Por Luis Omar Cáceres*
Nota por Juan Arabia
Crédito de la foto www.memoriachilena.cl
Acercamiento y poemas de Defensa del Ídolo (1934),
de Luis Omar Cáceres
Luis Omar Cáceres logró lo que todo verdadero poeta anhela: la creación de eslabones herméticos, una muerte temprana (como Dylan Thomas, a los 39 años), y la formación de un mito experiencial.
Ciertamente dudaríamos de un poeta que no haya lidiado en su juventud con ideas poco “ortodoxas”, o mejor dicho anarquistas: Cáceres militó en el Partido Comunista, fue un ferviente lector de Rimbaud, y cometió imprudencias inexplicables, como llevar con él siempre un violín o aparecer muerto en una zanja. Toda razón es política y por tanto poética: difícilmente un revolucionario pueda ser juzgado con las mismas palabras y leyes que se aplican a un abogado o a un hombre de reproducción de la sociedad.
Con sólo un pequeño volumen publicado en vida, y que sobrevivió al exilio del fuego kafkiano, sin embargo ⎼como afirma Vicente Huidobro, poeta que prologó su obra⎼ su poesía cruza el universo como un relámpago.
La eternidad de agacha, sí (junto a Blake, Rimbaud y sus hermanos), se prepara: recoge el abanico que del nuevo aire le regala nuestra marcha.
25 de noviembre de 2016.
3 + 1 poemas de Defensa del Ídolo (1934),
de Luis Omar Cáceres
(con prólogo de Vicente Huidobro)
MANSIÓN DE ESPUMA
Con mi corazón, golpeándote, oh sombra ilimitada,
Apacienta los bríos absolutos de estas estampas perdurables;
Huyendo de su vida, pienso, el que parte limpia el mundo,
Y así le es dado reflejar su imagen dulcemente terrestre.
Un pueblo (azul), trabajosamente inundado
Va a pasar la dura estación equilibrando sus paisajes
Tiempo caído de los árboles, cualquier cielo podría ver mi cielo
El blanco camino cruza su inmóvil tempestad.
Muda voz que habita debajo de mis sueños,
Mi amiga me instruye en el acento desnudo de sus brazos,
Junto al balcón de luz disciplinado, tumultuosa,
y desde donde se advierte la aún no soñada desventura.
Revestido de distancias, entre hombre a hombre-magro,
Todo naufraga, bajo el pendón de su postrer adiós;
Dejé de existir, caí de pronto, desamparado de mi mismo,
Porque el hombre ama su propia y obscura vida solamente.
Ídolo ignoto ¿Qué he de hacer para besarlo?
Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso,
Confieso mi autocrimen porque quiero comprenderlo,
Y en los rompientes de su soledad de piedra despliego mis palabras.
DECORACIÓN DE LA LLUVIA
Revoloteos de hojas muertas. Primavera
que estalla entre los surcos de una honda fatiga;
largas trenzas de agua colgando de la lluvia,
que cae, y se hace trizas.
El agua!… ¿A quién busca el agua, numerosa?
Aprieta su contorsión nubes adentro;
en tanto, cual heraldos de la vida,
van los pasos de la lluvia—cantando,
despiertos en el sueño.
¿Y cómo recoger su movimiento,
solitario pensativo, solitario pensativo?
—Contempla cómo aviva su sopor la lluvia pálida,
y cómo, cual si acallase el dolor del rumbo fijo,
asciende en gorjeos de luz el polvo del camino!
Lumbre de altas vigilias, girasol de espejos invariables,
descorriendo el velo de sus profundas calcomanías,
ahuyenta el obscuro volumen de los árboles,
sin hallar dónde inclinarse, sin encontrar su mañana.
Revoloteos de hojas muertas. Primavera
que estalla entre los surcos de una honda fatiga,
humos de lentitud, claridades en calma,
y, en mi alma?
una onda de ardientes campanadas!
INSOMNIO JUNTO AL ALBA
En vano imploro al sueño el frescor de sus aguas.
Auriga de la noche!…. (¿Quién llora a los perdidos?)
Vuelca la luna sobre su piel el viento, mientras
Que de la sombra emerge la claridad de un trino.
Tambalean las sombras como un carro mortuorio
Que desgaja a la ruta el collar de sus piedras;
E inexplicablemente crujen todas las cosas
Flexibles, como un arco palpitante de flechas.
Amor de cien mujeres no bastará a la angustia
Que destila en mi sangre su ardoroso zumbido;
Y si de hallar hubiera sostén a esa esperanza,
Piadosa me sería la voz de un precipicio.
Volcó la luna sobre su piel el viento.
Suave fulguración de nieve resbala en los balcones:
Y al suplicarle al sueño me aniquile, los pájaros,
Dispersan un manojo de luz en sus acordes.
ANCLAS OPUESTAS
Ahora que el camino ha muerto,
y que nuestro automóvil reflejo lame su fantasma,
con su lengua atónita,
arrancando bruscamente la venda de sueño
de las súbitas, esdrújulas moradas,
hollando el helado camino de las ánimas,
enderezando el tiempo y las colinas, igualándolo todo,
con su paso acostado;
como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, estrechamente solo,
Oh, amigos infinitos.
(100, 200, 300,
miles de kilómetros, tal vez).
El motor se aísla.
La vida pasa.
La eternidad se agacha, se prepara,
recoge el abanico que del nuevo aire le regala nuestra marcha;
en tanto que enterrando su osamenta de kilómetros y kilómetros,
los cilindros de nuestro auto depáranse a la zona de nuestros propios muertos;
he ahí a los antiguos héroes dirigiéndonos sus sonrisas de altivos y próximos espejos;
mas, junto a ellos, también resiéntense,
los rostros de nuestros amigos,
los de nuestros enemigos,
y los de todos los hombres desaparecidos;
nuestro automóvil les limpia el olvido con el roce delirante de sus hálitos.
Como esas manos de mármol que se saludan a la entrada de las tumbas,
nuestro automóvil seráfico ratifica el gran pacto,
que a ambos lados de la ruta, conjuradas,
atestiguan las súbitas, esdrújulas viviendas golpeándose entre sí…
Ahora que el camino ha muerto,
y que nuestro automóvil reflejo lame su fantasma,
con su lengua atónita,
como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, indescriptiblemente solo,
¡oh amigos infinitos!