A la rompiente entre dos mundos. Sobre «La mitad de la cama» (2015), de Matteo Bianchi

Por: Chiara De Luca

Crédito de la foto: Izq. www.alessandrocanzian.wordpress.com

der. www.raccontiviandanti.wordpress.com

 

 

A la rompiente entre dos mundos.

Sobre La metà del letto (‘La mitad de la cama’, 2015), de Matteo Bianchi

 

 

Leyendo el título del nuevo poemario de Matteo Bianchi, La metà del letto (La midad de la cama), pensaba ?con la prisa que a menudo tenemos por hacernos una idea que nos sustente para afrontar las cosas? que me encontraría frente a un cancionero de amor en el sentido tradicional de este término. En realidad, este nuevo poemario de Bianchi es un Bildungsroman en versos, es decir, una novela de formación, que entre viajes en tren y viajes de pensamiento, encuentros, ocurridos y fallidos, estaciones atmosféricas y estaciones del alma, redibuja el recorrido existencial del autor a la búsqueda de sí mismo y de su propia identidad, de su “feminidad”, como lo escribe Bianchi en la nota final, o bien, más en general, de su madurez y entereza en cuanto individuo.

Y es un viaje que se cumple “sin tampoco el consuelo / de mis convicciones”, con la conciencia que la dirección es inexorable, porque “No se puede corregir / el crecimiento de una yedra” (p. 34). Pero también es un viaje paradójicamente “confortado” por la duda, que es aguijada y tormento, deseo de no perder nada y de no perderse en lugares nunca realmente visitados: “Me arrolló un sueño: / perder sin parar algo / durante el viaje de vuelta. / Pero a volverme inquieto, / no eran los objetos / / los hielos bajo las mantas / / theòs, la raíz de mi duda” (p. 22). La mitad de la cama no es sólo un vacío que llenar, una ausencia que curar, sino todo lo que también simboliza lo que nos falta de nosotros mismos, incluso sin advertir racionalmente su ausencia, todo lo que de nosotros perdemos en decirnos al mundo y haciéndolo en defensa, temiendo, nosotros primero, de ser absolutos: “El desafío es ser otro de mis paños / para siempre demostrarme verdadero, / pero como si fuera al vacío / la poesía me tiene en si / y quedo entero” (p. 38).

La poesía contiene las contradicciones; sin embargo, sin conciliarlas, es lo que contribuye a reconducir el poeta a la entereza de su auténtica esencia, sin reducir la escisión, sino dando voz al deseo, oculto y ahogado, que se rebela al silencio y lo abre: “Poesía es urgencia / de vida prohibida que, / con sus dedos ahusados, va abriéndose en mí” (p. 18). No obstante, paradójicamente el recorrido que lleva el poeta al descubrimiento de sí y a la contención de los opuestos que lo habitan, pasa por una negación, por una renuncia. La palabra es, por lo tanto, instrumento del descubrimiento de sí “El drama fue que iba descubriéndome / escribiendo de todo otro, no de mí mismo” (p. 107), y al mismo tiempo ocultamiento, negación de una parte propia: “Cuando escribes para los otros / acepta de sacrificar / una parte de ti” (p. 121). “Poesía es un soplo sobre los narcisos”, escribe Bianchi, “mi madera se vuelve alma / y mi piedra razón. / Nosotros somos / sólo si aceptamos de no ser” (p. 119).

Pese a ello, la poesía de Bianchi se vuelve poco a poco más eficaz, más generosa a medida que el viaje entre las páginas procede, a medida que el poeta ?a través de recuerdos, expectativas, admisiones, renuncias? halla y recoge la ceniza que queda de sí después de la hoguera del dolor y acepta ser, o bien contener el conjunto de sus experiencias y de sus proyecciones, de las traiciones, de los deseos y de los abandonos, el conjunto de los lugares dejados y hallados y aquellas ganas de vivir y querer, de existir, por completo, y de gritarlo, que arde en todo sitio entre estas páginas.

El libro se configura como un único poema largo, cuyos ideales barridos son señalados por fechas precisas, topónimos, palabras clave redactadas en cursiva, que constituyen los hitos de un único recorrido que no tendrá fin en una redención, sino en un nuevo principio.

El libro también habla de amor, pero habla sobre todo del otro. Su tema central es la muerte, la pérdida definitiva, de la cual el poeta hace por la primera vez experiencia directa, y a la cual se rebela con toda la energía y la rabia de la juventud, para llamar a la vida, para buscarla en todo sitio, desde una Ferrara silenciosa, huidiza y llena de misterio, a una Venecia, “salada Canossa” que, con su aniquilante belleza inaprensible e incalcanzable, no puede no hacer pensar en Muerte en Venecia de Thomas Mann para volver, circularmente, en las últimas páginas, a la Ferrara del post terremoto, que se hace metáfora existencial de la reconstrucción de sí a partir de los retazos de su propia historia, los mismos retazos desde los cuales el libro toma su inicio, para remontar a lo inverso la corriente de la memoria.

En efecto, no es con el rojo del amor, y tampoco con la promesa de azul de la cubierta que este libro se abre, sino con el blanco inmóvil, fatal, de la nieve, con el frío que reviste todo y que hace falta afrontar, ahora que lo blanco ya no significa poder volver lo que fuiste, haciendo a bolas de nieve con el frío que te hendía las manos (p. 23), pero te desenrollas delante de los ojos una enorme hoja vacía sobre la cual hace falta reescribir la vida, o escribirla exnovo, componiendo lo descartado “entre nosotros y la existencia, / mi traición que contempla / y no se encarna (p. 31). Si el libro se abre con la pesada inconsistencia y la mortal levedad de la nieve, con el frío que reviste todo y que fagocita el mundo en el silencio, es la ceniza a constelar las etapas siguientes del viaje, la ceniza en que se reduce el amado y odiado cigarrillo, fumado a fondo o a la mitad, caído todavía encendido en la nieve, a la cual se abandona “confiado” (p. 26), comprimido en la maceta dónde amenaza por envenenar las flores (p. 40), depuesto sobre la mesa como un legado del padre (p. 77), aquel cigarrillo que arde, sea lentamente, sea en un relámpago, que se nutre de sí mismo y se consume y todavía agoniza en sus propias ascuas, y deja huellas y restos de un fuego en todo sitio entre las páginas como un motivo recurrente y un símbolo de la pasión: “El cigarrillo se consume / entre los dedos: reducido / a un nada / soy yo por la pasión” (p. 26). Análogamente el poeta quema y se consume, hasta darse cuenta de como el humo (¿o la pasión?) invadiera el cuerpo y “pasara por ambos los extremos, / viniera a mis pulmones, / ocupara las grutas de los alveolos, / como una granizada de cenizas” (p. 76).

Es sobre todo en los poemas de amor, en los de la sección Tra una lancetta e l’altra (‘Entre una manecilla y la otra’), dedicados al calvario de la amada tía Rosa, a su enfermedad y a su hospitalización hasta la muerte, y en los de Frezzarìa, réquiem en muerte de un amigo, que la poesía de Bianchi toca sus puntos más luminosos y altos y consigue su forma expresiva más acabada. Aquí la lengua se hace cristalina, el aliento de los versos más amplios, casi para alargar la respiración rota de la amada tía, para tener lo que está partiendo. Aquí la palabra poética se desviste de cada reticencia y oscuridad, las imágenes se recortan nítidas, el referente es acogedor y en total escucha, sea que se trate de la tía en su precaria cama de muerte, o del amigo ya extendido solo en su cama de tierra, o bien de la chica anorexica consumida por el amor negado, y que lentamente se desvanece para que los otros se percaten de que existe, etérea compañera de viaje, y de la espera de una parada suya “o de otra persona, / compañera de salida en país o por error” (p. 57).

En los poemas para Rosa ?cada día más amada a medida que los años pasan y el poeta sente de acercarse lentamente de ella (y de la muerte)? la figura de la tía asume contornos tan nítidos en la autenticidad del dictado poético, que somos capaces de verla. Sentimos su olor (“tu piel supo a glicinia”), como sentiremos el perfume de las manzanas en ese Ferrara que el poeta halla en la última etapa de este libro, que es también la primera del viaje a venir. Podemos sentir las palabras, simples e inequívocas del amor que es roca y no construcción, del amor solucionado que envejece y nos deja, pero no muere; podemos ver los ojos de la mujer, percibir su mirada sobre nosotros, en la extrema desgraciada fuga de la oscuridad de la muerte: “Cambiaste ojos según el tiempo, / una ambigua solicitud de luz: / grises espesos como el plomo, / verdes inspirados por el mar / frente al cual naciste” (p. 46).

En estos poemas de amor nada está borroso, nada está escondido: aquí podemos ver tubos y maquinarias y aquella cama, dada “en préstamo”, en la planta baja”, “cerca de la salida, ya lista”, que muy pronto quedará vacía (p. 47). Sin embargo, en el hospital también hallamos el principio de la vida: “en los zaguanes junto al eco / los críos hicieron una competición / para ver quien llegaba antes” (p. 42), mientras que el poeta se encuentra al rompeolas entre la juventud y la mayor edad, donde lo transborda el conocimiento de la muerte, la prisa de los adultos no podrá exonerarlo: “Los chicos no entraban en la habitación: quisieron que el recuerdo / no fuera corroto por las apariencias” (p. 47).

El tema de la “relación amorosa con la muerte”, vuelve en los poemas de la sección Frezzarìa, donde el poeta recuerda al amigo desaparecido, que le abre sobre la belleza las puertas de Venecia y sobre la vida las puertas de la muerte: “Con tu separación me acerqué de tu mundo, / el regazo que te podó, / y aprendí a aceptarlo. / Aprendí de no ser inmortal / y cuanto banal sería la muerte, / si no cargáramos la vida de sentidos» (p. 80).

 

 

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10 poemas de La metà del letto (‘La mitad de la cama’, 2015),

de Matteo Bianchi

 

 

*

 

Tu piel sabía a glicinia

en tus apretones atentos al cuello.

Era la crema para el cuerpo,

para el debido descanso.

Todavía te daba un beso,

así durabas más.

 

“Todo sumado, somos

una bonita familia.

Volvería de mis parientes,

pero las chicas me necesitan.

Me quiero quedar aquí,

le dijo a Aquello allá arriba”.

 

¿Tienen las palabras de un enfermo terminal

más derecho de quedarse

que de cualquiera otro?

Incluido un “gracias”

de ser pasado.

 

Bastaba de vez en cuando.

No tuve que prometerle

que el día siguiente volvería.

 

 

 

*

 

Te costaba trabajo hablar

pero quisiste hacerlo igualmente:

ibas tomando palabras

quién sabe donde.

Hacías la distribución de los grisines

que te daban en el hospital por almuerzo

y del té azucarado,

“uno por ti, uno por ella, uno por Giulio.”

Por ti nada y nadie.

 

Comiste el último pastel,

esforzándote, de pronto

mis padres insistieron que viniera de mí

 

luego el corazón desmoralizado

de tu isla blanca

acabada la comida se paró.

 

En cambio, tía, también las rosas se estropean

antes de perder la cabeza:

los contornos se oscurecían,

tus arrugas alrededor de los ojos

se hacían poco a poco más espesas,

fuera arrepentimiento o soledad.

 

 

 

*

 

Cambiaban tus ojos según el tiempo,

una ambigua solicitud de luz:

grises espesos como el plomo,

verdes inspirados por el mar

frente al que naciste.

Ninguna previsión.

Las mariposas, sabes, no se detienen,

a ellas no les está permitido:

viven único un día.

Cogen la belleza

y la saborean sobre las flores,

antes que devoren en la espera

el esmalte de sus alas.

 

 

*

 

La relación amorosa con la muerte,

me entrega al desenlace feliz.

 

 

20 de abril, hoy

cumplirías los años

y veintiún años transcurren

desde aquella tarde, tu soponcio,

las sirenas, la carrera al hospital,

la operación desesperada.

Pienso en esto cada día más,

como si aceptara en parcos bocados,

en escamas de piel,

el volver contigo, el abrazarte de nuevo.

 

Quien no merecía esperanza,

“a punto de morir”,

recalcaba el médico en voz baja,

quedaba en la planta baja,

cerca de la salida, ya listo;

en préstamo también la cama.

Los chicos no entraban en la habitación:

querían que el recuerdo

no fuera corroído por las apariencias.

 

Bajo los tubos y las maquinarias

me sentaba a tu lado

— treinta años casados —

y te tomaba la mano:

habías perdido el apretón, mi querido,

el mismo con el que me llevabas

dónde habías decidido, por las muñecas.

Sabías que siempre te lo permitiría,

pero aquella tarde pocas palabras

me fueron concedidas

antes que oyera el latido irse,

desaparecer de mí.

Quién sabe si me habrás sentido.

Luego me recogió una bata blanca,

habría hecho trizas ella:

demasiado de prisa, no estaba preparada.

 

 

 

*

 

Me gustaría que estuvieras sentada

cómoda sobre el asiento de enfrente,

nuestro vagón trasoñado

con los grafitos en las ventanillas

y en las puertas entreabiertas.

Animándote socarrón

y en voz mansa:

¿ha sido un bonito día,

no?»

– buscándote la piel

una caricia bajo la manga –

“de vez en cuando necesitamos

un día así”. Mi querida, volviendo

de las vacaciones sólo finjo

que la vida se puede orientar

como más nos gusta y decidirla

desde el belvedere de casa,

por la mañana temprano,

antes de ir al trabajo.

Sé bien cuanto es pura apariencia

– ¿pero cuál as en la mano, cuál arriesgo? –

de sorprender la fuga del tren,

trozo de lazo que nos ata al caso.

Un descuento de pena.

Una broma, un cambio de estación.

 

 

 

*

 

Anorexia

 

El broche para el cabello

lo dejaste a mi casa

 

Si me esperabas,

hubiéramos tomado el tren

junto

 

Mas crecieron los kilómetros,

mas creía en mis secretos

y tú perdías peso

cavada por la confianza que

reponías en los otros,

ciegos, que te pasaban delante.

Tú que no quedabas

sola en el dolor,

pero nunca habías dicho sólo “yo”.

 

Habría quedado allá

convencido de que mi mirada

bastara:

el chófer del autobús que tomabas

tras la estación, alrededor de las seis

de cada cansada semana,

contestaba al saludo,

distraídamente

la cola a la señal de pare no lo sorprendería

y tú te sentabas en el fondo,

entre quién como tú

esperaba una parada

la suya o de otra persona,

compañera de salida del país o por error.

 

Y desparecíais en la confusión.

 

 

 

*

Separación

 

 

No tengo por costumbre venir al cementerio.

Mi padre ha insistido por años,

pero no habiendo conocido a los suyos,

nada lograba probar por ellos.

Esta vez se trata, en cambio, de los míos:

es una extraña sensación, que no logro definir,

colocar, sólo tengo ganas de venirte a encontrar.

 

¿Por qué te hemos encerrado tras una losa

de mármol rosa? ¿Para preservarte? ¿Para nosotros?

Todavía faltan incisiones y luminarias,

la rabia que no enmohece

y la lumbre artificial es la imitación de la llama,

que no puede ser perpetua, como el amor.

Prometeo se equivocó deseando la llama de un dios:

todo lo humano es sometido a la usura,

a la reparación de la Nada, también las casas.

 

En verano el tallo de las flores en remojo

apesta más rápido y las moscas son excitadas

en este limbo tapiado tras la ciudad corriendo.

Dicen que hay quien es muy fuerte

y logra sonreír hasta al final:

la foto tuya elegida promete bien.

 

Haremos como si estuviera entre nosotros,

bromearemos y reiremos por fuerza.

Pronto aquí hará más calor

y todavía haremos el baño junto en la oscuridad del mar.

Con tu separación me acerqué a tu mundo,

el regazo que te había llevado, y aprendí a aceptarlo.

Aprendí a no ser inmortal

y cuán banal sería la muerte,

si no cargáramos la vida de sentidos.

Igual nos encontraremos de nuevo

cuando será mi turno.

 

 

el 19 de mayo de 2012,

a Iacopo presiente

 

 

 

*

 

A Venecia de nadie,

donde, entre viento y mar,

no queda mucho espacio

para esperar.

 

 

 

Yo buscaba una puerta de agua

entre callos ennegrecidos por la sal

y podridos palos de madera.

Ciudad a ritmo de mar.

Los colimbos en fuga al final del canal,

delante de la proa:

echado sobre la cumbre del barco

para pasar bajo los puentes

fumando pasaba esos segundos.

Prohibido descargar  a sí mismos.

El bóreal me quemaba los ojos.

Impasibles las gaviotas

sobre los pozos suspendidos

junto a los barcos,

hicieron fiesta:

sobrevivir con poco,

descuidados.

 

«Viento de tempestad, en altamar

o sobre quién sabe cual otra costa,

entrégame contigo

con la fuerza con que soplas

en mi cabeza.»

 

La espuma sobre el borde de la ola

no era nieve.

Sólo su recuerdo.

 

 

 

*

Me manifiesto

 

En la ciudad de nuestros silencios,

pies adheridos al frío,

no había modo de enfrentarse

entre los alrededores y los recorridos distintos.

Mis raíces como la yedra

Se hundieron entre las piedras a la vista.

Humo y en rincones espejos

para reflejar sobre sí

la profundidad del entorno:

una forma difusa de aislamiento.

 

Una lengua empezaba a describirme

tropezando sobre los guijarros del gueto,

entre los nombres aquí rayados de los judíos,

Gatta Marcia, via degli spettri*.

El drama era que iba descubriéndome

escribiendo de todo lo otro, no de mí mismo.

 

Progresar con juicio a lo largo de una calle,

no acumular segmentos,

suelos de agua venecianos:

“tengo hambre de sentencias,

una solamente, haced la caridad

al menos por un café

irreversible.»

Pero tuve de reserva

el perfume de las manzanas

del vasto llano de Ferrara.

 

 

* Gata Podrida, calle de los espectros

 

 

 

*

 

Corpus domini

 

Rehaciendo el suelo externo del convento

en el jardín cubierto por los ladrillos,

lejos de los círculos olvidadizos

de los árboles cerrados,

los huesos flacos de los cuerpos recién nacidos

resurgían a decenas,

enterrados entre la tierra pedregosa

y las grutas de los alcantarillados.

 

Excluido el rojo de las tejas,

más allá de los caprichos de la carne exfoliada,

el silencio estupefacto de los empleados

superó la fiebre de los rosarios

tras las rejillas, hacerse sombras

en este Borgo dei Leoni.

 

 

 

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(versión original en italiano)

 bianchi

Di: Chiara De Luca

 

 

Al bagnasciuga tra due mondi.

Su La metà del letto di Matteo Bianchi (Barbera, 2015)

 

 

Leggendo il titolo della nuova raccolta poetica di Matteo Bianchi, La metà del letto, ho pensato, nella fretta che spesso abbiamo di farci un’idea cui sostenerci nell’affrontare le cose, che mi sarei trovata davanti a un canzoniere d’amore nel senso tradizionale del termine. In realtà questa nuova raccolta poetica di Bianchi è piuttosto un Bildungsroman in versi, un romanzo di formazione, che – tra viaggi in treno e viaggi di pensiero, incontri, avvenuti e mancati, stagioni atmosferiche e stagioni dell’anima – ritraccia il percorso esistenziale dell’autore alla ricerca di se stesso e della propria identità, della propria femminilità, come scrive Bianchi stesso nella nota finale, oppure in senso lato, della propria maturità e interezza in quanto individuo. Ed è un viaggio compiuto “senza neppure il conforto / delle mie convinzioni”, con la consapevolezza che la direzione è inesorabile, perché “Non si può correggere / la crescita di un’edera” (p. 34). Ma è anche un viaggio paradossalmente “confortato” dal dubbio, che è pungolo e tormento insieme, desiderio di non smarrire nulla e non smarrirsi nel tornare là dove non si è mai stati: “Mi travolgeva un sogno : / smarrire di continuo qualcosa / durante il viaggio di ritorno. / A rendermi inquieto però, / non erano gli oggetti // i ghiacci sotto le coperte // theòs, la radice del mio dubbio” (p. 22). La metà del letto non è solo un vuoto da colmare, un’assenza da guarire, ma simboleggia anche tutto ciò che di noi ci manca, pur senza avvertirne razionalmente l’assenza, tutto ciò che di noi perdiamo nel rapportarci con il mondo e nel farlo in difesa, temendo, noi per primi, di essere interi: “La sfida è essere altro nei miei panni / per dimostrarmi sempre vero, / ma come fossi sotto vuoto / la poesia mi tiene in sé / e resto intero” (p. 38). La poesia è ciò che contiene le contraddizioni, senza tuttavia conciliarle, è ciò che contribuisce a riportare il poeta all’interezza del proprio vero sé, senza ridurre la scissione, bensì dando voce al desiderio, occulto e soffocato, che si ribella al silenzio e lo schiude: “Poesia è urgenza / di vita proibita che, / con le sue dita affusolate, va aprendosi in me” (p. 18). Tuttavia, paradossalmente, il percorso che porta il poeta alla scoperta di sé e al contenimento degli opposti che lo abitano, passa attraverso una negazione, una rinuncia. La parola è per il poeta strumento di scoperta di sé – “Il dramma era che andavo scoprendomi / scrivendo di tutt’altro, non di me stesso” (p. 107) – e al contempo nascondimento, negazione di una parte di sé: “Quando scrivi per gli altri / accetta di sacrificare / una parte di te” (p. 121). “Poesia è un soffio sui narcisi”, scrive ancora Bianchi, “il mio legno diviene anima / e il mio sasso ragione. / Noi siamo / solo se accettiamo di non essere” (p. 119). Eppure la poesia di Bianchi diviene via via più efficace, più generosa man mano che il viaggio tra le pagine procede, man mano che il poeta – nei ricordi, nelle aspettative, nelle ammissioni, nelle rinunce – ritrova e raccoglie la cenere di sé rimasta dal rogo del dolore, e accetta di essere, ovvero contenere l’insieme delle proprie esperienze e delle proprie proiezioni, dei tradimenti, dei desideri e degli abbandoni, l’insieme dei luoghi lasciati e ritrovati e quella voglia di vivere e amare, d’esistere, intero, e di gridarlo, che arde ovunque tra queste pagine.

Il libro si configura come un poemetto, le cui ideali scansioni sono segnate da date precise, toponimi, parole chiave vergate in corsivo, che costituiscono pietre miliari di un unico percorso che non avrà fine in una redenzione, ma in un nuovo inizio. Il libro parla anche d’amore, ma parla soprattutto d’altro. Tema centrale ne è la morte, della perdita definitiva, di cui il poeta fa per la prima volta esperienza diretta, e cui si ribella con tutta l’energia e la rabbia della gioventù, per chiamare la vita, per cercarla ovunque, da una Ferrara silenziosa, sfuggente e piena di mistero, a una Venezia, “salata Canossa”, che, con la sua annichilente bellezza inafferrabile e inattingibile, non può non farci pensare alla Morte a Venezia di Thomas Mann, per tornare, circolarmente, nelle ultime pagine, alla Ferrara del post terremoto, che si fa metafora esistenziale della ricostruzione di sé dalle macerie della propria storia, le stesse da cui il libro prende l’avvio, per risalire a ritroso la corrente della memoria.

Non è infatti con il rosso dell’amore, e neppure con la promessa d’azzurro della copertina che questo libro si apre, bensì con il bianco immobile, fatale, della neve, con il freddo che riveste tutto e cui bisogna far fronte, ora che il bianco non significa più poter tornare ciò che eri, facendo a palle di neve con il freddo che ti crepava le mani (p. 23), ma ti srotola davanti agli occhi un enorme foglio vuoto su cui occorre riscrivere la vita, o scriverla ex novo, componendo “Lo scarto tra noi e l’esistenza, / mio tradimento che contempla / e non s’incarna” (p. 31). Se il libro si apre con la greve inconsistenza e la mortale levità della neve, con il freddo che riveste tutto e che fagocita il mondo nel silenzio, è la cenere a costellare le successive tappe del viaggio, quella cui si riduce l’amata e odiata sigaretta, fumata a fondo o per metà, caduta ancora accesa nella neve, cui si abbandona fiduciosa (p. 26), premuta nel vaso dove rischia di avvelenare i fiori (p. 40), deposta come un lascito sul tavolo dal padre (p. 77), quella sigaretta che arde, ora lentamente ora in un lampo, che di se stessa si alimenta e consuma e ancora agonizza nelle proprie braci, e lascia tracce e residui di un fuoco ovunque tra le pagine come un leit motiv ricorrente e un simbolo della passione: “La sigaretta si consuma / tra le dita: ridotto / a un niente / sono io dalla passione” (p. 26). Analogamente il poeta brucia e si consuma, fino a rendersi conto di come il fumo (o la passione?) pervadesse il corpo e “passasse da entrambi gli estremi, / venisse ai miei polmoni, / occupasse le grotte degli alveoli, / come una grandinata di ceneri” (p. 76).

È nelle poesie più propriamente d’amore, in quelle della sezione Tra una lancetta e l’altra, dedicate al calvario dell’amata zia Rosa, alla malattia e al ricovero in ospedale fino alla morte, e di Frezzarìa, requiem in morte di un amico, che la poesia di Bianchi tocca i suoi punti più luminosi e alti e consegue la sua forma espressiva più compiuta. Qui la lingua si fa cristallina, il respiro ampio, quasi a prolungare il respiro franto dell’altro, per tenere quello che si sta spezzando. Qui la parola poetica si spoglia d’ogni reticenza e oscurità, le immagini si stagliano nitide, il referente è accogliente e in totale ascolto, che si tratti della zia nel suo precario letto di morte, o dell’amico ormai disteso da solo nel suo letto di terra, oppure della ragazza anoressica consumata dall’amore negato, e che lentamente svanisce affinché gli altri si accorgano che esiste, eterea compagna di viaggio, e dell’attesa di una fermata “sua o di qualcun altro, / compagno di uscita in paese o per sbaglio” (p. 57).

Nelle poesie per Rosa, tanto più amata e pianta quanto più gli anni trascorrono avvicinando il poeta a lei (e alla morte), la figura della zia assume contorni tanto nitidi nell’autenticità del dettato poetico, che siamo in grado di vederla. Ne sentiamo l’odore (“la tua pelle sapeva di glicine”), come sentiremo il profumo delle mele nella Ferrara ritrovata nell’ultima tappa di questo libro, che è anche la prima del viaggio a venire. Possiamo sentire le parole, semplici e inequivocabili dell’amore che è roccia, e non costruzione, dell’amore risolto, che invecchia e ci lascia, ma non muore; possiamo vedere gli occhi della donna, percepirne su di noi lo sguardo, nell’estrema disperata fuga dal buio della morte: “Cambiavi gli occhi a seconda del tempo, / un’ambigua richiesta di luce : / grigi spessi come il piombo, / verdi ispirati dal mare / di fronte al quale sei nata” (p. 46). In queste poesie d’amore nulla è evanescente, nulla è nascosto: compaiono tubi e macchinari, e quel letto, “in prestito, al pian terreno”, “vicino all’uscita, già pronto”, che presto resterà vuoto (p. 47). Eppure all’ospedale, ritroviamo anche l’inizio della vita: “negli androni insieme all’eco / i bimbi facevano a gara / a chi arrivava prima” (p. 42), mentre il poeta si trova allo spartiacque tra la giovinezza e l’età adulta, in cui la conoscenza della morte lo traghetta, e da cui la premura degli adulti non potrà esonerarlo: “I ragazzi non entrarono in stanza: volevano il ricordo / non fosse corrotto dalle apparenze” (p. 47).

Il tema del “rapporto amoroso con la morte”, ritorna nelle poesie della sezione Frezzarìa, dove il poeta ricorda l’amico scomparso, che gli ha aperto sulla bellezza le porte di Venezia e sulla vita le porte della morte: “Con il tuo distacco mi sono avvicinato al tuo mondo, / il grembo che ti ha potato, / e ho imparato ad accettarlo. / Ho appreso di non essere immortale / e quanto banale sia la morte, / se non gravassimo la vita di significati” (p. 80).

 

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10 poesie La metà del letto (2015),

da Matteo Bianchi

 

 

*

 

La tua pelle sapeva di glicine

nelle strette premurose al collo.

Era la crema per il corpo,

per il dovuto riposo.

Ti davo ancora un bacio,

così duravi di più.

 

«Tutto sommato, siamo

una bella famiglia.

Tornerei dai miei congiunti,

ma le ragazze

hanno bisogno di me.

Voglio restare qui,

ho detto a Quello lassù».

 

Le parole di un malato terminale

hanno più diritto di restare

di qualsiasi altra?

Compreso un «grazie

di essere passato».

 

Bastava una volta ogni tanto.

Non le dovevo promettere

che il giorno seguente sarei tornato.

 

 

*

 

Faticavi a parlare

ma volevi ugualmente:

andavi prendendo parole

chissà dove.

Facevi la distribuzione dei grissini

che davano in ospedale per pranzo

e del tè zuccherato,

«uno per te, uno per lei, uno per Giulio».

Per te niente e nessuno.

 

Hai mangiato l’ultimo bignè

d’un colpo, sforzandoti,

i miei insistevano che venisse da me

 

poi il cuore scoraggiato

della tua isola bianca

finito il pasto si è fermato.

 

 

Però, zia, anche le rose si guastano

prima di perdere la testa:

i contorni si scurivano,

le tue rughe intorno agli occhi

farsi via via più spesse,

fosse pentimento o solitudine.

 

 

 

*

 

Cambiavi gli occhi a seconda del tempo,

un’ambigua richiesta di luce:

grigi spessi come il piombo,

verdi ispirati dal mare

di fronte al quale sei nata.

Nessuna previsione.

Le farfalle, sai, non si fermano,

a loro non è permesso:

vivono unico un giorno.

Colgono la bellezza

e l’assaporano sui fiori,

prima che essa divori nell’attesa

lo smalto delle loro ali.

 

 

 

*

 

Il rapporto amoroso con la morte,

la mia resa al lieto fine.

 

20 aprile, oggi

compiresti gli anni

e ne sono trascorsi ventuno

da quella sera, il tuo malore,

le sirene, la corsa in ospedale,

l’operazione disperata.

Ci penso ogni giorno di più,

come se accettassi a parchi bocconi,

a scaglie di pelle,

di tornare con te, di riabbracciarti.

 

Chi non meritava speranza,

«in procinto di morte»,

scandiva il dottore a voce bassa,

restava al pian terreno,

vicino all’uscita, già pronto;

in prestito anche il letto.

I ragazzi non entrarono in stanza:

volevano il ricordo

non fosse corrotto dalle apparenze.

 

Sotto i tubi e i macchinari

mi sedevo al tuo fianco

– trent’anni sposati –

e ti prendevo la mano:

avevi perso la stretta, mio caro,

la stessa con cui mi portavi

dove avevi deciso, per i polsi.

Sapevi te l’avrei sempre permesso,

ma quella sera poche parole

mi furono concesse

prima che udissi il battito andarsene,

sparire da me.

Chissà se mi avrai sentita.

Poi mi raccolse un camice bianco,

l’avrei fatto a pezzi:

tanto in fretta, non ero preparata.

 

 pres-giugno-mb

 

*

 

Mi piacerebbe fossi seduta

comoda sulla poltrona di fronte,

nostro vagone trasognato

con i graffiti ai finestrini

e le porte mezze aperte.

Rincuorandoti sornione

e a voce mansueta:

«è stata una bella giornata,

no?»

– cercandoti la pelle,

una carezza sotto la manica –

«ogni tanto ci vuole

una giornata così». Mia cara, di ritorno

dalla vacanza fingo solo

la vita si possa orientare

come più ci piace e deciderla

dal belvedere di casa,

la mattina presto,

prima di andare al lavoro.

So bene quanto sia pura apparenza

– ma quale asso in mano, quale azzardo? –

di sorprendere la fuga del treno,

tratto di lazo che ci lega al caso.

Uno sconto di pena.

Uno scherzo, uno sbalzo di stagione.

 

 

 

*

Anoressia

 

Il fermaglio per i capelli

l’hai lasciato da me

 

 

Se mi avessi aspettato,

avremmo preso il treno

insieme.

 

Più crescevano i chilometri,

più credevo ai miei segreti

e tu perdevi peso

scavata dalla fiducia che

riponevi negli altri,

ciechi, che ti passavano davanti.

Tu che non restavi

sola nel dolore,

ma che mai avevi detto solo «io».

 

Sarei rimasto là

convinto che il mio sguardo

fosse abbastanza:

l’autista del bus che prendevi

dietro la stazione, verso le sei

di ogni stanca settimana,

rispondeva al saluto

sovrappensiero,

la coda allo stop non l’avrebbe sorpreso

e tu sedevi in fondo,

in mezzo a chi come te

aspettava una fermata

sua o di qualcun altro,

compagno di uscita in paese o per sbaglio.

 

E sparivate nella confusione.

 

 

 

*

Distacco

 

 

Non ho l’abitudine di venire al cimitero.

Mio padre ha insistito per anni,

ma non avendo conosciuto i suoi,

niente riuscivo a provare per loro.

Questa volta si tratta, invece, dei miei:

è una strana sensazione, che non riesco a definire,

a collocare, ho solo voglia di venirti a trovare.

 

Perché ti abbiamo chiuso dietro una lastra

di marmo rosa? Per preservarti? Per noi?

Mancano ancora incisioni e luminarie,

la ghisa che non fa ruggine

e il lume artificiale è l’imitazione della fiamma,

che non può essere perpetua, come l’amore.

Prometeo sbagliava a bramare quella di un dio:

tutto l’umano è sottoposto a usura,

alla riparazione del Nulla, anche le case.

 

D’estate il gambo dei fiori in ammollo

puzza più in fretta e le mosche sono eccitate

in questo limbo murato dietro la città di corsa.

Dicono ci sia chi è molto forte

e riesca a sorridere fino alla fine:

la foto scelta di te promette bene.

 

Faremo come se fossi tra noi,

scherzeremo e rideremo per forza.

Presto qui sarà più caldo

e faremo ancora il bagno insieme nel buio del mare.

Con il tuo distacco mi sono avvicinato al tuo mondo,

il grembo che ti ha portato,

e ho imparato ad accettarlo.

Ho appreso di non essere immortale

e quanto banale sia la morte,

se non gravassimo la vita di significati.

Tanto ci rivedremo

quando toccherà a me.

 

 

19 maggio 2012,

a Iacopo presente

 

 

 

*

 

A Venezia di nessuno,

dove, tra vento e mare,

non rimane tanto spazio

per sperare.

 

Cercavo una porta d’acqua

tra calli annerite dal sale

e pali di legno marciti.

Città a ritmo di mare.

Gli svassi in fuga in fondo al canale,

davanti alla prua:

disteso in vetta alla barca

per passare sotto i ponti

fumando realizzavo quei secondi.

Divieto di scaricare se stessi.

La Bora mi bruciava gli occhi.

Impassibili i gabbiani

sui pozzi o sospesi

accanto alle navi,

facevano festa:

sopravvivere con poco,

spensierati.

 

«Vento di tempesta, al largo

o su chissà che altra costa,

portami con te

da quanto tiri forte

nella mia testa».

 

La schiuma sul limitare dell’onda

non era neve.

Solamente il suo ricordo.

 

 

 

*

Mi manifesto

 

Nella città dei nostri silenzi,

piedi aderenti al freddo,

non c’era modo di confrontarsi

tra i fuori porta e i percorsi differenti.

Le mie radici come l’edera

Sprofondavano tra le pietre a vista.

Fumo e in angoli specchi

per riflettere su di sé

la profondità dell’ambiente:

una forma diffusa d’isolamento.

 

Una lingua cominciava a descrivermi

incespicando sui ciottoli del ghetto,

tra i nomi qui scalfiti degli ebrei,

Gatta Marcia, via degli spettri.

Il dramma era che andavo scoprendomi

Scrivendo di tutt’altro non di me stesso.

 

Procedere con senno una via,

non accumulare segmenti,

pavimenti d’acqua veneziani:

«ho fame di sentenze,

una soltanto, fate la carità

almeno per un caffè

irreversibile».

Avevo di scorta, però

il profumo delle mele

della vasta piana ferrarese.

 

 

 

*

Corpus domini

 

Rifacendo il pavimento esterno del convento

nel giardino coperto dai mattoni,

lontano dai cerchi immemori

degli alberi segati,

le ossa esili dei corpi appena nati

risorgevano a decine,

seppellite tra la terra pietrosa

e le grotte fognature.

 

Escluso il rosso dei coppi,

oltre i capricci della carne squamarsi,

il silenzio esterrefatto degli addetti

superava la febbre dei rosari

dietro le grate, farsi ombre

in questo Borgo dei Leoni.

 

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