5 poemas de «Las devastaciones» (2024), de Lina Alonso

 

Por Lina Alonso*

Crédito de la foto (izq.) archivo de la autora /

(der.) Matera libros

 

 

5 poemas de Las devastaciones (2024),

de Lina Alonso

 

 

Agosto 30

 

Tengo un buen presentimiento.

Subo y bajo andenes al gusto.

Hoy murió Gorbachov,

ayer besé a un pelado que se sabe el nombre de los árboles,

antes de ayer se mató C.

 

Perdón,

pero todo se me antoja en su sitio.

Incluso esas extranjeras que viajan por el mundo para escapar de ellas mismas.

No terminé de leer la Reforma Tributaria,

no sé en qué va la guerra en Ucrania,

ni me sé el nombre del más reciente feminicida.

 

Solo sé que hoy le siguieron metiendo billetes chimbos a la tomba que cobra por no hacer su trabajo, y eso, que los chimbeen, me parece absolutamente consecuente y por eso hermoso.

 

La gente blanca seguirá enamorándose de la gente blanca y tranquila, y no puedo hacer nada para que eso cambie porque muy pocas veces se quiebra el pacto de clase.

 

Por ahora, seguiré subiendo y bajando andenes al gusto y que la guerra siga desollando margaritas. Me tiene, a esta hora, bajo este preciso sol, sin cuidado.

 

Perdón.

 

 

Astra

 

Me dices que la luna es la tilde de la tierra

y miras al cielo cortado por los cables

bulloso de helicópteros y aleteos instantáneos.

Te miro

y quiero aprenderte esa forma

de acentuar la vida

sobre este fatigado punto final, , este globo

que no cesa de pegarse dentelladas en perpetuo canibalismo.

Para ti derramo mi corazón entre tus manos.

 

 

 

Chuntaquear

 

Al viejo lo abandonaron en un potrero a sus nueve años,

lo tiraron al páramo con un saco de lana y los mocos pegados al frío.

Dejó los cuadernos, los Con Permiso y le lanzó una pedrada a la profesora que le negó la entra- da al colegio.

Huele a orines, limpie los zapatos, sentenció antes de sacarlo de una oreja.

Huyó de nuevo al monte y se quedó a dormir entre chamizos hasta que tuvo más edad para

la carga, mientras ganaba más altura para el hambre y el quite.

Se crió como un salvaje y como un salvaje vivió.

De niña, recuerdo la manía de ese abandono, me enseñó a hacer guaridas con pasto y ramas secas entre los carrizales,

a reconocer gorriones y escuchar el merodeo de las chuchas, tenía el tiro para espichar guargue- rones, para tensar el miedo entre los dientes. Me dejó pistas para odiarlo, olvidarlo, recurrir al lugar común de matarlo en los poemas, luego traerlo de vuelta y fundirnos en un abrazo largo.

Un día me contó que aprendió a chuntaquearle a una vecina las cuajadas que dejaba colgando cuando pasaba por Viracachá.

Chuntaquear no existe en el diccionario como lo usaba.

Chuntaquear era, para él, bajar con una vara la comida de los zarzos.

Se metía de noche en las fincas y, después de limpiar despensas, se cargaba par gallinas, no sin antes chuntaquear lo que dejaran en los colgaderos de madera.

Sus manos de fique, ásperas de costumbres y máquinas,

el parentesco de sus dedos con la lluvia —siete grados más abajo de lo normal, hechas para espantar fiebres y delirios—, dejaron, hace años, de enfriarme los cabellos, los churcos, como les decía.

Con su muerte se fue Chuntaquear, también se fueron las palabras Sute, Chirlobirlo y el jugo horrible de Chumbimba. Ahora se dice niño, pájaro y nadie, menos mal, prepara jugo de arveja.

 

La poeta Lina Alonso
La poeta Lina Alonso

 

Coyoacán 2022

 

Ayer me preguntaron por los escritores de mi país,

les dije que están publicando sus libros,

ganando sus becas,

terminando sus tesis,

arreglando su sonrisa,

mejorando su dieta,

yendo a terapia.

Siempre están gestionando, tramitando, vinculando

sus afectos como si fueran corporaciones bancarias

—con mi furia me basta y camino feliz a la

obsolescencia con ella—.

Están a la altura de las circunstancias

y yo en la bajeza de un viernes entre las cobijas,

con mis dientes cepillados y listos para apretarlos

dormida.

No tengo mucho y cuando tengo lo regalo, todas

mis amigas tienen mi ropa, a una le dejé

mi casa, a otra mi gato, y a todas mi corazón ya

usado,

que es a veces como un miquito trepando un árbol

de guayaba del que a veces se resbala.

Dos trotskistas me recibieron en su piso,

los dos tiemblan mucho,

así que les ayudo a armar los baretos.

Me dicen Chamaca

y me siento como si fuera la perra.

Veeeeeen, chamaca

¡Chamaca, no! No metas las narices en la basura.

No me molesta la idea de ser una perra,

más me molesta la idea de que una perra se levante

un día siendo humana,

pobre criatura.

Me siento con mi elote en un andén y pienso en

Hunza, en el peto, la mazamorra del Claret

y no siento nostalgia, siento llenura.

Si todos somos hijos del maíz es la respuesta que

no busco pero que me encuentro en la tusa.

Igual, puede ser que a esta hora una ballena esté

desayunando en su casa un tazón de

cereal mientras mira un documental sobre mi vida

y, con ese consuelo, retaco el pasaje del bus que me

lleva ni puta idea a dónde

porque no conozco esta ciudad.

 

 

 

La abuela Rosa

 

Chusmera, cachiporra, roja y lenguilarga,

india yerbatera, sibila y mirla,

de ella este no agachar el cuello,

este abrir a cabezazos las puertas de la percepción,

para que las bestias duerman en mi patio.

De ella el anhelo de ser prado donde la luz madura.

Por ella esta determinación

de que algún día un samán sea mi patria.

 

 

 

 

 

*(Colombia, 1994). Escritora y guitarrista. Ha publicado en poesía Las devastaciones (2024) editado por Matera Libros.

 

 

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