5+1 poemas de «El color de la amatista» (2023), de Fernando González-Olaechea

 

Por Fernando González-Olaechea*

Selección de poemas por Diego Alonso Sánchez

Crédito de la foto (izq.) archivo del autor /

(der.) Ed. Templanza

 

 

5+1 poemas de El color de la amatista (2023),

de Fernando González-Olaechea

 

 

Crónica de caza

 

Esta escritura es una cacería

y estoy armado solo con mis manos,

con sus palmas ásperas —me confiesa.

Procuro el sigilo y avanzo

con estos pasos pesados

y el estruendo de mi memoria.

Uno no puede cazar con esta bulla.

Soy un mal cazador:

contemplo a mis presas con asombro

en vez de codicia.

Si las atrapo es solo

para que no sigan cambiando,

buey vuelto

tigre vuelto

ave vuelta

montaña vuelta

luz violeta vuelta

lluvia, y así.

 

Esto es una cacería

y yo soy un idiota —admite—

parado con las manos vacías,

mas podría arder todo

si lograra acercarme sin hacer ruido

       y dar el golpe.

Hay que imaginarlo:

por cada golpe, combustión:

       una palabra

       una llama

y otra y otra más,

la cacería vuelta

hecatombe y comunión.

 

Todo ardería.

Y yo estaría dichoso

entre las flamas.

 

Presentación del poemario «El color de la amatista» (2023), en la librería El Virrey.
(De izq. a der.) María Luisa del Río, el autor Fernando González-Olaechea, Victoria Guerrero y Alessandra Pinasco.
Lima-Perú, 2023

 

Artesanía

 

Digamos que comienzo a hablar de mí.

Entonces podría decir cosas como:

Hoy me levanté y caminé

descalzo sobre vidrios verdes

sin hacerme daño.

Podría amontonar versos en lugar de nubes.

Podría decir que salí de casa sin desayunar.

Que dormí de más.

Que recuerdo

mis sueños, e incluso que recuerdo sus colores.

Que tengo tos.

Podría decir: por la tarde sentí pena,

fue pequeña / y señalar con un dedo

su lugar preciso en mi cuerpo,

sin tener que hallarle un símbolo

—un alacrán—

ni un símil

—una pena como una piedra

al fondo del Atlántico—.

Esta tarde es fría como

las tardes de junio

y yo sostengo un puñal

con un filo brillante

semejante al perfil del Ausangate

con el que tallo mi voz.

 

 

 

El mar es su sonido

 

De pie sobre la punta de un lucero

calculo el impulso

que deben tener mis piernas al caminar:

encadenamiento / ejercicio indiscutible,

y no pienso en la ficción de ir hacia adelante.

 

Henos aquí: saciados y contentos

como lobos marinos tendidos sobre las peñas.

Son las ocho de la noche de un domingo como cualquier otro.

No hubo sol que fuera visto sobre las nubes ni atardecer,

apenas una bugambilia —morada en un momento y negra en otro—

que no halló a qué enredarse

y no advirtió los cambios de marea,

como no lo hizo ninguno entre nosotros,

ciegos para las horas y todo indicio.

 

Destella sobre los parques del malecón un brillo lejano,

aleteos de luciérnagas purpúreas.

No hay mar:

un rumor de agua y piedras.

Seguimos caminando.

Brotan añicos de bugambilias y soles.

El corso es clausurado con fuegos artificiales

tristes mimos del inicio de mi tiempo;

hubo días —también los recuerdo yo, llamado el insensato—,

en que las detonaciones no eran signos de fiesta sino certeza de muerte.

 

Piensa en el sonido seco de una bomba, de un balazo, de un machete y

       un cráneo: imagínalo,

titanes sin ojos,

funestos, avaros y altitonantes.

 

Las olas se siguen rompiendo sin que nadie repare en ellas.

 

Las detonaciones me paralizan y me descubro temblando por un

       instante. Hace frío. Es julio y la neblina crece. La primera vez

       que oí el estallido de una bomba fue a los seis años. Fue julio.

       Mis padres saltaron sobre mí para que los vidrios no me cayeran

       encima. Aplastado bajo su peso, antes de oír los gritos, me hice

       una pregunta que me tomé años en formular: ¿así termina todo?

 

Y hasta el corso de esta noche

aquellos truenos que también he celebrado

me recuerdan que todo,

por más puntos que existan

en las acreditadoras,

puede simplemente irse al diablo, imagínalo.

Nearos —a quien nunca llamamos

por su nombre cristiano y civil—

ignora todo esto

y lanza un grito al mar,

mas el mar no contesta:

solo oigo un bramido que va y viene,

ante nosotros invisible y soberano

un secreto lleno de dientes y filos

que no nos atrevemos a confesar.

 

 

Periplo

 

Esta noche abrirás surcos

entre las tempestades del Atlántico

—cierta práctica pudo ser abrirlos

en mi soledad y en mis breves iras—.

Serás un punto brillante sobre el cielo y

si algún pescador se hubo perdido

podrá seguirte con fidelidad infrecuente,

ojo luminoso sobre el firmamento,

y yo envidiaré su suerte

desde este cuarto súbitamente grande

que anida ecos en cada ángulo.

 

Yo, animal deshabituado a los prados,

me enroscaré sobre mi sombra

a falta de cavernas suficientemente secas

en las que indague el corazón de alguna montaña.

Me acostaré dos horas más tarde

que cualquier ciudadano respetable.

La cocina en completo abandono:

las ollas serán los escombros

donde las hormigas y los mosquitos

del departamento de al lado expandan su imperio.

 

Tú recorrerás las calles granates de París

y yo las polvaredas al este de Lima,

mas nuestros cantos se tocarán

como nuestros pies se tocaron anoche;

esta es mi liturgia y mi ofrenda,

cuyo humo se elevará

en estas palabras que habrán de llegarte,

un viento insignificante.

 

 

 

Epílogo

 

Adivinaré: te irás junto a las nubes de diciembre

y crecerá en mí la pena

hasta que olvide que se venció el tiempo de las enmiendas.

 

Dices: Solo tú quedas vivo entre quienes he amado.

Digo: Tres consejos tuyos son mi heredad.

 

Toda advertencia llega demasiado tarde:

tal es la lección de Calcas Testórida.

 

Han anidado en tus hombros

más años de los que esperabas.

He aquí la hora de la traición:

tus fuerzas no son tantas para mantener tu marcha veloz.

Repentinamente, el horror de una revelación:

crees que puedes hacer algo, descubres que no.

Cada acto cotidiano se ha convertido en una apuesta contra ti mismo.

       Y no tienes idea si ya has sentido esto antes.

¡Ay de ti, patrón, ya no queda nadie que te sirva!

 

Entre las cajas y los fierros que crecen en la sala, un sillón blancuzco

       es tu último trono. Desde ahí te adormeces flanqueado por tus

       escoltas. Y sus nombres son Sospecha y Pesar.

 

Me ves y no me reconoces.

No te culpo a ti ni al accidente cerebro-vascular:

a veces yo tampoco me reconozco.

 

Cierto es que agostaste por mucho en la soledad.

También que has dado batalla

a cien pelotones de enemigos salvo a ti

y Huamachuco habrá perdido a otro hijo ilustre:

el magnánimo,

el imprudente,

el ingenioso,

el hacendado.

 

No dejo de pensar en nuestras peleas ni logro explicarlas.

Y aun: el recuerdo de tu risa

es lo último que queda de las tardes

en que escalaba árboles

e inventamos el nombre

de cada dios digno de alabanza.

 

El poeta Fernando González-Olaechea

 

La alameda al inicio del verano

 

Yo también estuve mal,

pero ya estoy mejor:

ni los vientos del sur

ni los tajos abiertos

de las cosas que no he hecho

me devastaron.

 

Los domos de los árboles

tienen grietas de luz.

Cae sobre estas calles

el día igual que en todas las calles del mundo.

Caen también pequeñas flores

con la misma belleza e importancia de las estrellas fugaces.

Las ramas ensayan lentísimos abrazos,

palomas anidan y cagan sus incontables articulaciones.

Den siempre cobijo a los chanchitos de tierra,

libres entre todos los artrópodos,

y también a cualquier miserable

con tiempo en los bolsillos: dichoso sea.

 

La vehemencia es el mandato, la ruina la condición —advierte.

De esta manera marchamos,

oprimidos por las tareas pendientes,

cada desafío con su presea: cuarenta desafíos más

y debemos cumplirlos ahora

                                                 [puro presente: puro chantage]

mas nos es prometido que mañana sí

podremos detenernos y hacer por fin

todo lo que queremos —y jamás haremos—,

no hay Heracles que alcance para esta hidra,

y moriremos quince minutos antes de terminar los pendientes

y moriremos quince minutos antes de morir.

 

Camino por la alameda, pero deambulo

entre décadas que no son mías,

perdido entre un milenio y el otro,

entre una idea y las demás.

 

Bajo la sombra de las tipas, ando sobre sus flores amarillas.

 

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1986). Poeta y periodista. Aparece en la antología poética Somos los que somos (2019). Ha publicado en poesía Postales (2014), El color de la amatista (2023).