Por: Luis Eduardo García
Algunos poemas pueden ser french poodles, pollitos de colores, caballos pequeños. Siempre que se me acercan, huyo sin pensarlo—soy alérgico al pelo y a las plumas. Disfruto más del encuentro con bichos de sangre fría y dientes afilados. Claro, hay poemas que pueden ser pirañas.
Ese tipo de criaturas podemos encontrar en la obra del polaco Tadeusz Rózewicz (Radomsko, 1921), perteneciente a la generación de Zbigniew Herbert y Wislawa Szymborska y, al igual que ellos, uno de los grandes poetas del siglo pasado.
Si algo caracteriza a la obra temprana de Rózewicz es la contundencia; sus poemas son ácidos y despojados de florituras. En ellos el misticismo es abolido. Comparado con Milosz o Herbert, es un poeta más pesimista y menos propenso a tonos elevados y a delicadezas. Lo suyo son los ganchos de izquierda. Si la esperanza cabe en sus poemas es sólo a manera de hueco. Uno gigantesco.
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Aún recuerdo con claridad mi primer contacto con la obra de Rózewicz; fue una tarde de domingo en la que caminaba hambriento por las calles del centro de Guadalajara. Tenía poco dinero en el bolsillo pero el apetito de un puma, así que entré a un restaurante de comida china y pedí el buffet. Sin dejo de vergüenza hice una pequeña montaña de rollitos grasientos, camarones capeados, aros de cebolla y trozos de carne. Decidí dejar el lugar en la cima a una especie de aceituna de color rojizo que atrapé en un guisado de pollo con verduras. Luego de acabar con la montaña fue el turno de la aceituna, que tenía una consistencia rara. Por más que la masticaba no se deshacía, y cuando por fin me había decidido a escupirla comenzó a moverse en mi boca. Antes de que pudiera llenarme de asco o de pavor sentí un pinchazo en la lengua; dos segundos después todo era tranquilidad. Había una especie de molusco en mi boca y no me importaba. Mi nuevo amigo se acomodó cerca de una de mis muelas y se comunicó conmigo por primera vez. “Sal sin pagar y ve a la librería que está a veinte pasos de aquí”. Lo hice. Una vez ahí, me dijo, “toma el libro gris que está en ese anaquel”. El libro era Inquietud, de Rózewicz.
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Uno de los poemas más impactantes que he leído se encuentra en Inquietud. “Espina” es un rodillazo, una gran cornamenta, un arpón lanzado con fuerza. Desde el principio se aferra con sus minúsculos pero filosos dientecillos a alguna de nuestras partes más delicadas. Luego se sacude.
pienso
en un dios
pequeño y sangrante
que yace
en los blancos lienzos de la infancia
pienso
en una espina que desgarra
nuestros ojos nuestras bocas
ahora
y en la hora de la muerte [i]
La imagen del pequeño dios sangrante, cual feto destrozado sobre una sábana parece sacada de una película de (el viejo) David Cronenberg. La siguiente estrofa es puro stoner rock; la espina que nos desgarra no dejará de hacerlo nunca. Tadeusz es un monstruo.
Aún tengo la pequeña marca que me dejó la mordedura del poema.
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“La poesía no es si no es peligrosa”, dice Bonnefoy. Al menos la poesía más potente suele serlo. A veces es como caminar por una ciudad fea y sucia, pero que a pesar de todo resulta encantadora. Mis poemas preferidos siempre son lugares inhóspitos. No todos estarían de acuerdo con Bonnefoy; algunas personas pueden pensar aún la poesía como una de las últimas fortalezas de la creencia y la fe religiosas, o acaso de la armonía y la reconciliación con el Todo. Seguro, la poesía puede ser eso, pero también un chiquero o una sala de tortura. Debo decir que a nivel personal siempre me he sentido carente de luminosidad. La espiritualidad entendida como cierta conexión con algo sagrado o divino me ha sido vedada (algunos horizontes están clausurados con cintas amarillas). Al toparme con aquellos “seres de luz” me parece que contemplo un reality show aburrido en el que algunos tipos mendigan a lo largo y ancho de una zona de pruebas nucleares abandonada, a pesar de que nadie —fuera de ellos mismos— ha pisado dichos terrenos en mucho tiempo.
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Aunque parezca extraño, un gran cariño me une a la obra de poetas como San Juan de la Cruz y Héctor Viel Temperley. No es algo gratuito: la fuerza, el ritmo y la concentración lírica de sus poemas son casi insuperables. Pero aquí me detengo, no era de eso de lo que quería escribir, sino de una sensación que siempre me recorre al volver a sus libros: pena. Siento pena por esas hermosas celebraciones extáticas y por las cuasiplegarias arrojadas a la pasarela de la nada. Lo mismo me ocurre ante los rezos; hay algo de tragicomedia en el vacío que se abre cada vez que una oración es pronunciada. La potencia y la belleza que surgen de ellas están directamente ligadas a su fracaso.
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Slavoj Žižek escribe en El acoso de las fantasías (o tal vez Lacan a través del esloveno) que no podemos obviar el goce que se produce a partir de la creencia, goce-residuo que surge gracias a algo probablemente inexistente, pero que juega su papel en el tejido de la realidad. En este sentido, los dioses se muestran más capaces que las drogas, que necesitan forzosamente de la materialidad para proveer de bienestar al “devoto”. También son más baratos.
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Analizar un poema no es sino desenfocarlo, escribe Brodsky. Tiene razón. Somos acróbatas de las proyecciones y las distorsiones. Rózewicz se burlaría de cómo me apropié de su poema para descargar mis frustraciones.
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“No creo desde que abro los ojos/ hasta cerrarlos”. Este par de versos en apariencia tan sencillos son una postura ante el mundo, un saberse desenraizado y reducido a la acritud de la materia que se descompone; a su breve belleza e insignificancia. Todo eco que pueda ser escuchado, es humano. “Espina” es lo contrario a una plegaria, aunque paradójicamente también sea un canto a la nada y sobre la nada.
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No hay ventajas, creyentes y no creyentes actuamos el mismo bodrio de escaso presupuesto —el pastel de lo absurdo alcanza para todos—; no obstante, creo que hay un heroísmo contrahecho en rechazar todo consuelo y en guiñarle un ojo al “sentimiento trágico de la vida”, en palabras de Clément Rosset. Las espinas glaseadas son para los debiluchos.