Por Luciana Reif*
Crédito de la foto (izq.) Adolfo Rozenfeld /
(der.) Ed. Visor
5 poemas de Un hogar fuera de mí (2018),
de Luciana Reif
Miro a la mujer que espera el colectivo en Plaza Constitución
su cuerpo quebrado,
la piel estriada como una flor marchita.
Pienso en su maternidad, un conteiner
lleno de escombros, cinco hijos dándole vueltas
como insectos diminutos, colgándose
de su pecho, mordiendo la carne.
No puede dar más de lo que da y lo sabe.
Mira a los niños como perros,
quisiera ser la dueña que suelta el hueso
para que vayan a jugar a otra parte,
pero son como moscas adictas a los focos de luz.
Quisiera apagarse,
ser prescindible un rato apenas,
pero ellos siempre piden más,
pueden ser malvados, herir hasta el llanto,
decir cosas tremendas y nadie los acusaría.
Son la violencia con la que fueron concebidos
por su cuerpo joven y brillante
en el colchón de un cuarto cualquiera,
sus piernas abiertas, el forro de su chico sin forro,
total, no importa,
total, te acabo donde quiero.
Ahora vuelve a su casa en colectivo,
piensa en la cena y se abstrae,
tal vez sin querer se olvide
a un hijo en el asiento.
Mientras tomo el desayuno,
veo el surco entre sus pechos
cuando se agacha y sirve el café caliente.
Pienso en su cuerpo joven,
en lo bello de una madre
antes de ser madre,
cuando solo es mujer.
Imagino las miradas como inyecciones de lujuria
sobre su piel radiante, sus pezones duros contra la musculosa,
trazando el camino del placer, diciéndoles a los hombres:
es por acá, vengan.
Imagino su mirada penetrante, capaz de meterse
adentro de cualquier cuerpo,
capaz de abrir camisas, saltar botones,
el cinturón en sus manos,
el pene en sus manos,
deseando lo que se esconde detrás de la carne.
Es ella más que nadie, ahora y también antes,
es ella desnuda en una cama con un tipo cualquiera,
tan plena como esta mañana:
su vestido suelto y floreado, mientras me mira y sonríe
el café se vuelca sobre la taza hasta rebalsarla.
Hombres como mi padre,
mi abuelo, mis novios,
mis hermanos,
vi sus cabezas llenas de grandes ideas
como un plato de comida que rebalsa,
lustré desde chica esos cráneos,
soy el placebo de tranquilidad
con el que después brillan fuera de casa.
¿Para eso caí en este mundo?
Como bolas de bowling enormes y pesadas,
podría encerar y pulir sus labios,
mi madre pasó la vida entera haciéndolo:
la cabeza de él en altas ceremonias,
la corona de flores tejida por ella
delante de sus jefes,
delante de su maestro,
delante de su propio padre.
Vi la inclinación que tienen estos hombres al afirmar,
el mentón hacia abajo,
rozando el cuello, cuando dicen:
sí, señor.
¿Alguna vez agradecieron el pecho materno,
la comida siempre lista cuando llegan a sus casas?
Estoy cansada de ser la otra del éxito,
estoy cansada de esos hombres,
quiero brillar,
no ser la luna que resplandece
con luz ajena.
Podría arrojar con fuerza una por una sus cabezas,
mis dedos apretando su nariz y su boca,
deslizándose con gracia por el suelo encerado
y pulido de la pista de bowling,
podría verlos estrellarse contra los palos
derribándolos con dolor,
pero manteniendo la sonrisa imperial
de quienes creen –como en una guerra– que han vencido,
que ahora son mejores que antes,
pero después vuelven hacia mí y los lanzo de nuevo.
Otra vez un chico en mi cama,
es tan dulce su rostro contra la almohada,
parece que no respira o que respira apenas
como un silencio sutil.
Me gusta verlo ensimismado en sus secretos,
tan desnudo que abruma, mientras miro distraída
el techo de mi cuarto, la puerta entreabierta;
afuera el living, la cocina, el baño.
De repente me encuentro imaginando
una posible forma de escapar,
no tengo razón para pensar en eso, pero lo hago:
cientos de mujeres fueron asesinadas
este último año, no entiendo por qué este chico
no habría entonces de meterme un palo
entre las piernas. Pienso en ellas,
esposadas al respaldo de una cama
por sus novios, por sus padres, por sus amantes.
¿Cómo es que alguna vez encontraron consuelo
en sus anchos hombros?
Imagino sus rostros desencajados,
sus muñecas atadas, tensas hasta la sangre.
¿En qué momento su cuarto se convirtió en una prisión
y su novio en el carcelero que entra
sin pedirles permiso en mitad de la noche?
Vuelvo la cara contra mi chico,
él descansa y entredormido me abraza,
la bruma de mis miedos lo tapa.
Su ternura, como una gema,
resplandece en el cuarto.
El médico me toca y pregunta si duele;
acá sí, le digo, acá no.
Me palpa y me explica
de dónde y por qué
viene la sensación.
Me hace masajes,
me pide que piense
en una onda que se expande
mientras estira mis músculos.
Tomo té,
hago yoga,
igual no alcanza.
Soy un manojo de nervios
y él los desata
uno por uno.
No el impacto salvaje,
su afecto, quiero
el cuidado de las manos que amasan,
su placer sostenido y suave.
Como los girasoles,
los cuerpos se abren sutiles
al compás del calor.