Por Fernando González-Olaechea*
Selección de poemas por Diego Alonso Sánchez
Crédito de la foto (izq.) archivo del autor /
(der.) Ed. Templanza
5+1 poemas de El color de la amatista (2023),
de Fernando González-Olaechea
Crónica de caza
Esta escritura es una cacería
y estoy armado solo con mis manos,
con sus palmas ásperas —me confiesa.
Procuro el sigilo y avanzo
con estos pasos pesados
y el estruendo de mi memoria.
Uno no puede cazar con esta bulla.
Soy un mal cazador:
contemplo a mis presas con asombro
en vez de codicia.
Si las atrapo es solo
para que no sigan cambiando,
buey vuelto
tigre vuelto
ave vuelta
montaña vuelta
luz violeta vuelta
lluvia, y así.
Esto es una cacería
y yo soy un idiota —admite—
parado con las manos vacías,
mas podría arder todo
si lograra acercarme sin hacer ruido
y dar el golpe.
Hay que imaginarlo:
por cada golpe, combustión:
una palabra
una llama
y otra y otra más,
la cacería vuelta
hecatombe y comunión.
Todo ardería.
Y yo estaría dichoso
entre las flamas.
Artesanía
Digamos que comienzo a hablar de mí.
Entonces podría decir cosas como:
Hoy me levanté y caminé
descalzo sobre vidrios verdes
sin hacerme daño.
Podría amontonar versos en lugar de nubes.
Podría decir que salí de casa sin desayunar.
Que dormí de más.
Que recuerdo
mis sueños, e incluso que recuerdo sus colores.
Que tengo tos.
Podría decir: por la tarde sentí pena,
fue pequeña / y señalar con un dedo
su lugar preciso en mi cuerpo,
sin tener que hallarle un símbolo
—un alacrán—
ni un símil
—una pena como una piedra
al fondo del Atlántico—.
Esta tarde es fría como
las tardes de junio
y yo sostengo un puñal
con un filo brillante
semejante al perfil del Ausangate
con el que tallo mi voz.
El mar es su sonido
De pie sobre la punta de un lucero
calculo el impulso
que deben tener mis piernas al caminar:
encadenamiento / ejercicio indiscutible,
y no pienso en la ficción de ir hacia adelante.
Henos aquí: saciados y contentos
como lobos marinos tendidos sobre las peñas.
Son las ocho de la noche de un domingo como cualquier otro.
No hubo sol que fuera visto sobre las nubes ni atardecer,
apenas una bugambilia —morada en un momento y negra en otro—
que no halló a qué enredarse
y no advirtió los cambios de marea,
como no lo hizo ninguno entre nosotros,
ciegos para las horas y todo indicio.
Destella sobre los parques del malecón un brillo lejano,
aleteos de luciérnagas purpúreas.
No hay mar:
un rumor de agua y piedras.
Seguimos caminando.
Brotan añicos de bugambilias y soles.
El corso es clausurado con fuegos artificiales
tristes mimos del inicio de mi tiempo;
hubo días —también los recuerdo yo, llamado el insensato—,
en que las detonaciones no eran signos de fiesta sino certeza de muerte.
Piensa en el sonido seco de una bomba, de un balazo, de un machete y
un cráneo: imagínalo,
titanes sin ojos,
funestos, avaros y altitonantes.
Las olas se siguen rompiendo sin que nadie repare en ellas.
Las detonaciones me paralizan y me descubro temblando por un
instante. Hace frío. Es julio y la neblina crece. La primera vez
que oí el estallido de una bomba fue a los seis años. Fue julio.
Mis padres saltaron sobre mí para que los vidrios no me cayeran
encima. Aplastado bajo su peso, antes de oír los gritos, me hice
una pregunta que me tomé años en formular: ¿así termina todo?
Y hasta el corso de esta noche
aquellos truenos que también he celebrado
me recuerdan que todo,
por más puntos que existan
en las acreditadoras,
puede simplemente irse al diablo, imagínalo.
Nearos —a quien nunca llamamos
por su nombre cristiano y civil—
ignora todo esto
y lanza un grito al mar,
mas el mar no contesta:
solo oigo un bramido que va y viene,
ante nosotros invisible y soberano
un secreto lleno de dientes y filos
que no nos atrevemos a confesar.
Periplo
Esta noche abrirás surcos
entre las tempestades del Atlántico
—cierta práctica pudo ser abrirlos
en mi soledad y en mis breves iras—.
Serás un punto brillante sobre el cielo y
si algún pescador se hubo perdido
podrá seguirte con fidelidad infrecuente,
ojo luminoso sobre el firmamento,
y yo envidiaré su suerte
desde este cuarto súbitamente grande
que anida ecos en cada ángulo.
Yo, animal deshabituado a los prados,
me enroscaré sobre mi sombra
a falta de cavernas suficientemente secas
en las que indague el corazón de alguna montaña.
Me acostaré dos horas más tarde
que cualquier ciudadano respetable.
La cocina en completo abandono:
las ollas serán los escombros
donde las hormigas y los mosquitos
del departamento de al lado expandan su imperio.
Tú recorrerás las calles granates de París
y yo las polvaredas al este de Lima,
mas nuestros cantos se tocarán
como nuestros pies se tocaron anoche;
esta es mi liturgia y mi ofrenda,
cuyo humo se elevará
en estas palabras que habrán de llegarte,
un viento insignificante.
Epílogo
Adivinaré: te irás junto a las nubes de diciembre
y crecerá en mí la pena
hasta que olvide que se venció el tiempo de las enmiendas.
Dices: Solo tú quedas vivo entre quienes he amado.
Digo: Tres consejos tuyos son mi heredad.
Toda advertencia llega demasiado tarde:
tal es la lección de Calcas Testórida.
Han anidado en tus hombros
más años de los que esperabas.
He aquí la hora de la traición:
tus fuerzas no son tantas para mantener tu marcha veloz.
Repentinamente, el horror de una revelación:
crees que puedes hacer algo, descubres que no.
Cada acto cotidiano se ha convertido en una apuesta contra ti mismo.
Y no tienes idea si ya has sentido esto antes.
¡Ay de ti, patrón, ya no queda nadie que te sirva!
Entre las cajas y los fierros que crecen en la sala, un sillón blancuzco
es tu último trono. Desde ahí te adormeces flanqueado por tus
escoltas. Y sus nombres son Sospecha y Pesar.
Me ves y no me reconoces.
No te culpo a ti ni al accidente cerebro-vascular:
a veces yo tampoco me reconozco.
Cierto es que agostaste por mucho en la soledad.
También que has dado batalla
a cien pelotones de enemigos salvo a ti
y Huamachuco habrá perdido a otro hijo ilustre:
el magnánimo,
el imprudente,
el ingenioso,
el hacendado.
No dejo de pensar en nuestras peleas ni logro explicarlas.
Y aun: el recuerdo de tu risa
es lo último que queda de las tardes
en que escalaba árboles
e inventamos el nombre
de cada dios digno de alabanza.
La alameda al inicio del verano
Yo también estuve mal,
pero ya estoy mejor:
ni los vientos del sur
ni los tajos abiertos
de las cosas que no he hecho
me devastaron.
Los domos de los árboles
tienen grietas de luz.
Cae sobre estas calles
el día igual que en todas las calles del mundo.
Caen también pequeñas flores
con la misma belleza e importancia de las estrellas fugaces.
Las ramas ensayan lentísimos abrazos,
palomas anidan y cagan sus incontables articulaciones.
Den siempre cobijo a los chanchitos de tierra,
libres entre todos los artrópodos,
y también a cualquier miserable
con tiempo en los bolsillos: dichoso sea.
La vehemencia es el mandato, la ruina la condición —advierte.
De esta manera marchamos,
oprimidos por las tareas pendientes,
cada desafío con su presea: cuarenta desafíos más
y debemos cumplirlos ahora
[puro presente: puro chantage]
mas nos es prometido que mañana sí
podremos detenernos y hacer por fin
todo lo que queremos —y jamás haremos—,
no hay Heracles que alcance para esta hidra,
y moriremos quince minutos antes de terminar los pendientes
y moriremos quince minutos antes de morir.
Camino por la alameda, pero deambulo
entre décadas que no son mías,
perdido entre un milenio y el otro,
entre una idea y las demás.
Bajo la sombra de las tipas, ando sobre sus flores amarillas.
*(Lima-Perú, 1986). Poeta y periodista. Aparece en la antología poética Somos los que somos (2019). Ha publicado en poesía Postales (2014), El color de la amatista (2023).