Por: Jorge J. Locane
Crédito de la foto: Izq. www.1.bp.blogspot.com
A propósito de la reedición de El fiord (2014),
de Osvaldo Lamborghini
“ach lass sie quatschen lass sie velhas tortugas velhos tortulhos / tartarugando tortulhando meringentorte fruchttorte kaesetorte tartarugas” son versos que podría haber escrito Osvaldo Lamborghini, pero que aparecieron en el expansivo galáxias (1984), de Haroldo de Campos. Quatschen es un verbo del alemán que se aproxima al porteño “chamuyar”, en cualquier caso un término que se despreocupa del valor de las palabras. El texto de Haroldo prolifera vertiginosamente mediante enlaces sonoros, se despega de cualquier demanda de significado y da paso –en un procedimiento que apreciaba Ricardo Zelarayán– a la fiesta sonora que puede desplegar el lenguaje. No hay información, no hay trama, no hay relato: hay quatschen. Así también, obcecado por la retórica militante de su época, pero dispuesto a despojarla sin miramientos de sus asociaciones semánticas, avanza El fiord, de Lamborghini.
Reseñar un libro de 1969 en el 2015 puede parecer al menos despistado, pero para los despistados hay que decir que El fiord se reedita (2014) y, además, sigue “dando que hablar”. Primera propuesta: la reedición llevada a cabo por Ediciones Sin Fin en Barcelona instala el libro original en otro horizonte hermenéutico, desde ahora, por lo tanto, tratamos con otro libro. Si la primera edición fue publicada casi clandestinamente por la editorial creada ad hoc Chinatown en Buenos Aires y con epílogo de Leopoldo Fernández (Germán García), la actual elimina ese epílogo y lo sustituye por uno de Ignacio Echevarría. Ignoro los entretelones de la publicación, no podría decir si ese célebre epílogo de Germán García fue elidido por razones de derecho o por estrategia editorial. Lo cierto es que aquella extensa lectura temprana –más extensa que el texto fuente mismo–, que instalaba el libro de Lamborghini en un orden semántico marcado por el psicoanálisis y que le aseguró a su autor que Oscar Masotta lo reconociera como su más conspicuo discípulo, ahora es reemplazada por otra tan extensa como la primera (El fiord en sí abarca 26 páginas; con fuente más pequeña, el epílogo “Una esfera de mierda”, de Echevarría, 31), pero, naturalmente, despojada por completo del vocabulario –y del imaginario asociado– porteño de la época. El fiord, por lo pronto, da que hablar. Acentúo la paradoja: desde su nacimiento es más lo que se dice sobre El fiord que lo que él mismo dice. Esta nueva lectura, a su vez, lo recontextualiza y, así, también lo transforma. Ya no se trata más de un texto signado por el psicoanálisis y el peronismo, ya no se trata de un texto de argentinos para argentinos (de los años 60/70, agrego). Se trata de un texto del 2014, publicado en Barcelona y destinado, al menos potencialmente, a una recepción internacional.

Pero volvamos un momento a Argentina. En su contexto original, El fiord cautivó obsesivamente no solo a Germán García, sino también, al menos, a dos de los tres escritores que hoy marcan las coordenadas esenciales de la literatura vernácula: a César Aira y a Fogwill (el tercero es Saer, pero acá no interesa). La siempre invocada pregunta del primero, “¿cómo se puede escribir tan bien?”, habilita un desplazamiento: si el trazo de Lamborghini efectivamente suscita tal admiración, ¿no debería pertenecer al corpus de la literatura universal y no, únicamente, al de la nacional? Digo, la fórmula “escribir tan bien” posee por definición valor universal: no se escribe bien para argentinos, franceses o catalanes; simplemente se escribe bien. Pero si es cierto que esto podría ser así, también es constatable que hasta ahora solo había despertado la admiración incondicional de argentinos. Recordemos, de paso, el reclamo de Tamara Kamenszain, también citado hasta el cansancio: “Cuidado con escribir después de Lamborghini: él fatigó todos los conductos”. Reclamo, otra vez, enunciado por una argentina, pero del mismo modo con pretensiones de mayor alcance. De acá, entonces, dos propuestas: la literatura argentina actual, con mediación de sus actuales referentes mayores, no se puede pensar sin El fiord. ¿Qué sería de Aira si no se hubiera sentido llamado a fundar una genealogía literaria apoyada en ese texto? ¿Existiría, por ejemplo, Qué hacer (2010), de Pablo Katchadjian, si Aira no hubiera abierto tal veta? Y la segunda: la publicación de El fiord en Barcelona, con el epílogo de Echevarría, es el comienzo del despegue de una estrecha tradición, incluso de esa genealogía gestada por Aira, y la reinserción en un corpus ampliado: el de la literatura a secas, ese conformado por los textos “bien escritos” sin que importen las adjetivaciones nacionales. Porque hay un episodio anterior que Ricardo Strafacce, al evaluar –creo yo– apresuradamente el epílogo de Echevarría (Perfil 31.01.15), se saltea: en 2011 el mismo crítico publicó Los libros esenciales de la literatura en español donde da a conocer los cien títulos en español aparecidos desde 1950 que él considera insoslayables, entre ellos, El fiord.
En efecto, el texto de Lamborghini es “un documento de época” (50), pero lo es solo en la medida en que se confíe en los significados y que el epílogo de García lo enmarque. Una vez superada la inocencia y reenmarcado por un texto diferente que propone “una lectura adánica (o marciana)” (46), El fiord es un texto vigente que sigue “dando que hablar”, acaso tanto más que los otros noventa y nueve que selecciona Echevarría como esenciales: porque hoy en día, ¿cuánto dice, por ejemplo, Cien años de soledad? Y es preciso, repito, superar la inocencia. Quien quiera, como incluso lo han hecho críticos profesionales inocentes, puede recuperar las siglas encubiertas en los nombres de los personajes. No es una tarea mayor, pero tampoco conduce a mucho porque el ambiente onírico donde las articulaciones de regímenes significantes proliferan indefinidamente no responde a mecanismos lógicos o a una línea argumental. Cuarta propuesta: en El fiord no hay estructura profunda, todo es lengua, todo, superficie, materialidad sonora. Y en este sentido destinado a trascender fronteras culturales. Echevarría no sin ironía sugiere que “A una escritura desentendida del ‘dogma social de la comunicación’ corresponde una lectura desentendida a su vez del ‘dogma cultural de la comprensión’” (69). Pero si recordamos que estamos ante un escritor que le había declarado la guerra a la “tiranía del significado”, no nos queda más que suscribir. Y sin sorna.

Retomo las fórmulas iniciales y cierro con una quinta propuesta. El fiord, al igual que galáxias, se monta sobre el procedimiento del quatschen: no hay solemnidad ni miramientos por el (algún) mensaje. Estamos ante una fiesta del significante. Y ese desapego de la lengua utilitaria es, precisamente lo que estimula el “dar que hablar”. Los exégetas inocentes hablan: buscan reponer algún –y en los casos más severos, solo un– significado oculto. Pero los lectores atentos también hablan: saben que El fiord ha sido escrito para que la fiesta no se acabe. La quinta propuesta sostiene que en realidad estamos ante una metaalegoría, ante una alegoría de la alegoría. Eventualmente, se trata de una a la que se le ha escamoteado su significado segundo. El fiord no está en lugar de nada, se dice a sí mismo. Tras ese vacío entramado simbólico, de asociaciones significantes, no hay revelación. Con su lectura, eso sí, entramos en un lugar que da miedo, el de la vanguardia más desafiante: uno que se resiste a las apropiaciones racionalistas y que reclama, para que no expire o lo dejemos expirar, siempre nuevas lecturas marcianas.