Se presenta, por primera vez en español, 11 poemas inéditos del poeta búlgaro Alexander Shurbanov, que serán próximamente publicados por la editorial Scalino en Sofia. Shurbanov es uno de los escritores y traductores más reconocidos del panorama literario búlgaro contemporáneo, cuya trascendencia poética se pone de manifiesto en este ciclo de poemas dedicados a los árboles.
Por Alexander Shurbanov
Traducción del búlgaro Reynol Pérez Vázquez
Crédito de la foto el autor
Antes de que la nieve caiga.
11 poemas de Alexander Shurbanov
¡Con cuánta agilidad
se encarama al árbol
la ardilla!
Pero la paloma
la ha aventajado hace ya mucho:
está balanceándose en la cima.
Y es tan simple
su secreto:
dejar de lado toda clase de respaldo,
apoyarse
únicamente en aquello
que respiras
y abrir los dedos
a todo lo ancho,
hasta donde las uñas
olviden que son uñas
y se abandonen,
para florecer en alas.
Llovizna
Entre los escasos árboles del parque
la llovizna
no cesa…
Dos estudiantes de secundaria
de camisolas oscuras
fuman a escondidas.
Taciturnos y desolados.
Silenciosos.
Como si fueran a retarse a duelo.
Una llovizna
sin cesar está cayendo sobre el parque,
pero el follaje aún sigue seco.
Parque público
Y la gente plantó el bosque
–el cual había talado–
en el corazón de la árida ciudad.
Y las verdes cimas de los árboles hicieron oír su alboroto.
Llegaron también los pájaros,
porque conocían el bosque,
y se instalaron en él,
y despertaban la mañana con cantos.
Y llegaron las lluvias
y el sol,
lo mismo que las plantas
y las hormigas,
porque conocían a los árboles
y los amaban.
Llegaron a su vez los vástagos de la gente
y colmaron las sombras de bullicio.
Y sonrió Dios
al ver
que tenía ayudantes
y la creación
continuaría.
Tengo tiempo
Un arborzuelo –despeinado y travieso–
por un instante se separa de los demás,
ordenados junto a la línea,
y se lanza hacia el tren
con todas sus ramas erizadas:
–¡Bu!
–pretende asustarlo.
El tren, sin embargo, no le presta atención.
Se ha echado a correr para cumplir con la tarea
que le han encomendado:
¡no tiene tiempo para jugar con pícaros!
Sólo yo,
pese a que me traslada el tren,
sin afeitar incluso,
sin prisa por llegar a sitio alguno
y con las manos tendidas al viento
a través de la ventanilla bajada,
tengo, tengo tiempo,
arborzuelo, tengo tiempo,
tengo…
Reflejos
El árbol se inclina sobre el agua,
donde igual que algas
crecen
rumbo a él las ramas de su reflejo.
Manos,
tendidas
unas hacia las otras,
sin osar el tocarse del todo.
Como animales hipnotizados
los árboles de uno y otro mundo
se miran con fijeza mutuamente.
Y pese a pasar tan cerca
y que brillara la luna por encima de mí,
no tembló ni siquiera una hoja.
El jazmín
Más insolente que la grama,
acometedor,
implacable
en el jardín contra sus convecinos,
el jazmín
se introduce en todas partes,
ahoga, echa fuera a empujones, atropella,
quiere más lugar
para sí,
sólo para él.
Un arbusto como éste
no es del todo atrayente.
Pero cuando en junio
se cubra de flores de un blanco nupcial
y colme el aire templado
de su aroma
como perfume del paraíso,
¿quién recordará entonces
sus pecados?
Zarzamora
Malévola es la zarzamora,
ha afilado contra todos
sus innumerables espinas:
¡para que no roces su tronco siquiera!
Es malévola.
Ha penado, según parece.
Sin embargo, antes de que la nieve caiga,
justo desde adentro de su corazón
inquieto
se desentume a través de todas sus corazas
y sus frutos
ofrece a manos llenas
a cada transeúnte.
Y esos frutos,
pese a no llamar la atención en absoluto,
son dulces y olorosos
y ligeramente
ásperos al paladar,
como un amor
que ha guardado silencio
largamente.
Al pie del árbol
El árbol pone su mundo vertical a disposición
de cualquiera que sepa cómo alcanzarlo.
Aquí la ardilla casca tranquilamente sus avellanas invernales,
aquí el arrendajo pasea la mirada por los territorios bajo su tutela,
aquí mi infancia trepa descalza hacia el cielo,
aquí incluso el gato –fiera doméstica– se desliza con astucia,
para probar la dulzura de lo montaraz.
Para cada uno aquí palpita su rama dorada.
Y sólo el perro y el hombre envejecido
alzan desde abajo penosas miradas terrenales
y fascinados se quedan cierto tiempo al pie del árbol
antes de continuar por sus caminos llanos.
Un viajero tardío soy yo
Paso por el camino
al lado de tu casa.
Y el árbol,
que se asoma
por arriba de tu barda,
me regala generoso
sus frutos maduros.
No importuna al árbol.
La barda, ya lo veo, es tuya.
El árbol no.
No importa
que lo hayas cuidado.
Ha crecido solo.
Por encima del camino él tiende
a los viajeros ocasionales
unas ramas alegres e indóciles.
Y tú, el amo y señor, presta oídos:
cada noche
en ellas duermen aves de paso
que tú no conoces.
Paisaje invernal con corneja
La carretera
está cubierta de nieve.
Como si no existiera.
Como si la hubiéramos soñado.
Nos desplazamos lenta y silenciosamente
–un coche detrás de otro–
como niños luego de una travesura.
Confiamos en que debajo de nosotros se halla
la carretera.
Un árbol,
emblanquecido y somnoliento,
a un lado nos señala
que allí es campo raso.
Encima del árbol
se ha posado una corneja.
Es negra.
No la ha tocado la nieve.
Aguarda a que pasemos de largo.
La gente siempre
pasa de largo.
En mi juventud
arrancaba las rosas con más facilidad
y las regalaba,
como si fueran algo
inventado por mí.
Ahora las miro
y las gozo
floreciendo en el rosal.
No las toco.
Ruego que el viento también
conserve intacto
su encanto frágil,
puesto que ignora
cómo repetirlo.