Por Jorge Frisancho*
Crédito de la foto (izq.) Luis E. Becerra /
(der.) Paracaídas Eds.
5 poemas de La pérdida (y otros poemas) (2014),
de Jorge Frisancho
Metapoética I
(tantas tercas palabras que repito y repito)
A tenor de todas estas soledades acumulativas
¿qué ámbitos aducen, qué argumentan
tantas tercas palabras que repito y repito?
A tenor de todos estos cuerpos sin solidaridad, desagregados
¿qué se incendia sino tanto silencio
esta suma pertinaz de distancias y ladridos
esta huella flagrante en la retina con que los contemplas
decaer impunemente en una serie de infinitos numerables, paralelos
en el harto vacío de la sombra y la sed?
A tenor de tanta hoguera irresoluble
—arduos fuegos inhumanos desasidos de su probabilidad
en el espacio sin tránsito que nos incomunica, el que despueblas—
¿qué pasiones permanecen sobre los sólidos de la piel
y qué perdemos en el acto de nombrarlas?
Metapoética II
(en el otro hemisferio)
Dejar estar el tiempo entre las piedras
del zapato que se tambalea
sobre hielos impares
avanzado apenas pero intensamente
hasta este lugar que no es ninguno
en el otro hemisferio
Dejar estar el tiempo
para que se sepa de sus incertidumbres
esta estancia baldía
y se calle repetidamente
esta música cínica, esta cínica herida
este terco silencio
Metapoética III
(nocturno, en el Perú)
Que desprenda la noche sus portátiles vicios, sus vacíos
de tanto melancólico peruano sorprendido en el acto
de morderse la memoria
Que desprenda sus dominios y sus motivaciones
este mismo poema (tentativamente), y que escuche
su música en silencio
Para que este mismo sea el momento de la negativa
y se cierren los ojos en la página
como se cierra una herida
Metapoética V
(con la lengua en el fuego)
Quise tantas palabras que se desgarraran
como heridas abiertas, bocas, verbos; quise
con los ojos ardiendo, como quien respira
con la lengua en el fuego
Pero hice solamente esta pupila de cristal, este idioma de espejos
Y ahora solamente me consuela —pero en vano—
la tenaz sinceridad de su silencio
Aquí termina una manera de mirar
para Rodrigo Quijano
1
Si te dijera “aquí termina una manera de mirar”, responderías
con sutiles alabanzas de lo oscuro, en tono muy menor, quizás al modo
de nuestras más antiguas conversaciones; sería entonces fácil recordar, hermano,
la innegociable razón de la distancia en que te hallo, la forma de nuestra desavenencia y nuestro desarraigo,
y poblarla con palabras que se justifiquen, a pesar de su terquedad,
por un profundo caudal de silencios y de negativas, y volver sobre la conjetura de sus pasos
a un lugar que permanece sin nombre, pero arde
con el inútil furor del fuego en que se originara, tantos años atrás,
el laberinto de nuestra melancolía.
2
Pero es que el ojo reclama su momento de ceguera, y el tiempo ya ha dejado de sanar
la hipotética herida del viaje. Es verdad: para saber debo acercarme más
a aquello que ahora mismo queda a mis espaldas, aquello que abandono en el acto de partir
y estar de vuelta. Dime, ¿Cuántas imágenes habrá que te repitan lo mismo hasta anegarse? ¿Cuántos modos habrá de poseer la ausencia
y no dejar que nos arañe, con el cúmulo de sus equivocaciones, el obsceno epitelio que nos separa del mundo?
3
Bajo mis ojos enfermos la ciudad respira, plagada de significados y rencores, alta habitación del artificio y la pus
y la pueblas —homúnculo en la herida— con inhóspita elocuencia: es que eres de esos que aun estando lejos
lo dicen todo con una sílaba artera, con un súbito ladrido en la garganta,
y te abres a la madrugada como un fruto de pieles permutables, con el viento entre las manos
y el corazón entumido, vegetante, en la ribera equivocada del río de las emociones
que regresan para consolarme a lengüetazos
de hedores urinarios en ácidas letrinas, en esquinas inútiles, en veredas cuyos nombres estoy a punto ya jamás de recordar.
4
(Cada vez más lejos de la tierra de nadie, cada vez más cerca
del oblicuo pálpito del mundo en el espejo
del idioma en el que nos hablamos, desasidos
de esta música indolente en los alrededores
de una nueva mañana, o quizás la misma, hecha
de armónicos oscuros y de medianías, voces
animales que sostienen sus aullidos en el aire
irrespirable de la celda de su soledad, donde se miran
estos ojos que somos con indiferencia:
híbrida cerrazón la de los párpados que yerran
al margen de las imaginarias sensaciones,
como si la distancia les bastara para nombrar
el sitio en el que sobrevive la memoria de su comunión).
5
Bajo los ojos enfermos, sí, la ciudad respira
su falsa furia límite en los muñones de un amanecer contemplativo.
Como cuerpos que se desangran ante tanta posibilidad
y tanta desesperanza, hemos dejado caer sobre el infernáculo de la palabra
los restos de un lugar que se transforma en el momento en que lo miras:
todo el tiempo del mundo sucede en tus pupilas, toda la inmensa lejanía de las cosas,
hecha de sonidos puros en el artilugio de la claridad.
6
Hijos de madres imprecisas como océanos, imprecisas
como una marejada contra el lecho en el que duermen
todos los fantasmas de la memoria, nos hablamos a ciegas
—en idiomas perfectos, pero ajenos—
acerca del estar, del haber sido: el ácido que tienta la retina.
Ausente lo real, lo que nos queda
es apenas el misterio de la permanencia.
7
Pero es imposible dorar esta píldora: arcanos que se precipitan
en los vagos abisales de la piel, innecesariamente,
y nos deslumbran con su polivalencia, y nos plegamos
al súbito murmullo de las masas, bajo fuego
en una galería de espejos ululantes, cuerpos
empeñados en el viaje, cuerpos
que respiran por la herida o por la cicatriz
y dejan repentinamente de mentir.
8
Lo que miente es el iris, el hálito, el cúmulo de tantas experiencias
en el desorden de un mundo que ya no nos contiene
ni nos posibilita, abandonados como estamos al rumor de sus hipótesis, su música
opípara en el cenit, y expandida, como un epitafio: desmenuza los retazos
del pasado que fue nuestro, aunque sólo a destiempo, y los predica
en el espacio tangible de su pronunciación, porque se han ido
en su doble ceguera los koanes, y nos siguen los pasos sin mesura
a contrapelo del tiempo sus sutiles aporías, su pérdida
en el arco que traza tras hartarse de lo material.
9
Bajo tus ojos enfermos, sí, la ciudad respira, inexistente en el imaginario
y tan ardua por el hambre que la habita, con ocasos incisivos en el litoral
y grisáceos vertederos contra la rompiente, residuos de su disolución
a la altura de tantas yugulares semiadormecidas, con pálpitos que anuncian hecatombes
en la suma de su amanecer, y un ácido sabor de clorhidrato en la garganta
de quienes arriban, ya lejanos, al punto en el que deja de significar: como un pez
que nada hacia la hoguera, como un hijo que calcula la caída, palpas
la ruina de su nombre y te desdices, los párpados cerrados,
en el reflejo del fuego de la hoguera sobre el bisturí.
10
Lo que nos queda es el misterio de la permanencia.
“El olvido es lo que menos dura para siempre”, te digo,
contra la piel que fuga y arde bajo la resolana
de los ensimismados arrecifes en los que se desencuentra
este estar incalculable de la travesía y el retorno, sus hemisferios impunes,
el itinerario de su soledad. En los tristes pedazos del desierto que te ofrezco
como hipótesis de trabajo, lo que cesa es la razón de nuestro desprendimiento, y lo que se contempla
es su sombra, pero no su experiencia, y lo que se perpetúa
es la paradoja de su singularidad, que es nuestra.
*(Barcelona-España, 1967). Poeta, narrador, ensayista y crítico literario. Residió en Nueva York (EE.UU.) entre 1991-1998 y en Chicago (EE.UU.); y desde hace varios años reside en Lima (Perú). Ha publicado en poesía Reino de la necesidad (1987), Estudios sobre un cuerpo (1991), Desequilibrios (2004) y La pérdida (y otros poemas) (2014).