Por Carlos Almonte*
Crédito de la foto (izq.) G0 Ediciones /
(der.) Juan Carlos Villavicencio
Alicia en la carretera, el segundo hito.
Nota preliminar
Veinte años han pasado desde aquella noche en el desierto; una noche de tormenta, océano y sabor a cactus. Hace una década se conmemoró el fin del primer ciclo, al compartir aquel verso extático y transparente que en algo reflejó el conjunto de emociones, reflexiones y desbordamientos que experimentamos en aquel camino hacia el bien llamado «inicio de umbrales». Un (tras)paso que se presentó limpio y expedito, a través de un túnel hecho de nubes con dirección indefinida.
Esa tarde comenzó el día anterior, al descubrir en los jardines de aquel pueblo costero la señal que nos llevaría hasta la siguiente entrada. Luego de cortar, hervir y (a)guardar, caminamos hasta la pequeña cima desde la que se observaba el horizonte, el atardecer y las marcas que abandonamos sobre el sendero (que muy pronto desaparecerían por completo). El proceso aparece descrito detalladamente en el libro titulado «Escenas de Flamenco: primer hito» (La Calabaza del Diablo, 2008). Lo que sí puedo remarcar ahora, al conmemorar este segundo hito, es que los guardianes tomaron forma de lechuzas que probaron inicialmente nuestra decisión de cruce. Ellos volaron bajo, muy bajo, tan bajo que podíamos tocarlos. Hicimos círculos en la arena, bailamos al ritmo de las olas, o del viento, y regresamos cuando comenzó a llover, esta vez tentando el rumbo, intuyendo, tocando el aire con las yemas de los dedos, reconociendo cada marca en el tiempo que rastreamos. El universo, por decirlo humildemente, se hizo uno con y entre nosotros. El fuego, que no hicimos, resumió nuestra visita. Nos abrazamos en silencio y observamos lentamente aquella escena, que era nuestra vida entera. Cada rayo, relámpago, expresión del viento, iluminó extensiones infinitas. Cada gota de lluvia significó un milagro que agradecimos desde el límite disgregado al espacio que habitamos.
Esa noche, frente a lo que podríamos llamar “la inmensidad”, cambió mi perspectiva de la imaginación, la belleza y la intensidad. El intercambio fue inmediato. Traspasamos el umbral en forma de aves, de roca, de lluvia, de visión eterna.
No he vuelto físicamente a ese lugar, solo en tiempo y símbolos. Desde entonces habito en ambos lados del desierto. Sé que al regresar, al habitar nuevamente aquel lugar, al fusionar el equilibrio y otras entidades de vitalidad, me quedaré para siempre observando el mar, las aves, las nubes que me invitan a avanzar.
Flamenco, agosto 2018
7 poemas de Alicia en la carretera (2018),
de Carlos Almonte
Comienzo
No hay caída, viaje o ensoñación. No hay habitación que se desplace por los aires ni caminos ondulados que varíen de manera abrupta. Las paredes del pozo han sido clausuradas con cemento, vidrios y fragmentos de madera. La tormenta ha concluido y la lluvia… Las señales han desaparecido, asimismo los espejos. El retorno es imposible, aunque inminente. No existe ya el extrañamiento, ni el artificio insulso de habitar lo ajeno. Todo lo que vemos nos resulta conocido o, al menos, familiar. El saludo diario lo comprueba y también el paso firme y decidido, dirigido hacia ninguna parte.
Frente al espejo
Las praderas son cubiertas por pimientos y alacranes. Escucho diálogos extensos sin sentido. Lo que importa es otra cosa, pienso, mientras en silencio repito el refrán árabe que habla de justicia y perdón. Anudo mi corbata, aliso el pantalón y husmeo a los vecinos antes de salir. La calle está vacía y los papeles remolinan más y más historias. Todavía puedo ver el sereno rostro de Alicia, que sigue atentamente los intrincados vericuetos de aquel mundo, nuestro mundo subterráneo y aparente, siempre a punto de flotar, de convertirse en realidad; como si en aquel destello mínimo reanudara su sonrisa.
Las Chilcas
Observamos autos herrumbrados a la orilla del camino. La lluvia en el desierto es un regalo inútil, dirá quien solo observa el tiempo transcurrir, un vulgar significante que se pudre bajo rocas que respiran, y los vientos y la droga que se ingiere cada noche. Son tormentas que revelan gritos de lechuzas y el chillar de roedores que anticipan, cercenados, sobre rocas gigantescas coronadas por altares en la cima. Busco entre las ramas, bajo cruces de metal que inscriben la correcta identidad: Aquí yace […] bajo tumbas, se lee en la única proclama que es posible distinguir.
Paradoja
Un semáforo deshace el próximo color, mientras los neumáticos rechinan como dientes contra el vidrio. Doce cuerpos se desnudan en la altura, elevando dedos-ristres febles-fósiles en la cuarta residencia, la que extrae los sonidos desde el mar. Ya no existen huracanes y los remolinos y octópodos gigantes agitan brazos y tentáculos sobre víctimas cansadas no dispuestas a correr. Las palabras surgen, dice el ermitaño, no las llamo, ellas vienen.
En Flamenco, junto a Alicia
Recorro las estancias y me detengo, con paciencia, frente a una columna dispareja. Los cangrejos se rebelan; ya no hablan de otra cosa. Es Alicia que responde sin pesares ni acomodos: Inconclusos, irreales, grita al frente de uno de ellos que la asombra con su arte. Devanea con tenazas errabundas hasta los canales que no alcanzan a llegar, y las pulgas de la playa y el olor marino. El dolor terráqueo pincha el plástico de unos cuantos mapas sin lector; la escalera hacia la izquierda, llego arriba y busco la tibieza de sus sábanas. El fugaz segundo ocurre, un tranquilo verso en Lautréamont que se agota al desprenderse de la altura: Noté que mi raíz se retorcía. Entonces comenzó mi sueño.
Boca Budi
El mundo ha vuelto a emitir sufragios consagrados, Interstellar overdrive, chirría la inspección, décimo tercer piso, vista hermosa, Boca Budi. Me reviso frente a espejos e ilusiones, reaparezco, anoto, significo. Nadie viene, nadie está sentado junto al cactus de la cima. Y en el mar desaparecen las embarcaciones. Alicia me contrae sobre el piso luego de beber el vino de la paz; así lo llama ella. Caminamos por la arena reuniendo caracoles y piedras de color indefinible, o sin color. El agua ya te llega a las rodillas, me regaña. No hay por qué, le digo en el momento de partir. Observo mi reflejo y deduzco que podría haber estado meses frente al vidrio. Me callo, me alejo, grito, nadie viene. Estoy solo y grito nuevamente. Nadie viene. Me recuesto y mis brazos alcanzan a rozarla. Es otro recuerdo, la televisión está encendida.
Om
La desnudez que rompe el sacro y fiel respeto de los dioses, derramando el agua pura, muestra sus secretos, encandila y adormece. Bajan los coyotes, las aves de rapiña. Busco el cambio y recibo sus caricias de abandono. Sin embargo, ayudan en el quite de los faros, muestran flores: rosa y cruz. Se alimentan de interfectos. Se repiten a sí mismos, desahogan, piensan. Debilitan las mejores mentes y aniquilan las demás. Se reúnen en secreto y guardan, entre ellos, el respeto misterioso de una secta. Los primeros serán quemados, los demás dejados libres para errar por un planeta devastado. Ellos morirán, dejarán cabellos adheridos al sollozo de los que observan desde arriba, ignorando el tiempo del epílogo.