Por Carlos Reyes Ramírez*
Crédito de la foto (izq.) Carlos Rosales /
(der.) Pakarina Eds.
7 poemas de Ukamara. Ojo de serpiente (2022),
de Carlos reyes Ramírez
Buhoneros y barajas
La mañana arde encima de los calderos del viejo Caterpillar
y en la proa el sol abrasa la piel de los navegantes.
El barco cruza la marejada de días intensos y húmedos, el
impulso del destino se sostiene en el trancanil.
Los mercachifles blanden naipes donde se derrumban
reinas en desgracia y se reconoce la arcadia de los héroes
de las chacras, los mosquiteros y los brebajes.
La batalla por la sobrevivencia es atroz. Espadas felonas
y corazones que claman por el amor perdido, diamantes
que compran el ánima de los caucheros, trifolios que
se cuelgan de los techos derruidos: la suerte es de los
jugadores sobre el metal que fulgura en cada golpe sobre
la madera saqueada de los bosques indefensos.
Las gaseosas innombrables y las galletas baratas sirven
para domeñar el hambre, mientras se espera un almuerzo
de fideos y enlatado con pescado de mar.
No juego ni una mano, pero el blackjack revienta en
la tarde.
Todos amamos los 21 números de la baraja, todos tenemos
el credo del azar fundado en el artificio de los guarismos
y la malicia de cómplices timadores.
Tolero el calor con la serenidad de un gato, mientras los
bribones construyen sus estrategias para degollar a los
enemigos.
El pringoso tablero contiene las ilusiones y las monedas
con que se adquieren las bagatelas, reúne en torno a sus
patas la suerte de unos y la tragedia de otros.
La lucha persiste con furia.
La batalla rompe el cráneo de los buhoneros ante 52
naipes marcados por el etnocidio en tierras amazónicas.
Se escuchan sonidos de árboles crepitando, se derraman
improperios y odios soterrados y todo perece y todo
renace.
El origen
Me senté a observar a la serpiente que mira con ojo
amenazador. Me senté a mirar cómo pasa el agua debajo
de canoas y balsas revelando el nacimiento del mundo.
Ukamara es ojo de agua, galaxia recién explorada, unidad
sideral y esmeralda como huevo de perdiz.
Dios
Ukamara creó los astros errantes en el infinito y encajó
el microbio que preñó a la boa de donde nació el primer
hombre.
Las chacras de plátano y de tabaco crecen bajo su
protección y sus hojas se derraman por los capilares de la
tierra y por el impetuoso corazón de los montaraces.
Ukamara es la estela en el oscuro firmamento, es la resina
venenosa del anfibio acate Phyllomedusa, es la energía del
cazador de paujiles y del pescador de sábalos.
En su corazón de manatí los lagos y las quebradas se
muestran apacibles y los ríos despiertan temprano con el
chasquido de los delfines y el zumbido de los insectos.
El cóndor que anida en las nubes y observa la hecatombe
del mundo se rinde ante Ukamara y le aprovisiona con su
único huevo en señal de reverencia.
Un dios indescriptible y despierto acompaña las tierras
y la vegetación de los campos mojados por el Universo
Creciente.
El rayo que parte árboles cuando llueve y el trueno que
aterroriza a los navegantes se derrumban ante Ukamara.
La candela que arde en el monte revela el quehacer humano
y en la soga de los muertos miran su acelerada mutación.
El horno nuclear ardiendo por millones de años es
Ukamara, la luz y el calor que emana hace saltar a grillos y
escarabajos y calienta las playas universales del Amazonas.
Primates
Ukamara es el mismo dios que pasea su cuerpo por
troncos y puertos repletos de canoas y niños.
Hay furor, gritos de primates aulladores cuando llega la
mañana, arriba, en el exterior verde del árbol de la mamá
tortuga.
La naturaleza del hambre/hombre, la función digestiva,
consume rugosas almendras y aúllan a la estrella muy
temprano en la mañana.
Y el Universo Vaciante se perenniza con el sol arriba
abriendo su tragadero y sus ojos de clorofila.
Primates.
Están en todas partes, omnipresentes, mirando pasar los
barcos que se alejan más y más en la acelerada ecuación
matemática del firmamento.
La hierba es fresca en los campos de fútbol donde la
tarde muere, despiertan los zancudos y se enarbolan los
mosquiteros en la alzada noche.
Pescadores
El amor está allá en los inmensos y eternos lagos.
Ukamara, ¿qué traman los pescadores cuando los
forasteros duermen?
Los forasteros duermen sobre el piso de tablones mientras
un ave de larga cornamenta emite un sonido gutural hacia
el monte impenetrable y solitario.
Ukamara, ¿qué traman los pescadores en las colosales
alturas de la noche?
Los pescadores hablan, ellos hablan, hablan…
Los pescadores piensan en voz alta mientras Ukamara
duerme, beben café y mastican pan duro, ordenan sus
redes para boquichico Prochilodus.
El monte tiene claridad, la luna abrió sus ojos de cazador
que seduce; espesa leche de la madrugada es la faena que
espera.
Embarcan comida con la rapidez de los cérvidos, las
canoas están ordenadas para viajar contracorriente y hacia
el encuentro de la estrella.
Al amanecer vuelan los cormoranes sobre el lago y dejan
caer sus excrementos que abonarán las aguas.
El lago es la salvación del sediento, el lago es la serpiente
que acecha y mata.
La tormenta amenaza romper los árboles y eleva
invocaciones de los pescadores antes de la faena.
Un pequeño motor corta la corriente sobre la que hemos
viajado innumerables horas y el aburrimiento se vuelve un
caimán que bosteza en la arena.
La ventisca golpea la cabeza de los pescadores en el lago
y zarandea el agua en el centro de Ukamara. Sobre sus
hombros se levanta la mañana con cantos de aves silvestres
y el silencio de los caimanes.
En el centro del lago o lejos de las hierbas emergentes se
lanzarán las redes para capturar los peces que a esta hora
nadan contra el inexorable sino.
Hoy almorzamos huevos de tortuga entre la lluvia que cae
y el arcoíris que nos corona.
El amor está allá, en los lagos. Allá, en los inmensos y
eternos lagos de Ukamara.
El niño que molía ají
Uno
Confieso haber sido el niño que molía ají. Sobre cubiertas
de madera mientras las aves engordaban en la huerta,
trituraba ajíes.
Fui el niño que destrozaba las máquinas del esfuerzo, los
colores vivos del universo durante octubre-noviembre-diciembre de 1969.
Y es verdad: sobre el tablón de incriminaciones tendí
mis manos para que cogieran los frutos y los bocados
esparcidos en los banquetes de la infancia.
Vocación
Mi vocación fue ser navegante y gambusino por las
humeantes corrientes de los ríos.
Allá por el inicio de mil novecientos fui maestro del
traqueteo en el estuario y en la isla de Marajo; después
guardián fui de las bahías y de las playas del Marañón
donde la siniestra corriente se traga las casas y ondula con
la furia del felino mitológico y justiciero.
Sobre los campos amarillos era pájaro arrocero y
embarré mis piernas en el lodo que emana su perfume
de antibiótico, la arcilla que cicatriza las heridas del alma
y la piel desnuda; entre los brotes del arroz vi el cascabel
que envenena los sueños y sentí nostalgia por los barcos
alejándose como un punto cada vez más pequeño en el
recodo del río.
Desde la orilla de Cedro Isla, mi madre me gritó muchas
veces diciéndome que debía caminar derecho por la vida,
me explicó que mi padre no era el viento que pasa, la nube
que se vuelve lluvia, el cardumen de peces que atraviesa
aguajales, sino la empecinada fariña que encendió malicia
en su vientre.
Conocí el mundo por el ojo izquierdo de un microscopio,
observé sus calles de vagabundos y perros ambulatorios,
vi sus edificios históricos y escribí epístolas contando
historias de latrocinios en las selvas del Putumayo y del
Yavarí-Mirín.
Dormí en puertos sin gloria, fumé cigarrillos Viceroy, y
sobre carretas de una rueda monté un negocio para cargar
ebrios y paneros de yuca hasta los límpidos territorios del
sosiego.
En el Ucayali, allá por 1965, me encontré con Carlos
Moreno, el perdicero, con quien bebí mucho aguardiente
y me contó una historia ignorada, la del adánico hombre
desnudo entre los vegetales que pretendía ser Matsés en
las selvas del Perú. Me comentó que fue un fracaso y
solo entre las hojas y los tallos terminó como la esparcida
semilla del ignorado.
Tahúr como pocos, hice trampa con las barajas y gané
mucho dinero con la madera y con las pieles de los animales
salvajes. Miles de huanganas y venados desollados en
los bosques cuyos pellejos fueron embarcados hacia
países del frío, miles de osamentas —pasto fresco para
hormigas— desparramadas por el monte silvestre que
despierta cada día.
En la juventud estudié la ciencia y las humanidades, planté
árboles en la vereda de mi morada, destripé batracios para
observar su corazón de tres atrios y un ventrículo como
quien observa las arenas de la playa. Repasé La Divina
Comedia, la portentosa, y descubrí el amor en la pérdida
de la mujer amada y sembré palabras en las antiguas
universidades de ruidosas ciudades.
En mis viajes por el río me senté en los entablados y
en las canoas y escuché las historias de los abuelos: de
aves que ululan icaros tristes por las noches, del jaguar
persiguiendo al armadillo en el juego del eterno retorno
—“tío, raíz has agarrado”—, de la anciana que devoraba
niños gordos como los cerdos salvajes.
Mi vocación fue ser navegante y gambusino en los ríos
donde vi el amor de la gente germinado como semilla de
aguaje en busca de sol y sabiduría.
*(Loreto-Perú, 1962). Poeta. Biólogo con un posgrado en Acuicultura por la Universidad Nacional de la Amazonía Peruana. Cofundador, junto con Ana Varela y Percy Vílchez, del grupo cultural Urcututu. Fue director del Instituto Nacional de Cultura de Iquitos entre 2007 y 2009. Obtuvo el Premio Copé de Oro (1986). Ha publicado en poesía Mirada del búho, En el mejor de los mundos (2001), Retorno al parque de los pescados (2003), Animal del lenguaje (2011), Las provincias secretas (2018), Jaguar abre los ojos (2020) y Ukamara. Ojo de serpiente (2022).