Por Diego Alonso Sánchez*
Crédito de la foto (izq.) Archivo del autor /
(der.) Ed. Vallejo & Co.
5 poemas de Un sol líquido (2022),
de Diego Alonso Sánchez
Nada deja de existir
Nada deja de existir cuando cierras los ojos:
el mar, las copas de los árboles y el viento,
siguen ahí.
Solo que en otros lugares son más azules
o menos verdes que acá
y parecen engañarnos con triste simpleza.
Así vuelven esos paisajes a posarse en
tus brazos
con realidad,
mientras respiras cada vez más lento
y el cielo de esta habitación
se oscurece.
Ahora llueve y te sorprendes,
como frente al espejo que te repite
con tenue persistencia.
Y nadie sabe lo que hay en tu corazón,
ni este poema que va escapándose por tu boca,
mientras que florece en el firmamento
eso que ya no importa.
Aprietas los puños y te resignas,
sabes que es hora de partir.
Recuerdo de Pompeya
Pompeya fue una ciudad de prostíbulos.
En sus paredes quedaron escritos
miles de nombres de mujeres, garabateados
como grafitis obscenos y rebeldes.
Allí, Catulo dijo:
“Lesbia, fiera de las praderas de Campania,
¿acaso fuiste tú la leona
que rugió tan fuerte debajo de mi cintura?”
Allí, Marcial escribió:
“No hubo para ti momento alguno, Filis,
en que favorecida por mi excitación
no me robaras con habilidad de rapiña”.
Y la poesía se derramaba como sudor
sobre los vientres de roca.
También siguen allí las inscripciones
en la casa de Sirico:
“Salve, lucrum. Salve, mulier.”
(Entre los escombros de esta casa de citas
todavía se escuchan los gritos de la muerte).
Y en las columnas del templo a Júpiter
manos escépticas esculpieron su odio por la vida:
“Orgia mortis. Divina pluvia.”
(Y los alaridos fueron de placer ante lo inevitable).
Nada de lo vivido en Pompeya
quedó registrado en los anales de Plinio, el Viejo,
quien murió sepultado bajo el miedo.
Para eso están las cenizas volcánicas,
la violencia seminal del Vesubio
que castigó a esta ciudad hasta convertirla
en un recuerdo de piedra.
Flores de Hiroshima
Ichi (uno)
Breve, muy breve…
El fulgor que deja
la luciérnaga.
Hiroshima era una ciudad de papel
gracias a los B-29 norteamericanos,
máquinas perversas que dibujaban pájaros oscuros
sobre las calles.
“B-san”, clamábamos mientras sonaban
las alarmas de evacuación
y desplegábamos los protocolos de defensa antiaérea.
En los árboles de alcanfor del parque Asano
brotaban hojas de polvo.
Así pasaban los días, inalterables,
bajo los fogonazos de pétalos blancos.
En la primera plana del Chugoku Shimbun, se publicó:
“Venceremos a fuego y sangre”, un lunes 6 de agosto.
Ese día
las aves cantaron por última vez
a las 8:14 horas de la mañana:
La altura era demasiada
como para imaginar que dentro de un solo bombardero
existiera tanta luz.
Ni (dos)
Lluvia de fuego,
llanuras desoladas.
Inútil claridad.
“Mizu, mizu, ¡agua, agua!”
Desde los escombros el vapor ascendió en una exhalación negra.
A varios kilómetros sobre Hiroshima,
turbulencias de arenilla y fragmentos de fisión
engendraron nubes venenosas.
Una lluvia gruesa
cubrió 140 mil cadáveres
con la serenidad de un dios brutal.
“Agua, agua. Mizu, mizu.”
Los pocos que quedábamos en pie
no teníamos conciencia del desastre.
Ojos vaciados, piel desgarrada y huesos calcinados
(miles de gritos mutilados entre cuerpos indescifrables).
“¡Mizu, mizu!”
Algunos llegaron al río Otta
y se fundieron en su torrente
queriendo aplacar el ardor:
en sus torsos desnudos
palpitaban flores primaverales,
tatuajes dolorosos del kimono
antes de desvanecerse en la piel.
En el ambiente prevalecía un aroma eléctrico
y el cielo se derramaba en gotas extrañas, demasiado grandes…
“¡Son los norteamericanos! Nos están rociando gasolina.”
Y saltaron crisantemos carmesíes sobre los despojos humanos.
El presidente Truman vociferó por la radio:
“Si no aceptan nuestros términos,
pueden esperar una cascada de muerte,
algo nunca antes visto en la Tierra.”
“Agua, agua.”
Así fue como al poco tiempo
dejó de llover.
San (tres)
Cadena de deseos:
para llegar a mil grullas
se empieza con solo una.
Los informes de la prensa fueron abrumadoramente discretos:
durante tres días no tuvimos ningún reporte oficial
y la esperanza se diluía en los cascajos de piedra
que antes eran nuestros hogares.
Hasta que estalló la rosa de Nagasaki.
A las 11:02 de la mañana, del 9 de agosto,
120 mil personas fueron vaporizadas en silencio.
A Hiroshima llegaron científicos para hurgar entre los esqueletos
con electroscopios.
La Cruz Roja atendía con ocho médicos a diez mil víctimas.
Nunca antes hubo tanta ceniza para los altares.
Entonces el emperador Hirohito
sollozó por los altoparlantes:
“Si continuamos, la guerra no solo supondrá la aniquilación
de nuestro país
sino, también, de la civilización humana.
Todo ha terminado.”
Ese mismo día otro B-29 desangró el cielo:
“¡Flores de cerezo!”, gritamos.
Con mil grullas de papel formulamos un deseo.
Silenciosamente
Hubo un tiempo en donde tú,
hermosa como una hoja,
bailabas suspendida en el aire.
Arrojabas tu mirada
a los suplicantes
que revolvían sus cabellos
al otro lado de la vereda
para quebrar así la inocencia
de las estrellas del otoño.
Hubo un tiempo en donde fuiste
hermosa como una hoja, sí.
Luego vine yo a posarme
en tus rodillas,
tembloroso como un suspiro
—como la primera culpa—
y, generosa, entregaste
tu voz al viento
que empezó a descorrer el infinito
para que yo aprendiera a amar
silenciosamente,
madre.
Puka Wayta
Me susurras al oído:
«Renuncia a tu compromiso con el mundo,
compañero,
y déjate empujar por el viento.»
Si supieras que el verdadero camino
es un andar sin horizonte.
Si supieras que, con un breve suspiro de la tierra,
el río avanza y los corazones se estremecen.
Si supieras con qué palabras están
cargadas mis entrañas, hermanita, si supieras.
Solo hay que extender nuestra mirada
sobre los campos del hambre,
bajo las nubes del odio
y las piedras se quebrarían en llanto.
Por eso debo partir, pero si no regreso,
vélame sin tristeza en tu pecho,
no vaya a ser que el viento, ay,
me haga volver en pena
sin haber gritado ¡libertad!
con todo mi pueblo.