Augusto Munaro: La pausa del soñante

 

Por Silvina Mercadal*

Crédito de la foto (izq.) Paradiso Ed. /

(der.) www.cainabella.blogspot.com

 

 

Augusto Munaro: La pausa del soñante

 

En su glosa sobre el surrealismo, titulada Onirokitsch, Walter Benjamin reconoce que el soñar participa de la historia, es decir, los sueños tienen una historicidad, y la escena compuesta o incomponible que arrojan se puede pensar considerando tal determinación. La nouvelle Los Soñantes (2019) de Augusto Munaro comienza con la siguiente escena:

“Te distinguía detrás de un vidrio amplio y grueso, por lo cual no alcanzaba del todo a ver ni oír lo que ocurría a través del cristal. Te escoltaban dos indios que lucían caras funestas y plumas de halcón en su cabello. Parecían confundidos por un nubarrón que yacía encima, pero que no se desplazaba debido a la falta aparente de viento. De vez en cuando lanzaban exclamaciones guturales que sonaban como una campanada fúnebre. Gritos roncos que se convirtieron en aullidos, resonando como la siniestra llamada de un pájaro de mal agüero.”

 

En Munaro la cifra de la historicidad emerge quizás del sistema de objetos que acompaña y asedia a sus personajes. Por lo tanto, esta lectura no intenta agrupar las piezas de una secuencia incomponible, sino seguir las pistas materiales que han configurado su pasión destructiva, dicho de otra manera, su pasión por descomponer el relato.

Los soñantes presenta un relato desarticulado, no sólo por la ruptura del orden lineal, sino por la sucesión de desplazamientos de todo tipo, de escenas, de personajes, de situaciones, todo muta, y los indios de la escena inicial se transfiguran en soldados de infantería. En tales derivas el quiebre de la linealidad encuentra un nuevo punto inflexión, pues se pasa de un estrato narrativo a otro, dispersando el punto de vista, y entre punto de inflexión y punto de vista, el punto como signo gramatical es la excusa —casi imperceptible— que provoca una multiplicidad incesante cuando el movimiento ¿del relato? parece suspendido.

 

 

Presentación de «Los soñantes» (2019).
(De izq. a der.) Silvina Mercadal, Augusto Munaro y Mariela Laudecina.
Crédito : facebook

 

En los experimentos narrativos de Munaro el onirismo es transversal, se integra en el procedimiento de escritura, afirma su soberanía, aunque de manera singular. La escritura del soñante —que no es la escritura del sueño—, resulta impredecible y prolifera indetenible hasta la última página. El relato fluye —entrecruza planos— desde una percepción disociada que hace posible retener algo del mundo de la imagen: “la cosa”, el pulso de la materia.

¿Qué objetos se ofrecen al sueño? En las primeras quince páginas hay un lápiz labial rojo, un sobre lacrado, un largavistas, una libreta de lomo dorado, una otomana, constelación que evoca a una mujer. No obstante, en ciertos objetos o frases aisladas asedian sombras arcaicas, y la intrincada secuencia no es más que el retorno de sus señales, el reclamo de asilo en algunos in-evidentes intersticios.

En el centro de la nouvelle aparece el nombre de la protagonista, Malena, no sólo el nombre de mujer más extendido en estas salvajes landas, sino la obsesión que provoca todo tipo de catástrofes, y revierte e invierte la escena iniciática de la aventura.

 

 

A diferencia de Segrebondi retrocede —en la lectura de Libertella—, el sujeto en situación obsesiva aquí no balbucea, sino que construye frases refinadas o rimbombantes sobre peripecias que se desmotan para dar lugar a otras, y en ese movimiento expulsa la ficción y su fantasma. En verdad, el fantasma aparece quizás metamorfoseado en la secuencia de ensueños diurnos que enlaza la presencia hechicera de Malena, una mujer atroz como el deseo, o mejor, lanza del deseo obsesivo, sujeto a su imán, a su Malena, que no es más que la imagen tras el vidrio de la fantasía que la anima.

La superficie de la ficción es un tapiz móvil, recomienza en cualquier parte, o bien, consiste en un desarrollo indefinido de inicios con sus códigos flexibles. Una insólita transfiguración de escenas despliega —como en los sueños— una cadena de significantes, puro resto que torna inaudible el susurro lejano de lo arcaico. “En el aire conmovido había algo nuevo, virginal y profundo. Los ladrillos rojos rejuvenecidos por la lluvia repentina parecían exhalar turbios fantasmas, condensados en sombras de dolor infantil, que deambulaban en su turbio sueño”, escribe al promediar la nouvelle.

 

 

En esta escenografía vertiginosa, hecha de saltos o micro-movimientos que producen grandes desviaciones, la materia que absorbe la fuga de las ideas es plástica, pues las figuras mutan perseguidas por una estética que vira hacia el grotesco. Las transformaciones se producen de una página a la otra, aunque no se trata de la mixtura grotesca de los reinos (vegetales o animales), sino de una percepción que se desplaza con una mirada fotográfica que detiene la imagen buscando retener su contundencia espectral.

En Los soñantes esta tentativa se expresa en distintos momentos, en frases aisladas: “aquella realidad me excedía porque variaba, no dejaba nunca de sorprenderme”, “no hay nada como el placer de armar y descubrir las imágenes ocultas”. Así, este extraño experimento se puede situar en el cruce entre el surrealismo y el grotesco, o una combinación de ambos, en el movimiento de una pausa mudable. El revés de la trama atemporal y dislocada refiere no tanto a la configuración alucinada de los sueños, sino quizás a la percepción exasperada del que no puede dormir. Y la última página es la pausa del soñante, el momento del que aún permanece despierto frente al reflujo del Deseo en la superficie de la escritura.

 

 

 

 

*(Córdoba-Argentina, 1971). Es docente en la Universidad Nacional de Villa María. Publicó los libros de poesía Nupciario (2007), Acuario de la morsa (2009), Un bosque oriental (2010), Las aventuras de la piña monstruo (2013), La cautiva, alucina (2016), La esquina del fresno (2016) y Orange (2017).

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