9+1 poemas de «El sueño de la montaña» (2022), de Víctor Rivera

 

Por Víctor Rivera*

Crédito de la foto (izq.) www.altervoxmedia.com /

(der.) Ed. Univ. Ind. De Santander

 

 

9+1 poemas de El sueño de la montaña (2022),

de Víctor Rivera

 

 

II

 

Si fuera leve en su polvo de camino

el cuerpo nacido en estos valles

y deseara la montaña con corazón de pastos

 

doblados al viento.

Pero la montaña no es la ilusión

de una fotografía a blanco y negro,

 

sino la cumbre anhelada y difícil

donde el caminante duda

de su propia sombra,

 

templo blanco de roca y silencio.

Preciso es subir descalzo,

el cuerpo lavado,

 

como un puñado de pétalos

y tierra de los campos que brotaron

de la ceniza del volcán.

 

Preciso es saber que la montaña

existe para ser imaginada,

de ahí la dificultad para subirla,

 

impredecible,

como las grietas del último glaciar,

o el sueño blanco, por el temporal oscurecido.

 

 

 

III

 

Alimento de la tierra

son estas gotas de sudor

y la cáscara de nuestras palabras

 

arrojadas al suelo

en un ovillo de árnica y laurel.

No nos pertenece lo que se diluye

 

y toma forma lejos de nosotros.

Es parte del sacrificio

este olvido de los viejos trajes,

 

este trocar las palabras por aire.

Algo hay que aprender de las rocas

que se entregan a la disolución,

 

de estas liebres salvajes

que se abrazan a los pastos, hechizadas,

sin ver la sombra del águila.

 

El poeta Víctor Rivera

 

IV

 

En pocas horas la intemperie

no estuvo afuera sino dentro,

bajo el abrigo y la camisa.

 

Con cada paso una palabra,

el monólogo dentro de una casa

de ventanas azotadas por el viento.

 

La intemperie de las palabras

fue la casa del pecho, de paredes dobladas

por los golpes del corazón de la montaña.

 

En la empinada rampa,

el cuerpo jadeante es una casa de paja,

y sus muros palabras que se desarman

 

en las manos del temporal.

Solo queda la conversación del sol y la carne,

la casa sin techo, abierta al cielo.

 

 

 

V

 

El consuelo de los escaladores

no es la cumbre o el refugio

sino el gorrión de páramo

 

que pisa la sombra del piolet

y de pronto sale volando.

Parece dar un giro

 

y llegar en un instante

al lado oculto de la montaña.

Semejante a una ranura, su pico amarillo

 

es un pequeño foco de luz,

que introduce el resplandor del espacio.

Basta un grano para imaginar la espiga dorada,

 

un pedazo de lava endurecida para sentir el volcán.

Alivia saber que hay algo más allá,

y toma forma en el pájaro

 

que raspa la tierra buscando raíces,

o que se arredra en su cuerpo

como lámpara de su propio calor.

 

 

VI

 

El tiempo que tarda

el sol de los venados

en cruzar el flanco azul de la montaña.

 

Lo que demora el sol

en abrirse paso entre la niebla

y tocar las hojas del encenillo.

 

Lo que tarda el ojo del halcón

en hallar la pálida liebre

entre las comisuras de la tierra.

 

El movimiento largo y pausado

de las hojas del frailejón

naciendo lentamente del tronco.

 

Así cada paso, lento,

del cuerpo que sube por el risco

entre el áncora de su propio peso y el aire.

 

 

 

VII

 

A cierta altura los cuerpos se reducen

y los arbustos se agrupan

en lo tupido de hojas ásperas.

 

Los pequeños frutos se repliegan

en el color de su circunferencia,

la piel del pardo animal busca abrigo

 

en el calor de su propia carne.

Los ríos corren, pero conservan la quietud

bajo la piel del pez que se refugia.

 

El lomo de la montaña se recoge

ante los golpes de la radiación,

el caminante se abraza a su cuerpo

 

y ante la pregunta insistente de la luz

contiene las palabras, que no llegan,

a la superficie de la boca,

 

sino que se hunden de nuevo

en el espacio vacío de un corazón

que solo ve por su latir.

 

 

 

VIII

 

Aunque somos puntos minúsculos

en este telar imaginario,

en esta montaña imaginaria,

 

aunque debamos cerrar la puerta

y las ventanas de esta casa

amenazada por el temporal,

 

obligándonos a ser no mucho más

que las últimas plantas que crecen

en la morrena, o como las larvas

 

casi congeladas de las pequeñas lagunas.

Aunque debamos cerrar nuestros ojos

ante la hiriente ráfaga de la fumarola,

 

nuestro oído es como el ojo del mirlo

que cruza los valles sin necesidad de moverse.

Con él llegamos a la estribación

 

donde el mar lame la tierra con su lengua.

Escuchamos la espuma en la rompiente

y los brotes quebrarse bajo el peso de las manadas.

 

Este mapa de sonido es para nosotros

la capa térmica que nos mantiene a salvo,

la bebida caliente antes de entrar en los glaciares.

 

El poeta Víctor Rivera

 

IX

 

Aunque brille el sol, la canícula no cae

en nuestra noche de valles hundidos.

Con nosotros sube también

 

la savia de los robles negros

sosteniendo el último refugio de los cantos.

Salvador, amigo, el paso se hace lento

 

porque carga con toda la tierra de las fosas,

y la sombra duele, porque atrás quedan

los campos de trigo fracturado,

 

la noche oscura de los niños

inmolados al cuchillo ciego y atroz.

Marchamos con lo que nos queda de vida.

 

 

 

X

 

Junto a la piedra el cuerpo exhausto

es tan leve

como la llama que lucha por no apagarse.

 

Por la forma en que la mirada se pierde

en los pliegues del terreno,

podemos imaginar su pronta disolución.

 

En poco tiempo no habrá diferencia

entre el vientre y un ovillo de plumas,

entre los dedos y las fibras vegetales.

 

Ahora pende, en una perfecta gravedad

de plantas en la sombra,

de gotas a punto de caer.

 

¿Es tristeza o libertad tal sensación de vacío?

Cuando los ojos se consuman

en el resplandor de la cumbre,

 

será el oído el que trabaje.

¿Qué otra cosa viajaría entonces

por el aire de las bandadas?

 

 

 

XI

 

En este punto dudamos del cuerpo,

de la tierra que pisamos y el desnivel que respira

como un largo animal tendido.

 

Todo termina por bajar a la llanura

lavado por interminables lluvias.

Nuestro corazón, es un cajón de cartas mojadas.

 

Para reconocer la disolución,

basta el chasquido de un pájaro,

la sensación de que algo nos aguarda.

 

Pende de un hilo la voz humana,

casi borrada, es más árbol,

pájaro, peñasco que otra cosa.

 

 

 

 

 

*(Popayán-Colombia, 1980). Poeta. Músico por la Universidad del Cauca Colombia) y magíster en Literatura por la Universidad Javeriana (Colombia). Obtuvo el Premio Internacional de Poesía Editorial Praxis (CdMX, 2016), el VI Premio Hispanoamericano de Poesía de San Salvador (2021) con su libro En el oído azul de la espesura y el XII Concurso Nacional de Libro de Poesía UIS con su libro El sueño de la montaña. Ha publicado en poesía La Montaña sumergida (2011), Desmesura (2019).