismo es además sugerido de una u otra forma en diversos puntos de esta escritura toda cuando hace aparición la segunda persona, explícitamente lanzada en «uprising» con la imagen de un ave fénix exterior capaz de elevar a la primera persona ante el otro necesitado: «ante ti he de levantarme / deshaciendo la ruina de una vida / que se construyó para ser tuya» (p. 62)[3]. Digamos que es este el afán al que se alude como contraste restaurador, de aquí en adelante, a aquel vacío pasivo previo que decíamos, contrapunto necesario traducido en el encuentro humano (p. 55) que a su vez se conforma detrás del hastío y del hestío, una ansiedad de perdurar para contrarrestar el dolor y la angustia, bandera fija contra lo efímero, más allá de la muerte o quizás, para mayor exactitud, un algo más que la muerte… Sea como sea, todo viene a indicar que esa llamada desde fuera, a la que ahora sí se atiende, hace temblar la supuesta vela enhiesta identitaria del yo, en la que queda trazada para siempre una sombra de ausencia que no tendrá fin (y habremos de leer con la presión oportuna los siguientes libros para corroborarlo). Paradójica y sorpresivamente son esta llamada y esta raja las generadoras de sentido y de su insólito lenguaje[4].

Podríamos bautizar el trascendental hecho descrito, para el yo lírico, con difusas fronteras connotativas, pero creemos que en los ademanes de Mario Martín Gijón, en sus tres cuadernos líricos, el nombre que se precisa al entallar lo que barruntamos es el amor. Y si bien ya se ha subrayado en más de una ocasión (sobre todo, mas no solo, por parte de Benito del Pliego y Rafael-José Díaz en los pertinentes prólogos que enmarcan los dos poemarios posteriores), tal vez venga a ser aquí, en nuestra interpretación global, como decir (casi) todo: amor concreto que, por su dimensión simbólica, a la par tiende a ser diverso, siempre al límite de la mayúscula religiosa (Amor) pero sin llegar a tocarla; y es –en paralelas proporciones a aquella concreción– propiamente también humanidad, vivencia, congeneridad, comunidad, existencia, renacimiento, verticalidad ética…

Todo lo anterior no podría revertirse entendido adecuadamente si lo separamos de la expresión lingüística; y esa unión descarada contra el vacío, la piedra y otros mareos vitales, desde aquel afán, viene a corresponderse con los «Desplantes», actitud atre-vida y regeneradora, suerte de entusiasmo (aquí la etimología de la palabra es tan pertinente) que toma su energía en el inexcusable enchufe de las sílabas, que en el poeta extremeño se conjura de unos modos definibles, sin reparo, por la ruptura y la fragmentación del signo lingüístico; crisis verbal –comentábamos– que interrumpe y acciona la electricidad del mundo, contradictoriamente ruina y nacimiento unificado de la palabra y el verso. Estos tajos al pasado huero y doloroso, al presente manco y aminorado (que además se desean retenciones de lo fugaz a través de la belleza en la palabra durativa: véanse las páginas 44, 45 o la ulterior 111), son los desplantes, un modo de caminar en pie irreparable aunado a los escorzos del habla ambivalente, destrozada y multilectiva que se convertirá en la columna vertebral y en la orientación poético-vital de la poesía de Martín Gijón que hasta ahora conocemos. En las obras siguientes el código lingüístico-existencial procesado va a ir afinándose y precisándose, ampliando sus posibilidades a base de matices y nuevas estructuras gráficas y léxicas; pero el origen nítido del mismo son los desplantes subrayados. Es más: desde «Latidos» hay amagos de este retumbar verbomental descompositivo de los términos, como el «vol / ver» de la página 37, el «sabia / mente» de la 50 o el «en / cantados» de la 51.

 

 

El inicio del segundo gran bloque de poemas, ya declaradamente marcado por los exabruptos expresivos a los que hemos hecho mención, viene a acercarse como declaración de principios de una personalidad constituida desde ese momento, inapelable y –sospechamos– irremediablemente, en poética. El «prólogo biográfico y necesario» evidencia este compromiso sincero y digno que no se vende a la habladuría de la farándula intelectualoide y de los versos de pasillo; tiene el impulso creativo como un renacer, nuevo padre que, sin contemplaciones ni deferencias, arroja el conocido improperio profeso, tambaleante y despertador del levántate y anda. En «constitución personal» la vida es planteada desde esa responsabilidad con el propio lenguaje que se va abriendo hasta los difusos contornos de la extranjerización del español (para nosotros un transparente modo de definir lo poético hispánico), con manifiesta terminología de otros idiomas que ahonda en la quebradura lírica y vital explicada, haciendo caminos novedosos con aquella ausencia por bandera a través de la selva obtusa y cansina de la costumbre. La vida desde esta expresión quebrada es algo más, ha de ser algo más, y en esa directa claridad Martín Gijón nos regala una especie de poética cargadamente definitoria de los tiros de su extraña poesía sucesiva: «hagamos de la equi(s)vocación / el gran (a)cierto / salir por nuestross fueros / imponernos a l(a) firma-mente (e/o)» (p. 61). Así, las señas silábicas para este desconcierto animado del lenguaje presente y futuro van adoptando anchas posturas, y alguna de las más significativas es la interesante fórmula de los constantes juegos fónicos entre palabras similares homónimas y polisémicas, paronomasias tantas y calambures varios, o incluso vocablos repletos de sorpresivas aliteraciones («su idiocia suicida», «su lamento que le miente», página 62; «herida airada / de esa edad de la ira»)[5]; ángulos y huecos del sonido que a su vez se entremezclan con inesperadas combinaciones, fragmentadas tantas veces, que puentean de lado a lado la fonética y la escritura, un verso y el otro… o una lengua y otra lengua, como en el título del apartado «enfancya». El código comunicativo se cuartea con varios enunciados al unísono, a la vista que observa que hacia el verso superior del término cortado se dice algo, pero que hacia el inferior se comunica distinta cosa. El signo es modificado y, por ende, la realidad en él difundida se bifurca, trifurca y hasta se polifurca, como ostensiblemente se ofrece en «epigramas descompuestos», rompedura repleta de severos desplantes con imposibles antifijos, desfijos e intrafijos que van constituyendo poco a poco una liberación de la existencia, ex-presión de potencia afirmativa capaz de introducir en el propio pasado vitaminas positivas, en «persistencia de la memoria» (p. 68); o gesto de reconciliación, en «resque(a)mor de infancia» (p. 69). La palabra, entonces, la estética palabra retorcida hace milagros, resucita cual aquel otro padre que nombrábamos (p. 71) o como la misma cita introductoria de Juarroz; se empina éticamente para la curación de lo arrastrado en el devenir de nuestras convivencias, de los sucesivos nervios del poeta en varios de sus libros que ansiosamente desquician la existencia[6], efecto placebo en la maravilla literaria (p. 103) que reforma radicalmente el prodigio de una conversión, vocabulario religioso este último –por cierto– al que no es ajeno en ciertas tonalidades Mario Martín (p. 84 y pp. 91-92 para este libro), y al que volveremos.

 

El poeta Mario Martín Gijón

 

La relevancia de lo que es removido en este primer conjunto de textos, como hemos ido viendo y a pesar de su aparente ludismo, no es en nada intrascendente. Juguetes en serio llama el autor a sus procederes en un intento de hacernos paradójicamente entender, puede que incluso a él mismo en estos brumosos amagos iniciales, que su desafío expresivo no es mera impostura caprichosa de adolescente rebelde conformado al vacío, sino musical obsesión de fuerza y supervivencia que anda reclamando una aguda y atenta seriedad para un más alto y explotado desarrollo en medio de la oxigenación existencial.

La estela de la ausencia previamente delineada se transforma –en Rendicción– flujo fijo, en una falta reiterada que, por excesiva frecuencia y conformación de talante, tiende a transformarse en au(es)encia (p. 37). Hablamos de una penuria humana hija de la separación, de la distancia material y síquica que hace insistentemente patente la calidez gélida del in(v/f)ierno (p. 18) en que se habita, déficit contundente que se resuelve por ello un lugar común atípico (p. 31). Desde esta pobre posición la voz hablante mantiene una lucha agónica y zigzagueante entre la privación y el anhelo de presencia, que viene en cantidad guiado por la rememoración de momentos felices del pasado (páginas 32, 42, 46 y 52) a los que, discordantemente, es irrealizable volver. Por tanto, sobre este impracticable caballo de lo inalcanzable la recordación se transforma en espera utópica que mira al futuro desde la fe en la presencia de la reaparición, siempre amoldada en el vientre de la subrayada y estricta paradoja («pérdi / dádiva», p. 57) que balancea entre la confianza y la contrariedad adversativa: «Aquí te es / pero» (p. 53); al igual que –de hecho– las relaciones implícitas de las citas de Rejano y Celan en el umbral del libro: entre el abrazo y el no abrazo, como añade perpendicularmente acertado del Pliego.

Es en este movimiento ininterrumpido del deseo de la presencia donde todo se erotiza a través del uso tan particular del lenguaje de nuestro escritor («solo quiero humedecerte / hu me decirte», p. 19). La lengua carnifica, hace con su inscripción la materialidad de todo aquello que quedó en suspenso por la inmensidad de la separación: «buscar las huellas en el hueco que dejaste / los grafemas de una lengua aún no hablada» («gramática oculta», p. 24). Los cuerpos se tocan vivamente en los versos sucesivos del poeta, a veces con delicada sílaba y otras veces con contenida tensión desbocada: «de esta tarde / seosa / de tu labio / logías primarias / aprendo» (p. 47; también las páginas 62 o la 71, por leer otros ejemplos). Consecuentemente, sobre el empuje erótico verbal deshilvanado, la aparición del tacto y las pieles es unívoca (léanse las páginas 51, 74 y 75)[7].

En el itinerario que vamos desandando, ya se comentaba que en cierto nivel la palabra utilizada en modo espiral por el extremeño era capaz de curar, de hacer comparecer, en una ambigüedad exacta que aboca la vivencia hacia una respiración amplificadora, con dobles y triples lecturas, a partir de sus decididos escorzos expresivos. Entendemos que aquellos primeros desplantes se van metamorfoseando durante este libro –y a través del vaivén erotizante que busca patencia– en una manifiesta a-dicción en la creación de la voz poética de Mario Martín. Digamos que la asiduidad de la ausencia solo logra una salida felizmente apropiada en la drogadicción corporal de las palabras, según los procedimientos explicados más otros nuevos que van surgiendo o reexplorándose, o reexplotándose, como los cortes al final de verso casi haciendo estrofas internas con visagras de impracticable pronunciación; o, entre otras fórmulas más, el uso de las barras, de los paréntesis o el de la cursiva (páginas 26, 38 y 48), que hasta el presente había sido apenas tanteado[8]. La escritura promovida incita a enfrentar en todo instante, en inacabable dialéctica de tan peculiares guiños, una ranura que no es posible trancar y la unidad poemática tradicional que asimismo nos resulta resistentemente inadmisible abandonar del todo. Ciertamente insinúa Rafael José Díaz que esta poética estimula una forma de lectura que anda franqueando más el presente del devenir que el de nuestro tiempo.

La escasez en el desierto habitado por el poeta presiona la realidad para llevarla, con unas inclinaciones casi obsesivas, hasta el universo oculto de los sueños, donde también es posible la presencia –junto a la palabra a-dictiva– por el vigor que se alcanza en la credibilidad onírica (páginas 27, 33, 40, 46, 48, 54 y 66).

Pero tampoco seamos ingenuos derivando que esta a-dicción soluciona al completo los zarpazos de la ausencia. En absoluto, ya que el dolor es conjuntamente constante (pp. 22-23) y la retirada persistente del rostro lejano destroza el pulso de la vida (casi) sin posibilidad de suavización ni vendaje, amén de que en ocasiones acerca el peligro de la amenaza total de la fracción y las rupturas, de la sima de la incomunicación (páginas 57, 59 y 73). Mantener el equilibrio o las firmezas en esta tensión continua es, probablemente, uno de los más arriesgados menesteres de las relaciones humanas, que se acercan renqueantes a las propias puertas del descontrol y la desbocada locura.

Todo lo anteriormente desglosado va subiendo la graduación en los últimos sectores del poemario, y cuanta más ebullición verbal más éxtasis carnal, como se deja trazado en uno de los rincones del volumen. La a-dicción en este libro, poco a poco (caricia a caricia, roce a roce), va convirtiéndose sin solución ni remedio en la rotulada rendicción, estupefaciente que engancha y vence como la más conveniente posibilidad ante los accidentes e incidentes de nuestras íntimas y colectivas historias. Con ello, «del pla (c/s)er» nos parece que es un poema altamente implicado en las ideas que hemos interpretado durante los párrafos precedentes, y en el que además no deja de observarse abultadamente esa materialidad que aupa lo multiverbal, la a-dicción dura y ruda, la palabra multiplicada y troceada de Martín Gijón.

fuego

……..zo

y(n)finito

…………do(y)

sin pa(u)sa do y a

rodábamos cuer(en)pos

de nos-otros y(m)posibles

de placer

…………a que ardía

sin consumirse

nos sum(í)amos

sac(ud/a)idos

y multimp(re/li)camos

al infinito

 

El hervidero máximo de esta transformación total de la existencia desde la palabra es el íntegro disloque último del libro, en el que los idiomas extranjeros se mezclan, en medio de los cortes de los vocablos y las sílabas, en un no-lugar entre las lenguas que hace posible la fecundación de las mismas apuntando a una única palabra imposible, y que en esta peripecia aporta frutos suculentos para una alimentación más completa del idioma que utilizamos.

El siguiente y –hasta hoy– último libro del escritor, Tratado de entrañeza, continúa en análogas copulas y paralelas disyunciones a las precedentes declaradas, si bien ahora la voz nuclear que enarbola las rebeldías de la distancia y la separación va a ser el deseo como extremo máximo de la ausencia, que desquicia drásticamente, que saca de la medida dimensional, del lugar y del tiempo presentes (p. 25) animando asimismo aladamente la imaginación (p. 16). Se está (si esto es estar) en una posición por momentos confusa y equívoca entre el sabor en presencia de la cercenada palabra ampliada y el desgraciado impedimento frontal del achuchón en las ausencias, que traza con las rigurosas posturas la marca del dolo(o)r. La erotización entera sigue su curso ciego hasta llegar a la calentura mayor del fuego del deseo (p. 22) y la a-dicción alcanza entonces el elevado escalón del grito, de lo es(c/g)rito (p. 23). Se diría que hay en este punto abisal un límite que consume y la ganas se tornan curva desilusión, amén de que las letras van restando su poder deíctico hasta que se aprietan pergeñando voces como inerte, podrido o nocivo (páginas 24, 25, 26).

 

 

En estas alturas de la impotencia (p. 25) y de la frustración (p. 26), ¿qué es lo que le espera al sujeto poético? Las entrelíneas y los blancos, así como algunos amagos, dejan aflorar que no es posible llevar este peso si no es con unas tantas dosis de paciencia, mientras se brega contra la distancia en la palabra-lectura que hace la soportabilidad (pp. 40-41) en medio de un silencio por momentos inflexiblemente frustrante (p. 44). A medida que se avanza en la lectura el dolo(o)r va alterándose en un directo, criminal y más humano dolor, si así se nos permitiera decirlo; se va perdiendo proporción en el calor de la hoguera, de la carne y la piel (pp. 48-49).

Si atendemos con detenida entrega la sucesión de poemas de Tratado de entrañeza, siempre bajo las farolas del trecho que une los tres libros en juego, podemos llegar a deducir que la ausencia, la unión inviable, la erotización, la desarticulación humana… promueven una especie de mística (religiosa) que se refleja en profusos elementos, y con plena nitidez en el lenguaje empleado, como dejábamos caer más arriba. En el poemario que apostillamos esto que se glosa es desplegado de modo más explícito, de lo que se infiere –por tanto– el sentido de palabras como «divin(i/ae)dad ausente» (p. 19), las ratificadas acciones esperanzadas del rezo (páginas 42 y 48), cierta dimensión de altura y cierta indecibilidad… o con obvia elocuencia en el título empleado, que encierra dos amados emblemas del ámbito de esta espiritualidad, al menos de la sanjuanista: lo extraño y las entrañas que se hacen cuerpo (desnivelando totalmente una visión monocorde de la identidad, como decíamos) en la entrañeza.

No creemos tampoco que el deseo aquí ladeado tenga los perfiles mayúsculos del Deseo del que nos habla el filósofo Emmanuel Lévinas, pues entre los aspectos principales manejados por el autor judío se encuentra la propia insatisfacción como modelo positivo ante lo infinito, que siempre mantendrá una inadecuación y una imposibilidad de colmarse en la realidad. En boca de Derrida, «ninguna totalidad se cerrará jamás sobre él»[9]. En el universo planteado por Mario Martín Gijón la separación parece que, al contrario, ha de ser vencida, que va a ser vencida y que hay una esperanza ampliada en la que los contornos del sueño andan declinándose hacia las formas de la realidad palpable. De tal manera es así que los poemas ulteriores de este su tercer libro nos sugieren una suerte de arreglo, de unión, de presencia por caer a la vida que empuja a completar el círculo de la totalidad. Por lo tanto, las preguntas que nos hacemos en nuestro final de ensayo serían, obligadamente y sin remedio, las siguientes: ¿sería una supuesta supresión de las ausencias y las oquedades del mundo el comienzo de otro diferente lenguaje y otra existencia probablemente menos sugerentes, originales y extranjerizantes? ¿O es precisamente la rebeldía a-dictiva asumida –corporeizada, apegada y obsesiva–, en el lenguaje de Mario Martín Gijón, el motivo principal de auxilio que podrá impedir en todo momento concebir la vida como un ansia colmada y clausurada? Tal y como aclara en su enjundiosa lectura de Rendicción Benito del Pliego, «lo que se entrega es el resultado poético, verbal, de una experiencia»; con lo que, consecuentemente, la propia experiencia es inseparable aquí de su corporalidad verbal. La magnitud de aquella irá acorde al ancho de la otra, y en viceversa, pues si primordial es en ello el ejercicio lingüístico, no es menos nuclear que, para poder expresar, habrá que tener algo que decir, aunque sea (la) nada.

Entre aquellos dos interrogantes conjeturamos que balancea el futuro poético que aquí hemos intentado interpretar. Permanecemos anhelantes, por lo tanto, mientras nace una próxima entrega del extremeño, más que nada porque –como lectores atentos de sus activantes y cortocircuitantes alientos– hemos ido quedando colgados de sus propias y fascinantes a-dicciones.

 

 

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[1] Nado como parte final de palabra y como término de significado múltiple está extendido por todos los versos desgajados que comentamos. Hay otros tantos vocablos repetidos que van conformando parte del universo personal del escritor. Algunos ejemplos son sajar, gema, bregar o el primordial dolo(o)r en su libro tercero.

[2] El rostro de la noche se alarga hasta Rendicción: en «pre-sentimiento nocturno» (p. 33), en el poema de la p. 36 o en «¿so(s) (ñ/n)ada?» (p. 62).

 [3] Fénix que reincidente reanuda su vuelo –por la palabra del literato– en la p. 71 de Rendicción.

[4] En el cuaderno Rendicción, particularmente en el espejeante y polimorfo texto «varyacción ausente» (p. 26), se advierte con robustez la incesante puesta en cuestión del sujeto lingüístico que explicamos.

[5] Estos recursos adjuntos a la audición, aunque siempre virados a la inscripción gráfica en apertura nebulosa de sentidos, serán continuados con pejigueros ecos en sus siguientes libros. En Rendicción: «se acercaba cercado de certezas» (p. 17), «solo quiero humedecerte / hu me decirte» (p. 19), «a donde nadie ni dioses nada me dieran» (p. 20), «se seca sin la savia / del sabor sabios de tus besos» (p. 21), «el arrobo robado» (p. 35) o «de tu piel / va hilando» (p. 75). En Tratado de entrañeza: «encogiéndome / de hombre» (p. 31) o «fidel edad» (p. 35).

[6] En Rendicción se regeneran por momentos con silueta de diablos («la gota que colma el vaso», p. 20).

 [7] El toque y el tiento que hacen presencia siguen alargando su mano en el tercer libro, Tratado de entrañeza, y de este modo se puede leer desde el comienzo del mismo en «la voz e(n/x)trañada» (p. 21) y «perfil(h)ada» (p. 22).

[8] En Tratado de entrañeza se grabará repetidamente a partir de la página 19.

[9] «Violencia y metafísica. Ensayo sobre el pensamiento de Emmanuel Lévinas», p. 126, La escritura y la diferencia (Anthropos, Barcelona, 2012).

 

 

 

 

 

*(Villanueva de la Serena-España, 1979). Poeta, narrador y ensayista. Exdocente en las universidades de Marburgo (Alemania) y Brno (República Checa); actualmente es profesor en la Universidad de Extremadura (España). Autor de varios libros de narrativa y ensayo, como poeta ha publicado los poemarios Latidos y desplantes (2011), Rendicción (2013) y Tratado de entrañeza (2014). Recientemente ha coordinado, junto a Rosa Benéitez Andrés, el libro Lecturas de Paul Celan (2017).

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