Vallejo & Co. reproduce para sus lectores el presente texto publicado por su autor, originalmente, en la Revista de Estudios Hispánicos, Vol. 10 N°1, de 2023.
Por Miguel Ángel Náter
Crédito de la foto (izq.) Ed. Vallejo & Co. /
(der.) el autor
Sobre Espinela negra (2021),
de Raúl Castañeda
Una sola vez aflora la “espinela negra” del título del libro del peruano Raúl Castañeda, en el poema titulado “Tus ojos”, dedicado a la hija del poeta, llamada Jade. Nombre hermoso, de preciosa piedra sagrada. El poema abre con un pleonasmo ―“Oscuras sombras”―; se ambienta, al parecer, en un espacio evasivo, con mezquita y sicomoro, espacio oriental, bíblico, sereno. Costas, que se reiteran en el libro. En la noche, el ave rapaz asecha, mientras la espinela negra, mineral cristalino, se hunde bajo las arenas. El umbral rechazado de la mezquita deviene limen entre lo sagrado y lo profano, entre lo interior y lo exterior, como si el sujeto lírico se moviera de la interioridad del ser al precipicio de la existencia. Así podría entenderse la búsqueda en esos ojos que se ocultan en los versos; una salida que, a su vez, es una forma de sumergimiento en el abismo:
Oscuras sombras
sobre el patio de los naranjos
enrostrado
umbral de la mezquita
donde el viejo árbol de sicomoro
descansa en las ramas
de ahogadas lámparas
acantilados costeros
espacios
donde el autillo
caza
más abajo
en sus doradas láminas
bajo la arena
habita la espinela negra
de todo incendio
Con reminiscencias del surrealismo ―ausencia de puntuación―, estos versos de Castañeda se deslizan tras una imagen huidiza en la oscuridad. Las “ahogadas lámparas” revelan lo inestable de la visión, la ceguera, lo inexacto en la ausencia de luz. Queda una sensación de inestabilidad, de inseguridad entre las sombras, en el espacio liminal, en la quemadura de un fuego que no se nombra, sino por el residuo de algo que ni se ve ni se toca. Acaso se presiente, aunque se afirme con certeza el hábitat de la gema que todavía no aflora. Quizás ―y esto es la poesía― dentro de la niña se guarda el tesoro de la piedra preciosa.
Del jade a la espinela, la estrofa también canta en su ausencia. Una espinela es, además, aquella estrofa de diez versos cuya creación se atribuye a Vicente Espinel. Curiosa hubiese sido si apareciese de pronto de entre las arenas, resucitada desde las cenizas como el ave fénix, convocando sus efluvios. De la espinela ―gema― a la espinela ─―estrofa― hay un trecho que falta. Raúl Castañeda Ramírez urde, según el prologuista, Mario Pera, sus poesías con la pericia del artista experto en tallar la piedra hasta perfeccionarla en toda su brillantez y pureza. El proceso que Pera describe asemeja la labor de Castañeda a la que en el siglo XIX propuso Théophile Gautier en su arte poética, cuando afiliaba la poesía a la escultura. Desde la ut pictura poiesis de Horacio al parnasianismo, las artes se hermanan y se funden. Pera describe el caso de Espinela negra del siguiente modo:
El brillo de la luz destella cuando impacta uno de los lados de la roca. El joyero dirige con precisión el láser, observa a través del lente de aumento y corta con delicadeza la piedra preciosa. La gema, entonces, se crea poco a poco, esculpida milímetro a milímetro por horas, o incluso días, hasta que cada del octaedro queda labrada dejando entre manos una pieza brillante como un astro. La perfección. Esta escena que describo, es similar al trabajo que rea-liza un poeta para realizar su obra. La mano empuña el lapicero y, en una especie de danza sobre la hoja en blanco, primero escribe y luego esculpe sus poemas. Su materia prima es la palabra, la creatividad es su cincel y su labor esencial consiste en tallar el poema, obra maestra individual que forma parte de un conjunto mayor que da como resultado un libro.
No es fortuito el vínculo con el surrealismo. El poeta mismo privilegia el psicoanálisis en el poema homónimo. La ausencia de puntuación, además, lleva a las imágenes incoherentes, a veces, y al poema que parecería no tener un fin específico, como todo poema, pero más abierto a lo indescifrable. Así se observa en “Sagrado”:
Un cometa de cola bronceada
sobre un sauco
un zorro de fuego
acostado en la grava
un ciervo
de gran cornamenta arrastra la imagen del sagrario
sus astas que afila en los rojos troncos
y
con el mármol adherido a sus ojos
la llama/ dobla/
como hacen los balcones
contra los cielos
albos
La única palabra del título desorienta en lugar de establecer el sentido o dirección del poema. Y eso es la Poesía. ¿Qué es lo sagrado? ¿Qué estado revela ese sentimiento de lo santo? Una imagen inicial convoca dos posibles objetos: el cometa ―posible juguete, chiringa, capuchino, volantín, papalote― o el astro que alarga su cauda brillante por el nocturno cielo. Brilla o cuelga del arbusto, del sauco. Esta doble posibilidad se metamorfosea en irreal animal ígneo que fulgura sobre las piedras trituradas y esta da paso a otra, la del animal simbólico ―en la Biblia― vinculado con Cristo. En estos versos de Castañeda, el ciervo se hermana a lo poético, a la imagen ―poética o ídolo sobre el tabernáculo―. Podrían observarse reminiscencias del ciervo vulnerado de san Juan de la Cruz, que es, a su vez, reminiscencia del ciervo de los Salmos de David. Del mismo modo y con mayor tensión hacia lo poético unido a lo religioso, puede, incluso, proponerse una reminiscencia de “Muerte de Narciso”, del cubano José Lezama Lima: “Narciso, Narciso, las astas del ciervo asesinado/ son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados”[1]. Las tres imágenes acumuladas llevan al fuego, a ese elemento destructivo, pero, a su vez, purificante. La consecución y la lógica, como en el mismo Lezama, se desestabilizan. Las diagonales acorralan y escinden la palabra “dobla”, cuyo sentido es nuevamente inestable ―¿sonido de campana, doblez, duplicación? ―. ¿O bien el ciervo llama a la imagen? Queda la desazón de no comprender, el desamparo de la Poesía abierta a la sideral búsqueda desde la tierra. Así continúa en “Torre barroca”, cuya metapoesía prolonga la inexactitud y el tambaleo, proyecto del barroco que ahora se alarga en la poesía hispanoamericana en una nueva manifestación de la perla deforme:
Un acantilado
un caudal de amarillos contornos
donde la luz busca el reverso
del cristal convertido en tela
la isla se cubre de escombros
es escombro
y en los intersticios volcados
mares
brillan como clavel saltado
más alto el verso
sol bajo el látigo
sumerges tus manos como la ardiente semilla
que nada en la estrella
La Poesía se urde en el juego semántico. La búsqueda de la luz, no obstante, se remite al otro rostro de las cosas, al reverso del anverso (cara principal), a la espalda de un cristal que no permite la transparencia ni la claridad, ahora transformado en tela ―con la posibilidad de ser género (estafeta, batista) o pintura―. Siempre el acantilado es el riesgo, el peligro, el vértigo que causa el abismo. No sabemos qué limitan esos “amarillos contornos”; no conocemos esa figura o cuerpo, ese objeto que en lugar de mostrarse se vela. La isla se vincula con escombro, con eso que ha quedado después de la extracción de minerales o de cantos en la cantera, o bien luego del derribo de un edificio o de una obra arquitectónica. Quedan indefinidos esos “intersticios”, acaso de la isla, donde los mares volcados brillan como un clavel que sobresale (“saltado”). El verso, como un sol obligado a dar luz, vida, es un esclavo, un galeote bajo la intransigencia del poeta. Los versos finales parecerían referirse al poeta mismo, al mismo poeta que escribe; pero ¿dónde sumerge sus manos? Acaso se sumerge en los mares volcados que sinuosamente reptan por los intersticios de la isla. Hay cierta búsqueda que parecería ser el hecho poético, esa semilla ―posibilidad de la planta, de lo que germina y crece hacia el árbol, hacia florecer― arde, vuelve sobre el fuego, aunada a lo acuático; se sumerge en las aguas del cielo o del mar ―estrella tanto sideral como marítima.
Soy consciente de que esta lectura de los versos de Raúl Castañeda es solamente eso: una interpretación que más revela mi situación como lector que de Castañeda como escritor. Acaso una sonrisa defina el derrotero del sentido último de la Poesía, la risa frente al ejercicio espurio e infructuoso de la exégesis de lo que no tiene un sentido en sí mismo. Esa “Torre barroca” es infranqueable. Los sentidos se atrofian y asumen la volubilidad del humo, como la voluta de «El viaje de la voluta de humo» que “comanda la palabra”, o como la luna que se metamorfosea hasta llegar a sí misma,
a su mismo origen:
en el pozo
un signo
un pez izado en papel
estática en la
frente adormecida
eres última luz en un barco que retorna
la puerta secreta de una estrella moribunda
un rostro que enfría
y
se sofoca a puertas del agua
una moneda que reposa
y desaparece
en el pozo
Raúl Castañeda entrega en este su primer libro, Espinela negra, la promesa de una poesía difícil, como la quería José Lezama Lima; una poesía con sinuosos vitrales, con múltiples posibilidades del sentido, alejada de la poesía coloquial y concreta; sumida en el laberinto. Como dijera Concha Meléndez al acercarse a la poesía de uno de los mayores poetas puertorriqueños, Evaristo Ribera Chevremont:
Penetrar en el mundo de un poeta es someterse a todo riesgo. El mayor, perderse y regresar sin haber entrado en el centro del laberinto. Aun en ese extremo el intento tendrá un valor laudable: iniciar a otros en la misma aventura”[2].
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[1] José Lezama Lima, Poesía completa, Barcelona: Seix Barral, 1975; p. 15.
[2] Concha Meléndez, La inquietud sosegada: Poética de Evaristo Ribera Chevremont, Junta Editora, Universidad de Puerto Rico, 1946; p. 9.