5 poemas de «La Forma del Confín» (2022), de Carlos Eduardo Quenaya

 

Por Carlos Eduardo Quenaya*

Crédito de la foto (izq.) www.ctivitae.concytec.gob.pe /

(der.) Ed. La Strada

 

 

5 poemas de La Forma del Confín (2022),

de Carlos Eduardo Quenaya

 

 

Confín galáctico

 

Después de girar

Oprimí botoncitos que condujeron la nave

Fuera de la atmósfera.

 

Cumplí así con el cometido

Largo tiempo postergado:

Explorar el helado espacio

Dentro de una cápsula propulsada

Por motores magnéticos.

 

Me embebí en círculos y eras rotatorias

El fuego devoraba la feble materia

Mi cuerpo embutido en un traje

Experimentaba alteraciones

Tan demandantes

Como insólitas.

 

Mas pronto me compuse

Y prendí un cigarrillo

Para contemplar por la ventana la negrura ilimitada

¿Adónde me arrastra –pensé–

El progreso obtenido luego de siglos

De investigaciones

Y transformaciones sociales y económicas

Que también transformaron al Perú?

 

Artífice de mi abatimiento

Desconocía lo más cercano

Tanto como lo más lejano

Me incorporaba en jirones ascendentes

Y al pulsar mi límite

Se formaba una resonancia

(Un estropajo de luz)

Que arrastró mi cuerpo

(Minúsculo punto inservible)

Hacia el mar helado y galáctico.

 

Sujeto a mi pensamiento

Del otro lado de la ventana

Apenas sostengo un vínculo con lo solo

Los campos celestes pasan, sin moverse, por mi lado

La variable de mi espíritu es un algoritmo del mundo

Reboto en todas direcciones y no sé dónde he caído

¿Soy quien digo ser?

 

De regreso en la nave

Emergen sombras.

 

El poeta Carlos Eduardo Quenaya

 

Lindes fritas

 

Porque no admití frente al jabón que yo resbale

Exhibo sobras y tripitas

Escandido de cabo a rabo

Me atengo

Oh manjares

Al plomo escurridizo

Soplaba el viento contra el músculo

Y en medio de frituras aceleré

Vorágine y vértigo

¿Qué me dirás al verter: soplo helado, guante?

Astilla o cachetada

Surte el ojo

Que soñé adentro del ojo

Cuando escribo la flor del rey

Admito el pasmo, la célula, el oro nupcial

De mis brazos surten fugaces cometas

¿Por qué no admitir la faz, el severo traspié?

Góndolas

Aminora el pecho al arte

Qué hay de mí

El rostro raído y pusilánime

La torva demostración que cunde, aflora y lame

Y acabáramos!

 

 

 

Pueril

 

Al cerrar los ojos era capaz de ver las calles adoquinadas que confluían en la plaza. Al abrirlos, las nubes rojas sobrevolaban el ambiente enrarecido y las naves aterrizaban con movimientos pendulares en la arena marciana. Al cerrar los ojos otra vez, su madre lo tomaba de la mano y lo conducía por el mercado San Camilo, en medio de la desorientación causada por la compulsiva oferta de papas y verduras. Tenía cuatro años. Vivía en un mundo de olores, sabores y sonidos. Su cercanía con el mundo dependía de la voluntad materna, quien le prodigaba los cuidados indispensables para que pudiera desplazarse en medio de los seres y las cosas.

 

La madre, gracias a una imponderable suma de actos y consecuencias, era una fuente insobornable de orientación y amor. El mundo entero giraba en torno a sus crisis nerviosas, transmitidas al niño por obra de la biología y las experien­cias de la vida compartida en el hogar. El niño creía mantener, a causa de la protección de la madre, un vínculo férreo con el mundo. Nada podía sucederle, puesto que contaba con su madre. Pero pronto a su consciencia afloró la vaga ansiedad de saber que, dentro de todas las catástrofes posibles, existía una que podría terminar con su frágil palacio infantil.

 

El destino de él estaba inexorablemente unido al de la madre. El destino de cualquier hombre, pensó muchos años después, es el de la madre que nos trajo al mundo. El de su madre −una mujer de 30 años, sometida al régimen económico de su esposo− no era por cierto próspero ni halagüeño. Su destino atormentado, sus escasas luces, las incertidumbres económicas, la creciente insatisfacción por haberlo dejado todo en nombre de los hijos, una adultez prematura a causa de la pobreza, una maternidad probablemente inesperada producto de la cual nació el niño, anunciaba un futuro violento.

 

Para él la madre era la vida. Y porque era así, su fantasía infantil lo atormentaba. Poco a poco, comenzó a elaborar pequeños dramas cuyo desenlace siempre era el mismo: la muerte de la madre a causa de un accidente automovilístico. El niño era incapaz de soportar la idea. Una idea terrible. Él era la madre. Esta unidad, sin embargo, era anfibia y oscura. Su identidad, aún inexplorada, estaba compuesta de puntos estrictamente temporales todavía desconocidos. Su origen, al margen de cualquier explicación futura, permanecía oscuro. Su origen era la madre. El cuerpo de la madre, que era el suyo, no le pertenecía. La unidad era la identidad y la identidad era la felicidad. La dualidad era inevitablemente el desamparo y el dolor. Era el presente y la soledad, que era a su vez la condición de la unidad. Si él, por obra de la unidad, no fuera otro, tampoco su madre sería quien es: él mismo.

 

Al abrir los ojos –al cerrarlos–, una masa informe se escurrió desde su paladar precipitándose en forma de largos hilos sobre el piso de la nave.

 

 

 

Mi vida no es ejemplar

 

Mi vida no es ejemplar

Lo que hice estuvo bien,

aunque fuera posible hacerlo de otro modo.

En general me abandona

La alegría

Y me llega al huevo simplemente

Tener que esforzarme por ganar un sitio

En un lugar en el mundo.

 

Vivo como puedo

 

Si atesoro la luna leopardiana

Se debe sólo porque viene a tocar a mi puerta

Pero no la retengo ni me importa

Hacer un museo de mi intimidad.

(Tampoco mis versos se contagian de patetismo

Ni nostalgias fútiles

Y me importa poco su valor artístico).

 

Me desbarato frente a los hechos vividos

Mi memoria no me pertenece

Y acaso sé cada vez menos de mí.

 

Escribir es aún una forma involuntaria de permanecer

Y huyo de eso

Y también desisto.

 

Sin embargo,

La magia que no pedí asalta de pronto

Y no hay modo de evitar

La caída del pelo

Y darse cuenta de lo poco que es uno

Sentado en el suelo o frente a una pantalla

Escribiendo

qué insoportable

Una palabra tras otra.

 

¿Es que hablo con un lector del futuro?

¿O escribo para comunicarme con alienígenas

Interesados

En las formas de vida que habitan el submundo?

 

Me llega al huevo

Lo que pueda ser el mundo

Si no estoy ahí

Yo mismo leyéndome después de 200 años

Sorprendido de mi propia identidad

Tratando de saber qué

Y por qué

Escribí esto

De un modo tan elemental

Otra vez un adolescente de 20 años

Que se pregunta

Neciamente

Qué clase de mierda

Es

Y soy.

 

 

Agua en el vórtice

 

El dulce pezón dorado

Que asoma del cuerpo entregado a la lengüita

Y la fatalidad de los dedos haciendo el acopio

De la claridad atrapada en un mechón de pelo.

Ruedo de sol y de cielo

Abstracción de sal

Lento sabor

Adornado por oscuros destellos

Y la humedad

Derramándose en los bordes

El olor a uvas produciéndose

Fantásticamente

Por un mecanismo genital transformado

En música

Y el extremo solar de mi frente

En la noche barrida.

 

 

 

 

 

*(Arequipa-Perú, 1984). Poeta. Magíster en Filosofía por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú) y, en la actualidad, cursa el doctorado en la misma especialidad en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Se desempeña como profesor en la Universidad de Lima (Perú) y en la Universidad Peruana Cayetano Heredia (Perú). Ha publicado en poesía Elogio de otra vana invención (2008), Los discutibles cuadernos (2012), La trama sorda o la nube del no saber (2016), La forma del confín (2020; 2022) y Palabras del pequeño novelista (2023).