7 poemas «Dí, realidad» (2015), por Rafael Fombellida

 

Vallejo & Co. presenta, en exclusiva, siete poemas del nuevo libro del español Rafael Fombellida, Dí, realidad (2015).

 

 

Por: Rafael Fombellida

Selección: Carlos Alcorta

Crédito de la foto: www.agenda.eldiariomontanes.es

 

 

7 poemas Dí, realidad (2015),

por Rafael Fombellida

 

 

ODISEO EN EL BÁLTICO

 

No sé si he regresado o me he perdido.

¿Es este mi trabajo, arribar en baldío a donde sino alguno

habría de esperarme? Al descender del vuelo, aún con desconcierto,

advertí nieve en torno, insólitos tejados verticales,

nebulosas siluetas transfiriéndose

saludos y consignas, apócopes y gestos. No sentía emoción

ni incertidumbre. Hay un modo de estar en este mundo

que de lo imperturbable hace dominio

y no consiente hielo ni escaldadura. Un vaso de agua fría

es el ser sin pasión y en equilibrio.

                                                            Mostré mi pasaporte

a algún desconocido que examinó confuso el documento

atisbándome con perplejidad. Quizá le asombraría

el semblante de Nadie frente al suyo, la cabeza de quien

se otorgaría Nadie como nombre

y sin nombre llegaba, su barba cana, seca, vacilando

en la incolora terminal. «Witam serdecznie…», dijo

indiferente a aquel que lo escuchaba,

aquel que no era nadie, y lo sabía.

Witam serdecznie. Solo,

guarecido de mí había atravesado el tumulto de nubes

en un avión astroso, desaseado, envuelto

por completo en hedor espeso a alcohol

y sexo erecto. No hay un destino amargo, meditaba,

amargo es el exilio, esta traslación nómada, la alarma de saberse

suspendido en el aire sin custodia ni abrigo, y para qué.

Al trasponer la aduana busqué con la mirada a las muchachas

de la sala de espera. Maquilladas y lábiles, se fijaban en mí sin disimulo

y mi inocencia ardía. ¿Qué podría encontrar hurgando en la aspereza

del cuero artificial, quebrando el entramado de minúsculos rombos

que enmallaba sus piernas? ¿qué debería descubrir

que no fuera ruin, indigno o negligente? Su sonrisa vendible

suplicó un pacto último entre dos, «chodz tu kotku…».

                                                                                              No respondí

a su requerimiento.

Bajo la neutra luz del aeropuerto

era yo quien rogaba una salida a la amplitud vacía

que se abría delante. Era quien imploraba la huida a un infinito

cruzado por coágulos sigilosos de nieve,

indefinido y blanco

en el cual nunca habría más allá,

nada para los pasos, nadie para un regreso.

 

 

 

NADADORES

 

En el lago mi hijo es una cuerda atirantada.

Hemos nadado juntos hasta que mis pulmones se han abierto

y dejado escapar su poco hálito. Lo veo regresar suculento y desnudo

desde la orilla en donde espero. La tiniebla escarlata del crepúsculo

encapota mi piel abandonada a un húmedo estremecimiento.

Cuánto detesto esta rojez de gasa adherida a una honda cortadura.

A mi lado, mi hijo está secándose envuelto en esta luz color fresón maduro.

Silba Lady Tonight, se tiende soberano sobre el entarimado

y remece sus sólidos tobillos en la maraña tosca de las plantas acuáticas.

Me habla con mi voz, pero su idioma no es mi lengua muerta, es un desperdigarse

suelto, vivaz, sincero lo mismo que un galope de caballo.

Soy el padre de un hombre, un hombre grave, meditativo, oculto,

que se gobierna con pericia mientras cabe pensar

que su mano, ya enorme, clausurará mis párpados como se sella un ataúd de plomo.

Su cuerpo se ha acostado bajo la vena cárdena del cielo.

Miro su trazo hermoso, la cabellera untada con arcilla de un ocaso granate.

El braceó más lejos con mi salud, mi fuerza, mi enconada constancia,

y se reclina ufano como un bárbaro después de violentar a sus mujeres.

Es la masa engreída que yo amo con el temple del nadador de fondo.

Es el rival que aguarda mi ahogamiento con el bravo estupor del aspirante.

Ocupa mi lugar porque es su padre joven, prematuro,

inconsciente de toda dentellada del tiempo. Disfruto esa codicia

de converger conmigo, arriesgada ambición de parecérseme.

Miro el milagro de su mocedad. La atmósfera bermeja

de la última hora da a su pecho el impulso de un incendio.
Ha cerrado los ojos. Silabea sin ganas Love, hate, love.

Despreocupado, ajeno. Sólo espera que el púrpura del aire

me desintegre. Adoro el esplendor de su avidez.

 

 

 

 UNA CABEZA CANSADA

 
                                                                            Ruhe in dir
                                                                            Mein Haupt auf deine Brust geneigt…

                                                                            INA SEIDEL
 

Una cabeza cae al regazo templado del metropolitano.

Una cabeza rueda entre las máquinas, las que expenden billetes o diarios,

entradas de teatro, botellines de malta, licor, patatas «Yobo» o noches de relax.

Una cabeza baja y se deja arrullar por las espitas del aire de los túneles.

Se deja enamorar el hombre, esa cabeza, por las bocas de tránsito, por el susurro afásico

que espolea las palas de algún ventilador.

Se yergue unos momentos la cabeza, se escora hacia la órbita

del futuro inmediato, del único futuro hacia el que puede bascular sin cuidado.

Y piensa esa cabeza, una fracción de instante, en lo que pueda traer ese futuro.

La muchacha que lee reposará con mimo el marcapáginas a mitad del artículo.

La pareja de floggers incoloros cerrará un poco más el anillo entre sí.

Él quisiera ceñirse en ese cíngulo, oprimir sus motivos, silbar su melodía

como la silban ellos sellándose en el pomo de sus envergaduras.

Como la silban ellos redimidos del duelo, del pesado gravamen de sus bultos de viaje.

Esa cabeza eleva sus ojos a lo alto. El cielo es una nube expandida de vaho.

El cielo son seis lanzas tubulares

haciendo ángulo en L. Esa cabeza espera de algún cielo una señal de aliento.

Hay rescoldo de madre, de terrores calmados, de mangas de jersey

mordidas con empeño hasta hacerse muy dulces.

Hay un temor a todo cuanto ha quedado arriba de la rendija seca de los respiraderos.

Su madre mecería la extenuada cabeza, su tranquila gramática le hablaría al oído.

Su madre, de haber una, ahormaría el pecho a la exhausta dolencia de ese hijo.

Pero sólo hay resuello de convoyes que pasan, siseo de pisadas

y de hombros clavados en la cruz de su escápula.

Sólo hay calor de guantes de cordero, gabardinas estáticas; de cuellos reclinados

en el saliente incómodo de un banco de plástico gris neutro.

Esa cabeza piensa en el regazo de algún fluido filtrándose.

De algún gas que pudiera liberarse desde la rota válvula de cualquier tubo en L.

Esa cabeza rueda entre mensajes, indicaciones, notas, advertencias, consejos

que no permiten pausa ni demora a ninguno.

Un niño pisa un trozo de galleta. Su mamá le regaña porque quiere tomarlo.

La muchacha ha situado, lo sabía, con mimo el marcapáginas a mitad de un artículo.

Él deja a su cabeza desviar la mirada hacia el negro de humo de la bóveda.

Si los cielos se abrieran, no podría reprocharse haber ambicionado una señal de aliento.

 

 

 

AVENA SALVAJE

Junto al borde saliente de esta roca

pulida como un plato

cocino mi pobreza en el río de agosto.

Reposas a mi lado, conjeturo.

A ráfagas, el soplo del nordeste

tremola y rumorea en mis oídos

enredado con un habla difusa.

Cuando tus labios quieren conversar

sobre la cortadora, o el tumor

en el ovario de tu hermana, la

bruñida quemadura me suspende

y nada escucho con exactitud,

nada atiendo que no sea recóndito.

Cabecean los cirros en su piélago

y cimbrea la luz como una cabellera

vigorosa. Formo un ángulo recto

con antebrazo y codo, y encuadro tu cadera

y el vello que, cobrizo, se remueve

como avena salvaje.

La brisa da su voz a este amargor del véspero.

Desearías decirme

que la temperatura ha decrecido

y patina el frescor en tus facciones

y a tus muslos flagela un aura incómoda.

Dirías, si pudieras hacerme comprender,

que la arena te aguija la piel, y la granula,

estás presente, y el temblor te ovilla.

Pero no te percibo. Soy el último

amante desceñido del halago de agosto,

el último en gozar su piedra cálida

y bañarse feliz en la elegía.

 

 

 

 FUSSGÄNGER

 

Es un sueño, y decido que no ha de preocuparme.

El mes de octubre escalda como una fumarola.

Es un día extremado, caluroso, insólito en otoño.

Estoy febril. Camino adormecido por un canchal sin término.

Los cantos biselados hieren la tumescencia de mis plantas.

Aplasto la cabeza de las víboras, y ellas no se revuelven

contra mí. Su cráneo diminuto hace un crac! inaudible

y el zigzag se desinfla y convulsiona con un silbido seco.

Voy desnudo, abismal, no me avergüenza

pues sólo Dios me observa. Sudo como un esclavo

y la tierra semeja el sedimento de una expansión volcánica.

Me desperezo, un sueño, decido que no ha de preocuparme.

Prosigue ahí, acostada sobre su lado izquierdo, emite

un rumor oprimido. «Eh, despierta, libérate también

de tu alucinación». Me atisba con mirar congestionado

y salta de las sábanas cubriendo el culo con su camisola.

Bebimos en exceso, es casi noche al remontar la siesta.

Cenamos, discutimos, atendemos airados al teléfono,

ella limpia con nerviosismo el horno, intercambia canales en la televisión

anticipándose a la imagen. Es un octubre de

relentes prematuros. Salgo al jardín, en cueros,

y el halo anaranjado de los focos me hace aparecer

como el extravagante personaje de una serie animada.

Traspongo la cancela. Voy desnudo, abismal, no me avergüenza

pues sólo me delata la ráfaga ambarina de unos autos

conducidos por gente atribulada. Bastante tendrán ya

como para fijarse en este cuerpo. En la acera se alivia

la carga de mi huella. Piso añicos del vidrio

de una botella rota. Sangro. La andadura

es una penitencia dolorosa, pero vale avanzar

como el agonizante por la vía del Gólgota,

vale avanzar, repito, porque un futuro aguarda

al cabo de este puerco pavimento. La aurora se insinúa

envuelta en este sueño que no es.

 

 

SÓLO UNA VEZ

 

Los había llevado hasta la iglesia. Mujeres afligidas,

criaturas impúberes, paisanos con camisa y sin aperos

por unas horas. Se juntaron al grueso del rebaño.

Arranqué el coche y proseguí. Un despuntar en flor acariciaba

el destello de la carrocería. La luz caía en vetas transversales,

absorbía las cosas y las atesoraba como una laja de ámbar.

Inmadura la fronda, titilaban los sauces

como las campanillas de algún ceremonial.

Cada sombra filtraba un hilo de concordia, devolvía a las formas

el naciente propósito de ser imaginadas.

Se deslizaba el auto lo mismo que un patín rasgando el hielo,

como nuestra cuchilla al afeitarnos.

No estaba Dios, de acuerdo,

pero reconocía la belleza que pudo haber creado,

esa bondad visible de la que vino y pan son también atributo.

Ellos callaban dentro, en la penumbra

de la oración. Mis hijos sacudiendo la cabeza de sueño,

mi esposa preocupándose por el fatal destino de mi espíritu.

Y quizá recibieran la comunión ahora, y solemnes posaran

la santa oblea en su paladar, y acunaran desnudo

y húmedo a Jesús igual que al pez arco iris de su acuario.

No estaba Él, de acuerdo. Nadaba en la saliva

de los niños, en la garganta atribulada de ella.

Fuera brotaba todo bajo una irrebatible claridad.

En el coche elevaba mi inocente plegaria a las alturas,

intuía en su ascenso el esbelto humear de una fogata.

«Quisiera ser eterno

como los dones terrenales», esa

era mi rogativa.

Y el susurro plateado del aire en el ramaje

del fresno, el revolar violento de la tórtola,

el galope del agua perseguida

por un salvaje sol; aquello que encendía

esa rubia mañana del planeta,

podría haberse dado Dios por nombre

sólo una vez, un absoluto instante.

 

 

 

EL CIELO NO TIENE HORIZONTE

 

Bajo la suela negra de mis botas de agua

se retuerce el carrizo con un chillido amargo

de ave ahorcada. Mi lámpara va haciéndose vereda.

 

Miro el cielo nocturno. Las estrellas cintilan

tímidas, expirantes como el hálito

de un anciano intubado. Ya no sé regresar.

 

La vía de retorno se ahoga en esta ciénaga,

ese enjambre o racimo de pupilas nerviosas

declinó envuelto en velos de gas neutro.

 

El ceñidor de Orión, Perseo, los dos Canes

vigilan mi cabaña de ventanas cerradas.

Ella encenderá dentro briosas constelaciones,

 

prenderá del cabello la cola de un cometa,

balanceará sus pechos filtrados por el véspero.

Será después la gata ebria de sueño.

 

Mas no sé regresar adonde desperté.

Los astros que una vez fueron sendero

dejan en la majada la huella de un cadáver,

 

un entreclaro herido en la laguna.

Lúgubres son ahora estas viejas esferas.

Su apaciguado magma extraviará mi paso

 

si su luz es la luz. Chasca la broza,

sigo un mezquino rastro de linterna,

escucho el bisbiseo de animales ocultos.

 

Por aquí debería existir un hogar.

 

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