Por Laura Giordani*
Crédito de la foto (izq.) Loto Azul Ed. /
(der.) archivo de la autora
Una voz que todas las lenguas reconocen.
Algunas anotaciones a propósito de
Geografía de la intemperie (2024), de Alba Seoane
Además de proponer un recorrido por los recodos de la orfandad humana, Geografía de la intemperie constituye una suerte de cartografía o relevamiento del cuerpo, de lo más blando y vulnerable que nos habita. No en vano, el libro se inaugura con unos versos de Aurora Luque que dicen:
La piel es vertedero de memoria
lo mismo que el poema.
Encontramos a lo largo de sus páginas una vocación integradora del cuerpo en la escritura de claro cuño “pizarnikeano”. La poeta argentina, al igual que Alba, sintió la ardiente vocación de desdibujar las fronteras entre arte y vida, manifestando que aspiraba a hacer el cuerpo del poema con su propia vida. La escritura se vive como una urgencia corporal, orgánica, un exceso de sentido que pide salida al exterior, como el ámbar de la corteza de algunos árboles.
Después de auscultar el corazón de este poemario —precedido por un libro al que está orgánicamente unido: Homogénesis (2023), comparto algunas anotaciones a modo de señuelos luminosos que inviten a internarse en su lectura.
Nuno Júdice, quien nos dejó recientemente, aconsejaba en una poética:
Eviten el modelo griego: la perfección de las líneas,
la limpidez del mármol, el azul del mar. En el fondo,
la luz nace ahí donde el cuerpo se deja contaminar
por los colores oscuros del amor, como un tallo
de invierno; y es en el interior del fruto podrido por
la lluvia que la vida insiste.
Alba Seoane ha seguido, sin saberlo, estas pautas dejadas por el maestro lusitano de una escritura “impura”, una escritura que no desconoce la caducidad de la existencia, ni da la espalda a la dimensión corporal de la misma. En sus poemas encontramos mariposas blancas, nubes, cenizas del Etna sobre unas sábanas y también, cartones, alcantarillas, fentanilo y orín. Así, en el poema que inaugura la tercera y última sección del poemario, llamada “Naufragios” podemos leer:
Vengo de un país en guerra
de una infancia en llamas
de una casa con olor a puchero
y colonia de padre muerto.
Y más adelante, en un poema llamado “Visiones”:
Escoge la mejor parte del cielo
hazte allí un secreto
rocíalo de orín y salvia…
En esta escritura poética hay un reconocimiento de la unidad de la vida. La naturaleza no está tratada como mero paisaje o complemento, sino como el hilo que enhebra a todos los seres como cuentas de una vida mayor, algo así como “una voz que todas las voces reconocen”. Una especie de escritura rizomática que prolifera y se extiende hasta decir en el poema que clausura el libro:
Una red intestinal
comunica a los poetas muertos
a los ingenuos
sostiene el llanto oscuro
de una voz
que todas las lenguas reconocen.
No estamos ante una poética ensimismada, hay una vocación vincular que es palpable en la manera en que la autora dialoga con los espacios naturales, los elementos. Todo cobra una vida inusitada, hasta el propio paisaje, como sucede en el “Altazor” de Vicente Huidobro. Estas aduanas porosas, que permiten la humanización del mundo natural y el ingreso brutal de los componentes de ese exterior en el propio cuerpo, se materializan de manera elocuente en la ilustración de la portada realizada por el artista plástico siciliano Ettore Napoli. El cuerpo se convierte en orografía; un cactus enraíza en la clavícula izquierda de una figura humana. Su raíz desciende y se prolonga hasta la base de un muro en el que se abre una especie de umbral. Efectivamente, las raíces del daño son profundas, pero cada prolongación es también una liana de rescate, una soga de sanación. Como vasos comunicantes, nuestras raíces dialogan por debajo de la superficie y mantienen unido lo visible, eso que llamamos experiencia humana.
Estamos ante un lenguaje que crea una realidad alternativa, un mundo al que se nos invita a poner la lengua en erupción. Un magma lingüístico estructurado en tríada, al igual que ocurría en Homogénesis. La memoria del agua, Maresía, palabra hermosa que hace referencia a la humedad salobre del mar. Bien podría simbolizar el efecto de la poesía sobre el mar del lenguaje ordinario, esa especie de ascensión, de erguimiento de las palabras desde sus propias tumbas de repetición y abuso. Y, por último, una sección titulada Naufragios.
Además de explorar distintas geografías existenciales y relieves de la intemperie, en las páginas de este libro se insinúa un refugio, un hogar. No una casa de piedra, sino más bien una dibujada con tiza por la mano temblorosa de un niño. Un lugar donde respirar a salvo de las memorias del daño, donde volver a balbucear y celebrar, por qué no, la unidad de todo lo que existe. Porque:
Somos de la misma especie, un reverso del mar, eco del espacio.
*(Argentina, 1964). Poeta. El lenguaje poético y la creatividad como instrumentos de resistencia del espíritu humano frente al arrase sistémico constituyen el núcleo de su labor como escritora y docente. Ha publicado en poesía Materia Oscura (2010), Noche sin Clausura (2012), Antes de desaparecer (2014), Una lengua impropia (2014), La infancia que nos aguarda (2016), Manca terra (2020) y las plaquettes Celebración del brote (2009), Las varas del zahorí: poemas de la sed (2013) y Monte adentro [imantaciones] (2018).
**(Murcia-España, 1981). Poeta y narradora. Licenciada en Traducción e interpretación y estudiante de psicología. Se desempeña como traductora/escritora en Barcelona (España). Participó en el evento poético Agosto clandestino en Logroño (La Rioja, 2023). Ha publicado los poemarios De tu boca, el despertar (2013), Todas las primaveras son pecado (2016), Homogénesis (2023) y Geografía de la intemperie (2024); también ha publicado relatos cortos dentro de antologías: El mar de Venus (2010). La Habitación de los Pájaros (2012), Epidermis (2012) y cuentos infantiles: Ferro, el muñeco de hojalata que quería ser un niño (2011) y Abel y el reino de cristal (2023).