COMO VIAJERO, al conocer una ciudad procuro huir de los espacios que comúnmente atraen a los visitantes; los evito a conciencia, prefiero caminar con los ojos atentos a otras dimensiones, a otras perspectivas donde espero que la ciudad me revele un rostro más íntimo, acaso más auténtico.
Esos espacios mínimos, fragmentarios, en apariencia intrascendentes, de la geografía urbana son los que me interesan. Durante años he tratado de fotografiar la luz, la atmósfera, la geometría de esos espacios.
Las fotografías que se incluyen en “La memoria hollada” fueron tomadas a lo largo de unos tres lustros en varias ciudades europeas.
He escrito unos textos fragmentarios que dialogan con las imágenes. En modo alguno las imágenes necesitan de esos textos, cuya intención no es traducir en palabras las imágenes ni “explicarlas”. Las imágenes son independientes de los textos y viceversa. Y aun siendo autónomos, creo que la respiración conjunta de textos e imágenes logran evocar, con mayor riqueza y hondura, las emociones que despertaron en mí los espacios que testimonié con la cámara.
Por: Roberto A. Cabrera*
Crédito de la foto: El autor
6 poemas ilustrados de Roberto A. Cabrera
LA MEMORIA HOLLADA
LUZ RASANTE. ADOQUINES que han tallado manos desconocidas. Y el suelo, bajo el roce de los pies, bajo el peso de los siglos. Las bombas desventraron la ciudad e hicieron volar el pavimento. Manos silenciosas recogieron luego los adoquines desperdigados, los apilaron. Otras los colocan de nuevo, a la espera de las bombas que habrán de regresar para retomar el diálogo del aire con las piedras.
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EL AIRE Y las piedras permanecen. Los hombres no permanecen. Acaso sólo un eco débil de un rumor de pasos, de una muchedumbre de pasos, como una pátina melancólica, casi indistinguible, sobre los adoquines. El hombre quisiera recoger la melancolía de esos pasos, la levedad de esos pies que, aun siendo, ya fueron (y es como si nunca hubieran sido). Pero no está seguro de que su película pueda registrar ese rumor, esa intangible pátina. El hombre fotografía lo que otros han pisado. Y espera que los haluros de plata consientan en revelar lo invisible.
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PORQUE NADIE REPARA en el destino de los bancos, tan desnudos en plazas desiertas. Y sin embargo la gente se ha sentado en ellos. Se sientan en muebles que han dejado de ser bancos desnudos. Si un hombre viejo se acercara ahora a este banco, y se sentara en él, y rumiara sus pensamientos de árbol ahuecado por el rayo no sabría que el banco, que acaba de redimirse de su desnudez de banco, puede oír las palabras de esos pensamientos. Y el viejo tampoco sabrá, cuando se levante y deje atrás ese banco desnudo, que una huella de sus pensamientos ha quedado entre sus grietas. Y que esa huella se sumará a las fibras de otras grietas que son huellas del rumor de amantes que se besan, del llanto de una niña ante su juguete roto, de la lúcida ceguera del suicida, de la fatiga de la puta cuando al fin amanece.
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Y LAS ESCALERAS, que llevan de una parte a otra y al caminante se presentan, dóciles. Escaleras que son un medio al que se acomodan esos pies que saben someterse a una meta visible y señalable. Pero interesan aquellas escaleras que se toman porque el caminante busca sin saber, atraído por una promesa de luz, como una fe que invita a poner los pies en ella, una luz, un instante de luz que se pierde, un secreto parpadeo de luz. Y ya no es la escalera y su sin porqué, que los pies aceptan, peldaño a peldaño. Ya no la piedra gastada, que otras manos tallaron. Sino la luz que es la piedra.
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Y ES ESE extravío el que atrae. Ese abandono de la mirada que no sabe lo que busca. Los ojos se deslizan, desconcertados, perplejos. Ojos desnudos, seducidos por la luz que se derrama sobre los adoquines, que en filas componen ritmos, secuencias de ritmos que sugieren un orden que se interrumpe, para luego corregirse, como si la meta fuera la perfección de un orden que nunca se alcanza. Y es el duelo de los adoquines que labraron las manos de los hombres, el testimonio de esas manos que fueron, y la mano firme del tiempo.
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TAMBIÉN LA DERROTA. Los pies, que han muerto. La huella, indistinguible. Aquí una plaza. Allí, una calle que se bifurca. Y el caminante es sólo una mirada que pasea sobre los adoquines, leve. Pero la mirada es aire. Y el aire permanece.
2013-2014
La espera, Sion, 2014
Leipzig, 1999
Leipzig, 2000
Leipzig, 1999
Lisboa, 2003
Leipzig, 2000
Friburgo, 2014
*(Islas Canarias-España, 1971). Licenciado en Filosofía. Ha sido coordinador del suplemento literario “Las ínsulas extrañas”, en el periódico El Día (1994). Obtuvo los premios Pedro García Cabrera (1991) y Montblanc a la cultura en Canarias (1993). Desde el 2000se dedica a escribir narrativa. Ha publicado Bajo el sol de los muertos (2015) y las novelas cortas La estación extraviada (2007) e Interregno (inédita). En prosa breve: Disgregario (2002) y Fábulas, seguido de Sueños, claridades, enigmas (2007). A la par de escritor realiza una interesante labor como fotógrafo.
www.roberto-a-cabrera.
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