Francesco Benozzo está nominado al Premio Nobel de la Literatura desde 2015. Sus poemas Onirico geologico y Felci en Rivolta fueron publicados por Kolibris en 2014 y 2015, respectivamente.
Por Francesco Benozzo*
Traducción por Chiara De Luca
Crédito de la foto (Izq.) www.irisnews.net /
(Der.) Ed. Kolibris
9 poemas de La capanna del naufrago
(‘La choza del naufrago’, 2017),
de Francesco Benozzo
I
No recuerdo que vagas invisibles cosas
a mí cada vez más queridas y familiares.
La luz pálida de un mar sin barcos
se había llevado los últimos riscos
y un poco de mí que quedaba.
Vagas cosas invisibles y lejanas
las más tristes y bonitas, cosas de siempre
que nunca habría creído poder perder.
Pero ya todo el pescado estaba vendido, las cuentas cerradas
y todos los sueños, podridos como cortezas,
flotaban por la borda del naufragio.
Casi más nada que tener entre las manos
ningún timón o remo, ningún jarra
ningún cuchillo para cortar redes:
casi más nada, sólo ramas y sombras
sólo cobreas entre el mar y mi respiración
entre mi respiración y el sol de Noroeste
y algún hierro herrumbroso del mundo ido.
II
Así cambió, rápidamente, mi vida
Desde el día en que, heco mi trato con el silencio,
decidí desafiarla solitario
a la parodia del mundo sin más albas
y me convertí en una voz imaginaria
sin más tiempo, sin mutamento,
para recoger las ramas – de uno en uno –
con gestos cada vez más meticulosos
en la brea rancia de las quiebras.
Desde entonces sólo vagas invisibles cosas
me salvan de los raros ojos desorbitados
de las criaturas marinas blancas de sal
que se burlan de hierba y de raíz.
Desde cuando fui doblado a lo que es quebrantado
las vagas cosas invisibles cosas parecen decirme
«De ti queda eso, nadie se entremete.»
III
He superado los cementerios en miniatura
de mundos y mundos, silenciosos, siempre prudentes
he superado los lechos de cobalto
de golfos herrumbrosos e imaginarios.
Ahora no más, ahora no aquí: el azul
ha refrescado el cielo sin incendios
mientras yo trabajaba – algas sumisas –
dentro de la blancura impávida y lanuda
de más cautas criaturas – sombras alargadas –
mientras me agitaba, huella mellada,
en una luz silenciosa de alba.
No incumple, no le hagas caso
a la llama que deja de calentarte
no incumple lo que queda
de ese hormiguear de planetas
en las noches estrelladas y sin luna,
has llegado al punto en que los tallos también
los tallos de hierba como olas en desacuerdo,
han encontrado un límite: has llegado
al punto en que las oscilaciones francas
como provincias, como estancas afligidos,
como norma de nieve y belleza,
sólo piden que estar o renunciar:
rápidamente, afligidos, indiferentes.
Era una primavera quieta, inquieta
aquí, entre las lluvias proféticas y los campos:
era octubre de la oscuridad siempre alrededor
era yo, en el susurro del naufragio.
IV
Allá abajo vi la primera creciente
olfatear los cráneos trastornados y los tendones
del cielo insomne: era la primera vez
que me sentía privo de equilibrio
solo, bajo las estalactitas, entre los restos
de campos de aire y tierra en extinción,
dentro del olor blancomar y diáfano
de los cangrejos muertos al alba en la playa.
Era la primera vez que las algas,
brillantes como piedras lisas,
me ofrecían un consuelo indescifrable
perezoso y paciente, como desde lejos,
como una letanía vaga y mudable
pero al mismo tiempo siempre igual y cierta.
También a los días más oscuros los di las gracias
también a las noches vacías que anochechen
acordonando el cuerpo, atormentando los ojos
pegando arena sobre el pelo.
Dejé para siempre de rogar. Dejé
de divisar otras calles sobre los promontorios.
Luego dentro de una de las muchas tormentas
concedidas por el mar, una tarde,
recogí un tronco, el resto de una quilla,
acurrucado entre un risco y el mar,
curvo como la espalda de un narval,
y empecé – me acuerdo – en ese momento
a buscar el ruido de las cosas
a sondear voces menos claras
a transformar los diques en cables
a construir una morada insólita
con hendiduras y escamas, como mújol
encajado en el vientre de la tierra:
lo que queda de lo que no quedó
anguila enroscada en una canasta
la libertad de los movimientos destrozados.
V
Como en el viento que revolvió en ráfagas
el último imperio, también anunciando su fin
sobre los carros de oro de esta ribera también
todo pareció volver por unos momentos.
Fue una mañana diferente: en la niebla
vi el perfil de una enorme ala
levantarse goteando desde poniente.
Columnas oblicuas de lluvia amarillenta
avanzaban a este desde un horizonte
hecho menos amenazador y vacío,
rápidas, ruidosas, perturbantes
a la altura del archipiélagos esmeraldo.
Un soplo de libélula se sacudió
dejó la piedra taraceada de ametista
y en lugar de huir o de esconderse
se zambulló incauto hacia el cielo en marcha.
La costa se inundó de luz
primero como un fuego rotatorio
de enormes ascuas altas como montañas
luego come un lago que se llena y calla
como el diluvio que tragó las tierras
volcando el cielo en un fondo.
Y el paseo marítimo reveló visiones
escrituras complicadas pero a mí conocidas
formas descompuestas que lograba descifrar
tréboles, chirridos, hilos de araña
nombres de barcos vistos en algunos puertos
agujas de catedrales, corzos
mesas y serrín – Old ale house, Manhattan –
burgos indicados sobre los carteles azules
un portulano desteñido, mapas
libros apilados, porches, una torre.
Fue en esa luz, en esa mañana tenue
que con la misma fe incomprensible
de una gris tortuga agotada
que arrastra sus huevos en lugares desconocidos
arranqué de la marea otros dos troncos
recorriendo las quelas de la bahía
con movimientos erráticos de niebla.
VI
La tarde vino, ola de abajo
nube que hiela, desde horizonte a costa
nube boreal, desde costa a horizonte
precursora antaño de incorpóreos sueños:
vino, fría, desde un sur desordenado
alargando las líneas de la playa
trastornando las fronteras conocidas
sobre el mundo empapado, empapado, sin memoria.
Vino como un presagio de otros orígenes
de nuevos viajes, de tranquilos arribos
como un arado alquitranado de algas
entre las errantes luciérnagas del cosmos.
Y fue una verdad más soportable
de sombras y premoniciones destrozadas
de talentos domados, bandadas roncos
de equilibrios quebrados y decadentes,
señales inciertas de disipación.
En esa nostalgia no desertabile
intenté primero de liberarme
– trigos de arena dentro de mis párpados –
con el esqueleto atraído por la playa,
en fin yo también tomé las formas confortadoras
partidas, minerales, inarmónicas,
desveladas por los reverberos de luz,
y con la mejilla presionada sobre un ceramio,
golpeado por los zarzales de los chubascos,
me dormí al borde de los rompeolas
cubierto por la nieve de la luna.
VII
Estuve delante del mundo entumecido
con el alma en bonanza, brancolante
en un sueño de jade despierto.
La hora vino en que los exiliados pensamientos
exploran los desiertos matutinos
hasta desvanecerse, como estuarios extinguidos
en los bajíos temblorosos de los milenios.
¿Y el hambre? ¿La sed? ¿En cuál asedias
dentro cuáles remordidos había perdido
los impulsos conocidos y más tranquilizadores
las delgadas costumbres, los instintos?
Pero no hubo estupor en esta ausencia
no hubo adiós, no hubo decadencia:
era una condición familial
un pacto consciente, un ritual
un amotinamiento no banal
pero aclarador, una locuaz
hosquedad de mi cuerpo desadornado.
Y mesmo si el viento, con garras chispeantes
hubiera vuelto a desollar las penínsulas
mesmo si enjambres de granizo purpúreo
hubieran golpeado el arrecife,
desde los pétalos arrugados de mis ojos
siempre habría visto, ya, debatirse
bancos de caballas, halibutes cenagosos,
estrellas marinas desertar los fiordos.
Desde entonces viví bajo las pendientes
en el propio corazón de los otoños salvajes,
dejando huellas de sal cada vez más absortas
en la herejía compuesta de mi andadura.
VIII
La resaca tuvo un estremecimiento repentino
y más de mil cáscaras de moluscos
hicieron un rebote sobre el battigia
con un único sonido simultáneo.
Miré en el mar: un rojo arcoiris
como la cabeza de un camarón alargado
se levantó entre el mundo y el firmamento
multiplicando continentes de agua.
Pensé en los lugares en que dormí antaño
a los campos de rocío tras casa
reconocí la senda, el muro bajo
las encantadoras esperas. Nada cae
sin desteñirse ante en algo diferente
nada desaparece de repente
tampoco el relámpago o el trueno. Y la resaca
se apartó con mi contemplación
como el sol se desvanece de la piel.
Recogí otros dos troncos, y mientras lento
volvía detrás hacia el límite del bosque
dentro de mí las golondrinas marinas
alcanzaron la playa, más que mil
con un único sonido simultáneo.
Me volví a mirar. Un surco blanco
orillaba el mar desde occidente a oriente
entre arena y olas, hasta el horizonte:
una Vía Láctea de conchas y pájaros
parados, en espera del asustadizo instante
en que la nebulosa del océano
tragara el perfil mastodóntico
del animal-arcoiris rojo.
Miraba los animales que miraban
esperaba que esa suspensión
fuera cumplida, que otro ocurriera.
Pero nada ocurrió, todo quedó inmóvil
una, luego dos, luego diez, ciento golondrinas
empezarono a vagar sobre la playa
luego subieron volando, de nuevo en mar.
Siempre, frente a las revelaciones
sólo sabemos esperar a su fin
siempre non basta con un letargo inesperado
para cambiar un presagio en costumbre.
En el limoso reino del naufragio
las estrellas sin embargo, desde ese momento
volvieron a ser preguntas
bajo al fuego del sol sin humo
volví a bakbucear, el alargarse
de las sombras por la tarde me asustó cada vez
y de cada forma, por pequeña que sea,
volví a decir «es casi imperceptible
pero es precisamente lo que la hace majestuosa.»
IX
Y hubo silencio. Y alrededor del lido
todo era oscuridad, todo era cielo
todo un cúmulo hosco de chubascos.
Y un agua aguda, alta en el viento
se rompió pronto en negra tormenta
la ola desgreñada temblaba en las tinieblas
hasta que se levantó en montañas, y inmensos remolinos
dispersaban los lugares habituales.
Nubes espesas cubrieron los abismos
la sombra mojada rechazaba el sol
tras los derrumbes del cielo desordenado
destrozadas por rayos brillantes.
Por días y días de incierto claror
recorrí el golfo recogiendo ramas
dentro de las bóvedas de humo de la niebla
bajo los acantilados del mundo en ruina.
Cuando los grandes chubascos y los negros chaparrones
dejaron las gulas de la bahía,
cuando la línea tácita del mar
respiró quieta sobre los antros del naufragio
yo me desperté, cansado, al sol
acurrucado entre las ramas y bajo los troncos
de la choza. Era una mañana limpia
toda invadida por un azul-acero
no distinguía, en esa transparencia,
los cielos de aire de los cielos del mar.
No recordaba que vagas invisibles cosas
a mí cada vez más queridas y familiares.
En algún punto, para arriba, como nieve
se deslizaba el ala de un pájaro inmaculado.
Era un mañana limpia, azul-acero
y un viento dulce acariciaba el mundo.
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(poemas en su idioma original, italiano)
9 poesie da La capanna del naufrago
/The Castaway’s Shack (2017),
di Francesco Benozzo
I
Non ricordo che vaghe invisibili cose
a me sempre più care e famigliari.
La luce smorta di un mare senza barche
si era portata via gli ultimi scogli
e quel poco di me che rimaneva.
Vaghe cose invisibili e lontane
quelle più tristi e belle, cose di sempre
che mai avrei pensato di poter perdere.
Ma i giochi erano fatti, i conti chiusi
e tutti i sogni, marciti come cortecce,
galleggiavano al largo del naufragio.
Quasi più niente da tenere tra le mani
nessun timone o remo, nessun boccale
nessun coltello per tagliare delle reti:
quasi più niente, solo rami e ombre
solo rami tra il mare e il mio respiro
tra il mio respiro e il sole di nord-ovest
e qualche ferro arrugginito del mondo andato.
II
Così cambiò, rapidamente, la mia vita
dal giorno in cui, stretto il mio patto col silenzio,
mi decisi a sfidare solitario
la parodia del mondo senza più albe
e diventai una voce immaginaria
senza più tempo, senza mutamento,
per raccogliere i rami – ad uno ad uno –
con gesti sempre più meticolosi
nel catrame stantio dei fallimenti.
Da allora solo vaghe invisibili cose
mi salvano dai bizzarri occhi sbarrati
delle creature marine bianche di sale
che si burlano di erba e di radice.
Da quando fui piegato a ciò che è infranto
le vaghe cose invisibili cose sembrano dirmi
“di te rimane questo, nessuno s’impicci”.
III
Ho oltrepassato i cimiteri in miniatura
di mondi e mondi, silenziosi, sempre accorti
ho oltrepassato i greti di cobalto
di golfi rugginosi e immaginari.
Ora non più, ora non qui: l’azzurro
ha rinfrescato il cielo senza incendi
mentre io faticavo – alghe sommesse –
dentro il candore impavido e arruffato
di più caute creature – ombre allungate –
mentre mi dimenavo, orma scheggiata,
in una luce silenziosa d’alba.
Non venire mai meno, non badare
alla fiamma che smette di scaldarti
non venire mai meno a ciò che resta
a quel formicolare di pianeti
nelle notti stellate e senza luna,
Sei giunto al punto in cui anche gli steli
gli steli d’erba, come onde in disaccordo,
hanno trovato un limite: sei giunto
al punto in cui le oscillazioni schiette,
come province, come stagni afflitti,
come norma di neve e di bellezza,
non chiedono che stare o rinunciare:
rapidamente, afflitti, indifferenti.
Era una primavera quieta, inquieta
qui, tra le piogge oracolari e i campi:
era ottobre del buio sempre intorno
ero io, nel sussurro del naufragio.
IV
Laggiù vidi la prima mezzaluna
fiutare i crani frastornati e i tendini
del cielo insonne: era la prima volta
che mi sentivo privo di equilibrio
solo, sotto le stalattiti, in mezzo ai resti
di campi d’aria e terra in estinzione,
dentro l’odore biancomare e diafano
dei granchi morti all’alba sulla spiaggia.
Era la prima volta che le alghe,
brillanti come pietre levigate,
mi offrivano un conforto indecifrabile
pigro e paziente, come da lontano,
come una litania vaga e mutevole
ma al tempo stesso sempre uguale e certa.
Anche ai giorni più bui ho reso grazie
anche alle notti vuote che s’abbrunano
sbarrando il corpo, tormentando gli occhi
appiccicando sabbia sui capelli.
Smisi per sempre di pregare. Smisi
di scorgere altre vie sui promontori.
Poi dentro uno dei tanti temporali
rilasciati dal mare, un pomeriggio,
raccolsi un tronco, il resto di una chiglia,
appollaiato tra uno scoglio e il mare,
curvo come la schiena di un narvalo,
e incominciai – ricordo – in quel momento
a cercare il rumore delle cose
a scandagliare voci meno chiare
a trasformare gli argini in gomene
a costruire una dimora insolita
con fenditure e squame, come muggine
incuneata nel ventre della terra:
ciò che resta da ciò che non restava
anguilla attorcigliata in un canestro
la libertà dei movimenti infranti.
V
Come nel vento che sconvolse a raffiche
l’ultimo impero, annunciandone la fine
anche sui carri d’oro di questa riva
tutto sembrò tornare per qualche istante.
Fu un mattino diverso: nella nebbia
vidi il profilo di un’enorme ala
levarsi gocciolante da ponente.
Colonne oblique di pioggia giallastra
incedevano a est da un orizzonte
fattosi meno minaccioso e vuoto,
rapide, rumorose, perturbanti
al largo di arcipelaghi smeraldo.
Un soffio di libellula si scosse
lasciò il sasso intarsiato d’ametista
e invece di fuggire o di nascondersi
si tuffò incauto verso il cielo in marcia.
Il litorale si inondò di luce
dapprima come un fuoco roteante
di enormi braci alte come montagne
poi come un lago che si riempie e tace
come il diluvio che inghiottì le terre
capovolgendo il cielo in un fondale.
E il lungomare rivelò visioni
scritture complicate ma a me note
forme scomposte che riuscivo a decifrare
trifogli, cigolii, fili di ragno
nomi di navi viste in qualche porto
guglie di cattedrali, caprioli
tavoli e segatura – Old ale house, Manhattan –
borghi indicati sui cartelli azzurri
un portolano scolorito, mappe
libri impilati, portici, una torre.
Fu in quella luce, in quel mattino fioco
che con la stessa fede incomprensibile
di una grigia testuggine spossata
che trascina le uova in luoghi ignoti
strappai alla marea altri due tronchi
percorrendo le chele della baia
con movimenti erratici di nebbia.
VI
Venne la sera, onda sottostante
nuvola che raggela, da orizzonte a costa
nuvola boreale, da costa a orizzonte
foriera un tempo d’incorporei sogni:
venne, fredda, da un sud disordinato
allungando le linee della spiaggia
scompaginando le frontiere note
sul mondo intriso, zuppo, senza memoria.
Venne come un presagio di altre origini
di nuovi viaggi, di tranquilli approdi
come un aratro incatramato d’alghe
tra le vaganti lucciole del cosmo.
E fu una verità più sopportabile
d’ombre e premonizioni fatte a pezzi
di talenti domati, stormi rauchi
di equilibri falliti e decadenti,
sentori incerti di dissipazione.
In quella nostalgia non disertabile
tentai dapprima di divincolarmi
– grani di sabbia dentro le mie palpebre –
con lo scheletro avvinto dalla spiaggia,
poi presi anch’io le forme confortanti
spezzate, minerali, disarmoniche,
svelate dai riverberi di luce,
e con la guancia schiacciata su un ceramio,
sferzato dai roveti dei piovaschi,
mi addormentai sul bordo dei frangenti
coperto dalla neve della luna.
VII
Ero davanti al mondo intorpidito
con l’anima in bonaccia, brancolante
in un sonno di giada ad occhi aperti.
Venne l’ora in cui gli esuli pensieri
esplorano i deserti mattinali
fino a svanire, come estuari estinti
nelle secche tremanti dei millenni.
E la fame? La sete? In quali assedi
dentro quali rimorsi avevo perso
gli impulsi noti e più rassicuranti
le scarne consuetudini, gli istinti?
Ma non c’era stupore in questa assenza
non c’era addio, non c’era declino:
era una condizione famigliare
un patto consapevole, un rituale
un ammutinamento non scontato
ma chiarificatore, una loquace
ritrosia del mio corpo disadorno.
E se anche il vento, con artigli scintillanti
fosse tornato a scorticare le penisole
se anche sciami di grandine purpurea
avessero percosso la scogliera,
dai petali sgualciti dei miei occhi
sempre avrei visto, ormai, divincolarsi
banchi di sgombri, halibut melmosi,
stelle marine disertare i fiordi.
Da allora dimorai sotto i pendii
nel cuore stesso degli autunni selvaggi,
lasciando orme di sale sempre più assorte
nell’eresia composta del mio incedere.
VIII
La risacca ebbe un fremito improvviso
e più di mille gusci di molluschi
fecero un balzo sopra la battigia
con un unico suono simultaneo.
Guardai al largo: un rosso arcobaleno
come il capo di un gambero allungato
si era alzato tra il mondo e il firmamento
prolificando continenti d’acqua.
Pensai ai luoghi in cui dormivo un tempo
ai campi di rugiada dietro casa
riconobbi il sentiero, il muro basso
le incantevoli attese. Niente cade
senza sbiadire prima in qualcos’altro
niente scompare repentinamente
nemmeno il lampo, o il tuono. E la risacca
si ritirò col mio vagheggiamento
come il sole svanisce dalla pelle.
Raccolsi altri due tronchi, e mentre lento
tornavo verso il limite del bosco
dietro di me le rondini marine
raggiunsero la spiaggia, più di mille
con un unico suono simultaneo.
Mi voltai a guardare. Un solco bianco
bordava il mare da occidente a oriente
tra sabbia e onde, a perdita d’occhio:
una via lattea di conchiglie e uccelli
fermi, in attesa del pauroso istante
in cui la nebulosa dell’oceano
inghiottisse il profilo mastodontico
dell’animale-arcobaleno rosso.
Guardavo gli animali che guardavano
aspettavo che quella sospensione
fosse compiuta, che accadesse altro.
Ma niente accadde, tutto restò immobile
una, poi due, poi dieci, cento rondini
presero ad aggirarsi sulla spiaggia
poi volarono via, di nuovo in mare.
Sempre, di fronte alle rivelazioni
sappiamo solo attenderne la fine
sempre ci basta un letargo inatteso
per mutare un presagio in abitudine.
Nel limaccioso regno del naufragio
le stelle tuttavia, da quel momento
ritornarono a essere domande
sotto al fuoco del sole senza fumo
ripresi a balbettare, l’allungarsi
delle ombre a sera mi impaurì ogni volta
e di ogni forma, piccola che fosse,
tornai a dire “è quasi impercettibile
ma è proprio questo a renderla maestosa”.
IX
E si fece silenzio. E intorno al lido
tutto era oscurità, tutto era cielo
tutto un cumulo fosco di piovaschi.
E un’acqua acuminata, alta nel vento
si ruppe presto in nero fortunale
l’onda arruffata tremava nelle tenebre
finché si alzò in montagne, e immensi gorghi
disperdevano i luoghi abituali.
Nuvole spesse coprirono gli abissi
l’ombra bagnata respingeva il sole
dietro le frane del cielo scompigliato
dilaniate da fulmini lucenti.
Per giorni e giorni d’incerto chiarore
percorsi il golfo raccogliendo rami
tra le volte di fumo della nebbia
sotto le rupi del mondo in rovina.
Quando i grandi rovesci e i neri scrosci
lasciarono le gole della baia,
quando la linea tacita del mare
respirò quieta sugli antri del naufragio
io mi svegliai, affaticato, al sole
rannicchiato tra i rami e sotto i tronchi
della capanna. Era un mattino terso
tutto pervaso di un azzurro-acciaio
non distinguevo, in quella trasparenza,
i cieli d’aria dai cieli del mare.
Non ricordavo che vaghe invisibili cose
a me sempre più care e famigliari.
In qualche punto, in alto, come neve
guizzava l’ala di un uccello immacolato.
Era un mattino terso, azzurro-acciaio
e un vento dolce accarezzava il mondo.