Por Manuel Ibáñez Rosazza*
Crédito de la foto Centro Cultural Trilce
Los terribles andamios de silencio.
7 poemas de Manuel Ibáñez Rosazza
Sonata del inquilino
Un día esta casa se ha de quedar vacía
y bajarán del clavo la foto del abuelo,
se hará un hueco el ropero y su polilla
y no habrá nada en el rincón querido.
Ya nos veremos, volteando la cabeza
ya de tanto ser pobres y mordidos,
con veredas al filo del zapato
y el abuelo muy serio bajo el brazo.
Computadora portátil con memoria
No hablamos de la memoria así porque sí,
porque, vamos, me puedo olvidar de
muchas cosas,
el botón del saco, la limpieza de las uñas,
el número de huesos del esqueleto,
la apenas noche de unos ojos fugaces,
el nombre de quien me saluda,
el nombre científico de la rosa,
pero
no me pude olvidar,
no me puedo olvidar,
no me podré olvidar
del rostro más triste,
más agrio,
más ácido,
más amargo,
que vi cierta tarde,
el rostro de un muchacho vendedor de helados
que se había sentado al borde de la vereda
con las manos colgadas de la tarde
y de su única moneda.
En la carretilla
había además una caja
ofreciendo caramelos y chocolates
qué amargura,
qué pesado desencanto por la dura vida,
en medio de
esas frágiles y livianas dulzuras
de ese muchacho
que había transitado calles y ansiedades
como un gorrión
soleado y fatigosamente sudoroso.
La ciudad otra vez
Esta es la ciudad en donde vivo,
esta es la ciudad
en donde vivimos.
A ella se llega
como a un rumor de cosas pasadas y perdidas,
de ella se sale
haciéndola pequeña en la nostalgia.
A un extremo la casa, la plazuela
a una vuelta de esquina
mi infancia que regresa.
Hay un sitio también
en donde para siempre
reposan nuestros muertos.
Ah, los barrios, los postes, las vidrieras,
los restaurantes ínfimos,
los días,
las bocas,
estos versos,
el sol que sale para todos.
Pasatiempo
Escribo este poema
el 25 de mayo de 1972
es decir,
hoy,
es decir el último día de mi vida,
es decir
hasta el día de hoy,
y aquí me tienen
poeta a escondidas
lexical vicio solitario
en esta habitación,
de codos en la mesa, sobre
la tierra, a un lado del
universo, para escribir este poema
del tiempo,
como matándolo un poco
sobre la vida,
pero deténgase la depresión
existencial,
señoras neuronas
coordínense por favor,
sosiéguese el lapicero
para concederle a la mano derecha
y a todo el resto
Cuevas de Callacpuma
He ascendido por las montañas hasta las cuevas de Callacpuma
con mi fatiga en las narices y mi emoción en cada zapato;
arriba, subterráneo del aire, boca de la montaña, todo está igual,
y desde lo alto, quitándole un poco de aire a los cernícalos,
he pasado la mano otra vez por las pinturas resecas de los muros.
Allí no hay nadie, sólo un silencio habla edades a los oídos,
salvo unas hormigas ermitañas que me critican como un gigante intruso
que observa a lo lejos, entrecerrando los ojos, a Cajamarca
como un diluido y calmoso hormiguero a la distancia.
Qué pequeñez la nuestra, que fácil parece todo desde este viejo hueco,
desde esta casa sin candados agarrada para siempre a la montaña,
desde este hogar de fuegos apagados a soplos por los siglos,
en donde otro hombre y otros hombres invisibles
escucharán nuestro rumor de parientes ascendiendo paso a paso
desde estos tiempos de licuadoras, refrigeradoras, radios, planchas,
cocinas y otros artefactos eléctricos para pagar en cuotas mensuales,
aquí, a la vieja casa donde lo único eléctrico es el cielo afuera.
Mi ojo derecho observa un añejo y polvoso amigo prehistórico,
mi ojo izquierdo persigue el vuelo perfecto de una astronave.
Aquí es como para desesperarse y sentirse animal disecado e inútil
o para echarse a correr por el tiempo, las pendientes y los caminos,
para sentir que no hemos muerto a escasos metros del precipicio,
para sentir que hemos nacido simplemente y es de veras esta vida.
Cuevas de Callacpuma, donde se puede tener miedo de un silbido
o la alegría de elevar la mano hasta el pedernal y su calurosa penumbra.
¿Qué puede haber más viejo que una piedra horadada?
¿Qué puede haber más eterno que esta piedra que mirará nuestra muerte?
Esta es una taza vacía pero llena del hombre, allí su secreto.
Cúpula indiferente ante los desaparecidos que olvidaron despedirse,
dormitorio sin sábanas, rincón inefable sin resfríos ni remordimientos.
Y termino este poema como si iniciara el descenso de regreso,
palabra por la palabra hasta los míos,
oh colina con rostro, Callacpuma, vértigo de cactus e interrogaciones
sobre una gorda almohada de nubes,
y atrás se va quedando tu silvestre prodigio
sobre peñas inmóviles, mis años y terribles andamios de silencio.
Escobilla
Servicial
Sancho
que saca la mancha
al Quijote
en un lugar
que si me acuerdo.
Sobrina de la escoba
nieta del escobillón
escobilla
escotilla
escotina
escofina
escofida
escogida
escondida
escombrera
es coactiva
es cobija
es cohesiva
es cohibida
es colgada
es colectiva
es colmada
es colocada.
Confidente
de los lustrabotas,
valorosa y valiosa
siempre llena de cerdas,
escombros,
escorias
escozores
y olvidos.
Ensuciándonos
nosotros
la cáscara
por quítame estas pajas,
guardándonos
de polvo
se convierte en polvo
todos los días.
Sin pelos
en la lengua
limpia
al impío.
Un poco más de tiempo y de vida
siquiera hasta mañana,
por lo pronto se los concedo
a esta máquina íntima
que no sabe, como todos nosotros,
que sabemos que no sabemos
lo que nos tocará después,
porque empiezo a darle
nueva cuerda al reloj
otra vez
porque no puedo escapar a sus agujas
a puro pulso
sobre el pulso
y sobre mí.
*(Lima-Perú, 1940 – Lima-Perú, 1990). Poeta y educador. Residió desde niño en Trujillo (Perú). Fue docente de Castellano y Literatura. Fundador del Grupo Trilce de Trujillo (Perú). Obtuvo el Premio Poeta Joven del Perú (1965). Publicó en poesía Rumbo al Alba (1963), Magnitud de la Arcilla (1964) La ciudad otra vez (1966), La Nueva Emoción (1974), Piedras de Cajamarca (1976), El Herramientario y otros artefactos (1976), Altas Canciones (1977), Sexteto de Cuerdas (1978), Palomas sobre los Tejados (1981), Flores de Cajamarca (1987), Sonetos sobre la mesa (1988), Poemas casi últimos (Selección), entre otros.