Poemas: Emilio García Montiel*
Comentario crítico: Aleyda Quevedo Rojas**
Crédito de la foto: (Izq.) Verónica Cervera/
(der.) La Barca de Papel
Acariciar la ligereza.
7 poemas de Emilio García Montiel
Hay, en la poesía del cubano Emilio García Montiel (La Habana, 1962), un intransferible mundo poético tatuado por esa luz que en pintura lograron los impresionistas, también Giacometti en la escultura, pensando ahora mismo en la cabeza dorada nombrada “Musa Dormida”, y absolutamente seguro que lo logró Rachmaninov en la música. Quizá, en muchos de sus poemas, García Montiel lo ha logrado también. Comunicar esa luz… que explota, que moviliza, que deja un vaho memorioso.
Exquisitos poemas de matices coloquiales, como pequeñas prosas que me remiten a Carver, hacen parte de libros como: Squeeze play, Cartas desde Rusia o El encanto perdido de la fidelidad, y nos permiten oler la primavera, dolernos con el perfume de las cartas, las heridas de la rosa y contemplar nítidamente, los colores de la ciudad luego de la lluvia infernal, como si se tratara de contemplar el otoño en Japón.
Un tono narrativo predominante, hace de ésta poesía, una potente metáfora narrada en ritmo de historia del arte, que a su vez, nos lleva a encontrar fuertes influencias del gran maestro cubano: Eliseo Diego. El propio Emilio García Montiel, confesó en una entrevista que: “probablemente, todo poema sea una metáfora en su totalidad”, y que siente un fuerte interés por lo narrativo.
Elegancia en el lenguaje, constante cuestionamiento de la realidad y el gran tema del viaje como suprema búsqueda ontológica. Aquí los poemas de una de las voces más transparentes e interesantes de la poesía Hispanoamericana.
7 Poemas de Emilio García Montiel
Cuando murió, besaba un libro de John Donne
Cuando murió, besaba un libro de John Donne, y hubo que despegar sus labios de esas páginas consteladas de versos que él nunca imaginó escribir, pero que fueron todo lo que tuvo al final de sus días.
Desterrado en su propia inocencia, la felicidad que alguna vez hiciera levitar con sus palabras fue demasiado suya como para que, al hacerlo, no dudara de ello, y no destruyera cada frase con la misma obsesión de un aprendiz.
Yo lo vi en la casa de los muertos, cianótico, como si me observara yo mismo en un espejo, y lo envidié por sus labios y su lengua ya vacíos y por sus versos, que él creía sufrir sólo para acercarse un poco más a la tierra.
Sé que lo que calló, John Donne lo hubiera dicho, porque nada en su vida fue distinto de un alma redimida. Murió y no le importaba; vivir nunca llegó a ser gran cosa para él, salvo por ciertas circunstancias más o menos carnales a las que, a veces, les llamaba amor.
Los cementerios
No ha cesado la lluvia; desde la oscura veranda del santuario los jardines parecen disolverse; y hacia la tarde, poco queda ya por descubrir de su cuidada indiferencia.
La discreta torcedura de las ramas, las sogas invisibles que comban los arbustos, los pasos desgranados en guijarros, se distinguen con la misma claridad de su ficción.
Lejos de los portones, las luces tempranas de las casas del fondo demoran la silueta de las tumbas, de las tablillas escritas que dan a sus ventanas.
No es demasiado el peso de la lluvia; sobre las tejas pavonadas o ceniza corren hilos de agua que tardan en caer sobre otras tejas rotas, amontonadas en el suelo.
Un tiempo acaso, que diríase inmóvil, aísla cada hoja, cada poro de tierra, cada gota deslizada en las rendijas y los hace brillar por un instante, como si nada más hubiera.
Un mismo tiempo en el que todo parece recortado de algún paisaje enorme, de alguna cordillera filtrada por la niebla, sin envés y sin sombra
un paisaje distante donde apenas se vislumbra construcción o aliento, o un sólo trazo desvaído y breve iluminando el techo de una casa en las faldas.
Detrás de la veranda alguien habrá de estar, o nadie; de las puertas cerradas, del opaco esmeril de los cristales, sólo se advierte el reflejo de la lluvia.
En las urnas, al pie de los sepulcros, se compacta la arena ennegrecida por los restos de incienso, y algo de pétalos y barro da en flotar en la boca de los tiestos vacíos.
No hay estatuas, ni bustos, ni mármoles crispados, sólo volúmenes geométricos pulidos en piedra, casi mudos, casi repetidos, inútiles para la pasión o el sufrimiento.
Dispersas, se humedecen también imágenes de dioses, en roca y musgo o bronce bien gastado, y en los rincones, llaves de agua, baldes, mangueras, cazos para limpiar las tumbas.
El mar en la península
Todo lo que caminamos parecía caminado en el amanecer. Y nada de lo que fuimos a lo largo de esa playa de diciembre se detuvo en la sombra de nuestros pensamientos.
Por una vez el sentido estuvo con nosotros, cada espacio lo era, cada acto de un mundo que apenas tuvo nombre, o un nombre pronunciado sin ninguna intención.
Las palabras se dejaban oír como si siempre hubieran sido o funcionaran con la austeridad de un órgano: alcatraces, sargazos, niebla, espuma: lejos de lo aprendido y del silencio, y tal vez como un órgano más.
Nada fue visto, sino participado; y no hubo cuerpo o elemento al que pudiéramos llamar paisaje.
Abrigados, en una costa semejante a las costas de otoño de algún país del norte, entramos de través en un tiempo privado y natural que ya estaba en nosotros.
Había una mansión iluminada sobre los arrecifes y un ralo resplandor aún cargado de lluvia; hacia allí caminamos sin encontrar a nadie,
evitando los celentéreos que la tormenta de la noche dispersara en la arena, casi como se evitan ciertas palabras en una conversación cordial.
Adiós
Una llovizna seca y silenciosa cae sobre el camino que sube a los andenes.
La noche es clara, y tras el vaho amarillento de unos pocos faroles se ve pasar la lluvia.
En el valle, las casas se han dormido, sus cristales oscilan levemente al resplandor del fuego.
Nada me apura y nada me detiene, una mujer tal vez, la tranquila hermosura de los bosques bajo el cielo de otoño.
¡Ah, que amable indiferencia! Mi nombre se ha perdido y mi patria es ahora tan lejana como mi corazón.
Cuarteto
De todas las palabras que he escuchado y que, quizás, he escrito, sólo recuerdo aquellas de ninguna importancia.
Las palabras eternas se vuelven silenciosas para llegar a mí, y aun en su silencio las olvido
o pretendo olvidarlas. Las palabras eternas existen en un nombre, yo a veces lo pronuncio por temor, pero no pienso en ello.
De entre todas las cosas, sólo duermen en mí ciertas ciudades, ciertas mujeres vencidas al azar
Las costas de Francia
Bajo el gustado fresquecillo del amanecer, bajo su fría niebla, yo vi pasar las costas de Francia.
Las luces fugadas de los autos iluminaban brevemente el mar, el reposado perfil de algunos botes, cierto oro interior.
Yo me dije: he aquí el mediodía de Francia, he aquí su Provenza bucólica, ligera en torridez.
Nunca más, nunca más la glorieta de mi pueblo será el centro del mundo.
Nunca más el boticario o el fotógrafo contarán las mejores historias.
El Ródano, que acude tras los suaves dorados, pasa también por mí.
Las mansardas caprichosas donde se quiebra el aire.
Los dragones, los caballos de nervio fino sobre el polvo de Arlés.
Toda la verdad desconocida pasa también por mí.
Una muchacha que abre las puertas de un granero y queda a contraluz.
Eso me dije y ya no estuve solo.
La gente se agolpaba en la cubierta, sobre las barandillas.
Yo les oí decir: ¡Es Francia, es Francia!
Y así los vi inclinarse. Con la misma inocencia.
Con la misma seriedad de quien escoge un papel de regalo o una revista de modas.
Las cartas
He abierto pocas cartas, pero siempre importantes.
Algunas fueron de amigos cercanos
otras de mujeres
y otras de pequeña gente que no volveré a ver.
De cada palabra obtuve una verdad
y de cada silencio
ese temor a lo invisible que nunca confesamos.
Por una carta perdoné a un enemigo.
Por una carta decidí mi soledad tras un largo romance.
Por una carta abandoné un país.
Si alguien me pidiera explicaciones, no sabría decirlo.
Una carta es el aire que bate entre dos condenados
entre el cuerpo y el alma.
Un sillón reclinable, un dorado estilete para rasgar los sobres
una vista nocturna de París
de poco servirían.
Desde el momento en que vocean tu nombre por las habitaciones
en que cae un susurro debajo de la puerta
ya no hay nada que hacer.