Por Roger Santiváñez
Crédito de la foto Ana Cabrera /
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Arturo Corcuera: Poeta & Mago
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CONOCÍ al poeta Arturo Corcuera -antes de conocerlo- es decir, lo vi desde una butaca del teatro municipal de Piura en noviembre de 1971. Se trataba de la Embajada Cultural de San Marcos visitando mi ciudad natal. Hacía poco yo había empezado a escribir poemas, de modo que dicha presentación constituyó una suerte de revelación para mí. Eran poetas de carne y hueso -en vivo y en directo- leyendo su poesía: Washington Delgado, Watanabe, Francisco Bendezú, Orrillo, Naranjo y allí Arturo Corcuera, quien concluyó su intervención con el emblemático Fábula de Rico Mc Pato, tío de Donald ante una cerrada ovación del público. No exagero al afirmar que -a mis adolescentes 15 años- aquel suceso fue rotundamente decisivo para mi vocación poética.
Desde entonces el poeta de Noé delirante se convirtió en un referente insoslayable si de poesía peruana se tratase. Cada vez que -por motivos de trabajo- mi padre viajaba de Piura a Lima, volvía con mis encargos poéticos bajo el brazo: así me hice de Poesía de clase (Premio nacional de poesía 1968) donde figura el poema Clara que me significó horas enteras de reiterada y devota lectura, lo mismo que la edición Milla Batres (1971) de su más apreciado y difundido libro, es decir Noé delirante hermosamente ilustrado por la genial Tilsa Tsuchiya.
En julio de 1973 viajé a Lima por las vacaciones de medio año mientras estudiaba Artes Liberales en la Universidad de Piura. Una noche, un crítico argentino ofrecía una conferencia sobre la poesía de Carlos Germán Belli en el salón de actos del entonces Instituto Nacional de Cultura (INC) en el rastro de la plaza San Francisco, centro de Lima. Asistí a la conferencia y allí pude ver y escuchar al poeta Arturo Corcuera presentando la charla. Pero -tímido como era- no pude aún acercarme a conversar con él. Hubo de pasar un lapso de 12 años -hasta noviembre de 1985- para tener mi primer encuentro con el poeta, en ese lugar mítico que fue para la generación de Arturo Corcuera y cuya aureola resplandeció -con gran brillo- aún para la mía:
La Habana 1985
Hospedados en el hotel Riviera -frente al mar Caribe- no sé cómo fui a dar a la habitación de Arturo, la cual compartía con su hijo Javier, casi un adolescente todavía. Y entonces pude descubrir a ese genio de la conversación, mago de la sensibilidad y de la inteligencia que era el poeta. Admirado por su incisivo y deleitable fraseo me quedé -como se dice- pegado a él, durante casi todos los tres días del Segundo Encuentro de intelectuales por la soberanía de los pueblos de nuestra América al que habíamos sido invitados por la Casa de las Américas. La brillantez y sapiente ironía de sus opiniones, así como la exquisita forma -llena de gracia- de su expresión, colocaba casi todas las situaciones comentadas, en la picota del más desnudo absurdo de la condición humana, rematando con la suave sonrisa -sutil esperanza- de quien está de regreso o detrás de todas las cosas: Poeta a carta cabal.
Poco después -en Lima, 1989- siendo Director del Instituto Cultural Peruano-Soviético organizó un ciclo de lecturas de poesía peruana contemporánea, en el que cada semana se presentaban dos poetas de distinta generación con un repleto y expectante auditorio. Fue una gran celebración de nuestra poesía durante casi todo el año, evento que implementó asistido por el poeta Cesáreo Martínez, editando -al mismo tiempo- los pulcros y sucesivos números de la revista de poesía Transparencia.
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Pasaron los años -y por esas vueltas del destino- volví a encontrarme con Arturo Corcuera en el verano de 1998 cuando preparaba la presentación de la octava edición de su Noé delirante. En aquella ocasión tuvo la gentileza de invitarme a colaborar en la sección cultural de la revista Sí que él dirigía. Comenzó entonces una nueva ronda de felices encuentros con el poeta. Se realizaban en su oficina de la Escuela Nacional de Folklore José María Arguedas de la cual era director. Hasta allí llegó una tarde -recién vuelto de Alemania en visita veraniega- el poeta Leopoldo Chariarse con quien departimos alegremente y para quien Arturo organizó uno de sus célebres almuerzos en su casa de Santa Inés en Chaclacayo. Igualmente recuerdo otra de estas magníficas ocasiones -en las que la entretenida sobremesa alcanzaba las primeras sombras de la noche- cuando lo visité en julio del 2006 -mientras yo investigaba sobre Enrique Lihn para mi tesis- (Arturo me proporcionó eficaces datos sobre la escritura del libro peruano Estación de los Desamparados del autor chileno) acompañados por su amigo y vecino el poeta y narrador Jorge Díaz Herrera.
De modo que así era Arturo. Generoso y magnánimo anfitrión. Conversador nato, infatigable y memorioso en su proficuo anecdotario sobre la vida y obra de infinidad de escritores, artistas e intelectuales de toda procedencia, época o nacionalidad. Simpatiquísimo hasta la carcajada más rotunda. Y siempre -a su lado- como una rosa, su musa Rosi, su amada esposa. Poeta a tiempo completo.
Su poesía
Usualmente la crítica acostumbra situarlo a caballo entre la generación del 50 y la del 60. Y esto porque su primer libro Cantoral publicado en 1953 acusa la influencia de la llamada poesía social de aquel tiempo. Lo mismo puede decirse de su segundo poemario, translúcido desde el título: El grito del hombre (1957). Podría vérsele entonces como una especie de último poeta de la generación del 50 en una onda que lideraba -por aquellos días- Alejandro Romualdo. Pero justo es decir que -por vínculo amistoso y visión poética- ha quedado -está quedando- como uno de los primeros poetas de la generación del 60. En efecto, su cercanía -íntima amistad- con Javier Heraud -el autor emblema de los tramos iniciales de dicha generación- y el posterior desarrollo de su obra durante la década prodigiosa en cuyo centro figura -sin duda- el ya clásico Noé delirante con ediciones de 1963 y 1966; Corcuera es un poeta fundamental de esta promoción que produjo un cambio sustancial en la poesía peruana.
Otro aspecto que me gustaría destacar -aparte de la eficaz e irónica magia de Noé- es la alta capacidad de lírico puro de Arturo Corcuera. Basta echar un vistazo a los cincelados y hermosos versos de su libro Sombra del jardín (1961) para comprobarlo con delectación: “Lleva el colibrí en su pico / del jazmín para la rosa, / ramilletes de rocío.” O ésta otra impronta de singular y castizo ritmo: “Los girasoles / fisgan radiantes / lucen gozosos / como los ojos / de los amantes.” Y para cerrar esta breve memoria del querido y admirado amigo, recientemente transportado a la dimensión en que moran -aguardándonos- los dioses de la lira y Orfeo, transcribimos este soneto compuesto con maestría digna del Marqués de Santillana:
ROSA
Tímida rosa ósea y encarnada
que amo y me ama y junto a mí se posa,
rosa que me rozó con la mirada,
!oh mi amorosa y aromosa rosa,
sumisa y envolvente llamarada!
Llamándote me enllamas, ardorosa,
y erguida en mi alma, rosa incorporada,
entre mis brazos, caes temblorosa.
Talle, su tallo. Y hojas. Y ojos. Sueño
-que con mis manos toco- que me toca.
Buscada rosa que encontró su dueño
escogida entre muchas minuciosa-
mente. Lozanos muslos, ansias, boca,
y no la mires más que así es mi rosa.
[Collingswood, New Jersey South, agosto 2017]