Por Matías Ayala*
Crédito de la foto Oleo Ed.
7 poemas de Ithaca, NY (2019),
de Matías Ayala
Diane Arbus, fotógrafa
De pronto, los habitantes
parecen personajes de Arbus:
tipos cualquiera vestidos de gringo
con un aire siniestro
que contrasta con los árboles
del suburbio en New Jersey.
O esas imágenes en interiores
donde sus cuerpos y gestos revelan
una textura rugosa de lo real,
la precisión del acoplamiento
entre organismo y entorno.
La cámara los enmarcó compasiva,
los acarició la distancia
con un cromatismo grisáceo
que se encuadra y desmarca
mientras permanecen detenidos.
NYC / 2003
Ojos irritados e hinchazón de pies
es la otra recompensa del turista
en la ciudad de Nueva York.
Vitrinas que emulan un museo
en su razonada composición:
cómo el objeto realza el aséptico espacio.
El vestuario de ricos y pobres
se comprime en la escena
mientras los sujetos divergen
como universos posibles.
Basta mirarlos para saber
que lenguas, gestos y marcas
alternan de flujo al tocar sus codos
en el Metro de Manhattan.
Epílogo para una campaña de primavera
1
Su nombre debió ser
John, Jack o Jason
y llevar uniforme
azul y gris le parecía raro.
Fue otro gringo afable
de intercambio en mi colegio,
profano, expansivo,
a ratos un payaso.
Jóvenes aunque no
desinformados, nos
reíamos con y de él.
Jamás olvidaré
cuando dijo:
“Estados Unidos no perdió
la guerra de Vietnam, no:
la empató.”
2
Años después, en Durham
(Carolina del Norte)
noté que mi hermano tenía
las mismas estampillas
que yo tenía en Ithaca
(las únicas que circularon
durante meses):
una, con bandera hercúlea,
y la otra, con el lema love,
en colores. Su letra
“v”, no es curioso,
en forma de corazón.
Compatriotas
Llenos de compras
vuelven los chilenos a su patria.
En familia o parejas
viajan desde Nueva York o Miami
y da gusto verlos ocupar
las salas de los aeropuertos.
Hay un gozo inexplicable
en este habla informal
plagada de insultos y sobre-
entendidos que sopeso
en su niveles e implicancias.
Y permanezco en silencio
como si fuera un espía
y finjo leer, oír música,
jamás abro la boca.
Obituario de Heberto Padilla (1932-2000)
Morir en el exilio, en Auburn (Alabama)
como estrella deslavada que vive
de las rentas de un recuerdo.
Dudosa la certeza de haber coqueteado
con una arista áspera de la historia:
dudosa la jactancia de transitar
de víctima a héroe o viceversa,
celebridad y escepticismo.
Pero no se juega impune con el arte
de la palabra cuando los uniformados
encarnan el énfasis, bien lo sabes,
eres prueba de aquella época prosaica
de encierros, declaraciones y el exilio
como un Ronald Reagan melancólico.
Y hoy, tus restos se descomponen en Miami
como los harían La Habana
y los manuales literarios –los he consultado–
te mencionan cada vez más rápido.
Tanto la historia como el tirano envejecen
con la misma amargura que rodea tu figura
porque no es dulce morir por la patria
o frente a un televisor prendido.
Te sobreviven recortes de prensa
y el personaje público, un volumen,
dos hermanos, cuatro hijos.
Mujer sentada en internet
Esboza una sonrisa
que se pierde en la sombra
mientras mira de reojo
el teléfono en el sillón.
Écfrasis de sí misma,
se mira mirar y ser mirada:
narcisa desdoblada sin fin
para absorber atención.
El vestido es claro
como de hospital
o monja veraniega
que exhibe sus pies desnudos.
La cabeza afirmada en el brazo esparce el cabello
con el que se oculta
un gesto de contracción.
Se recorta el perfil
diagonal en la pared
una lámpara de vinilo
fúnebre que flota sobre el rostro.
Palo Alto, 2012
Amenos cruzan los ciclistas
bajo los robles y los años.
Los edificios son innumerables
como parque temático del Renacimiento
y el reputado sol de California
hace de intensa luz mediterránea.
Ausencia de chicles y manchas en el cemento de las veredas
como en una escenografía imposible.
No hay mendigos ni locos:
todos acá visten de algodón.
Silban las ruedas juveniles
y dejan una estela cítrica entre las flores.
¿Es este acaso el Paraíso?
O quizá se comprueba La hipótesis del cuadro
robado de Raúl Ruiz:
la superficie es lo único
que se puede tocar.