«AQUÍ TERMINA UNA MANERA DE MIRAR»
Para Rodrigo Quijano
Si te dijera “aquí termina una manera de mirar”, habrías de responderme
con sutiles alabanzas de lo oscuro, en tono muy menor, quizás al modo
de nuestras más antiguas conversaciones; sería entonces fácil recordar, hermano,
la innegociable razón de la distancia en que te hallo, la forma de nuestra desavenencia y nuestro desarraigo,
y poblarla con palabras que se justifiquen, a pesar de su terquedad,
por un profundo caudal de silencios y de negativas, y volver sobre la conjetura de sus pasos
a un lugar que permanece sin nombre, pero arde
con el inútil furor del fuego en que se originara, tantos años atrás,
el laberinto de nuestra melancolía.
Pero es que el ojo reclama su momento de ceguera, y el tiempo ya ha dejado de sanar
la hipotética herida del viaje. Es verdad: para saber debo acercarme más
a aquello que ahora mismo queda a mis espaldas, aquello que abandono en el acto de partir
y estar de vuelta. Dime, ¿Cuántas imágenes habrá que te repitan lo mismo hasta anegarse? ¿Cuántos modos habrá de poseer la ausencia
y no dejar que nos arañe, con el cúmulo de sus equivocaciones, el obsceno epitelio que nos separa del mundo?
Bajo mis ojos enfermos la ciudad respira, plagada de significados y rencores, alta habitación del artificio y la pus
y la pueblas —homúnculo en la herida— con inhóspita elocuencia: es que eres de esos que aun estando lejos
lo dicen todo con una sílaba artera, con un súbito ladrido en la garganta,
y te abres a la madrugada como un fruto de pieles permutables, con el viento entre las manos
y el corazón entumido, vegentante, en la ribera equivocada del río de las emociones
que regresan para consolarme a lengüetazos
de hedores urinarios en ácidas letrinas, en esquinas inútiles, en veredas cuyos nombres estoy a punto ya jamás de recordar.
(Cada vez más lejos de la tierra de nadie, cada vez más cerca
del oblicuo pálpito del mundo en el espejo
del idioma en el que nos hablamos, desasidos
de esta música indolente en los alrededores
de una nueva mañana, o quizás la misma, hecha
de armónicos oscuros y de medianías, voces
animales que sostienen sus aullidos en el aire
irrespirable de la celda de su soledad, donde se miran
estos ojos que somos con indiferencia:
híbrida cerrazón la de los párpados que yerran
al margen de las imaginarias sensaciones,
como si la distancia les bastara para nombrar
el sitio en el que sobrevive la memoria de su comunión).
Bajo los ojos enfermos, sí, la ciudad respira
su falsa furia límite en los muñones de un amanecer contemplativo.
Como cuerpos que se desangran ante tanta posibilidad
y tanta desesperanza, hemos dejado caer sobre el infernáculo de la palabra
los restos de un lugar que se transforma en el momento en que lo miras:
todo el tiempo del mundo sucede en tus pupilas, toda la inmensa lejanía de las cosas,
hecha de sonidos puros en el artilugio de la claridad.
Hijos de madres imprecisas como océanos, imprecisas
como una marejada contra el lecho en el que duermen
todos los fantasmas de la memoria, nos hablamos a ciegas
—en idiomas perfectos, pero ajenos—
acerca del estar, del haber sido: el ácido que tienta la retina.
Ausente lo real, lo que nos queda
es apenas el misterio de la permanencia.
Pero es imposible dorar esta píldora: arcanos que se precipitan
en los vagos abisales de la piel, innecesariamente,
y nos deslumbran con su polivalencia, y nos plegamos
al súbito murmullo de las masas, bajo fuego
en una galería de espejos ululantes, cuerpos
empeñados en el viaje, cuerpos
que respiran por la herida o por la cicatriz
y dejan repentinamente de mentir.
Lo que miente es el iris, el hálito, el cúmulo de tantas experiencias
en el desorden de un mundo que ya no nos contiene
ni nos posibilita, abandonados como estamos al rumor de sus hipótesis, su música
opípara en el cenit, y expandida, como un epitafio: desmenuza los retazos
del pasado que fue nuestro, aunque sólo a destiempo, y los predica
en el espacio tangible de su pronunciación, porque se han ido
en su doble ceguera los kõanes, y nos siguen los pasos sin mesura
a contrapelo del tiempo sus sutiles aporías, su pérdida, en el arco que traza tras hartarse de lo material.
Bajo tus ojos enfermos, sí, la ciudad respira, inexistente en el imaginario
y tan ardua por el hambre que la habita, con ocasos incisivos en el litoral
y grisáceos vertederos contra la rompiente, residuos de su disolución
a la altura de tantas yugulares semiadormecidas, con pálpitos que anuncian hecatombes
en la suma de su amanecer, y un ácido sabor de clorhidrato en la garganta
de quienes arriban, ya lejanos, al punto en el que deja de significar: como un pez
que nada hacia la hoguera, como un hijo que calcula la caída, palpas
la ruina de su nombre y te desdices, los párpados cerrados,
en el reflejo del fuego de la hoguera sobre el bisturí.
Lo que nos queda es el misterio de la permanencia.
“El olvido es lo que menos dura para siempre”, te digo,
contra la piel que fuga y arde bajo la resolana
de los ensimismados arrecifes en los que se desencuentra
este estar incalculable de la travesía y el retorno, sus hemisferios impunes,
el itinerario de su soledad. En los tristes pedazos del desierto que te ofrezco
como hipótesis de trabajo, lo que cesa es la razón de nuestro desprendimiento, y lo que se contempla
es su sombra, pero no su experiencia, y lo que se perpetúa
es la paradoja de su singularidad, que es nuestra.
Jorge Frisancho (Barcelona, 1967) Ha publicado libros como Reino de la necesidad (1987), Estudios sobre el cuerpo (1991) y Desequilibrios (2004).