Por Ernesto González Barnert*
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5 poemas de Venado tuerto (inédito),
de Ernesto González Barnert
Nuestro primer trabajo fue acompañar al padre
a cavar tumbas.
Golpear el canto contra las piedras,
tirar la pala lejos.
No creas que la poesía me enseñó una lección.
Que diré menudo trabajo de mierda.
Tampoco sospeches que no me duele enterrar
lo que odio, vale un carajo.
O supongas que no volvería a empuñar una pala
en mitad del jardín asilvestrado,
nichos que nadie visita.
A veces recuerdo con un nudo en el estómago
el hoyo en el cementerio que cavé
para el Edgar Allan Poe
o Annabel Lee de la temporada.
Sí, con un nudo en el estómago retuve
lo que mi padre decía con sonrisa triste:
manos a la obra.
Siempre se puede empezar otra vez,
cargarlo todo de nuevo,
por amor al arte.
Con un día de mierda remarla en contra.
Con un sol impío o borrasca desleal
ir sonriente y sereno a cavar un hoyo
para un maldito o héroe.
O puedo darles en la cerviz
con mi herramienta de trabajo
en mitad del cultivo áspero
o parque de ensueño,
después de trazar una estúpida zanja,
cubrir una tumba en esta patria
de intrigantes y sapos.
Traidores que viven y matan por monedas,
un minuto de atención.
Siempre se puede en este país
asesinar impunemente,
destruir a alguien con razón,
sin razón,
porque hablamos el idioma de Cervantes con suturas
como decía Vicente Pérez Rosales.
Cavamos a seis pies de la literatura el poema
de la vida y la muerte
desde que éramos unos críos
y la ley del más fuerte impera,
es lo primero que aprendimos
en estos pasajes y tumbas
por la razón o la fuerza.
En el altiplano, un niño
carga su pequeña alpaca bajo la vía láctea,
tras una intensa nevazón.
En la primera pirca que encuentra
hace un bolo en su boca
con lo que tiene de quinoa,
papa y carne de llamo
observando los sacos de carbón
como llaman a las zonas oscuras del cielo
y se lo mete en el hocico.
Implora a Dios para que su cachorro
coma, trague, luche
contra el frío y el hambre.
Aguante el invierno,
porque la tela más preciada
viene de la primera esquila.
El amor es devastador en Santiago de Chile.
Todo termina peor que en otras ciudades o pueblos.
Arde sin arder, quema de frío, nos deja a oscuras en el dolor
como si cobrara una vieja venganza.
El amor aquí no nos busca, necesita o espera.
Amamanta de luz a los extranjeros.
Es un grito de la razón o la fuerza.
Un silencio bruto y vinagre que nos refriega poemas tristes,
soledades como piedra, canciones lóbregas.
La poesía es un poco de tierra en el ataúd.
Una mujer hermosa que nos vio pasar detrás del visillo.
Una risa incontrolable en el lugar equivocado.
Alguien que en mitad de una canción o película
parte un chocolate, nos lleva un trozo a la boca
y después pone otro en la suya, delicadamente.
Una araña de patas largas en la pared
que aprendimos a reconocer, no matar.
Unos mocosos decididos y fuertes que gritan al unísono
¡Remen! ¡Remen! ¡Remen! Contra la corriente.
El año en que nuestros viejos
y no tan viejos morían solos
con dolor, achaques
que envician el alma, el espíritu.
Además de perder el apetito,
no distinguir el dejo, miasmas.
El año en que nuestros viejos
y no tan viejos morían
faltándoles el aire, sin poder respirar,
con jaquecas terribles,
angustiantes muecas.
También eran cachos que nadie llamaba nunca,
no sabían retirarse,
mejores abuelos que padres,
mejores muertos que hombres
y mujeres.
Y tapaban con el ruido que podían
el corazón.
*(Temuco-Chile, 1978). Poeta, cineasta, productor cultural del Espacio Estravagario de la Fundación Pablo Neruda y editor de la revista Cultura@fundacionneruda.org. Obtuvo el Premio Nacional Eduardo Anguita (2009), Premio Nacional de Poesía Mejor Obra Inédita (2014), Premio Pablo Neruda de Poesía Joven (2018) y la mención honorífica del Concurso Internacional de Poesía Nueva York Poetry Press (2020). Ha publicado en poesía Éramos estrellas, éramos música, éramos tiempo (2018), la reedición de Playlist (2019) y la antología Ningún hombre es una isla (2019).