5+1 «Cámara de niebla» (2024), de Gabriel Chávez Casazola

 

Por Gabriel Chávez Casazola*

Crédito de la foto (izq.) Melissa Sauma /

(der.) Andesgraund Eds.

 

 

5+1 Cámara de niebla (2024),

de Gabriel Chávez Casazola

 

 

Tatuajes

 

Una mariposa de tinta se ha posado en la espalda

de esa muchacha.

 

Una mariposa de tinta que durará más que la lozanía

de la piel donde habita.

 

Cuando la muchacha sea una anciana, allí estará,

joven aún, la mariposa.

 

¿Cómo se verá la espalda de la muchacha

cuando la lozanía de su piel haya pasado?

 

¿Cómo se verá la muchacha que ahora ilumina

la verdulería, como una fruta más para mi mano?

 

¿Los viejos de mañana se verán como los de hoy

y los de siempre?

 

¿O serán diferentes, ellas con piercings en los senos caídos

y ellos grandes aretes en las orejas sordas?

 

¿Volarán mariposas en la espalda de las muchachas viejas,

arrugarán sus alas sobre camas del coma, se marchitarán flores

de tinta dibujadas donde se abren sus nalgas?

 

Tal vez no pueda verlo, ya yo estaré ido para entonces

con mi mano temblando bajo un jean de mezclilla

o con la mente ausente en la cannabis

procurando aliviar dolores cancerígenos.

 

Ah, una mariposa de tinta se ha posado en la espalda

de esa muchacha.

 

Una mariposa de tinta que durará más que su aire.

 

Cuando ella haya exhalado por vez última

 

allí estará la mariposa todavía.

 

¿Echará a volar cuando incineren su morada de carne?

 

¿Se pudrirá en la tumba como una concubina egipcia?

 

¿La escuchará alguien volar o quemarse o pudrirse

y podrá venir para contarlo?

 

¿Escuchará alguien la historia desde la soledad de sus audífonos,

de los grandes aretes en sus orejas sordas?

 

¿No son estas las viejas preguntas de siempre?

 

¿Volveré a ver a algún día a la mariposa?

¿Volveré a ver a la muchacha?

¿Continuarán existiendo las verdulerías?

 

 

 

Koyu Abe siembra una semilla de girasol en los jardines del templo de Genji

 

Koyu Abe, con rigurosa túnica negra,

alta y rapada la cabeza

llano el ceño

siembra una semilla de girasol en los jardines del templo de Genji.

 

Con parsimonia deposita la pequeña cáscara repleta

de luz en potencia

de futuros asombros

en un cuenco cavado entre la tierra.

 

La cubre con una pequeña pala

la riega con una regadera anaranjada.

 

Pasa la brisa sobre los jardines del templo de Genji

la siente Koyu Abe en sus manos salpicadas por el agua.

 

En una bolsa de tela colgada en el regazo lleva

unas decenas o cientos de semillas.

 

Es aún muy de mañana y sembrar cada una es su tarea

y cubrirla

y regarla con su regadera anaranjada.

 

Un millón de girasoles habrán de alfombrar pronto los jardines de Genji

y los huertos aledaños.

 

Monjes, campesinas,

todos habrán de tener manos humedecidas por el agua que riega los futuros

asombros amarillos de los niños,

las que serán luces piadosas para ojos extenuados.

 

Koyu Abe no conoce a Van Gogh, mas pinta girasoles con su pala.

Koyu Abe, cuya mirada divisa, en lontananza, los perfiles grisáceos

               de los silos nucleares.

 

A la vera de Fukushima se levantan los jardines del templo de Genji

y es preciso purificar el cielo, purificar las aguas,

purificar el suelo, purificar los soles

sembrando girasoles.

 

No es un efecto estético, me dice Koyu Abe, en el silencio de la imagen:

las raíces absorben los metales pesados

y del veneno nace, como si tal, la flor.

 

Mas es verdad que también la belleza purifica

por sí misma,

 

acota el holandés, saliendo del silencio de la tela,

y Koyu Abe me extiende una bolsa de semillas

de cáscaras repletas de diminuta luz.

La enorme regadera anaranjada

me la alcanza Van Gogh.

 

 

En el principio

 

En el principio los muertos sólo se desvanecían,

iban siendo liberados de realidad de a poco,

desleída su imagen en algún escondrijo

—¿el cerebro, la retina, las vísceras mayores?—

de quienes alguna vez los habían visto, querido,

platicado con ellos

y que a su vez morían también cualquier día—

decretando su olvido.

 

Aunque alguno después se empeñase en pintarlos

los muertos ya no eran los mismos que sí fueron:

el trazo es traicionero

cuando lo dicta la memoria,

esa desmemoriada, esa acomodaticia;

 

solo podían salvar algo la cara, que no el alma

(o mejor dicho: solo una cara cierta de sus caras inciertas)

los muertos que eran retratados en vida

o salvar su caramuerta, que en realidad no fue su cara,

los muertos a quienes, arcilla de por medio,

sometían

a esa otra huera triquiñuela del recuerdo:

la máscara mortuoria.

 

Pero —¡ah — los muertos son tramposos

y uno de ellos, en misión especial,

cuando estaba aún con vida

inventó eso que llamábamos daguerrotipo,

luego otro muerto la fotografía

—ese asalto del alma, o mejor dicho: ese asalto del cuerpo—

y otros más las llamadas

imágenes en movimiento

(esa masacre de los cuerpos en el tiempo,

esa repulsiva subversión de los recuerdos).

 

Gracias a ellos

hoy es difícil olvidar a los muertos.

 

La nariz de la que amamos a los 15 se nos cae desde un libro viejo

            y suspira

La cara del cabrón que nos traicionó a los 33 atisba desde un álbum

El niño que fuimos sigue manejando un triciclo en algún negativo en súper 8 que podríamos proyectar una noche de viernes

para entretener, ay, a los amigos,

si aún tuviéramos la proyectora necesaria para hacerlo.

 

Y aunque intentemos olvidar a todos ellos,

la persistencia de sus imágenes en la realidad

obliga a la persistencia de sus imágenes en la memoria:

 

los muertos se nos han vuelto unos porfiados

y ahí están esta mañana de domingo

Ricardo Montalbán y Hervé Villechaize

en mi televisor

vivitos y coleando en sus trajecitos blancos

aunque hace ya rato se tomaron el último hidroavión

hacia la isla de todas las fantasías, que es la muerte,

 

y ahí está la Kristel recién muerta en el periódico de hoy

mirándonos sentada a sus 22 años

desde una silla de mimbre, las perlas en la mano y el seno

recibiendo un rayo oblicuo de luz,

muy viva toda ella y no sé si coleando.

 

Sí, ahí está la Silvia Kristel como si no se hubiera muerto

Ahí está mi vecina en la foto de su necrológico como si no se

        hubiera muerto

Ahí está fulanito qepd en los álbumes de su facebook como si

        anduviera de bares

Y ahí estaré yo en algunas imágenes y filmaciones

como si no me hubiera muerto cuando ya me haya muerto, sonriendo socarronamente

a mis amigas y enemigos,

mirando con ternura a los míos,

sacándole la lengua a la muerte y su reino de olvidos

hasta que se diluyan todas mis imágenes

—vana composición química o informática sobre soportes febles—

y muera el último hoy bebé que me haya visto por la calle

(ya Borges habló de la muerte del último hombre que vio a  

        Cristo, seguramente

algún niño que acompañó a su madre al espectáculo de los crucificados)

y hasta que de una buena vez, como tú, lector,

por fin ingrese, ingresemos desfilando

hacia el Todo o la nada

 

sin que nada ni nadie registre en las imágenes

ese momento

 

triunfal.

 

 

 

Vecinas

 

Y si tan solo nos fuera dado

que a la embriaguez de la alta noche

pudiera sucederle la lucidez de la mañana;

si pudiéramos ser

locos y claros

sin solución de continuidad,

sin el torpor de la resaca,

sin el quiebre

que supone aterrizar en el suelo al lado de la cama

con el pie izquierdo tras una noche de caídas

y de resurrecciones.

 

Si tan solo pudiéramos resucitar sin haber muerto.

 

Mas la luz y la sombra no son

buenas vecinas

ni la locura con la lucidez.

 

No se saludan al amanecer con un good morning

cual Judy Garland

ni se desean al mismo tiempo buenas noches

como Jim Carrey en The Truman Show.

 

No se cruzan en la vereda recogiendo el periódico o la leche

mientras bailan —una de deseo, la otra de gratitud.

 

Viven en cuartos separados por el sueño,

por tabiques de sueños,

por paredes de olvido y de black outs.

 

Mas todo eso, que sabemos,

no nos impide codiciar que a la embriaguez de anoche

debió haberle sucedido la lucidez

esta mañana; a todo aquel delirio

una proporcionada claridad.

 

 

 

De la velocidad de los fantasmas

 

En un prólogo leo que un poeta fue prematuramente muerto.

Pero, ¿acaso hay alguien que muere antes de tiempo?

Todos morimos en el momento exacto.

Lo que ocurre es que los muertos jóvenes dejan más cosas pendientes

y tardan mucho en desplazarse

—distraídos y perplejos— para cerrar sus círculos.

 

Sí, los muertos jóvenes viajan muy lentamente

para poder ajustar cuentas:

sé de una muchacha cuyo fantasma demoró largos veinte años

en recorrer a pie la ruta desde Buenos Aires hasta San Lorenzo,

en el norte,

atravesando pampas y cañaverales,

para poder decir adiós

con una vaharada de perfume a un hombre que fue suyo,

y sé también de un piloto, muerto en cierto accidente,

que demoró diez años en llegar a los sueños de su madre

para revelarle en cuál pico de los molestos Andes

se encontraba, congelado y envejecido,

cual la heroína de Horizontes Perdidos en el Tibet,

su exquisito cadáver treintañero. 

 

Los muertos viejos no.

Los fantasmas de los que han muerto viejos llevan los pies livianos

ya casi alígeros de tan inmateriales

                                 (recuerda A Christmas Carol)

 

y pueden cerrar cuentas —si aún las tienen— en una misma noche,

en esa misma noche en que los velan.

 

Los muertos niños

los muertos niños no se van del todo

se quedan atrapados e indefensos entre sus juguetes

sin percatarse de que han muerto,

de que algo ha cambiado radicalmente entre ellos y nosotros.

 

Por eso, cuando de noche en tu departamento

se encienda algún juguete sin motivo

aparente o si, como en cierto palacete de San Isidro en Lima,

un niño se le aparece a una invitada

de voz bella, con toda naturalidad,

jugando tras del escritorio,

es que allí algún pequeño no ha cerrado su círculo

entre sí mismo y la dura razón de la existencia.

 

Los muertos no nacidos fluyen siempre en el torrente de la sangre de sus madres.

 

El poeta Gabriel Chávez Casazola

 

La canción de la sopa

 

En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes

vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,

inclusive diminutas, pero grandes.

 

Comían alrededor de grandes mesas

mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo

pero bien establecidas en el piso.

 

Con cucharas enormes comían la sopa

en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones

de unas enormes soperas.

 

Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café,

a fumarse un cigarrillo

sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.

 

Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo,

veía sucederse a los hijos y a los nietos

en un ininterrumpido y gran bordado.

 

Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6

montado en un gran auto americano o en un gran caballo

o con un gran estilo

de caminar

para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el

tiempo no había interrumpido,

salvo aquél que enfermó, aquél que se fue

dejando un enigma y una sensación de vacío

—una enorme sensación de vacío—

flotando, con el humo de los cigarrillos,

sobre la sobremesa de la cena.

 

A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá,

dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar

solo consigo mismo, simplemente

no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana

carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era

mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o

con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.

 

Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo

en la garganta, un nudo que después salía flotando de su

boca montado en un gran suspiro,

un enorme nudo que se enredaba en el vapor

de su taza de café, con unas

volutas que le robaban la mirada y la hacían desear

estar sola,

simplemente no estar ahí, escuchando los llantos

de las últimas hijas y los primeros nietos.

 

Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos

y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes

soperas vacías, las cucharas mudas

de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió

a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de

teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.

 

Incluso aquél que enfermó, el primero en partir

como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez,

que se metió en su pecho por la gran boca abierta

de un enorme bostezo.

 

Entonces

compró una breve sopa instantánea

y entre sus mínimas volutas

se permitió un pequeño llanto.

 

No podía tomar la sopa.

en su diminuto departamento no había una sola cuchara,

una sola mesa bien fundada, algo

que vagamente pudiera parecerse a la felicidad

y sus rutinas.

 

Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío

o del tuyo, cuando las familias eran grandes

vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,

inclusive diminutas, pero grandes

y veían sucederse a los hijos y a los nietos

en un ininterrumpido y gran bordado

con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire. 

 

 

 

 

 

*(Bolivia, 1972). Poeta, ensayista y periodista. Obtuvo la Medalla al Mérito Cultural de Bolivia y el Premio al Mejor Libro Editado del Año de la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz. Es curador del Encuentro Internacional de Poesía Ciudad de los Anillos, editor de la revista literaria El Ansia, docente del programa de Escritura Creativa de la Universidad Privada de Santa Cruz (Bolivia) y consejero de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia. Ha publicado en poesía El agua iluminada (2010), La mañana se llenará de jardineros (2013; 2014) y Multiplicación del sol (2017; 2018; 2019) y Cámara de Niebla (2019; 2024).

 

 

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