Por: Esther Ramón*
Crédito de la foto: Eva Sala
Antología de poemas
de Esther Ramón (parte I)
Distancia
Tensa la cuerda alrededor sin forzar
el delicado resorte de su ala
enferma y tira despacio hasta
depositarla en el primer alféizar,
que se aleje ahora de la casa y mire
de frente las nubes a su alcance y los
postes eléctricos y los
jardines.
Sacrificio
Apetitosos insectos
para liberar sus patas
de las fauces de piedra.
Cascar caparazones
y extraer con la cuchara,
servir sobre grandes hojas.
Recoger. Flores. Hierba.
Cuchillos verdes para los
insaciables lagartos
de quietud.
Deshielo
No tengas miedo
de mirar por mis ojos.
Me dijo la serpiente.
Fluye, fluye como la muerte,
Mira cómo mi piel se desprende
contra la corteza,
Ven, deja que te coma,
arrastra mis escamas,
entra.
Asómate y cae, olvida tus brazos,
en el agua eres una piedra
que fluye, fluye como la muerte.
Ven. Expulsa el aire y la tierra
del cuerpo y derrámate
en el camino sin piernas,
las hojas se pegan a tu piel
viscosa: ahora eres una
rama que se desliza.
Paseas por el bosque envenenado.
No tengas miedo.
Parirás un insecto afilado y seco,
un saltamontes sin forma
que atraviesa, sin rozarlo, el sendero,
que sobrevuela las ramas tiernas,
que se posa en los troncos
tocados por el rayo.
No tengas miedo
de mirar por mis ojos.
Me dijo la serpiente.
Tus manos, tus pies son
una bandada de cigarras que
asolarán el lago embarrado
antes de desaparecer entre
el humo de los enjambres.
Entonces nos arrastraremos.
Baja la cortina y mira
la ventana oscurecida,
ya no hay árboles sino
sombras que podrían ser
cuerpos en la pradera que
se enfría.
Baja los párpados: los cuerpos
son letras que atrapas
con tu lengua precisa,
con mi lengua, y al tragarlas
nos duplican y hacen pesado
el camino.
Las escupimos en cada matojo,
en cada madriguera.
El bosque se llena con las voces de los muertos.
Escucha. Escúchalos.
La canción sin gargantas penetra
nuestros poros congelados lejos
de las últimas cabañas derramo
la marea quebradiza de tus pasos
reptando en círculo sobre las ortigas.
Ven. No tengas miedo
de mirar por mis ojos.
Me dijo la serpiente.
Fluye como la muerte.
Dinamita
Explosión del cigarro que espera,
piedra anciana en el desfiladero,
almohada, boca abierta.
Date la vuelta.
Gato blanco cruzando,
mismo lago,
misma madera desprendida,
duerme al sol de las lanzas:
el ruido, la cascada.
Baja el escalón.
Llegará la patada en la puerta
abierta, llegará la patada en
la puerta abierta, llegará,
la patada, en la puerta.
Cuidado.
Abejas en la comida de la comadreja.
Calla
Bebedizo
Probando el sabor de la saliva animal.
De un gato. La saliva de un perro.
Olisqueando el pienso de las gallinas.
Libando sus abrevaderos de gallina.
Durmiendo en sus palos.
La figura que corre. Y enfoca.
Despertando en la cueva del oso
despellejado.
Calzando la piel muerta.
El bosque es una rama llena de bayas
llenas de veneno.
Pujando en el mercado de los viejos.
Tentándoles las carnes.
Palpando sus dientes falsos
con los dedos.
Una mujer. Va a saltar.
Bajando hasta abrirlas. Desnudando
con las manos llenas de tierra.
Clavando la nariz en las axilas,
en el sexo. Conteniendo
la respiración
sobre sus mandíbulas.
Rastreando alientos.
Escalando para estrellar en la roca
los huevos de los buitres.
Para callar a sus polluelos.
No hay nadie detrás. Delante no hay tiempo.
Tragando pequeños animales.
Animales vivos como arañas
o murciélagos.
Sintiéndoles comer.
La arena es una larva
entre la ropa es una
linterna.
Rascando la madera podrida
de los barcos,
Mordiendo tiras de acero.
Royendo los cristales
de las tiendas de música.
Bebiendo agua salada.
Boca abajo.
No chocamos no atravesó.
Vomitando.
Carcaj
Un perro que se abalanza
sobre mí en plena calle
desnuda, el perro abierto
sobre mí
y sus dientes fuertemente
agarrados a mi ropa
a la mía
y reconozco el collar,
aún llevo puestas
las manos que lo cerraron
mis manos
y el perro es mi perro
al que olvidé al que
nunca nunca nunca
dimos de comer,
ninguna tienda abierta y los
escaparates llenos de carne,
lo están devorando
parásitos que no vemos
y su mordisco es el único
abrazo que merezco.
Subsuelo
Apagad las antorchas, si descendéis
apagadlas, separad las manos
enlazadas para palpara la pared
en desorden, apretad los nudillos
sobre sus cicatrices y adentraos
libremente ¿vienes? en esta sombra
pactada, vuestros pies resbalando
en la música húmeda de la cueva,
en sus corrientes delatoras,
en sus dientes en su aliento
tensado en sus caballos
pero firmes las manos:
que ellas os guíen a través
del tubo que se estrecha,
que ellas aparten el gas,
el agua negra, que liberen
el paso hacia la gruta.
recita la fórmula, si tiemblan.
Polen. Calambre. Botella.
¿Los demás? Hace tiempo
que los has perdido. Eres
el fragmento que elijo.
Mírame no lo hagas escucha,
tuerce a la izquierda, salta,
desliza tu cuerpo por
la piedra domada, caerás
en ella. Enciende la antorcha.
Cierra.
Liturgia
O negarse a comer la fruta
y preparar un ungüento
blanco y extender su frío
sobre el pecho, sobre los
hombros desnudos.
Traicionas mi confianza
desertando.
Pisar acaso las uvas
verdes y ensuciar el zumo
con saliva y con barro,
La mezcla rebosante,
el cuenco en la ventana
y esperar que llueva,
desear
que llueva.
Del Tundra (Editorial Igitur, 2002)
Soy la mano que sacrifica reses
En el vertedero de caballos todo está listo para la representación.
Encendieron las luces de emergencia y nadie sabía si los que corrían querían salir o venían llegando.
(En realidad estaban detenidos).
Ignoraban el humo, pero su estilizado rostro azul sonreía a los presentes.
Se habían reunido allí para estudiar los cuerpos.
Un carpintero había fabricado siete grandes camillas de madera. Iban a cubrirse con enormes sábanas.
Esto es obra de un demente. Alguien le hizo callar. Los de las batas blancas se adelantaron.
Heridas de cortes desiguales. Los ayudantes anotaban cada detalle y los más virtuosos insertaban dibujos entre las letras.
Los dos primeros animales lucían exactas mutilaciones. El demente había concebido gemelos. Luego individuos únicos.
Todos los caballos eran tordos menos uno blanco que parecía intacto. Pero siguieron la costura. Los órganos estaban descolocados. Era un orden incomprensible en que el corazón y los riñones se apretaban en la garganta.
La luna adelgazaba aquella noche en que algunos hombres se reunieron en un hangar, mientras los demás dormían.
Después de taparlos decidieron iniciar las diligencias. El sospechoso podía ser un joven pálido, empleado en un matadero. O un maquinista. O el conductor de un circo itinerante.
Para velarlos dispusieron sillas polvorientas. Apagaron las luces y los cristales del techo se abrieron como ojos en blanco.
Sus pensamientos tomaron senderos diferentes pero todos cabalgaban en el mismo bosque, saltaban obstáculos inverosímiles, inventaban nombres para calmar a sus monturas.
Fue sencillo como una obra de arte
El agujero exacto
El que estaba trazado
Dejé que los carros se despeñaran
y al acabar ya no había caballos
(relinchos
deshaciéndose
entre madejas de lana
y el rictus del telar
del círculo paciente
Las tejedoras de la fábrica se acostaron bajo los telares, después de reforzar las puertas con algunas máquinas.
Los otros ganaderos le envidiaron las hermosas ovejas inglesas que habían cruzado con él el océano y que ahora pastaban.
Tenían víveres y se animaban unas a otras. La primera noche despertaron muchas veces, donde sólo había existido el día. Creían escuchar el sonido de un telar gigantesco, rozando el techo de hojalata como un gran insecto.
Entrecerraban los ojos para saborear aquella hierba larga, la lana se les rizaba con el aire nocturno, que amanecía blanqueado y suave.
El patrón acudió con hombres fuertes pero nadie fue capaz de romper la estructura.
Sus últimos ahorros en un hangar donde resguardarlas. Allí dormían y por la mañana él mismo apartaba las cadenas de la enorme puerta roja.
Para entretener las manos inventaban canciones, que salían en piezas cortadas por sus voces virtuosas. Los barcos se amontonaban en el puerto, aguardando los tejidos.
Los otros ganaderos le envidiaron las hermosas ovejas inglesas que habían cruzado con él el océano y que ahora pastaban.
“La Compañía Aseguradora firma un acuerdo con las fábricas locales”. Junto al titular una foto del grupo, de caras borrosas.
Quería a las ovejas satisfechas en su nueva tierra para así recoger cientos de huevos esponjosos, que iba a vender a un alto precio.
El patrón prendió fuego a su fábrica. Dentro cantaban y el saltamontes crujía entre las llamas.
Los otros ganaderos le envidiaron las hermosas ovejas inglesas que habían cruzado con él el océano y que ahora ardían en el hangar de puerta roja.
Era una inmensa alfombra que reunía en su dibujo los colores encerrados, las formas asfixiadas.
Aquel invierno corrimos desnudos sobre la nieve.
No tiene puertas ni ventanas
(un hombre sentado
en mi casa leyendo algo
que todavía no he escrito
leyendo
sin mirarme
No tiene puertas ni ventanas
y allí las encierro)
Camina con un solo cuerno retorcido. Las calles bordeadas por antorchas. Delante o detrás de la reja.
No corren todavía. Escapan agitando los cencerros de la raza pura. Una furia que las acoge y las guía en el itinerario del cepo.
Es el encierro: sólo retardar o acelerar los pasos. Son largas rectas y un gran círculo de terneras en constante movimiento.
Voces. Gritos que salen del empedrado, que se instalan en las pezuñas para florecer entre la carne.
Embisten, sus lanzas contra las llamas, contra los perseguidores y las rejas de madera. La deforme ataca con su cuerno inservible, se golpea la cabeza en los muros sucesivos.
Las vacas no tienen memoria. Emprenden el camino de vuelta sin escuchar el sonido metálico del cierre.
Oscurece y se impacientan. No sirven, sólo están en el juego a ratos, mugen y se estorban.
Los palos de acuerdo. Metro a metro sobre los lomos para que avancen.
Hay túneles que nadie recuerda. Respiraderos oxidados llenos de tierra.
Huyen arrastrando la cuerda, el jirón de ropa, los silbidos. El portón abierto ensancha el cerco.
Las voces las rodean y van retrocediendo muy pegadas, alzando sus cabezas antiguas. Hacia el centro.
Desde el mirador una espiral se hunde profundamente en la piedra. Es un fenómeno que atrae a muchos. Cada objeto que arrojan se endurece al contacto de aquel aire irrespirable.
Pastan cerca de un campo de girasoles, al lado de una casa al borde del derrumbe, un viejo transformador. El sol acaba de salir.
Al anochecer colocan jaulas de mimbre en las cloacas. Por la mañana recogen docenas de ratas enloquecidas.
Mojo los trapos
y el líquido
cierra su trama
Tejidos animales
No bastan las manos
para rasgarlos
Dadle un cuchillo al soldado hambriento. Mordisqueará las manzanas más jugosas: el costillar, las criadillas, los sesos. Con los hombres cayeron animales. Los cuartos traseros.
Un haz de palillos en el puño. Se abre, se derraman los cuerpos abiertos.
Lanceros que gritan sobre sus corceles heridos. El enemigo se ha ido.
Tiraban mulas de las máquinas de guerra. Bueyes esforzados. Caballos temblorosos. Carga su arma. Ocho balas. Ocho relinchos.
Las bestias buscan su peso: gallardetes, cañones, bayonetas, jinetes entre los muertos.
Descansa sobre el muslo frío del animal. Intenta no dormirse. Sostiene la cabeza entre las patas.
Todavía queman imágenes (iconos, fotografías, libros, banderas de señales). Una gran hoguera para los que huyeron. Para que entiendan.
La radio emite señales desde las trincheras. Líneas de cascos alineados, sonidos intermitentes. Silbidos de tres letras.
Ejercicios de puntería de los arqueros caídos. Llueven flechas.
Se descalza y pisa leche o es sangre o es agua.
(Con guantes metálicos tejen alambradas, conectan cables, en la enorme marmita mezclan azufre, salitre, carbón vegetal).
Delira, quiere defender la fortaleza. La abarca con sus brazos, siente los impactos, los leves cañonazos de la defensa.
(Sastres que trafican con armas, con esclavos. Distribuyen uniformes, calzan las gorras, etiquetan cráneos).
Agua y una gran toalla y una gran mano. El torso pálido, el pelaje parece intacto.
Después de
la batalla
el jinete me pide
una manta blanca
para cubrirse
las piernas
las medallas
la sangre
derramada
En fila sobre la playa mojada. Al primero lo llevan de los cuernos.
Husmean el suelo sin pararse, sus hocicos rozando caracolas y piedras veteadas. Avanzan lentamente, cada yunta en su carro.
Las pezuñas restan en la arena como helechos fósiles. Después pasan ruedas que las borran.
El sol todavía no calienta, los gritos de las gaviotas se ordenan en las pisadas regulares del cortejo. La madera de los carros retiene el tintineo de espadas y escudos, que viajan de un lado a otro sin descanso.
El primero un buey blanco. Sólo él marcha sin peso. Un hombre camina por delante, guiándole con suavidad a lo largo de la línea desleída.
Viento (olas que encharcan los surcos).
La caravana se detiene. Un nido de algas entre las ruedas. Los animales esperan pacientes a que los hombres terminen su trabajo.
En el descanso se afina el sonido del mar. La playa muestra sus heridas.
(Una medusa transparente se seca al sol. En el agua, peces rojos devorando.)
Alcanzan el pie de una colina. El guía da el alto. El enemigo está al otro lado.
Preparan el altar y la lanceta pasa desde los últimos carros hasta el primero. El animal inmóvil, atento al hombre que divide su cuello.
Olor a pintura, barnices para sanar. La bestia se desploma hacia un lado y muge sin color. Su mirada se adentra despacio en el mar, nada un poco, se sumerge. El sacerdote que la guiaba recoge su sangre en pequeños cuencos.
Al pasar miran el hermoso cuerpo blanco del sacrificio. Se está nublando y el agua congela los tobillos. Para calentarse tensan el hilo que enlaza las manos.
de Reses (Editorial Trea, 2008)
subterra
el humo de
las chimeneas
dibuja un óvalo
sobre la roca
el pico los pájaros
en celdas el miedo
al gas dinamitamos
precarias galerías
nos abrimos paso
al ritmo de la
polea el ascensor
de los que descienden
maneja la precisión de
las herramientas
un obstáculo
tangentes
ahora
la sirena
ensayo
sigilo junto al
horno estéril
todos duermen
la trampilla
cubierta de tierra
y una escalera
oblicua abajo
estatuas nuevas
la sed de la linterna
dibuja elipses
en los sacos vacíos
un rastro de trigo
bajo la herrumbre
de las herramientas
una espantada
de ratas
que argumenta
palabras
detrás de los
árboles niñas
que pintan
sus brazos y
duermen sobre
hojas friccionan
las patas son
grillos liberados
el sol
les arruga
las manos
se remangan
para lavarles
la ropa y sus
pinturas relucen
como gemas venenosas
como luces de nitrato
pigmentos
con limas furtivas
rebajamos unos
gramos su peso
sobre el plástico
cubierto nievan
copos de índigo
de terracota
en la superficie
espesaremos
sus tonos
con la saliva
de los caballos
de carga
con las lluvias
brotarán grullas
luminosas en
danza sobre
las paredes
edad del hierro
y con la piedra
a veces pollos
atronados
trilobites
de geometría
intacta
helechos rígidos
dientes
ligeros huesos
pleistocenos
tablillas de cera
y arenisca estacas
raros insectos
suspendidos
en ámbar
conchas astas
talladas raíces
raspadores collares
de sílex plumas
puntas de lanza
elástica
la ansiada ruta
hacia las naves
el peso alejado
de las carretillas
en fila los más
ricos pedazos
el camino en
cuesta el sol
subimos el
cargamento
la brevedad
de la sal entre
las cuerdas
el cajón de
pescado el
lenguaje
de signos
el vacío de
vuelta el sol
eco
era la tapa
de un pozo
inesperado
de una pausa
en la veta
nuestras voces
arrojadas como
débiles piedras
devueltas como
granos de arena
en los ojos el
rojo interno
de dos conejos
blancos muy
juntos el de la
izquierda mira
a la derecha el
de la derecha
a la izquierda
moradas
traen niños
pequeños
para excavar
la veta
en el hueco
más estrecho
desbrozan los
brotes tiernos
privados
en el eje de
alimento
una luz en
sus cráneos
de ave
y olvidarán
los juegos
la pureza
precisa los
mejores
metales
caja de resonancia
son nuestros
golpes en el
almacén
de sonidos
los hombres
del sol
se detienen
y acarician
el hierro
de sus arados
y calman
a las reses
que hallaron
clavos entre
el pienso
son nuestros
golpes y no
el silencio
fuga de gas
es el humo
que asedia
al cuerpo
que cava
licuando
los músculos
hasta inundar
la cámara
del tesoro
las gemas
enterradas
y derriba
en su búsqueda
una pared errada
una puerta
pintada de rojo
que contagia
piedras preciosas
mordido por
la serpiente
subterránea
aguarda
la esmeralda
que lo sane
y sueña
con el valle
de apertura
sobrevolado
por las grullas
por los grajos
en tensión
cambia el remo
por la música
y tumbado boca abajo
entona la canción
de la hiedra de las
ruinas no recuerda
su final
de grisú (Editorial Trea, 2009)
cicatriz carbón
Cicatrizan estos motores
en la palabra o el grito,
animales de la llamada,
del carbón dulce bajo la tierra.
Si levantas la vista por encima
de los ojos verás una cuerda,
tira de ella, será un sonido
repentino o caerá todo el líquido
sobre el estiércol reseco
de las formas,
sus resonancias
en el último vagón,
junto a los restos de mineral,
la carne desecada de los prietos
manantiales subterráneos.
Estrecha, oblicua
plataforma,
cilíndrico ascenso,
caminar por un hilo
de humo tiñe de humo
los pies del impulso.
Gaseosa caída,
allí donde nada protege
de la luz.
Hay plumas que no ascienden.
Insiste en lo que no es lecho,
insiste sobre el trono de piedra
descarnada.
Asume la forma en su peso
de aves muertas
Ahora eres ese cuero
clavado con estacas,
secándose al sol.
Este líquido interno
que se muestra
una sola vez,
en el derramamiento.
Color vertical,
evaporado.
Hacían fila para caer
y salían tiznados,
con la sirena que despertaba
a la tierra en anestesia.
y sólo entonces sentía
sus heridas,
deletreando una a una
las equis del bisturí,
palpando los órganos
ausentes,
sustraídos.
casetas
El guardián
de la caseta vacía
muerde un nudo,
un enjambre,
repasa los muros,
mano en la boca
abierta
de sus grietas,
cuenta,
en la silla de hilado
compone los huesos,
las patas estiradas
de un pájaro entre
las herramientas,
sin manos guarda
el vuelo adormecido,
sin agujas enhebra
sus médulas,
la proporción exacta
del contagio.
Mirado de cerca,
jirones prendidos
en la corona venenosa
de los muros,
el viento ata hebras,
las engarza,
hilo en el fondo
de las cacerolas
divide los alimentos:
un pez sin branquias,
otro que respira,
pan mojado,
cuero reseco,
dos anclas:
dos gaviotas
se despedazan.
Sillas de la huida,
elegir una para
sentarse,
o el altar de lavado
que lo desangre.
Prohibido el paso,
roto el habitante.
Cada vez más bajo
el vuelo de esos
pájaros.
Más baja la plataforma,
el escalón que desciende:
un grupo de gimnastas,
la pértiga más larga
cayendo para abrirlo,
dentro del pico
de madera
se almacenan
las semillas,
el peso dividido
que se estrella,
acuden con palancas,
rota la puerta
quebrantan
la fila de dientes,
el estómago vacío,
comida indigerible
y en reposo,
la más corta
distancia.
Desciende el anzuelo,
busca al gallo,
ahora esparce,
pica el grano,
no aviséis a nadie,
no gritéis,
no matéis todavía,
los niños juegan
a quemar peldaños
de madera
(tan níveas las plumas,
tan rojo el pico
y su sonido).
No hay reino capaz
de guardar sus gallos.
Un anciano se sentó
y leyó el presagio,
otro alzó de pronto
los brazos.
Vimos nidos en sus axilas,
vimos nidos blancos.
Medidor de fuerza,
brazo que sube
para abrir la casa,
el invernadero
de temperatura
constante,
robaron semillas,
cultivaron huesos,
ahora crecen pieles
en el frío repentino,
ovejas de cristal
al descubierto,
acuden zorras,
una hilera de soldados
con botas de acero,
olvidar la huida,
insistir en el corral
donde amanece,
en el músculo que se
quiebra,
en el gallo cardinal
que emprende el vuelo.
Restaron entre ellos
los pedazos dispersos
de la enorme puerta.
Algunos entierran
las marcas,
palabras sueltas
en el lenguaje sólido
de la madera,
otros tallan un alfabeto
quebrado,
ensayan en el bosque
sus vocales rígidas,
son panes demasiado
grandes para unas bocas
divididas,
hubo una explosión,
alguien mezclaba pájaros
en el bidón
de gasolina.
(de Sales, editorial Amargord, 2011)