Por: Carlos Alcorta
Rigoberto González. Versiones de Carlos Alcorta
RIGOBERTO GONZÁLEZ nació en Bakersfield, California, el 18 de julio de 1970, pero vivió en Michoacán, México, hasta los diez años. Hijo de trabajadores emigrantes, González viajó entre Estados Unidos y México durante gran parte de su infancia. Obtuvo una licenciatura en Ciencias Sociales y Humanidades Estudios Interdisciplinarios de la Universidad de California, Riverside, y un MFA de la Universidad Estatal de Arizona en Tempe. Es autor de cuatro libros de poesía: Despoblado Eden (Four Way Books, 2013), ganador del Premio Literario Lambda y del Premio de Poesía Lenore Marshall 2014 de la Academia de Poetas Americanos al libro más destacado de poesía publicado cada año en Estados Unidos); Floración negra (Four Way Books, 2011); Otros fugitivos y otros extraños (Tupelo Press, 2006) Premio de la Universidad Estatal de San Francisco Poetry Center Book 2006) y Tantas veces va el cántaro a la fuete que se rompe (University of Illinois Press, 1999), que fue elegido como el poeta Ai para la Serie Nacional de Poesía.
González es también autor de nueve libros de prosa, incluyendo dos libros para niños bilingües: Antonio’s Card / La Tarjeta de Antonio (Children’s Book Press, 2005) y Soledad Sigh-Sighs/Soledad Suspiros (Children’s Book Press, 2003). Es además editor de Camino del Sol: Quince años de Escritura Latina e Hispana (University of Arizona Press, 2010).
8 Poemas de Rigoberto González
OTROS FUGITIVOS Y OTROS EXTRAÑOS
Las luces rojas de neón del club nocturno resplandecen con ansiedad
mientras espero en el carril de cambio de sentido. Los faros blancos de los coches
se desdibujan al pasar como estelas.
Confío en que ningún conductor cambie de dirección. Confío en que ningún extraño
me atropelle y me permita
atravesar la sombra de su humeante ruta.
La confianza es todo lo que ofrezco a los clientes habituales del bar:
un hombre me ofrece una raya, un hombre pide un kamikaze,
otro lo bebe. Incluso otro rodea con su brazo
mi cintura. Confío en que no me haga daño
tanto como él espera que su cuerpo se mantenga sano y salvo.
Un hombre me pregunta por la pista de baile, otro me pide
una segunda copa y otro me pregunta por la casa.
Yo bailo, bebo, aguanto.
Puedo confiar en un hombre sin ropa.
Desnudo no oculta arma alguna, ninguna amenaza
salvo la energía de su erección. Su desconocida cama,
sólo temporalmente. Desleales almohadas
absorben el peso de cualquier hombre, delatan
el olor de los que estuvieron antes.
Confío en la lengua de un extraño para que me cuente
algo sin valor. Sin promesas
ciertas o falsas, sin compromisos.
Las manos del extraño se toman su tiempo explorando.
Resueltas, no dejan de arañar o fingen
habilidad artística para dibujar las proporciones de mi carne.
Son sólo manos de hombre con dedos
hábiles para los descubrimientos, sin nostalgia
por lo que dejan atrás. Confío en que este extraño
no permanezca dentro de mí una vez que ha penetrado.
Confío en él para que me libere de la culpa
del gozo. El dolor cuando de la desidia no es mayor
que la soledad que me conduce al bar.
Él da las buenas noches, yo le devuelvo
esas palabras, no queriendo nada suyo.
La puerta de la calle se cierra detrás de mí, el sendero
de grava me lleva lejos. En el espejo retrovisor
se pierden de vista el umbral, la casa, la acera, la calle.
Conduciendo hacia el club nocturno adelanto a un coche
impaciente en el carril de cambio de sentido. Mis manos están frías
y rechinan las ruedas en la maniobra, golpeo
su defensa con la furia de mis faros.
Pero dejé a ese extraño vivo
para luchar durante el ardor y el sudor
de los falsos afectos, anónimo y
endeudado como el vaso del que lavo mis huellas
para servir la bebida a otro cliente.
MIEDO DE LA SOMBRA DE LAS MARIONETAS
Homúnculo de cartón-piedra que sólo los cinco dedos de su madre pueden sujetar sin fijarse para disimular su
furiosa mirada de hambre. Aún tiene hambre
de materia y sale en busca de masa carnal, la esquiva tercera
dimensión que le fue negada en el momento de nacer, hijo bastardo
de la carne y la luz. No es de extrañar que sea cruel, que provenga
de un origen remoto, imitando vulgares picaduras como las de las avispas
de la flor negra. Pero así como se regocija cuando está erguido, se inclinará ante sus mentores—
sobre sus manos. El día que asfixiaste al conejillo, su cara de susto
sobresaliendo de la cavidad del cráneo, tu madre supo que te formabas parte
de la cruel humanidad. La flácida criatura se cayó de la tarima y gritó.
No, no era el conejo muerto que estaba contigo en su ciclo de explosión:
conmoción, confusión, miedo y dolor. ¡Qué consuelo cruel: un niño cambiado por otro,
con antenas por orejas, con un hocico transparente contraído. La verdad es evidente: tú
no te sientas otra vez en el sofá sin su peso fantasmal sobre tu desfigurada rodilla.
LOS DISFRACES DE FRIDA
Insultos, flor: columna vertebral flexible como un tallo, la nariz aplastada en la pálida
corola, perfil plano como una postal, ojo de cigarra. Vello púbico, raíces: señora,
usted siempre sabrá cómo agacharse. El autobús revoluciona su renqueante motor
mientras se demora entre las capas de su córnea. Quizá presentir
sea un rasgo femenino. Usa estos otros vestidos después: gitana, médium, bruja.
Intuición. En las leyendas familiares, su abuela conocía antes de casarse
que su marido la sobreviviría veinticuatro años. Visión enfebrecida
durante la menstruación adolescente. No una alucinación, no un sueño como cuando ella
se sentó en una tumba azul verdosa, mirando a sus hijos lamentarse. Ella sabía que eran los herederos
por las azucenas marchitas en su ropa. Sabía que estaba muerta por el olor
concentrado a formol. Todos los cadáveres se limpian de esa manera. Su consuelo
era que ella nunca amamantaría a ninguna hija. Pero en el fondo cuando resonaban
las patadas del futuro feto, ella sintió que uno de sus hijos tendría el cromosoma
de niña: el talismán del tic-tac, la excitación del vidente al ver los desastres futuros.
BUEN CHICO
¿No fui un buen chico en algún momento? ¿No tuve
alguna vez vello corporal y articulaciones, una risa
tan limpia que se extendía como una sábana blanca en el tendal?
¿No fue una vez mi voz
la nota contagiosa que producen dos dedos sobre una campana?
Ahora el sarro en mi garganta obstruye aquellas estridencias.
Si hay un niño en mí, se esconde
detrás del opaco armazón óseo de mi cadera. No vivo,
no muerto, pero perdido en el estómago
disolviéndose como cualquier otro
color. Las viejas fotografías no me convencen
de que hubiera podido convertido en un hombre
que podría amar a otros hombres con auto-control,
que no le pediría a un hombre dormir
sobre las puntiagudas púas de la cama
sin quejarse. Seguramente mi indignación estaba
siempre agazapada bajo sus garras, impaciente
por forzar su salida de mis achacosas costillas.
Entonces ¿cómo explicas esta
extraña capacidad para infligir dolor?
Debo de haber ingerido el odio
a través de las cucharadas de mi infancia.
Debo haber sido cambiado al nacer por otro sensato
anhelante ahora de cosas que producen ampollas
y forúnculos. Independientemente de lo que me ofrezcas
quiero excluir
las travesuras. O quizá el acto intencional
de suprema comodidad es coger
su corazón indignado y confirmar que
incluso el olor más puro molesta.
Querido, cuando araño tu pecho
abres la boca, pálida
y blanca como la luna. ¿Me ves
contorsionándome hace veinte años
desde las órbitas distantes de mis ojos?
OTRAS VÍCTIMAS
Gracias al cielo por las víctimas que se vuelven
locas. Caminan por las calles desniveladas de su localidad
y por un mundo injusto. Sus destinos no tendrían
importancia si no fuera por ese viaje, los posibles
titulares, y los suspiros aniquilados ??por el extraño alivio
que supuso. Tienes suerte. El hombre con el que vives
nunca te asesinará, no de la manera violenta
que otras personas mueren, crudos espectáculos de terror con trajes
tan sucios que sólo podrían instalarse en otras partes de la ciudad,
no aquí en las tranquilas habitaciones donde la única sorpresa
es un beso en el trasero. Si alguna vez quiso deshacerse de ti,
tu amante lo haría amablemente: quizá un veneno que se disuelve
con tu sueño. Un hombre compasivo no te dejará morir
en público, o en solitario. No permitirá que sufras
sin estar a tu lado. No te preocupes. Él te cuidará en casa.
EL INOPORTUNO REGRESO DE MIS MUERTOS
Con tres fuertes golpes mi amante muerto
se hace notar. Sus primeras quejas, sospecho:
¿Por qué cambiaste las cerraduras? ¿Por qué, joder,
me enterraste de azul? Me hace parecer gordo, por Cristo!
Pero así como él me sorprendió con su muerte,
la oscura flor de la mano florece con la maravilla
de sus venas marcadas —la cara en cada fotografía
aturdida por el crujido del cristal roto—
me sorprendió con su regreso inoportuno.
Más que asustado me sentí engañado teniendo
que aprender a apreciar mi piel sin
el despotismo de su lengua o de su temperamento. Mi afecto
ahora familiarizado con el acto de
tocar sin reproches. Y últimamente
incluso mi boca ha comenzado a superar su timidez,
usando palabras de bienvenida, como una densa bandada de golondrinas
y no con el pánico de los murciélagos. Tres golpes más.
Que estas paredes se convirtieron en mis aliados favoreciendo la modestia
de un bodegón sobre la arrogancia de los desnudos de mi ex amante
me dio coraje para permanecer en el blanco
sillón reclinable. Él renunció a su propiedad cuando murió
y el mobiliario es caprichoso: la cama
ha olvidado su peso habitual, se ha ajustado a mi cuerpo
ahora emancipado del pretendido rigor del muerto.
Los sudores nocturnos que impregnaron el colchón durante mucho tiempo
se han evaporado. A diferencia de mi amante muerto, me niego a
elegir un día para sorprender al mundo. No hay
misterio en el suicidio. El desafío es, mi amor,
mantenerse despierto
pese a las dosis de pastillas para dormir por la enfermedad y la
desesperación. Qué sencillo milagro podías haber
aprendido si me hubieras escuchado
en lugar de manosearme. Cesan los golpes. Estoy aliviado
y entristecido, porque incluso muerto no puede recomponer
un fragmento de nosotros juntos. Y en las calles su ropa desfila
lejos de él, repartido entre hombres diferentes.
DESTROZANDO MINOTAUROS DE PICASSO
Me dices que estás harto de sexo,
que con la edad los huevos se han vuelto pesados ??como pisapapeles
por el embotado péndulo de tu polla.
El vello negro sobre tu pecho desaparece
sigilosamente. El ansia por sorprenderme mientras duermo
con el calor de tu lengua se ha apaciguado.
Sí, amor, te estás haciendo viejo,
pero recordaré con cariño la guitarra tensa
de tu voz que tañía mil
noches. Cada canción una serenata
para el milagro del arco de mi nuca
completando el semicírculo de la garganta
mientras nos unimos en el placer
cuando me das por el culo.
Tu aliento penetrándome
reinventando
la dirección del gozo.
Recuérdalo. Practica los sonidos y
elimina los toros de Picasso.
Te perdiste dentro de los ojos desiguales
del Minotauro, dentro de los protuberantes labios
rectangulares como un abrevadero-
dentro de las fosas nasales embutidos
en la superficie de la cara.
Bestia exhausta.
Mantendrá su postura hasta que su piel
se desprenda del papel.
No hay lienzo que represente
a la muerte. ¿Cómo puedo todavía dormir
contigo, preguntas, cuando eres
mayor que mi padre
y yo soy lo suficientemente joven para ser
tu hijo? Porque, viejo,
sólo tú sabes que las noches
maduran como una granada. La luna
marrón de mi culo anhela tus manos.
Sujétame firmemente como tú sabes.
Rómpelo. Concédeme
un cálido estallido de rubíes.
GILA
No es ninguna maldición
arrastrar mi vientre a través de
la arena ardiente durante todo el día.
Estoy tan gordo como un callo
que se ha despojado de su pierna.
Si me encuentras puedo explicar
la huella hecha por un miembro solo.
No soy un fantasma.
No tengas miedo.
Aunque hay fantasmas aquí
—se desvanecen en el aire
o se arrojan contra la roca para evaporarse.
A veces gateo por debajo del evacuamiento,
retrocediendo hasta el agujero carnoso en sombra.
¡Alabado sea la humedad final de la boca, su culminación
de dientes que brilla con la plata o el oro.
Hago un altar del cuerpo
hasta que comienza a decaer.
Y luego agitaré la túnica
—muerte por hambre, muerte por calor—
lejos de las imperfecciones de mi piel.
¡No te atrevas a entrar en mi reino,
campesino, sin mostrar respeto arrodillándote!
Qué acto generoso realicé
en mi vida anterior, que debería ser
recompensado con este paraíso:
un jardín en el que cada árbol que echa raíces aquí
ofrece sus frutos a la altura de mis ojos.
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(versión original en inglés)
OTHER FUGITIVES AND OTHER STRANGERS
The nightclub’s neon light glows red with anxiety
as I wait on the turning lane. Cars blur past,
their headlights white as charcoal.
I trust each driver not to swerve. I trust each stranger
not to kill me and let me cross
the shadow of his smoky path.
Trust is all I have for patrons at the bar:
one man offers me a line, one man buys the kamikaze,
another drinks it. Yet another wraps his arm
around my waist. I trust him not to harm my body
as much as he expects his body to remain unharmed.
One man asks me to the dance floor, one asks me
to a second drink, another asks me home.
I dance, I drink, I follow.
I can trust a man without clothes.
Naked he conceals no weapons, no threat
but the blood in his erection. His bed unfamiliar,
only temporarily. Pillows without loyalty
absorb the weight of any man, betray
the scent of the men who came before.
I trust a stranger’s tongue to tell me
nothing valuable. It makes no promises
of truth or lies, it doesn’t swear commitments.
The stranger’s hands take their time exploring.
Undisguised, they do not turn to claws or pretend
artistic skill to draw configurations on my flesh. They
are only human hands with fingertips
unsentimental with discoveries, without nostalgia
for what they leave behind. I trust this stranger
not to stay inside me once he enters me.
I trust him to release me from the blame
of pleasure. The pain I exit with no greater
than the loneliness that takes me to the bar.
He says good night, I give him back
those words, taking nothing with me that is his.
The front door shuts behind me, the gravel
driveway ushers me away. The rearview mirror
loses sight of threshold, house, sidewalk, street.
Driving by the nightclub I pass a car
impatient on the turning lane. My hands are cold
and itch to swerve the wheel, to brand
his fender with the fury of my headlights.
But I let this stranger live
to struggle through the heat and sweat
of false affections, anonymous and
borrowed like the glass that washed my prints
to hold another patron’s drink.
FEAR OF SHADOW PUPPETS
Charcoaled homunculus that only his five-fingered mothers can tame
by closing the socket to conceal his famine’s glare. Still he hungers
for texture and seeks out the meat of depth, the elusive third
dimension denied him the moment he crawled into life, bastard
child of flesh and light. No wonder he’s cruel, finding kinship
with the knuckle of rock, mimicking mono-stings vulgar as black flower
wasps. But even as he triumphs on walls he will bow to his mentors—
your hands. The day you smothered the baby rabbit, frightened face
expelled from the skull’s asylum, your mother knew you had been pledged
to cold humanity. The sock-limp creature dropped to the tile and screeched.
No, that wasn’t the dead rabbit that was you in your range of explosion:
shock, confusion, fear, and grief. What crude consolation: a changeling,
antennae-eared with a twitching transparent snout. Truth is apparent: you
won’t sit on that couch again without its ghost-weight on your brutal knee.
FRIDA’S DISGUISES
Expletive, flower: spine supple as a stem, nose crushed into the blanched
corolla, profile flat as a postcard, cicada eye. Pubic hair, roots: lady,
you will always know how to squat. The bus revs its rattling engine
as it waits among the rows of her corneas. Perhaps prescience
is a female trait. Wear these other costumes next: gypsy, medium, witch.
Intuition. In family myths, your grandmother knew before marriage
that her husband would outlive her by twenty-four years. Vision in fever
during adolescent menstruation. Not hallucination, not dream as she
sat on a cyan grave, watching her children wail. She knew they were heirs
by the wilted lilies on their clothes. She knew she was dead by the smell
of trapped alcohol and salt. All corpses wiped cleaned that way. Her solace
was she’d never breast-feed any daughters. But deep inside the echoes
of the future fetus kicking, she sensed one of her sons would chromosome
a girl: O ticking talisman, O exalted seer of the sorrows yet to come.
GOOD BOY
Wasn’t I a good boy once? Wasn’t I
once stripped of body hair and knuckle, a laugh
so clean it stretched like a white sheet on the clothesline?
Wasn’t my voice once
the contagious note of a two-finger bell?
The rust in my throat now coats those high-pitch sounds.
If there is a child in me, he hides
behind the dull flint of my hip. Not alive,
not dead, but lost in the stomach
to dissolve like any other
color. Old photographs don’t persuade me
that I could have grown into a man
who could love other men with self-restraint,
who would not ask a man to sleep
on the sharp blades of the bed
without complaints. Surely my anger had
always been squatting on its claws, eager
to tear its way out of my ten-year-old ribs.
Then how do you explain this
strange ability to inflict pain?
I must have ingested hatred
through the spoons of my childhood.
I must have been the changeling matured
now longing for things that blister
and boil. Whatever you place in my hand
I want to puncture out
of mischief. Or perhaps the intentional act
of uncoiling comfort is to get
at its irritated heart and confirm that
even the purest odor stings.
Lover, when I drive the nails to your chest
your mouth opens, white
and pasty like a moon. Do you
see me waving back twenty years ago
from the distant planets of my eyes?
OTHER VICTIMS
Thank heavens for victims who find their way
to folly. They walk on the lean streets in your place
and into a world rich with abuses. Their fates would have
no place to shine if not for that journey, the possible
headlines, and sigh pushed out by the odd relief that
it wasn’t you. You are lucky. The man you live with
would never kill you, not in the violent way
other people die, all horror-flick theatrics with costumes
so dirty they could only thrive in other parts of town,
not here in the quiet rooms where your only surprise
is a kiss from behind. If he ever wanted to be rid of you,
your lover would do it kindly: perhaps a poison that falls in love
with your sleep. A compassionate man, he won’t let you die
in public, or alone. He won’t let you suffer
without him. Never worry. He’ll take care of you at home.
THE UNTIMELY RETURN OF MY DEAD
With three loud knocks my dead lover
makes himself known. His first complaints, I suspect:
Why did you change the locks? Why, goddamit,
did you bury me in blue? Makes me look fat, for crissake!
But just as he surprised me with his death,
the dark flower of his hand blooming with the wonder
of its veins exposed —the face in every photograph
stunned by the shout of broken glass—
he surprised me with his untimely return.
More than frightened I feel cheated having
learned to appreciate my skin without
the imposition of his tongue or temper. My touch
now familiar with the act of
touch without reprimand. And lately
even my mouth has begun to overcome its shyness,
welcoming words like a strong flock of swallows
and not like the panic of bats. Three more knocks.
That these walls became my allies in favoring the modesty
of still-life over the conceit of my former lover’s nudes
gave me courage to stay in the white
recliner. He gave up ownership when he died in it
and furniture is fickle: the bed
has forgotten its regular load, adjusted to my body
now divorced from the rigor of pretending rest.
The night sweats soaked into the mattress long
evaporated. Unlike my dead lover, I refuse to
choose the day I shock the world. There’s no
mystery left in suicide. The challenge is, my love,
to keep yourself awake
despite the sleeping pill doses of sickness and
despair. What simple miracle you could have
learned had you used your ears on me and not
your hands. The knocking stops. I’m relieved
and saddened, that even in his death he cannot piece
himself together. And in the streets his wardrobe runs
away from him, divided among different men.
BREAKING DOWN PICASSO’S MINOTAUR
You tell me you’re tired of sex,
that with age your balls grew heavy as paperweights
for the dull pendulum of your cock.
The black hair on your chest disappears
quietly. The urge to surprise my sleep
with your tongue’s heat has cooled off.
Yes, love, you are getting old,
and I’ll remember fondly that taut guitar
in your voice that strummed a thousand
nights. Each song a serenade
to the miracle of my nape’s arch
completing the half-circle of your throat
as we locked together in the pleasure
of my being taken from behind.
Your breath pushed into mine
and we reinvented
the direction of the moan.
Remember it. Rehearse the sounds and
erase Picasso’s bulls.
You lost yourself inside the Minotaur’s
uneven eyes, inside the swollen lip-
rectangular as a trough-
inside the nostrils pressed flat
on the mural of a face.
Exhausted beast.
It will hold its pose until its hide
decays right off the paper.
Death takes no canvas to its
art. How can I still sleep
with you, you ask, when you are
older than my father
and I’m young enough to be
your son? Because, old man,
only you know how to ripen
the night like a pomegranate. The brown
moon of my ass craves your hands.
Hold it firmly like you used to.
Split it open. Grant me
the warm explosion of rubies.
GILA
It’s no curse
dragging my belly across
the steaming sand all day.
I’m as thick as a callus
that has shorn off its leg.
If you find me I can explain
the trail made by a single limb.
I am not a ghost.
Do not be afraid.
Though there are ghosts here—
they strip down to wind
or slump against rock to evaporate.
Sometimes I crawl beneath the shedding,
backing up into the flesh pit for shade.
Praise the final moisture of the mouth, its crown
of teeth that sparkles with silver or gold.
I make a throne of the body
until it begins to decay.
And then I’ll toss the frock—
death by hunger, death by heat—
off the pimples of my skin.
Don’t you dare come into my kingdom,
peasant, without paying respect on your knees!
What generous act did I commit
in my previous life, that I should be
rewarded with this paradise:
a garden in which every tree that takes root here
drops its fruit eye-level to me.