«Albatros de Baudelaire», poema de Ronel González Sánchez

 

Este poema obtuvo el primer Premio del concurso Nacional de poesía América Bobia (2023).

 

 

Por Ronel González Sánchez*

Crédito de la foto archivo del autor

 

 

«Albatros de Baudelaire»,

poema de Ronel González Sánchez

 

para José Kozer

 

Cuando llegue el amanecer no estaré en casa, madre.

El sospechoso albatros de Baudelaire me llama.

Cuando llegue el amanecer dejaré el arrecife.

Cuando el amanecer irrumpa tendré los ojos demasiado abiertos,

demasiado rugosos por la sal y el hastío.  

 

La isla quedará sumergida para siempre en mi carne

que, para ser mi carne, no precisa revestirse de piedra.

La isla no volverá a ser la isla sino un bajel al pairo

con extenuados rostros observando la Nada

a través de escotillas traslúcidas.

Hay demasiadas rocas en mi alma, madre,

demasiados promontorios desgarrando mi espíritu.

 

Un ser, un nombre, una entidad, no pueden soñar todas las noches

que vuelan sobre el mar como un albatros hasta desvanecerse.

Una entidad, un nombre, un ser, también añoran

entornar las ventanas y poder respirar sin aprensiones,

pero nunca entornarlas hasta el fin de los tiempos,

nunca llenarse los alveolos de rencor hacia las mismas cosas

que le dieron origen, los mismos pasadizos que mutaron en cárceles. 

 

Hay excesivas rejas dentro del corazón

y muy pocas maneras de arrancarlas

que no sea siguiendo el vuelo pertinaz del albatros,

sereno y libre sobre el horizonte;

 

el vuelo del albatros que no debe a ninguna costa su existencia,

el vuelo del albatros con su simbología de éxodo ante la muerte.

 

Aunque las rejas acompañen como marcas de un asador al rojo,

aunque las rejas se prolonguen hasta su infinitud

de valladares con vocación eterna,

no quiero ser el convicto ideal

que ve cómo el océano acrecienta su boato de océano

y con el mismo andrajo de reo en la penumbra 

vuelve umbroso, en silencio, al río represado.   

No quiero ser mi propio muro ni el dique póstumo

que legaré con carácter de herencia a mis vástagos nulos. 

No quiero ser la geografía desdibujada

que procrea un paisaje desdibujado luego.

 

Yo porto en lo más hondo los gérmenes del viaje

que los encontronazos sucesivos con las rocas desviaron del rumbo,

pero soy, en esencia, un peregrino, madre;

un amputado de la vereda Apia, del camino a Santiago,

de los senderos escabrosos y punzantes que a Jerusalén llegan.

Llevo los genes del que intuye un Qumrán, un Cipango, un Ankor,

y es presa de un alud, una borrasca, un sismo.

 

¿Quién decide por mí desde las sombras la sujeción a un atrio

donde la única luz es la que filtra un harén de columnas?  

 

¿A quién invistió quién con la toga y el lábaro de las supremacías

para que yo me ahogara frente al mar avistando trirremes

y embarcaciones fantasmales que arriban y se marchan

sin incluirme en sus periplos, sin contar con mi anuencia

para la singladura, el abandono o siquiera el naufragio? 

 

¿Quién decidió por mí una incapacidad innata para el trayecto, madre,

al coste de venerar metáforas, requerir mis omóplatos  

para nombrarme atlante de un edificio en ruinas

y asestar con sarcasmo el adjetivo inmóvil 

a cualquier conmoción de mis instintos?

 

Soy un viajero que fracasa, un táctico

de la desilusión congénita que el desespero en torno

inocula a la tribu recluida en su cárcava.

Soy un viajero al que mutilan astrolabios, mapamundis, brújulas,

para advertirle sin pudor: ¡Tú no eres el viajero

sino un frecuente y dilatado equívoco de las simulaciones

en que suelen mutar las magnas ceremonias!

Soy un viajero, en sentido contrario

al sentido común que es siempre el menos lógico. 

 

No soy el que imaginas, madre.

Me has visto ir, cabizbajo, hacia las tapias, incluso más allá

cada ciertos declives del entusiasmo horrísono.

Me has visto ir y tornar, maldiciendo mi indefensión

a cuestas como un fardo implacable

que se vuelve en mi contra, me has visto ir, regurgitar, lacónico,

aprensivo, avizor en exceso, hacia la holgura ilímite, 

y mencionar la holgura de pasada, entre los antifaces

que concluyo añadiéndole, que sumo a los supuestos

descarríos de un universo en expansión

que, inevitablemente, concluirá siendo mártir

de sus propios desbordes. Pero ya no me empino

en las roídas puntas de mis botas de hierro, para sobrepasar

la línea que me ofrece la visión menos escamoteada de las aves,

el fausto regodeo de las olas en su claustro de espuma

que la sangre amotina con su élan de primigenio éxtasis. 

Ya no voy ni volveré a las tapias

porque me desquició hasta las heces el camino empedrado,

la yerba seca de los alrededores, el paso prolijo de la nocturnidad

que ni siquiera es pasto de quimeras sino de los espectros

dando caza al albatros, para extirparle al mar una criatura

de su facciosa estirpe. No puedo ser el que retorna

al obstinado acoso de la desvida, madre,

crecí en la inmediatez y el desespero de galeotes amorfos

que siguieron el vuelo del albatros, hasta ser solo un punto

en la senda virtual que la marea remonta.

Yo merezco también la seducción inconfesable

que es un bosque en otoño, el impróvido alud

de la nieve en el pasamontañas, el aluvión austral

sobre un poema concluido en el Tíbet, yo merezco

la insipidez y la ebriedad mediterránea de los pastores

y sus rebaños trashumantes que atraviesan la sierra de Segura,   

porque arrastro una sed onerosa como El carro de heno de Constable,

cargo la pesadumbre de quien no vio jamás Porta del Paradiso

de Lorenzo Ghiberti, ni puede definir qué distingue los puentes

del condado de Madison de los que perpetúan las tardes sevillanas

junto a un Guadalquivir ultrapoético.   

 

Yo no quiero percibir la libélula que parece el mar Rojo

en una antigua lámina, ni que me hablen del estuario

en qué bebió Rimbaud, después de desvariar

en los suburbios alucinantes de París, la altanera barriada 

de los Campos Elíseos, donde glorificó al rey de los poetas,

que era también l’enfant del Gran Este. 

 

Mañana, cuando el amanecer vuelva a extramuros

del aire detenido y el sopor que es el monte doméstico,   

no estaré en casa, madre.

Afuera vive, en libertad, el sospechoso albatros

que Baudelaire veía en serventesios distendidos

como alas dispuestas

y pesa mucho, demasiado, sobre mí, el arrecife.

 

 

 

 

 

*(Caco-cum-Cuba, 1971). Poeta, narrador, investigador, escritor para niños. Ha recibido numerosos premios y distinciones. Ha publicado en poesía Desterrado de asombros (1997), Consumación de la utopía (1999, 2005), La furiosa eternidad (2000), Atormentado de sentido. Para una hermenéutica de la metadécima (2007), Nada es real salvo la noche (2020), El dolor de ser vivo (2021); los ensayos La noche octosilábica. Historia de décima escrita en Holguín (1862-2003) (2004), La sucesión sumergida. Estudio de la creación en décimas de José Lezama Lima (2006), Alegoría y transfiguración. La décima en Orígenes (2007), entre otros; en narrativa infantil El Arca de no sé (2001), Zoológico (2010), En compañía de adultos (2010), La enigmática historia de Doceleguas (2010), La honorable bruja Granuja del esqueleto embrujecido (2013), Relatos turulatos (2015), Los cuentos más tontos del mundo (2019), El mundo Kenosevé (2019), entre otros. Más información sobre el autor: https://cubarte.cult.cu/periodico-cubarte/notas-pie-de-pagina-anotaciones-sobre-los-poetas-ronel-gonzalez-sanchez/