Por Julia Magistratti*
Crédito de la foto (izq.) www.diarionorte.com /
(der.) Ed. La gran Nilson
7 poemas de Pueblo (2016),
de Julia Magistratti
Infancia en dictadura
No me gustan las cosas que llegan por la noche.
El circo que ocupaba el descampado
con una sigilosa extravagancia montaba sus destartaladas piezas.
Y a la mañana siguiente, en la panadería,
unos seres animados e irreales,
ocupaban el espacio,
desorientando a los niños, los perros y las viejas
que volvían a sus casas sin el mandado.
No me gustan las cosas que se instalan por la noche
como una amenaza que se dice por lo bajo.
Los soldados que todos los 9 de julio esperaban a los gallos
y el desfile,
hacían el chocolate en los tanques despintados,
el frío del amanecer apretaba la entrepierna
de los raídos trajes verdes
y el casco helaba el cuero de la cabeza,
los pibes colimbas meaban la leche recién ordeñada.
Abanderados y escoltas aparecían en el horizonte
como un sol artificial
con maestras que ya murieron de cáncer y desconsuelo.
La noche anterior, las madres almidonaban los uniformes
y delantales apretando la plancha sobre los dobladillos,
descargando la furia sin más de entregar a sus hijos a los ojos
de interventores, generales, párrocos y altivas
directoras de escuela.
Mi abuela decía “nunca crean en hombres que llevan polleras:
ni obispos ni jueces ni ingleses”.
No me gustan las cosas que se instalan por la noche
como una verdad susurrada que se dice una sola vez
o una sirena
que no viene de ningún lado
pero viene hacia nosotros.
Rabia
Yo tenía una rabia.
Cultivaba como flores una rabia.
Es domingo a veces en el pasado.
En la hora de la catequesis habla el párroco de gris
con una lengua blanca en el cogote, atragantada.
El Monte de Sinaí queda más lejos que los toboganes
de los que nunca hubiéramos querido bajar.
Filisteos, sacramento, corintios, profetas,
palabras sin sentido mientras la hostia se pega en el paladar.
Aliento a hostia nos quedaba como materia de silencio
y nada más.
Hasta que abrían la heladería de enfrente de la iglesia
que era como el cielo prometido.
Del otro lado de los vitrales, en las vías,
cada tanto asomaba un croto, nos hacía señales de luces
con un espejo,
y era el hombre del nuevo testamento, dispuesto a una siesta
de barro.
Una voluntad de huida tenía mi rabia. Y masticaba
con mis dientes hinojos robados de los jardines.
Más allá, del otro lado del tejido, los toros atropellados
por las moscas,
inmóviles como el mundo.
Y yo siempre estaba casi a punto de romperme la nariz
contra una pared
para demostrar que no existen las paredes.
En la rama
A un metro y medio del suelo
arriba del mandarino, estaba yo escupiendo semillas.
Toda la concentración cabía en los ojos.
Mirar fijo un gallinero hasta que aparezca un huevo.
Parar la sangre que comienza con un chorrito
y pasa el meridiano de la rodilla y ya es una gota dispuesta
a rodar hasta los dedos de los pies.
El equilibrio en la rama
era como un romance breve y callejero.
Y el mundo era tan desconocido,
pero yo tenía la medida de los valientes.
Cada hoja en su lugar, cada fruto en su lugar, cada pájaro, vigilados.
-Los ojos, como caracoles, tienen una permanencia.-
Agua de lluvia en las palanganas, en la media mañana
de un largo verano.
Todo estaba soldado a la vida,
hasta el punto muerto y la dispersión eran sólidos.
Un ventarrón volvía las cosas más fijas e irreductibles.
Entonces así, con todo en orden, un instinto de huída
empezaba a sucederme:
estaba ya casi parada en el aire
a un metro y medio del suelo,
arriba de un mandarino.
Gauchito Gil
El altar es más grande que la casa.
Una joya pintada en el punto más alto
descubre el cuerpo a resguardo
del santo de yeso.
Un sacudón de banderas rojas
ocupa el lugar de la cruz.
En estos pueblos, el santo nunca es idéntico
-la única repetición son los deseos que le piden-
Con el gesto irreal de los favoritos
armaron una sonrisa del tamaño de los sueños
para que sea un rostro con posibilidades humanas,
la fatal pertenencia al orden de los vivos.
¿Quién hizo este trabajo
de ablandar los materiales
para que un santo de pie
presida la intemperie,
y la detenga?
Siempre el más humilde es el único que cuida de los peligros
de la resignación cristiana,
el más débil, el estanco en la miseria,
arma un rectángulo
una geometría para la acumulación de futuros imposibles.
Ni los perros se guarecen a su sombra.
La grieta
Donde yo veía una grieta
un albañil me dijo “la casa ha trabajado”.
Hay agujeros en las personas
sitios inhóspitos en los que no habitaría un pájaro.
Lugares sin abrigo adonde acude el lenguaje
con su instante en fuga,
su residuo desesperado.
“La vida ha trabajado”, le digo,
y me observo las manos solas,
toco esta cabeza que por la madrugada escucha a los gallos
delatar la cartografía de un pueblo a oscuras.
Las ratas que hacen surcos para llegar a alguna parte.
Los alimentos que desovan en la oscuridad del estómago.
“El olvido ha trabajado”, me digo,
y cierro los ojos que dan a otros ojos,
reúno los caminos que nos vieron pasar.
Como si alguna vez volviera la primera vez de todo,
y yo fuera una grieta que anda por el aire y que aún
no encontró la casa.
Las partes
Lleva una soga en la mano
y la soga lleva una vaca entristecida.
Todas las vacas del mundo están entristecidas.
Y si sucede la soga y la vaca,
también sucede el hombre, velado de un ojo,
cantado en la madrugada por los gallos.
El ojo que le falta soy yo que lo miro,
y todo mi cuerpo tiene presión de ojo, viaje de iris,
y me vuelvo absoluta
porque miro a un hombre, una soga y una vaca.
Siempre somos la parte que a otro le falta.
Alguien puede ser ahora las manos que he perdido;
mi mente soplada por vientos que también son de la tierra pero
que suceden adentro
y mi corazón.
Alguien que tenga un músculo puede ser mi corazón
que me sobra y me falta;
que de madrugada, cuando los gallos cantan,
se abisma
y acontece lejos su abeja entre las flores.
Alguien puede tener lo que nos falta.
Yo tengo ahora un deseo demasiado grande
que se vuelve
hombre,
soga
y vaca entristecida.
La noche
Adentro de la noche están todas las noches del mundo
y las puertas que atravesaste con la mente.
Adentro está la noche blanca en Laos, todavía;
los meteoros en Bohol, Filipinas,
las promesas que nunca tocan tierra
sus delicados pedazos solos
girando hacia adelante y atrás
como un astro suelto en el aire.
Las manzanas, los suspiros, lo entredicho,
los colibríes, los dientes.
Mirar el lucero.
Todo está adentro de la noche
y a merced del despojo.
Cuando te miran es el encierro.
Cuando te llaman es la sospecha.
Todas son preguntas. Lo que tocás es una pregunta.
Lo que ves, una pregunta que recarga los objetos.
Y cada tanto hogueritas, puentes, núcleos
agujeros
y adentro
vos y yo en todas las épocas.
Es así el oficio de sobrevivientes.
Adentro de la noche está la noche y están todas las palabras,
todas las vacas que comimos,
un pájaro en el aire, la cabeza parda
de un niño nacido.
Todas las cosas mareadas,
el incontenible burbujeo de los desesperados
las manos pidiendo,
los muertos baldíos,
vos y yo
corridos por humores,
acumulando sangre, durmiendo genes
aturdidos
amaestrados
solos.
Vos y yo en todas las épocas.
Es el mundo viejo rascándose la úlcera.
La temperatura de todos los partos.
Una hormiga sucediendo entre tréboles.
Un trozo de pan.
Un grillo.
Un país.
Casi que desaparecemos ya.
Carnívoros, espaciales.
Vos y yo.
Despedite del celo.
Armá tu misa.
Secá los secretos que una vez guardaste.
Despistá la vida que embiste ahora como un océano
a tu alrededor.
Lámpara sola, escapá.
Puerta del universo, abrite.