Por Álvaro Hernando Freile*
Crédito de la foto (izq.) Ed. Baile del Sol /
(der.) ©Javier Jimeno Maté
7 poemas de Mar de Varna (2021),
de Álvaro Hernando Freile
(a Mireia Magallón)
El tren del estornino
A todos os gusta la palabra estornino
y os encandiláis con sus sombras en el aire.
Celebráis cada giro y silueta,
esa bolsa de pájaros cambiante,
metrónomos turbados,
reverberando entre los postes
de una boca.
Los tordos no saben espantarnos.
Intentan chocar y no lo logran.
Si fueran un poco más grandes
o un poco más pequeños
la cosa cambiaría
y no osaríamos embelesarnos con la miel negra
que cubre en el aire
nuestra soberbia.
Si fueran un poco más grandes.
Grandes, como bestias que arrancan cabezas.
O un poco más pequeños.
Pequeños, minúsculos, como el patógeno
que se introduce por el lacrimal
y troncha las ideas desde dentro
dejándonos sus ecos derretidos
flébiles ideas de exterminio.
No hay demasiada diferencia
entre la corte de los pájaros
y el séquito del hombre.
Ojalá fuéramos más grandes
(o microscópicos)
para comprender
desde la palpitación del eco
al centelleo de la belleza.
El hombre siempre choca con el hombre.
Tapia I
Cuando comenzaba la tapia
empezaba el colegio.
Las lecciones rutinarias:
manos en los bolsillos,
mirarse los pies al caminar,
atravesar el vaho del respiro
buscando agujeros,
piedras,
latas que patear;
fijarse en la geografía de la soledad
en las grietas de la tapia
en los desconchones que nacen
bajo los carteles de conciertos
en la sala Canciller.
La tapia decía ¡Rápido!
y aparecían los mayores,
ávidos de demostrarle al invierno
que ellos también saben morder.
Como el frío de febrero.
La tapia decía ¡Lento!
cuando mi padre no encontraba trabajo
y me acunaba la mano
camino de la escuela,
con su corbata limpia y mi corbata:
padre, papá, mano, papi, bollo,
zapatos, betún, paga, libros, dormir,
jugar, reír.
La tapia era el reloj de Kant,
la frontera, la cortina y el misterio,
el perro y los orines previos,
el sulfato,
la rata muerta:
el lugar más familiar.
La tapia era el principio
y el fin de la escuela,
la brújula,
el kronos,
el aión
y el kairós.
Hoy han encontrado el cadáver de una niña
y la tapia me ha contado
que no son los muros los que nos separan de las bestias,
sino el bosque en el que ellas se ocultan.
Sanar al padre
He sanado las heridas de los pies de mi padre.
No las he curado, pero las he sanado.
Hemos hecho juntos el camino largo
de la estación al crematorio.
Sus piernas temblaban, como llamaradas heladas al viento,
y cada paso le devolvía un recuerdo.
He sido su báculo y su valor,
su testigo, sus lágrimas y su miedo.
No han curado sus llagas y roces sangrantes
y sus pies mostraban lenguas húmedas de carnero.
Para cuando nos vuelva la memoria
en lo más oscuro del sinsentido,
habremos ya comprendido que lo olvidado
es un eco de pasos atrapados entre la voz del hombre
malo,
la estación, y lo que acaba siendo lecho de fuego y ceniza
fina.
Y, mientras, Kostas Karyotakis le ha dicho a una bala
que para él hoy sería su firmamento,
y se ha marchitado sin voz, por la sequedad del sonido,
amputándole al camino cualquier herida eterna.
Lazos
Repaso las arrugas del rostro de mi padre:
todas tienen en común con las mías
el punto de origen
y el de destino.
La cadena trófica
Nos devoramos.
Cuando era pez me sentaba en las rodillas de mi madre. Ella, que era gato, jugaba, con sus uñas afiladas, a destriparme. Como es normal, yo le escupía a mi amada madre toda la carne devorada que mi hermano, generoso, hubo perdido entre mis dientes. A veces, como buenos hermanos, tomamos juntos el café y nos complacemos recordando la cadena trófica, y asentimos cuando nos preguntamos si se ha extinguido el amor hacia la especie. Para todo hay una fotografía de un animal muerto, una que ilustra el sabor del camino de un reguero de hormigas que se salvan de un incendio. Todo porque hay ideas prensiles que se nos clavan en las tripas, dándonos un hambre en las bocas que gritan sin abrirse.
Cuando era pez abrazaba a mi padre. Él, que era árbol, me ofrecía una colmena vacía como cena. No podía ser de otro modo, yo le amaba, y lamía la miel, seca como costras de sangre, que le quedaba en la corteza. Yo le contaba el sabor del vino y que su otro hijo era tullido. Entonces, cerrando el ciclo, mi hermano nos ponía algo de fuego en las ramas, orinaba en las raíces, y salía huyendo de la sal del aquelarre.
En un lugar
Vivo en el lugar en el que el tiempo precede siempre a la
cicatriz, al dolor y al filo que causa el corte.
Las virutas llegan antes del árbol, antes del tronco, antes
del tallo de la flor que lo germina. De ahí vengo.
El abrazo de la raíz llega antes que el cadáver que la raíz
envuelve. La muerte nos recuerda otros nacimientos y la
sombra llega empujada por la luz.
Es una vida en un lugar que va perdiendo el sitio, como la
sangre que corre, la resina que se desliza, perezosa, entre
las crestas de la piel del árbol, o el volumen de la carne en
proceso de descompuesto olvido.
Vivo en el lugar en que lanzamos plumas al cielo, y
decimos entonces que somos dioses que han creado
pájaros y que nos pertenecen.
Conejos
Un conejo gigante quiere la corona de un imperio. Ya no quedan zares en la boca de los lobos, ni con bocas de lobo, así que, ahora, los conejos se pasean por las calles de Budapest, afilándose los dientes con peines de nácar antiguo y burgués. Marchan con sus dientes puntirromos y con teas encendidas con llamas cortantes.
Y nosotros presenciamos, rumiando, sus desfiles.
Y reímos.
Nos parecen divertidos, los conejos, con sus cuchillas hechas de diente y sus cuchillos de fuego, como si las heridas no volvieran a nacer, ni las antorchas pudieran hacer que arda Europa.
Los conejos gigantes son parte de las mayores matanzas.
Los asesinos comen zanahorias y a todos nos da por reír, porque el ruido de los cuellos y las cabezas, al ser decapitadas, suena a zanahoria tronchada por su centro.
Son tan deliciosos los conejos gigantes que es cuestión de tiempo que los coronemos y les construyamos un imperio.
La cerveza fría aplaca la rugosidad de las palabras atascadas en la garganta.
Por encima de los pasos quedan las nubes de humo de las incineradoras de cadáveres.
*(España, 1971). Poeta, narrador, periodista y antropólogo. Se desempeña como maestro y es padre de Teo Hernando desde 2017. Obtuvo el Premio Poesía en Abril 2018, del Chicago Poetry Festival. Ha publicado en poesía Mantras para bailar, Ex-Clavo, Chicago Express y Mar de Varna; y en narrativa Cuentos @.