Por Cristhian Briceño
Crédito de la foto Ed. Paracaídas
5 poemas de la trama invisible (2016)
III
No era la literatura, sino la escritura (cosa distinta) lo que me movía. No el amor, sino el instante del amor (que ya es pasado), aquello que mi alma apetecía. No el alcohol, sino mi embriaguez desplegando las visiones. Alguien debe haber dicho, hace muchos siglos, que el sabor no estaba en la fruta que comemos ni en nosotros, sino en la conjunción de ambos (luego Teitoku lo utiliza en su haiku de la niebla en primavera, Valéry en su Cimetière marin, Borges en sus conferencias, y Charles Olson y Bob Creely, creo, en las Cartas mayas, y hasta Julio Buitrón en el bar Don Lucho). Como un rostro indefinido, así las emociones encuentran su forma cuando lo instantáneo prevalece. Y así, también, las emociones se diluyen en su propia duración. Ese es su lugar en la naturaleza de lo que existe: lo que desordena.
XIX
- Imagina la historia de un símil, desde el momento en que no había nada en tu cabeza (ni siquiera existía tu cabeza) —sólo una promesa de ser algún día algo más que el vacío que ahora ocupa, anula y destierra— hasta cuando te fueron reveladas las precisas palabras y sobre el panel de tu computador pudiste apreciar la belleza desbordando los límites de tu comprensión, y entonces nada comprendiste, porque la belleza no está ahí, detrás de unas palabras que el tiempo soplará hasta que vuelva el vacío donde antes estuvo tu cabeza. Y luego volvió el pensamiento desnudo de prejuicios, ese que nos sostiene como un par de muletas que se apolillan, y luego la nada nada en una piscina llena de eternidad e inocentes pastillas de cloro.
XL
A veces me veo escalando un cuerpo empinado y difícil, como si yaciera horizontal y no tuviera fin dentro de mí.
LXIII
Una familia de conejos olisquea el cuerpo desollado de un oso; más allá, junto a dos pinos gemelos, un cazador se calza la piel del oso y le plagia un gesto de ferocidad, mientras el otro cazador, su compañero, escopeta en mano, sonríe, invulnerable al terror.
LXXVI
Yo había heredado el estoicismo de mi padre y la fragilidad de mi madre, y era mi existencia un absurdo, agudizado por mi afán de autodestrucción y los climas cimbreantes de la capital.
No era del tipo John Keats que a intervalos es un semidiós que dormita y escribe poesía en sucesivas oleadas de inspiración y a otros un tipejo famélico hasta la conmiseración, mientras hace apuntes mentales sobre la parábola que traza el sol o la sombra azulada de una guirnalda escoltada por ruiseñores, no, nada de eso, mi alargado torso se contraponía a la apatía de mi mirada, pero mi cabello era desordenado y lacio como un ejército de cobardes que emprenden la retirada sin soltar sus lanzas y, así también, mis manos siempre estaban muy próximas al pincel o a las teclas de mi Underwood o a los cubiertos que fajaba con magros tallarines con salsa, cuando no podía pagarme un buen plato de comida en las chinganas; y mi altura era aproximadamente la misma que la puerta auxiliar de la Catedral de Lima, con lo que debía cuidarme de no golpear la testa en los lugares poco elevados. Y, antes que cualquier cosa, deseaba parecerme más a Villon que a Rubén Darío, aunque siempre me estuviera rondando la inercia.