Por Nilton Santiago*
Crédito de la foto (izq.) Valparaíso Ed. /
(der.) Caroline Vogel
5 poemas de Historia universal del etcétera (2019),
de Nilton Santiago
Estamos condenados a pensar sin certezas, pero esa condena nos hace libres. La Historia universal del etcétera reflexiona implícitamente, con agudeza, sobre esa paradoja. Y lo hace valiéndose de la razón poética y de una rara serenidad en prosa (o en poema extenso) que se vuelve humor y profundidad. El libro resignifica “el oficio de Rimbaud”, reflexiona sobre el lenguaje, dialoga consigo mismo con soltura y suficiente humor como para que el goce de la lectura no trastabille, deslumbra sin encandilar, se detiene un momento pero enseguida se mueve, abre los ojos, establece prioridades para siempre: la inteligencia no debe pelearse con la belleza.
Rafael Courtoisie
Poemas
Monólogo de las estrellas del circo
El viejo poeta clown
se ha puesto una vez más la nariz rojo cereza
para salir al escenario.
Poco antes, mientras se miraba al espejo y se dibujaba una sonrisa escarlata,
ha pensado en la forma en la que se sacaría de debajo del sombrero
el gorrioncillo con gafas que se llevará su corazón para siempre
y todo para que el público estalle en risas
después de verlo caer fulminado por un rayo de luz.
Y si la vida al fin y al cabo consiste en eso
o, por ejemplo, en acercarse a la ventana para ver si llueve
y ver caer violentamente una gota de lluvia sobre el lomo de una hormiga,
cualquier intento de sonreír de nuestro amigo el clown
únicamente lo llevará a aquella mañana
en la que vio a su abuelo meter un baobab
en el maletero de su Chevrolet Malibu del 64
mientras se sacaba tres gramos de besos de la cartera.
Ahora sé que nuestro amigo clown no volverá a hacernos reír
hasta que le aplaudamos con las orejas
y no sé qué diablos pensar.
Quizás lo mejor sería dejar huir al gorrioncillo con nuestro corazón.
Felizmente,
todo termina por ocupar su lugar:
el viejo Chevrolet Malibu del 64 llora ahora en el desguace,
tu mejor amigo, del que tanto te burlaste cuando erais niños,
se pasea con un brillante golden retriever de la mano de su novia de calendario
y tu abuelo, el viejo sindicalista,
es el viento que mueve la hierba donde algún día tú también dormirás
para siempre.
Y claro, ahora también entiendo por qué la hormiga de la que hablábamos antes
toma conciencia de que es una hormiga
cuando muere ahogada por la gota de lluvia.
Pero de pronto,
el drama de la hormiga y el tuyo propio son cosas de niños
cuando piensas en los ramos de besos
que Al y Jeanie Tomaini se dieron por última vez.
Él era un gigante bonachón de 2.55 metros
(la secreción hormonal de su hipófisis le impedía un crecimiento normal)
y ella, Jeanie, una pequeña que nació sin piernas y que se dedicó durante años al circo,
pero aun así, y porque quizás la vida es un pañuelo lleno de instantes,
terminaron casándose.
Y si esto es al fin y al cabo la vida, es decir,
ponerse la nariz rojo cereza cada mañana,
buscarte entre las entrañas del viejo Chevrolet Malibu,
creo que lo entiendo todo
ahora mismo que miro por la ventana para ver si llueve:
soy yo la hormiga,
soy yo la gota de agua que le aplasta el corazón.
El oficio de Rimbaud
Antes de nacer, el oficio de Rimbaud fue enseñarle a su padre, el capitán de infantería Frédéric Rimbaud, cómo recoger la miel del corazón de su madre. El oficio de Rimbaud también fue el de la primavera poco después de que su madre se hubiera declarado viuda y militante del partido para la abolición de la tristeza. Hay quién dice que el oficio de Rimbaud fue, durante su niñez, fabricar espejos donde sólo se podían reflejar poetas simbolistas y curas agnósticos. También dicen que el oficio de Rimbaud en esas mañanas fue el de tener 15 años y huir a París en el pico de una cigüeña. En ese entonces, las cigüeñas pasaban de los poetas y la que llevaba al pobre Arthur lo dejó abandonado sobre la copa de un árbol después de darse cuenta de que no llevaba boleto. Entonces, el oficio de Rimbaud consistió en leerle cada noche a un vencejo las flores del mar. Al ver que el vencejo ya había aprendido a volar, Charles Bretagne convenció a Rimbaud para que le escribiera una carta a otro pájaro llamado Paul Verlaine. El oficio de la carta de Rimbaud fue navegar como un barco ebrio a través de la lluvia hasta llegar a la casa de Verlaine, quien le respondió enviándole un billete de tren en el pico de un papagayo. El oficio de Rimbaud fue comerse los carbones de azúcar del tren que lo llevó a París la mañana del 15 de septiembre de 1871. Después de conocerse, el oficio de Rimbaud y Verlaine consistió en disfrazarse de profesores de astronomía y marcharse a malvivir a Camden Town, como si fuesen una pareja de armadillos. El oficio de la absenta en Camden Town fue brillar en el hígado de Arthur mientras besaba las manos de Paul. Por su parte, el oficio de Verlaine en Bloomsbury fue el de transportar el polen de la sonrisa de Rimbaud hasta las flores. Al poco tiempo se cabrearon mucho y el oficio de Verlaine fue dispararle a Rimbaud un crisantemo que lo hirió en una muñeca. Para desquitarse, el oficio de Rimbaud fue montar una peluquería para erizos para intentar ligar con poetas suicidas. El negocio le fue fatal así que el oficio de Rimbaud fue arruinarse económicamente y abandonar a la poesía en una tienda de empeños a cambio de seis francos. Poco después, el oficio de Rimbaud fue el de desertar como soldado del ejército colonial neerlandés para convertirse en un traficante de armas. Antes de morir, el oficio de la pierna de Rimbaud fue abandonarlo a su suerte y marcharse al cielo para caminar descalza sobre las estrellas. Cuando Arthur se enteró, el oficio de Rimbaud fue dejar a la poesía huérfana a los 37 años de edad. Dicen que desde que Rimbaud no está, el oficio de la poesía no es otro que el de buscar empleo y llorar todas las mañanas ante la página en blanco del amanecer.
Mi abuela tiene un puesto de comida en el mercado de Casma, donde los pobres van a comer a cambio de nada
Son las seis de la mañana en los relojes de todas las cigüeñas
y mi abuela acaba de llegar a la ciudad de Casma con un niño,
que es mi padre, envuelto en una manta lliclla llena de mariposas.
Ha tenido que abandonar el fondo del mar
huyendo de los abusos de uno que cree que el amor
significa atar a la pata de la cama a un ángel
y darle de comer comida para peces.
Mi abuela, fuerte como una lágrima a punto de romperse,
ha juntado todas sus baratijas
y ha decidido poner un puesto de comida en la ciudad de Casma.
Mientras cocina, mi abuela cuida que el viento
no llegue tarde a su cita con los pájaros
para que los pájaros acudan puntuales a despertar a mi padre,
quien pasa las madrugadas haciendo largas colas
para comprar la carne más barata entre las carnes.
Mi padre es un niño tan alto como una puesta de sol
pero aun así tiene el oficio de recoger la lluvia
para que mi abuela tenga agua suficiente para fregar sus ollas.
El puesto de comida de mi abuela
estaba lleno de las sonrisas de mi padre
y también las de los perros que solían dormir bajo los taburetes,
donde se sentaban sus clientes con la barriga llena de estrellas.
En mi país, los perros callejeros duermen donde pueden
y sueñan que cruzan nadando las lágrimas de Dios.
A la hora del desayuno,
mi abuela empezaba por borrarles los lunares a sus clientes con quitamanchas
porque sabía que las estrellas tenían que volver al cielo
después de haber abrigado la piel de los más pobres.
Entonces,
los pobres de Casma se sacaban una moneda
debajo del corazón para pagarle el desayuno,
pero mi abuela, alta como una puesta de sol,
solía sonreírles y servirles en cambio otra caricia recién horneada.
Los pobres en Casma entonces pagaban con sus lágrimas
la comida que mi abuela les ofrecía
sin recibir nada a cambio,
esto lo sé, porque sé que mi padre transportaba el agua de la lluvia
para que mi abuela tuviese agua suficiente para fregar las ollas.
Aún hoy, los pobres en Casma tienen perros pobres,
y aun hoy todos en Casma saben que los perros pobres
también venían a saludar a mi abuela llevándole un hueso
o un milagro en el hocico,
como si le trajeran el periódico.
Ella los recibía mientras desayunaba con mi padre sobre sus piernas
y compartía con ellos las sobras de las comidas.
Un día de otoño mi abuela se metió a mi padre al bolsillo
y partió a la ciudad de Lima para vender comida en las puertas de otro mercado
y nunca más se la vio por Casma.
Aún hoy, si miro bien detrás de la lluvia,
veo que mi padre es un niño que corre detrás de una pelota de terciopelo
que también es el corazón de mi abuela.
Entonces me doy cuenta de que los pobres de Casma
aún esperan que mi abuela despierte debajo del árbol donde ahora duerme
y que los hijos de los hijos de los perros pobres
aun yacen debajo de los viejos taburetes
donde se sentaban sus clientes con la barriga llena de estrellas.
Ahora sé,
después de tirar a la basura otro yogurt caducado (y media nevera)
que en los relojes de todas las cigüeñas
es la hora de la cena de los pobres de Casma.
El sueño de los ruiseñores
Acaban de encontrar a otro niño inmigrante caminando sobre el mar. Minutos antes su padre, otro inmigrante, fue hallado dentro de una gran lágrima después de salir de una casa de empeños sin el viejo reloj de plata que le regaló su abuelo, un mago persa. Esa misma mañana, el hermano del mago persa fue detenido por dos policías que lo han apaleado hasta borrarle las huellas dactilares. Y todo para robarle los pocos centavos que había ganado vendiendo chatarra. Parte de las buenas prácticas policiales consiste en arrojar el pasaporte de estos dos hombres al retrete y arrestar a cualquier colibrí que se les cruce por el camino para evitar que éstos vayan a recoger la sonrisa de Aylan, un nuevo niño inmigrante que ha sido encontrado caminando sobre el agua. Los pájaros saben perfectamente que los peces pueden padecer de sed así que le han llevado al pequeño Aylan un pañuelo lleno de los besos de su madre. Por su parte Galip, el hermano mayor de Aylan, yace en el fondo del agua porque ha oído que hay bichos en las profundidades que generan su propia luz y que el único animal visible desde el espacio son los corales. Galip juega con hipocampos mientras que Aylan sueña, con su último aliento de vida, que está partiendo al espacio en una nave hecha con piezas de Lego. La madre de Aylan acaba de vender el anillo de oro que forjó su abuelo para intentar conseguir los mil euros que le piden los traficantes. Mientras tanto, las televisiones anuncian la enésima reunión de alto nivel entre varios lagartos de traje y corbata para intentar solucionar una guerra que ellos mismos han originado con nuestras propinas. A esa misma hora, la abuela de Aylan le pone más agua a la sopa mientras que su marido, un herrero con una pata de palo, le ayuda a limpiar el moho de las patatas que unos europeos progresistas y de buen corazón les han regalado. Anochece, pero no les dejan soñar. A los nuevos inmigrantes de este día les han prohibido hasta enamorarse de las cooperantes ya que el amor no vende tickets para la función de esta noche. Entonces, cuando el sol abre su casa de apuestas y los telediarios han abierto ya su telón, todos suben a la barca que los llevará al fondo del mar. Esta mañana un nuevo inmigrante ha sido encontrado etc. etc. etc. y por fin Galip ha empezado a generar su propia luz bajo el agua para que Aylan lo vea brillar desde el espacio, mientras conduce, entre las estrellas, su nave de Lego.
Alepo, diario de la lágrima
Y luego nos dirán que esto era el haber vivido.
Caminar cada día arrastrando una maleta llena de ausencias
dormir a la deriva,
como lo haría un grillo que acaba de oír por primera vez a Chopin.
O quizás la vida no sea más que salir a la calle,
sin rumbo,
detenerse a hablar con un perro vagabundo que no quiere hablar con nosotros.
Y de pronto todo pasa tan deprisa,
como si fuésemos una manada de galgos o de por qués o de etcéteras.
Apenas has terminado de quitarte las legañas del sueño
y ya tienes que encender la primera estrella al cerrar los ojos,
dejar a la intemperie una lágrima
para que el mismo perro vagabundo la lleve a salvo
hasta esa aldea de sal donde abandonamos nuestra niñez.
Y es entonces cuando el tiempo cojea entre los instantes
o más bien son los instantes que abandonan sus prisas para abrir el periódico
y descubrir que nuestro cuerpo pertenece más a las bacterias
que a nosotros mismos.
Entonces era esto sobrevivir,
no saber quiénes somos sin por qués,
tocarse con los dedos las huellas de un cuervo asustado
en nuestro corazón.
Pero de nada sirve.
En Alepo han hecho pedazos un cementerio de abrazos rotos,
y ya no hay nadie detrás de los espejos
porque Dios ha desmentido que esté en todas partes.
Entonces te das cuenta que tú tampoco te reconoces,
y que ya no hay luz en los bolsillos de las anguilas
ni en aquella moneda con la que tu madre te compró
en un mercadillo de baratijas.
En unos minutos
todos olvidaderos que acaba de caer una nueva bomba en Alepo
y seremos testigos del milagro:
tu cuerpo es ahora la luz que te rodea,
y ya has dejado de ser el perro vagabundo que habita la sombra de tu madre,
hablando consigo mismo.
Quizás porque en los monólogos interiores
el que habla son los otros que somos.
*(Lima-Perú). Poeta y abogado. Reside en Barcelona hace varios años. Obtuvo el II Premio Copé de la XI Bienal de Poesía (Perú), el Premio Internacional de Poesía Joven Fundación Centro de Poesía José Hierro (España), el XXVII Premio Tiflos de Poesía (España), el XV Premio Casa de América de Poesía Americana (España) y el Premio Internacional de Poesía Vicente Huidobro (Chile). Ha publicado en poesía ha publicado El libro de los espejos (2003), La oscuridad de los gatos era nuestra oscuridad (2012), El equipaje del ángel (2014), Las musas se han ido de copas (2015) e Historia universal del etcétera (2019), además de las antologías A otro perro con este hueso (2016) y 24 horas en la vida de una libélula (2017); y, en crónica, Para retrasar los relojes de arena (2015).