Vallejo & Co. presenta 7 poemas de la narradora, poeta, traductora y editora italiana Chiara De Luca, los que pertenecen a sus poemarios La corola della memoria (2008), Animali prima del diluvio (2010) y del inédito Alfabeto dell’invisibile, en versión bilingüe español-italiano.
Poemas y traducción: Chiara De Luca
Crédito de la foto:Crédito de la foto: Facebook de la autora
7 poemas de Chiara De Luca
Soy esta casa derruida
de ventanas ciegas y fumo
contra el cielo, partida
por haber defendido demasiado.
No me llames, vuelve sólo
si es para reconstruir.
Todo tiembla entrando
estallan las grietas del silencio,
desquician las puertas hacia la oscuridad.
No se redisponen las piedras
porque no tiene más herederos el sueño
no ha olvidado nada que se pueda robar.
Sólo las paredes exteriores saben estar
blancas al encontrarse con el viento.
Es extraño ver cómo puede el viento
liberar el cielo y aliviar en vuelo
los brazos de los árboles de nuevo genuflexos.
A la prisionera en casa aún le falta mucha luz
bebida por el edificio a pocos metros desertado,
mientras sobre la terraza los paños juegan con los hilos
recargados bailan desaliñados y como ignorantes
del tiempo oculto que marcado por el silencio
hace meses en mi barrio replica solamente
la belleza dura de tus ojos en el andar
la trágica sabiduría que enmascara los miedos
los gritos de los niños en ese corral
tan puros
(De La corola della memoria, 2008)
Nunca estuvo tan cerca el horizonte
como aquella noche en tus ojos
cerrados por un instante inerme
cielo todo dilatado en el aliento
minúsculo entre tus sienes el tiempo
en pasos del corazón, demasiado densos para contarlos.
Créeme si digo son los sueños
celosos que nos copian la vida
nos roban el tejido de vestir,
entre barras de sueño somos verdaderos
sólo así miramos fuera. Tú
dijiste como siempre saber
no será la ceniza
la última palabra y cosa
ahora
(De Animali prima del diluvio, 2010)
Irma
Irma era mi tercera abuela honoris causa
nadie lo sabía, pero ella era la reina
de la calle en que vivía cuando niña;
con su cintura fina y sus caderas danzando
sus piernas de juncos y los lirios de sus dientes
y las camelias de sus cabellos peinados con cuidado
alrededor de su cabeza como una corona,
Irma nunca frenaba
a bordo de su blanco Cinquecento
cuando en tacos altos y traje de chaqueta
las uñas esmaltadas y el parasol chillón,
viajaba orgullosa y erguida hacia el mar;
Irma que fingía hornear
la legendaria rosca “superior”
que compraba en secreto al pastelero
para nosotros, los niños, cada fin de semana;
Irma que decía que hay que hablar con las flores,
nunca dejarlas solas en el silencio,
Irma que exhumaba ciclaminos y aparecía
en medio de ellos sonriente en el alféizar
apoyándose para invitarnos a subir;
Irma que sin una razón
un día me regaló el sol
amarillo de mi pequeño tenor
Cippi el canario que sabía
rugir con su voz como un río
perderse entre los remolinos y las olas del mar
de su solo que parecía subir
infinito para desvanecerse cuando el sol
se ponía con la cabeza bajo el ala;
Irma que un día me dejó sola
cuando estaba tan lejos
de mi ciudad tan sorda o burlona.
A Ferrara
Después de veinte años te vuelvo
a mirar desde afuera directo al corazón
como un viajero que ya no va buscando
desde hace tiempo ninguna referencia, madre
tan leve despistada e insolvente,
eternamente infante, mi Ferrara
no hay arrugas en tu rostro solamente
tus bares han aumentado y tus locales
están abiertos a un ejército atascado en el tiempo
de los jóvenes en uniforme para el aperitivo
inscritos de oficina a las “compas” que la tarde
se reúnen en el estacionamiento del “Hiper” a pasar
la mitad de la noche decidiendo qué hacer.
Vuelvo para el abrazo de quilómetros de muros
con mis manos abiertas que no conocen otras manos
y mis ojos entre los ojos de mis disímiles lejanos;
para el musgo empapado y el laurel de los jardines
el manto del silencio que abre los días festivos,
por el canto desentonado de los palomos que me recuerda
el ritmo sincopado de los versos cuando tropiezan,
para la alegre obstinación de las viejas campanas
que a los deberes llaman al último fiel,
para el saludo de los viejos en el medio del alféizar,
las riñas de las mujeres en el mercado de mi barrio,
para los comerciantes que saben mis horarios,
y todo eso que cuenta, los nombres de mis perros,
por la quietud de sobremesa somnolienta
cuando a las ocho estalla el toque de queda,
por el slalom en las calles del centro entre los ciclos,
los cruces de los rostros y los balcones ruinosos,
los callejones como túneles entre los edificios,
los frisos sobre los portones y las desteñidas inscripciones,
para la muda derrota de las prisiones antiguas.
Vuelvo a sentirme contar por las piedras,
por el árbol grande dónde enterré
al viejo pez rojo y a mi hermano pajarito,
vuelvo a escardar la niebla para descubrir
el rostro de los recuerdos que nunca se quieren desvanecer
y quedan escondidos como espectros para permanecer,
mientras se esfuman en la oscuridad los lugares del calvario
trasladado a Cona el hospital está lejano
asemeja ahora a un colegio americano
la escuela que cada día veía mi liberación
de los otros en el baño a la hora de la “recreación”
mucho antes de que aprendiera a deglutir
la nostalgia del mundo, la sequía del amor.
No soy yo quien quiso a este hijo,
dices a quemarropa y lo miras sonriendo
él, que desde la puerta te sonríe
de rebote, gira sin mirada
hacia la portilla abierta al exterior
a un llanto de sirenas que se acercan
al portón de las urgencias que siempre está abierto,
cada día estriado de azul y de tormento,
mientras la mujer a tu lado se sobresalta
y se hunde deprisa en su chal.
Sin embargo, es para él que cada mañana me despierto
pero lo he entendido sólo ahora que de cáncer
me estoy muriendo.
Ocaso
No digo que no exista el amor
murmuras en ruego después de una hora
de charlas y risotadas agudas de niña;
te envuelves la falda alrededor de los tobillos,
tirándote los puños del jersey sobre las manos
para posar tu mentón sobre el dorso
sentándose conmigo sobre la acera
– entre cucuruchos llovidos a dos metros de la papelera
pan, maíz y guano sobre el peldaño,
contando sobre el pavimento los tacones y mocasines
las ruedas del bus, de las bicicletas y de los cochecitos –
pero hoy el amor es este triste río,
invadido por rechazos y ratas de alcantarilla,
que en el caos del centro corre despreocupado
del estruendo entrometido de los coches que lo invade
nosotros somos las figuras alineadas sobre el puente,
que ves delineándose indistintas en el ocaso:
hay quien al parapeto se asoma quizás en busca,
quien de pronto se petrifica en la tormenta,
quien por error o aburrimiento se pone de pie en el centro;
la mayoría va más allá al horizonte de los otros,
o de un trabajo, un techo, un reconocimiento,
una pantalla, una corneta, un agujero dentro
y el sol lentamente en el agua se va desvaneciendo.
(Del inédito Alfabeto dell’invisibile)
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(versión original en italiano)
7 poesie de Chiara De Luca
Sono questa casa diroccata
di finestre cieche e fumo
contro il cielo, spaccata
dall’aver troppo difeso.
Non chiamare torna solo
se per ricostruire.
Tutto trema vedi nell’entrare
scoppia le crepe del silenzio,
scardina le porte verso il buio.
Non si ridispongono le pietre
perché non ha più eredi il sogno
non ha dimenticato nulla da rubare.
Solo le pareti fuori sanno stare
bianche incontro al vento.
È strano vedi come possa il vento
liberare il cielo e alleggerire in volo
le braccia degli alberi di nuovo genuflessi.
Prigioniera in casa manca ancora tanta luce
bevuta dal palazzo a pochi metri desertato,
mentre sul terrazzo i panni giocano coi fili
appesantiti danzano sgraziati e come ignari
del tempo segreto che battuto dal silenzio
da mesi nel quartiere non fa che replicare
la bellezza dura dei tuoi occhi nell’andare
la tragica saggezza che traveste le paure
le grida dei bambini in quel cortile
così pure
(Da La corola della memoria, 2008)
Mai fu così vicino l’orizzonte
come quella notte nei tuoi occhi
chiusi per un attimo indifesi
cielo tutto dilatato nel respiro
minuscolo tra le tempie il tempo
in passi di cuore troppo fitti da contare.
Credimi se dico sono i sogni
gelosi che copiano la vita
ci rubano la stoffa da indossare,
tra sbarre di sonno siamo veri
solo così guardiamo fuori. Tu
dicevi come sempre di sapere
non sarà la cenere
l’ultima parola e cosa
ora
(Da Animali prima del diluvio, 2010)
Irma
Irma era la terza nonna honoris causa
nessuno lo sapeva ma lei era regina
della strada che abitavo da bambina;
con la vita fina e i fianchi danzanti
le gambe di giunchi e i gigli dei denti
e camelie di capelli cotonati con cura
attorno al capo come una corona,
Irma non perdeva un solo colpo
a bordo dalla bianca Cinquecento
quando in tacchi alti e completo elegante
lo smalto sulle unghie e il parasole sgargiante
partiva dritta e fiera verso il mare;
Irma che fingeva d’infornare
la mitica ciambella “superiore”
che dal pasticcere invece comprava
per noi bambini nel fine settimana;
Irma che diceva di parlare con i fiori
di non lasciarli mai nel silenzio da soli,
lei che riesumava ciclamini e vi spuntava
nel mezzo sorridente al davanzale
sporgendosi per invitarci a salire;
Irma che senza una ragione
un giorno mi ha donato il sole
giallo del mio piccolo tenore
Cippi il canarino che sapeva
scrosciare con la voce come un fiume
perdersi in onde e vortici nel mare
del suo assolo che sembrava risalire
infinito per sfumare quando il sole
tramontava con il capo sotto l’ala;
Irma che mi ha lasciata sola
quando ero già tanto lontana
da questa mia città così sorda o burlona.
A Ferrara
Dopo vent’anni ti ritorno
a guardare da fuori dritto nel cuore
da viaggiatore che più non cerca
da tempo alcun riferimento, madre
così lieve distratta e inadempiente,
eternamente infante, mia Ferrara
non una ruga hai sul volto soltanto
i tuoi bar sono cresciuti e i locali
aperti all’esercito fermo nel tempo
dei giovani in divisa per l’aperitivo
iscritti d’ufficio alle “compa” che a sera
si trovano al parcheggio dell’Iper a passare
metà della serata nel decidere che fare.
Torno per l’abbraccio di chilometri di mura
con le mani aperte che non ne sanno altre
e gli occhi tra gli occhi dei dissimili distanti;
per il muschio fradicio e l’alloro dei giardini
il manto di silenzio che apre i giorni festivi,
per il canto stonato dei colombi che ricorda
il ritmo sincopato del verso quando inciampa,
per la gaia ostinazione di antiche campane
che al dovere richiamano l’ultimo fedele,
per il saluto dei vecchi al davanzale,
gli screzi delle donne al mercato di quartiere,
per i negozianti che di me sanno gli orari,
tutto ciò che conta, il nome dei miei cani,
per la quiete da dopocena assonnato
quando alle otto scatta il coprifuoco,
per lo slalom nelle strade del centro tra le bici,
gli incroci di volti e i balconi fatiscenti,
i vicoli scavati come tunnel tra i palazzi,
i fregi sui portoni e le pallide iscrizioni,
per la muta sconfitta di antiche prigioni.
Torno a sentirmi raccontare dalle pietre,
dall’albero grande dove seppellivo
il vecchio pesce rosso e il fratello uccellino,
torno a sarchiare la nebbia per scoprire
il volto dei ricordi che non vogliono svanire
e restano nascosti come spettri per restare,
mentre sfumano nel buio i luoghi del calvario
trasferito a Cona l’ospedale è ormai lontano
somiglia adesso a un college americano
la scuola che ha visto la mia liberazione
dagli altri in bagno per la ricreazione
molto prima che imparassi a deglutire
la nostalgia del mondo, la siccità d’amore.
Io non l’ho voluto questo figlio,
dici a bruciapelo e guardi sorridendo
lui che dalla porta ti sorride
di rimando, si volta senza sguardo
verso l’oblò aperto sull’esterno
a un pianto di sirene in avvicinamento
al portone del pronto soccorso sempre aperto,
ogni giorno striato di azzurro e di tormento,
mentre la donna al tuo fianco sobbalza
e nello scialle rapida sprofonda.
Eppure è per lui che al mattino mi risveglio
però l’ho capito solo ora che di cancro
sto morendo.
Tramonto
Non dico che non esista l’amore
mormori in preghiera dopo un’ora
di chiacchiere e risate acute da bambina;
ti avvolgi la gonna attorno alle caviglie,
tirandoti i polsini della maglia sulle mani
per posarvi il mento sopra il dorso
sedendoti con me sul marciapiede
– tra cartocci piovuti a due metri dal cestino
pane, granturco e guano sul gradino,
contando sul selciato tacchi e mocassini
ruote di trolley, bici e passeggini –
ma oggi amore è questo triste fiume,
invaso da rifiuti e pantegane,
che nel caos del centro scorre incurante
del rombo delle auto che lo soffoca invadente,
noi siamo le figure allineate sopra il ponte,
che vedi profilarsi nel tramonto indistinte:
c’è chi al parapetto si sporge forse in cerca,
chi impietrisce a un tratto nella tormenta,
chi per sbaglio o noia si arresta nel centro;
i più vanno oltre all’orizzonte degli altri,
o di un lavoro, un tetto, un riconoscimento,
uno schermo, una cornetta, un buco dentro
e il sole lentamente nell’acqua va svanendo.
(Da l’inedita Alfabeto dell’invisibile)