Por Ignacio Salinas*
Crédito de la foto www.imdb.com
Sobre Come and See (1985),
película de Elem Klimov
La felicidad demora en abandonar el cuerpo dos horas con treinta y seis minutos, lo mismo que le toma a uno ver Come and See, la película antibélica por excelencia. La guerra ―escribía Winston Churchill en 1930― que antes era cruel y magnánima, se ha convertido en cruel y escuálida. En vez de un pequeño número de profesionales bien entrenados que defienden los ideales de sus países con armas antiguas a través de hermosas y complejas maniobras arcaicas, son ahora las poblaciones enteras ―incluyendo mujeres y niños― las que se enfrentan las unas con las otras en una lucha encarnizada por la mutua exterminación. “La guerra es una mierda”, también pudo decir el otrora Primer Ministro, pero por algo le dieron el Nobel de Literatura.
Es necesario saber que Come and See es una película soviética, gestada en la que hoy es Bielorrusia. Europa del este se ha encargado de despojar a los conflictos bélicos de toda la gloria y glamour con la que Occidente los ha retratado. El profundo sufrimiento soviético es artesano de obras drásticas, pero bellas. Elem Klimov, el director, parece acordarse del primer ministro británico cuando dirige Come and See, pues filma el descenso al caos, uno donde hay tanto odio que parece ilógico. No es gratuito que esta sea considerada una de las películas de guerra en la historia. Yo prefiero abandonar ese debate y hablar de esta como una cinta de visceral terror.
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Fliora es un chico bielorruso que desea servir a su país. A pesar del deseo de su madre se enlista con una sonrisa en la milicia. Como es joven, nadie lo toma en serio y pronto se encuentra en la retaguardia de la marcha, donde se pierde entre frondosos y serenos bosques junto con Glasha, otra joven víctima de la guerra. La película avanza al ritmo en el que la sonrisa de Fliora se desdibuja hasta convertirse en una mueca de horror. La transición es tenue, pero devastadora, ritualista incluso. La pareja de amigos huye de los peligros constantes del estado de guerra, pero el escape es solo una ilusión. La única salida es a través de la boca del lobo. Deben atravesar aquello que les causa tanta dolor para encontrar la paz y, si pueden, sobrevivir. Hay una impresión de que, en todo caso, será difícil que lo logren. Ambos, por ratos, parecen envidiar a los cadáveres que van encontrando desperdigados por los campos.
La felicidad es efímera. El dolor es constante. Este último cala más profundo que cualquier otro sentimiento. La felicidad no es la presencia de, sino la ausencia de algo. Es la ausencia del dolor. La búsqueda de esta ausencia es sostenida en Come and See por escenas de verdadero miedo, actuaciones potentes y momentos de calma sintética antes del desenfreno encarnizado de la guerra.
Klimov nos presenta las dos caras del realismo de los enfrentamientos bélicos. Por un lado, la película realiza una gran proeza técnica que reproduce una guerra cruda sin fachadas ni cosméticos (por ejemplo, aquella escena en donde los niños quedan atrapados durante un bombardeo en el bosque fue realizada solo con efectos especiales prácticos). Por otro lado, «Come and See» presenta atisbos de realismo mágico, con escenas surreales que reflejan el desgaste, no solo en el campo de batalla, sino en los hogares de los pobladores y en las granjas de los campesinos. Una escena hermosa, si es que acaso tal palabra cabe en el diccionario de esta película, cuasi onírica, es la del final, donde Klimov, como el hombre sabio que es, decide acompañar la imagen mientras suena la Misa de Réquiem en re menor de Mozart, más conocida ―con particular tino― como la Lacrimosa.
La guerra, le faltó decir a Churchill, crea surcos en los rostros más fieros de quienes descienden hacia el abismo y sufren la pérdida de la inocencia. Come and See es una obra maestra y dolorosa, una película que mil veces mata y que mil y un veces vería.
*(Lima-Perú, 1997). Licenciado en Derecho por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Lee, escribe y vive pendiente de las rimas internas en las sentencias y demandas de diversos juzgados e instancias. Le gusta el cine y espera pronto llevar a cabo una película utópica surrealista basada en una realidad peruana atenuada, para no agobiar al espectador. Insiste en que el celuloide es un espejo y toma prestada aquella sensible idea de un famoso crítico de que los proyectores son máquinas empáticas.