5 poemas de «Las afueras» (2020), de Luis Felipe Comendador

 

Por Luis Felipe Comendador*

Crédito de la foto (izq.) Eds. A Fortiori /

(der.) archivo del autor

 

 

5 poemas de Las afueras (2020),

de Luis Felipe Comendador

 

 

Las afueras,

ese cáncer brutal de las ciudades

donde el bullicio olvida a los sin nombre

más allá del olvido.

 

Tienes que ir

–me dijo con los ojos

asomados tan adentro de mí–.

Tienes que ir a darles esperanza,

aunque sea mentira.

 

Fui como un niño atento,

con la boca asombrada,

con las manos temblando,

con un miedo caucásico

de no estar a la altura

de todo aquel desastre.

 

Trepaba el taxi viejo por los cerros,

patinaba en las curvas inconcretas,

derrapaba en la arena

y salvaba los ranchitos de milagro.

Yo no era de aquel sitio

ni de aquella miseria,

yo no era de sus rasgos

ni de su hablar pausado,

yo no era de esa mugre de chinches

y zancudos y agua sucia.

Se sucedían las casas de plásticos y adobe,

los niños sin zapatos mirando con asombro,

algún hombre sentado con la mirada huraña,

cerro tras cerro, arena.

 

El taxi dijo basta.

 

Trepar era ya el único artilugio

con el que abrirse paso por los cerros.

 

Arriba,

justo en la línea gris del horizonte,

puntitos de colores

rodaban por la cuesta hasta nosotros.

Eran niños hermosos

empañados de arena, sin zapatos,

con sonrisas de ángeles sin alas…

 

¡Esa suciedad limpia de los pobres!

 

Sin mediar los prejuicios de occidente,

me abrazaron fortísimo,

me llenaron de besos y miradas de asombro,

hicieron piña en mí, como si fuera alguien,

y ya no fue posible dar el paso siguiente.

 

¡Éramos uno juntos!

 

Sin más, me dieron todo,

todo lo que tenían:

su sonrisa y sus brazos.

Yo les prometí un mundo occidental

y un futuro.

 

Les mentí y lo sabía.

 

Les mentí y lo sabían.

 

 

El horizonte, allí,

como mucho es mañana.

 

Ver salir de las sombras

a una mujer con hijos,

desastrada hasta después del pudor,

sin haber visto el agua

desde hace un par de días

más que en el cartelón

del anuncio grandote

que da entrada directa

a la cruel autovía del Pacífico:

 

“AQUA

Ahora en TOTTUS”.

 

Sonreír como sea

a ese pobre energúmeno

que la viola deprisa

cuando el Sol ya se ha puesto

tras los cerros

(es mejor sonreír que dolerse)

mientras le pide un sol o dos

para tapar el hambre

de los niños.

 

Trasegar cuatro sacos de ají

hasta el mercado añil

de La Hermelinda

con la fe inquebrantable

de que van a pagarle

los soles justos

(nunca supo de cuentas, no hubo tiempo).

 

Sentarse un par de horas

dos cuadras más allá de la Plaza de Armas

con la mano extendida

por si algún viandante

quisiera limpiarse la conciencia…

 

Y los niños ‘jugando’ en la basura,

solos,

hasta que vuelva ella

con un poco de pan

o con nada.

 

El horizonte, allí,

a veces es ya mismo.

 

 

 

Demasiado corazón para esta guerra

perdida de antemano.

 

Demasiada pasión para estas ganas

de sentir y obligarme.

 

Demasiada miseria para este no saber

cómo ser hombre.

 

Un niño sin papeles

jugaba al escondite con su sombra.

 

Aún lo estamos buscando.

 

El poeta Luis Felipe Comendador

 

Pegados a los cerros,

como las manchas

de humedad en las paredes,

se extienden los ranchitos

de plásticos y adobes.

Crecen en una cromatografía

siniestra

y se habitan o se deshabitan,

sin más,

al ritmo de las mafias.

 

Leo a Inocencio Arias

y me espanto:

“Los norteamericanos siempre ponen los muertos”

–dice–

y sé que se refiere a los suyos,

no a los muertos ajenos

–que nunca son tangibles.

 

La viejita saluda sonriendo

desde la puerta de cajas de Inkacola.

Tiene cara de indígena

y no pasará de treinta kilos

(el peso de su vida multiplica

por mil a su esqueleto).

La saludo y pregunto:

¿Cómo le va, casera?

Sonríe y la boca está exenta

de cualquier dentadura imaginada.

Se murió una gallina esta mañana

y ahora me quedan dos.

¿Quiere unos huevos?

Y se adentra en lo oscuro

del ranchito.

 

Yo le digo que no,

pero no escucha

o no quiere escuchar,

y sale ufana con dos joyas blanquísimas.

Se los tome, mi gringo,

y va a ponerse fuerte.

 

Leo a Inocencio Arias

y me espanto:

“El mundo gorronea a los EEUU”

–dice–

y se refiere al ‘mundo’

de esa mujer de fieltro

con su gallina muerta.

 

Yo acepto los dos huevos

y beso a la señora

en sus arrugas.

 

 

 

[QUEbRADA TRES]

 

Náusea la mirada por encima del hombro,

náusea la algarabía de los jóvenes pitucos

de los barrios del Golf y California,

náusea el pollo broster que sirven en el Mall

a las damas de cejas tatuadas,

náusea los doctores de todo,

los licenciados de todo,

náusea santiguarse

y entregarse al destino que Dios quiera,

náusea cada uno de los gringos

que se llevan la plata a manos llenas,

náusea los políticos corruptos,

los de salón y los de cocinita,

náusea cada carro brillando en las aceras,

náusea los bidones llenos de agua

apilados delicadamente en Tottus,

náusea el euro,

el dólar,

el miserable sol domesticado;

náusea el ceviche prohibido en Huanchaco o en Viru,

náusea cada libro de texto recién forrado,

náusea cada abogado,

cada juez,

la justicia;

náusea cada recién peinada en la peluquería,

náusea los zapatos brillantes,

los pantalones nuevos,

las camisas planchadas;

náusea los nuevos ricos

y los viejos,

náusea los escaparates y las vitrinas llenas,

náusea los cajeros automáticos,

náusea el celular sonando en las esquinas,

náusea el que da limosna y te sonríe,

náusea un simple grifo abierto

manando sin medida.

 

 

 

 

 

*(Béjar-Salamanca, 1957). Poeta, editor e impresor. Colabora en prensa y revistas literarias, realiza obra gráfica y es miembro del Centro de Estudios Bejaranos. Fue presidente del MPDL (Castilla y León). Ha obtenido el Premio Internacional Tardor (2001) y el Premio Ciudad de Mérida (2005). Parte de su obra está contenida en Versos giróvagos (1992), Paraísos del suicida (2001), Con la muerte en los talones (2004), El gato solo quería a Harry (2006), Tour de France (2015), Mañana no será nunca (2017) o Galería de estrafalarios (2021).

 

 

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